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«Yo soy el pan vivo, bajado del cielo»
Reflexión del domingo XIX del Tiempo Ordinario Ciclo B


Por: Roque Pérez Ribero | Fuente: Catholic.net



«Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo» (Jn 6,51).

Celebramos hoy el domingo XIX del tiempo ordinario, día en el que la Iglesia nos regala el pasaje del Evangelio inmediatamente siguiente al pasaje del domingo pasado, en el que el Señor vuelve a manifestarse como el Pan de vida, el verdadero alimento que conduce a la Vida Eterna.

Invita toda la liturgia de hoy a rezar con el versículo del Salmo Responsorial: «Gustad y ved qué bueno es el Señor» (Sal 34,9), ya que continúa el Señor en este domingo invitando a comer de su Cuerpo, y, por lo tanto, a gustar de la bondad, del amor y la misericordia de Dios manifestada en su Hijo Jesucristo: «En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4,9-10).

El Señor nos invita a estar contentos hoy por el gran amor que nos tiene: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15,13), que expresa claramente en el pasaje del Evangelio de hoy, en el que anuncia cuál es su misión en este mundo: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo» (Jn 6,51). El Señor, siendo Dios, se hace pequeño, tal y como dice San Pablo, para darnos la vida: «Pues conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza» (2 Co 8,9). Y nos enriquece dándonos la Vida con mayúsculas, no sólo después de nuestra muerte física, sino haciéndonos gustar ya las primicias de la Vida Eterna en este mundo: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10).

Por eso, vuelve el Señor a recordarnos lo que nos decía el pasado domingo, haciendo resonar en mi corazón una de las lecturas de la Vigilia Pascual: «¿Por qué, Israel, por qué estás en país de enemigos, has envejecido en un país extraño, te has contaminado con cadáveres, contado entre los que bajan al seol? ¡Es que abandonaste la fuente de la sabiduría! Si hubieras andado por el camino de Dios, habrías vivido en paz eternamente» (Bar 3,10-13). Porque, como dice San Pablo: «El salario del pecado es la muerte» (Rm 6,23). Es que el gustar lo bueno que es el Señor, hace referencia a saborear, tal y como se nos invita en el Salmo, y saborear tiene la misma raíz etimológica que la palabra sabiduría, por lo que nos llama el Señor a ser sensatos y no despreciar su alimento, que da VIDA ETERNA, porque hay otro que también ofrece Vida, ofrece comida como se la ofreció a Adán y Eva (Gn 3), y cuando uno come de lo que ofrece el maligno, cuando uno cree al maligno, desprecia a Dios, le dice a Dios que es un mentiroso, que no es verdad que sus mandamientos sean Palabras de Vida, que la Vida está en lo que nos presenta el maligno y por eso, comemos de lo que nos ofrece, experimentamos luego la muerte, el vacío, el sinsentido.



Y el Señor, cuya misericordia es eterna, viendo el enorme sufrimiento que experimentamos como consecuencia del pecado, no permanece impasible. No es como nosotros, los humanos, que despreciamos a quien nos desprecia, sino que Él se entrega libremente por amor a nosotros, y experimenta nuestra muerte y la destruye con su Resurrección: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20,28); «Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente» (Jn 10,17-18).

Por eso nos dice hoy el Señor: «El pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo» (Jn 6,52). Como nos dirá en la institución de la Eucaristía: Tomó luego pan, y, dadas las gracias, lo partió y se lo dio diciendo: «Este es mi cuerpo que es entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío» (Lc 22,19). El Señor no se reserva nada en absoluto. Se entrega totalmente. Ama hasta el extremo (Jn 13,1).

Y hoy, el Señor, con esta Palabra, no sólo nos manifiesta de nuevo el gran amor que nos tiene sino que nos hace presente la misión a la que nos llama, que no es sino ser UNO CON ÉL: «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia» (Ef 5,31-32). Porque de la misma manera que el Señor se entrega sin reservas, nos llama el Señor a unirnos de tal forma a Él que no nos reservemos nada para nosotros, sino a vivir para Él: «Y murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para Aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Co 5,15).

Por tanto, así nos llama el Señor a profundizar en la intimidad con Él, a SER UNO CON ÉL, purificando el corazón de tanta idolatría del mundo, de la carne, del maligno, a intensificar nuestro tiempo de oración, de escucha de la Palabra, la asistencia a los sacramentos, sobre todo la Eucaristía, y a entregarnos como se ha entregado Él. Porque ciertamente, yo estoy lejos de decir lo que dice San Pablo: «No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2,20). Pero el Señor es fiel, y no cesa de llamarnos a SER UNO CON ÉL. Y en mi corazón quiero decir lo que dice San Pablo: «Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo» (Ef 3,8).

Así, el Señor nos llama a alimentarnos del mismo alimento que come Jesucristo, el alimento que da Vida Eterna: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4,34). Y para comer este alimento, necesitamos del Espíritu Santo, que nos une a Cristo. Y Dios lo entrega sin reservas cuando ve rectitud de intención. Así, me vienen ahora a la mente y al corazón las palabras que nos dice Pablo en la segunda lectura de hoy: «No contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el que fuisteis sellados para el día de la redención. Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma» (Ef 4,30.5,1-2). Comamos nosotros de Cristo para que los demás coman a Cristo en nosotros. Feliz domingo.









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