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Lección 52 y 53 La Comprensión y La Misericordia
el sólo hecho de sentirse escuchadas y comprendidas las predispondrá a hablar y a sentirse mejor.


Por: Marta Arrechea Harriet de Olivero | Fuente: catholic.net



Curso: Las 54 virtudes atacadas
Autora y asesora del curso: Marta Arrechea Harriet de Olivero
Lección 52 y 53 La Comprensión y La Misericordia


La Comprensión


La comprensión es la virtud “que reconoce los distintos factores que influye en los sentimientos o en el comportamiento de una persona, y profundiza en el significado de cada factor y en su interrelación, ayudando a los demás hacer lo mismo, y adecua su actuación a esa realidad”. (1)
Dicho en otras palabras, es la facultad de entender los problemas, los comportamientos, las decisiones y las miserias del prójimo, tratando de captar las razones que lo llevaron a las mismas.

Lo que hace valiosa a la virtud de la comprensión es que, para comprender al otro, hay que, primero, dejar de pensar sólo en uno mismo. El deseo de ayudar al prójimo será el motor principal que nos llevará a desarrollar esta virtud. Nos permitirá hacer los esfuerzos necesarios para ponernos en el lugar del otro y comprender los estados de ánimo de las personas, a quienes, el sólo hecho de sentirse escuchadas y comprendidas las predispondrá a hablar y a sentirse mejor.

Lo más importante para la otra persona será constatar que alguien se preocupa por ella, pero que, a su vez, respeta su intimidad. El ser humano muchas veces se siente comprendido cuando la otra persona simplemente repite los mismos hechos con otras palabras, como si ella también hubiese vivido situaciones similares. No es lo mismo decir: “vamos a ver como podemos solucionarlo” a decir:”tendrías que haber hecho esto y no aquello”.

Comprender no quiere decir avalar o estar de acuerdo con un comportamiento incorrecto o desordenado del prójimo. Implica escuchar, con reserva, sin juzgar a la persona por lo que nos cuenta y las confidencias que un corazón angustiado pueda hacernos. No se trata de demostrar que uno está “por encima” del otro, y transmitirle que uno jamás hubiese sido capaz de un comportamiento semejante. Es tratar de ponerse en el lugar del otro para que, desde su situación, podamos ayudarlo a superarlo. Tendremos siempre presente que Santa Teresa de Ávila, la Grande, decía que: “No hay pecado por más bajo que sea que yo no sea capaz de cometer si la gracia de Dios no me sostiene”...

Para poder llegar a comprender al prójimo y que éste nos haga una confidencia, primero habrá que generar un clima propicio. No será el ambiente adecuado para una confidencia cuando no tengamos cierta intimidad. Cuando el teléfono suene a toda hora y haya que atenderlo. Cuando nos lleguen los mensajitos continuos a los celulares y estemos más atentos a leerlos que a quien nos habla, o cuando estemos expuestos a que cualquiera en cualquier momento pueda interrumpir la conversación, (como el recreo del colegio, la pileta de un club o la mesa que compartimos al final de un torneo deportivo).

La comprensión, como el resto de las virtudes, deberá ser inculcada desde la infancia. Un niño deberá “comprender” porque su madre, cuando llega a la noche a su casa estará más cansada y no tendrá tanta paciencia para escucharlo pelearse con su hermano. Deberá “comprender” que su padre tiene todo el derecho a recibir el diario en condiciones para ser leído y que, entregárselo todo revuelto, no sólo será una falta de respeto sino que lo disgustará. Deberá “comprender” que su hermano esté triste y taciturno porque su novia lo dejó, o porque le robaron la bicicleta y tardará meses en reponerla, de ahí que no pudiere contar con él para divertirse por el momento. Deberá “comprender” que su madre esté preocupada y por lo tanto nerviosa, porque su padre está tardando más de lo habitual en llegar del trabajo y la ruta los días de lluvia se torna más peligrosa.

