«Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí»
Por: Roque Pérez Ribero | Fuente: Catholic.net
«El les dijo: “Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, según está escrito: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto, ya que enseñan doctrinas que son preceptos de hombres. Dejando el precepto de Dios, os aferráis a la tradición de los hombres”» (Mc 7,6-8).
Celebramos hoy el domingo XXII del Tiempo Ordinario, que continúa siendo un Tiempo totalmente extraordinario dada la riqueza y la profundidad de la Palabra que el Señor nos ha ido regalando en este tiempo y la que, concretamente, nos regala hoy, en la que el Señor vuelve a hacernos una llamada seria a la conversión, a querer SER UNO CON ÉL, y renunciar a tanta idolatría que inunda nuestros corazones. Este es el núcleo de la Palabra que el Señor nos regala hoy: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí» (Mc 7,6). Es decir, el Señor desea ser amado de todo corazón. No le agrada ser solamente una parte de nuestro corazón.
Él quiere que nuestro corazón sea TOTALMENTE SUYO: «Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy» (Dt 6,4-6). Es más, no soporta el culto litúrgico cuando este no va acorde con el verdadero culto: el del corazón. Porque el corazón de Dios es el Amor, y quiere ser amado plenamente por cada uno de nosotros en nuestros corazones: «Porque misericordia quiero, no sacrificio, conocimiento de Dios, más que holocaustos» (Os 6,6); «¿No será más bien este otro el ayuno que yo quiero: desatar los lazos de maldad, deshacer las coyundas del yugo, dar la libertad a los quebrantados, y arrancar todo yugo? ¿No será partir al hambriento tu pan, y a los pobres sin hogar recibir en casa? ¿Que cuando veas a un desnudo le cubras, y de tu semejante no te apartes?» (Is 58,6-7).
Dirá el mismo Jesucristo en el sermón de la montaña: «Donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Mt 6,21). Por eso el Señor desea ser nuestro verdadero tesoro, que en la Eucaristía, cuando el presidente diga: «Levantemos el corazón», digamos con sinceridad: «Lo tenemos levantado hacia el Señor», coincidiendo nuestra liturgia eucarística con el culto que le debemos dar al Señor como sacerdotes en nuestra existencia. Así, ya nos lo dice el salmo responsorial: «¿Quién puede hospedarse en tu tienda?» (Sal 14,1), que hace que resuenen en mi corazón las palabras de Cristo: «Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad» (Jn 4,23-24).
Porque al Señor le repugna el culto litúrgico que no va acorde con el culto cotidiano que debemos darle en la liturgia de nuestra existencia cotidiana. Por ello, nos invita a desear que Él purifique la idolatría que hay en nuestro corazón, a renunciar a aquello que no es del agrado de Dios; en el fondo, nos llama a amarle, porque como dice San Pablo, que es el núcleo del mensaje de hoy: «Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor. Pues el que ama al prójimo, ha cumplido la ley. En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Amar no hace mal al prójimo. Amar es, por tanto, cumplir la ley entera» (Rm 13,8-10).
Por tanto, nos llama el Señor a colaborar con Él en la purificación de nuestro corazón: «Desgarrad vuestro corazón y no vuestros vestidos, volved al Señor vuestro Dios, porque él es clemente y compasivo, tardo a la cólera, rico en amor, y se ablanda ante la desgracia» (Jl 2,13), ya que Él mismo nos ha prometido un corazón nuevo, un corazón puro: «Os tomaré de entre las naciones, os recogeré de todos los países y os llevaré a vuestro suelo. Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras impurezas y de todas vuestras basuras os purificaré. Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas» (Ez 36,24-27). Pero el Señor es un caballero y respetará siempre nuestra libertad. Nos invita y nos llama a darle nuestro corazón libremente, y nos pide que le dejemos obrar en él, porque si no se lo permitimos, no puede hacer nada. Por tanto, digamos en la Eucaristía: «Lo tenemos levantado hacia el Señor», levantando nuestro corazón hacia Él y descendiendo posteriormente en la calle, en el trabajo, en casa, nuestras manos hacia el hermano que necesita nuestra ayuda, nuestro dinero, nuestra compañía, nuestra vida.
Así, se nos proclamará en la segunda lectura: «La religión pura e intachable ante Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en su tribulación y conservarse incontaminado del mundo» (St 1,27). O como dirá el Profeta Miqueas: «Se te ha declarado, hombre, lo que es bueno, lo que el Señor de ti reclama: tan sólo practicar la equidad, amar la piedad y caminar humildemente con tu Dios» (Miq 6,8). Feliz domingo.