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«Mas de aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre»
Reflexión del domingo XXXIII del Tiempo Ordinario Ciclo B


Por: Roque Pérez Ribero | Fuente: Catholic.net



«De la higuera aprended esta parábola: cuando ya sus ramas están tiernas y brotan las hojas, sabéis que el verano está cerca. Así también vosotros, cuando veáis que sucede esto, sabed que El está cerca, a las puertas. Yo os aseguro que no pasará esta generación hasta que todo esto suceda. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. Mas de aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre» (Mc 13,28-32).

Nos regala en este domingo el Señor a través de la Iglesia una Palabra de consuelo y esperanza que sirve de preámbulo a la Solemnidad que celebraremos el próximo domingo, del Señor, Rey del universo, y del tiempo litúrgico de Adviento, que si Dios quiere, comenzaremos dentro de dos domingos. Toda la Palabra de este domingo nos hace presente la Parusía, la segunda venida de nuestro Señor Jesucristo, y nos hace una seria invitación a estar preparados para ella.

Así, me llena de alegría el versículo final del salmo responsorial que rezaremos en la Eucaristía de hoy: «Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha» (Sal 15,11), que nos muestra el núcleo del mensaje que revela el Señor hoy. El Señor va a venir un día como ha prometido y como se nos dice también en la primera lectura, en el libro de Daniel, sobre lo que sucederá ese día: «Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida eterna, otros para el oprobio, para el horror eterno. Los doctos brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a la multitud la justicia, como las estrellas, por toda la eternidad» (Dn 12,2-3).

El Señor quiere que seamos doctos en el sentido de que como discípulos suyos hayamos aprendido y seguido el sendero de la Vida que nos ha mostrado el mismo Jesucristo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará. Pues ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida? Porque el Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno según su conducta» (Mt 16,24-27). Él mismo se nos ha manifestado como el Camino hacia el Padre (Jn 14,6) y nos ha prometido que vendrá y nos llevará con Él: «En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros» (Jn 14,2-3).

Así, mientras rezo con esta Palabra resuenan en mi corazón las palabras de San Juan de la Cruz: «Porque, para entrar en estas riquezas de su sabiduría, la puerta es la cruz, que es angosta. Y desear entrar por ella es de pocos; mas desear los deleites a que se viene por ella es de muchos» (Cántico Espiritual, Conocimiento del misterio escondido en Cristo Jesús). Es decir, el Señor nos invita hoy a seguirle con fidelidad, a SER UNO CON ÉL en la Cruz para poder SER UNO CON ÉL eternamente en la Gloria: «Por tanto, que nos tengan los hombres por servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien, lo que en fin de cuentas se exige de los administradores es que sean fieles» (1 Co 4,1-2); «Es cierta esta afirmación: Si hemos muerto con él, también viviremos con él; si nos mantenemos firmes, también reinaremos con él» (2 Tim 2,11-12).



Por tanto, nos invita el Señor hoy a tener clara la meta de nuestra vida, que no es nada más y nada menos que estar eternamente con el Señor, y así, combatir con más firmeza contra las tentaciones del maligno, que con cuatro tonterías nos roba la fe, la alegría, la esperanza, el sentido de nuestra vida. Lo importante es lo que el Señor nos ha ido recalcando durante estos pasados domingos: «Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza» (Dt 6,4). Así, profundicemos en la intimidad con el Señor a través de la oración, la escucha de su Palabra, los sacramentos, especialmente la Eucaristía, y purifiquemos nuestro corazón de toda idolatría, porque como dice San Juan: «No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Puesto que todo lo que hay en el mundo - la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas - no viene del Padre, sino del mundo. El mundo y sus concupiscencias pasan; pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre» (1 Jn 2,15-17).

Así, respondámosle al presidente cuando diga: «Levantemos el corazón», «Lo tenemos levantado hacia el Señor», deseando estar en el cielo con Él: «No os amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonaos más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben. Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Mt 6,19-21). Digamos de verdad, sintiendo lo que expresamos con la boca, la frase que decimos en cada Eucaristía y que pide la Venida del Señor: «Ven, Señor Jesús». ¿O preferimos el mundo? ¿No deseamos estar con el Señor? ¿Expresamos con nuestra vida que no somos del mundo, que somos peregrinos, que deseamos la venida de Cristo? Porque Cristo vendrá: «No os engañéis; de Dios nadie se burla. Pues lo que uno siembre, eso cosechará: el que siembre en su carne, de la carne cosechará corrupción; el que siembre en el espíritu, del espíritu cosechará vida eterna» (Gal 6,7-8).

Resuenan en mi corazón los versículos del Salmo: «Una cosa he pedido al Señor, eso sólo estoy buscando: habitar en la Casa del Señor eternamente» (Sal 26,4). Que el Señor nos conceda la gracia de vivir buscando solamente eso: Estar con el Señor, como decía San Pablo: «Pues para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia. Pero si el vivir en la carne significa para mí trabajo fecundo, no sé qué escoger... Me siento apremiado por las dos partes: por una parte, deseo partir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente, es con mucho lo mejor» (Flp 1,21-23). Feliz domingo.







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