Más adelante, en la vida, nos sobrarán situaciones mayores en las que deberemos hacer un esfuerzo para comprender las flaquezas, miserias y debilidades del prójimo, así como el prójimo deberá comprender y aceptar las nuestras. Comprender que tal vez nuestro padre nos abandonó y se fue de casa con otra mujer, respondiendo más a sus pasiones que a su deber de padre y marido aunque nos haya dejado heridas y cicatrices muy profundas. Comprender que nuestra madre fue o es alcohólica porque sus penas las ahogó en el alcohol y no en los confesionarios. Comprender que nuestro hermano mayor, por irresponsable, por falta de formación o por vanidad, se gastó la fortuna familiar, para tratar de perdonarlo en caso de que estuviese seriamente arrepentido de tanto daño hecho. Estas situaciones no implican que estos no sean vicios y pecados con gravísimas consecuencias en las vidas de muchos, pero la comprensión nos hará penetrar en las causas que los llevaron a ellos y facilitará el que podamos perdonarlos.

En 1972, cuando los 16 jóvenes uruguayos sobrevivientes de la tragedia de los Andes confesaron que para sobrevivir al frío de los 6.000 metros de altura y a la falta de comida durante setenta y dos días se habían visto obligados a comerse los muertos del accidente congelados, tanto los familiares de las víctimas como el resto del mundo “comprendimos” que lo habían hecho debido a la situación límite a la que habían sido expuestos para sobrevivir.

Modelo de comprensión para con el prójimo y sus miserias que Nuestro Señor Jesucristo clavado en la Cruz, Quien, aún desangrándose, trató de explicar y excusar ante Su Padre a quienes lo habían crucificado con la plegaria más dulce y suave que jamás se haya escuchado: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. (Lc. 23,34).

“Perdonar... ¿A quién? ¿Perdonar a los enemigos? ¿Al soldado que en el palacio de Caifás le había golpeado con el puño? ¿A Pilato, el político que había condenado a Dios para conservar la amistad del César? ¿A Herodes, que había disfrazado la Sabiduría con las ropas de un rey de burla? ¿A los soldados que estaban balanceando al Rey de Reyes en un madero levantado entre el cielo y la tierra? ¿Perdonarlos? ¿Por qué perdonarlos? ¿Por qué saben lo que hacen? No, sino porque no saben lo que están haciendo. Si supieran lo que estaban haciendo y continuaran haciéndolo, si supieran el terrible crimen que estaban cometiendo al condenar a muerte a la Vida; si supieran la perversión de la justicia que constituía el hecho de preferir Barrabás a Cristo; si supieran la crueldad que suponía clavar al tronco de un árbol unos pies que hollaban los montes eternos; si supieran lo que hacían y aún continuaran haciéndolo, sin pensar que la misma sangre que estaban derramando podía redimirlos a ellos... ¡ jamás se salvarían! ¡ Más bien serían condenados! Solo la ignorancia de su enorme pecado era capaz de brindarles una posibilidad de salvación. No es la sabiduría la que salva, sino la ignorancia.” (2)

El vicio opuesto a la comprensión es la incomprensión, la comodidad de ser egoísta, de ser indiferente a las pesadas cargas del otro. La indiferencia, el rigorismo, el descartar a las personas como cosas es egoísmo e impide la comprensión.

La revolución anticristiana, con su acento puesto en un exacerbado individualismo lleva al hombre a ocuparse sólo de sí mismo. No hay tiempo, voluntad, ni ejercicio mental o afectivo de ocuparse del prójimo y menos de involucrarse y profundizar en sus problemas. No hay tiempo para ocuparse del otro, dedicarle tiempo y comprenderlo. La revolución ha acostumbrado al hombre moderno a pensar que él es el ombligo del mundo y que no necesita de nadie, que puede auto abastecerse aún afectivamente.

Por otro lado, como instinto de conservación, ante tantos ataques que recibe diariamente la persona en una sociedad tan desordenada y convulsionada, la persona se “cierra” sobre sí misma para tratar de sobrevivir.


Notas:
(1) “La educación de las virtudes humanas”. David Isaacs. Editorial Eunsa. Pág. 427
(2) "Vida de Cristo". Monseñor Fulton Sheen. Editorial Herder. Pág 414.


La Misericordia

La misericordia es “la compasión que experimenta nuestro corazón ante la miseria espiritual o material de otro, sentimiento que nos compele a socorrerlo sí podemos”.
Significa colocar la miseria del prójimo en nuestro corazón. En un corazón que se compadece y que actúa. Es tener un corazón compasivo, que se duele por la miseria, la desgracia, el infortunio, la estrechez de otro, por su falta de lo necesario para sus necesidades básicas, por su extrema pobreza material y espiritual.

No está la misericordia solamente en socorrer al materialmente pobre, sino a todo el que es pobre, que padece cualquier otro tipo de pobreza. La pobreza no es siempre solamente pobreza material, falta exterior de alimento o de vestido. Hay otras carencias interiores que no se “ven” si no se tienen los “ojos de misericordia”, otras miserias que atentan contra la dignidad humana.

Dios dijo que “no sólo de pan vive el hombre”, y el acento hay que ponerlo tanto en la palabra “pan” como en las palabras “no sólo”. De ahí que lo que nos debiera movilizar a mayor celo sea la miseria espiritual, la persona que vive enemistada con Dios, que lo desconoce o que lo ignora.

Como decía Saint Exùpery, lo “esencial es invisible a los ojos”, de ahí que haya que esforzarse en penetrar en ese misterio que es el alma y el corazón del hombre que sufre. Los que sufren privaciones espirituales o intelectuales, los que sufren de ignorancia, desconcierto, incertidumbre y confusión por no conocer la verdad, los que sufren desorientados y confundidos porque necesitan luz y consejo, los que sufren sin saber por qué ni para qué sufren… que hoy (por la falta de sentido trascendente de la vida) son una gran mayoría.

Sería más fácil que algo nos indicara que el prójimo está en grado de “miseria interior”, esa pobreza profunda y escondida por la cual uno sabe que tiene el corazón herido. La prueba de que una persona sin carencias materiales es alguien necesitado de misericordia son sus síntomas de infelicidad, confesados o encubiertos. Allá donde una persona padece infelicidad está precisando de misericordia. Otra cuestión es que el que está necesitado de ella lo sepa o no, lo confiese o lo calle, quiera aceptar la misericordia o la rechace, pero si hay falta de alegría la señal es inequívoca.

Tan importante es la misericordia que Jesús nos la presenta como una llave más para entrar al Reino de los cielos: “Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia” sentenció en el Sermón de la Montaña. La misericordia que habremos tenido con nuestro prójimo, (no necesariamente porque se lo merezca, sino porque es el “próximo” y porque está mandado), será una llave para abrir la puerta de los cielos.

Jesús refuerza el concepto con la parábola del Buen Samaritano, quien se compadece de un hombre asaltado por los ladrones a la vera del camino. El buen samaritano también tenía sus propios planes, sus problemas y sus preocupaciones. Pero abandona el camino, se para, se detiene, sale de su comodidad, de su propio yo y se acerca al otro, al necesitado, tomando en cuenta que está herido.

El buen samaritano tuvo “compasión”, se compadeció, fue tocado en lo más profundo de su corazón por el sufrimiento ajeno. Tomó conciencia de la necesidad ajena y se detuvo. El sacerdote y el levita también lo habían visto, pero no habían penetrado en su necesidad y por eso siguieron de largo. No se dejaron involucrar con la necesidad ajena. El buen Samaritano presentará un nuevo sacerdocio: la actitud cristiana.

Este viaje entre Jerusalén y Jericó cambió los planes del buen samaritano, lo liberó de su egoísmo, de su propia preocupación, de sus propios planes, salió de sí y se volcó hacia el necesitado. “Ve y haz tú lo mismo” nos señala Jesús a todos en el Evangelio, mostrándonos el ejemplo a seguir, caminando por la vida y mirando a nuestro prójimo tratando de ver, de profundizar si nos necesita, y apoyarlo, (en lo posible), hasta dejarlo en la posada, (que es Dios), para que pueda seguir de pie el camino de esta vida terrena.

Estamos obligados a tener misericordia con los parientes y con los extraños, con los buenos y con los malos, con los que nos hacen favores y con los que nos agravian y la recompensa será, según Dios nos promete, ser tratados el día del Juicio de la misma manera en que habremos tratado a los demás.

Es importante recordar que el prójimo no se encuentra en África ni en la India, sino que es el más “próximo” a nosotros. Dios no nos pide que nos ocupemos metafóricamente del “hambre del mundo” sino concretamente del hambriento que nos golpea la puerta. Del que tenemos al lado, enfrente, delante, a la vista, a quien podemos solucionarle el problema del hambre, de la sed, de un trabajo u otra necesidad.

Dios nos pide que le tendamos la mano a quien está a nuestro alcance, no los que viven en otro continente y por quienes seguramente nunca haremos nada. Nuestros prójimos serán los que tenemos codo a codo en nuestra casa, en nuestro barrio, en nuestro círculo de amistades, en nuestra ciudad, y, como máxima extensión quienes viven en nuestra Patria, para no caer en la tentación de evadirnos de nuestra realidad concreta por soñar con enormes empresas que jamás haremos.

Nada más abstracto y menos concreto como acción de misericordia que vivir hablando de nuestra preocupación por el “hambre en el mundo”, por los que “no conocen a Dios” en el África, cuando estamos rodeados de “prójimos” por los “próximos” que están, que tampoco Lo conocen y que también tienen hambre espiritual y material.

La revolución anticristiana, en su propuesta de individualismo feroz, nos induce a pasar por la vida haciendo exclusivamente lo nuestro, lo que nos atañe, lo que nos conviene, a lo sumo sirviéndonos del prójimo y no involucrándonos con él. Para contrarrestar este ataque brutal a la persona humana y a su naturaleza, la Iglesia, tomando como referencia los consejos evangélicos del Sermón de la Montaña, enseña que las obras de misericordia a practicar son 14: (7 corporales y 7 espirituales).

Las obras de misericordia corporales son:

Visitar y cuidar enfermos.
Dar de comer al hambriento.
Dar de beber al sediento.
Dar posada al peregrino.
Vestir al desnudo.
Redimir al cautivo.
Enterrar a los muertos.

Las obras de misericordia espirituales son:

Enseñar al que no sabe.
Dar buen consejo al que lo necesita.
Corregir al que yerra.
Perdonar las injurias.
Consolar al triste.
Sufrir con paciencia los defectos del prójimo.
Rogar a Dios por los vivos y difuntos.

El pecado opuesto a la misericordia es la dureza de corazón, la crueldad. Nuestra sociedad actual es dura, seca y violenta porque poco o nada de esto existe en general (especialmente las obras de misericordia espirituales), ni se enseña a los niños y jóvenes para que se las practique. En todos los ámbitos de la sociedad tiene puesto el acento no en el prójimo sino en el individualismo exacerbado que arrasa con todas ellas. La propuesta que les llega a través de los medios de comunicación es totalmente materialista y en franca oposición a lo predicado por Cristo.


Ejercicio y tarea (para publicar en los foros del curso)

En relación a La Comprensión

1. ¿Qué es la virtud de la comprensión?
2. ¿Para mostrarnos verdaderamente comprensivos, qué debemos hacer?
3. ¿Cuál es el vicio opuesto a esta virtud? ¿Qué mal nos produce?
4. ¿A quién deberíamos imitar para ser comprensivos? ¿Qué ejemplo nos da?
5. ¿Algún comentario o sugerencia?



En relación a La Misericordia

1. ¿Qué es la virtud de la misericordia?
2. ¿Como podemos mostrarnos misericordiosos?
3. ¿Qué es tener compasión del prójimo?
4. ¿Cuál es el pecado opuesto a esta virtud, a que nos lleva?
5. ¿Algún comentario o sugerencia?



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