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Mirando la cruz
Meditación al Evangelio 14 de marzo de 2021 (audio)


Por: Mons. Enrique Díaz | Fuente: Catholic.net



Han sido días de silencio, de lucha, de inseguridades. La pandemia todo lo ha cuestionado y aparece la pregunta incisiva ante la muerte en nuestros hogares y entre nuestros seres queridos: “¿por qué? ¿Por qué a mí? ¿Por qué todo este mal?” Y de allí pasamos a la pregunta radical: “Si Dios existe y es justo: ¿por qué este virus mortal? ¿Dónde está Dios mientras nos derrumbamos si Él es Padre Bueno? ¿No tiene poder para destruir todo este mal?” Y buscamos en nuestro interior esa imagen de Dios y le suplicamos nos ayude a encontrar claridad. Y la única respuesta que encontramos es la Cruz que sostiene al Hijo del Hombre, crucificado, para que el que crea en Él tenga vida eterna.

 

Cuando que alguien me dice no creer en Dios, invariablemente sus argumentos van dirigidos a imágenes distorsionadas de un dios en el que nadie podría creer: castigador, injusto, lejano e inhumano. O bien, por el triste testimonio de algunos de los que nos decimos creyentes.  No es difícil descubrir en su corazón un deseo de verdad, de justicia y de bien común que lo lleva a rechazar lo que considera un atropello a la persona. El evangelio de este día, podría ilustrarnos en cuanto a la verdadera imagen de Dios, discutida entre un intelectual, un conocedor de la ley, como es Nicodemo, y Jesús que vive plenamente la experiencia de Dios, su Padre. Nicodemo acostumbraba a visitar a Jesús “de noche”, que algunos juzgan por miedo o respeto humano a sus compañeros jefes de los judíos. Sin embargo, también podría entenderse como alguien que viene “desde la noche” hacia la luz. Uno que, a tientas, busca salir de las tinieblas o al menos está decidido a tener un poco de luz porque la que posee no le parece suficiente. Quizás pretendía discutir con Jesús de teología y de leyes, pero Jesús prefiere hablar de vida y experiencia, y lo lleva al centro del problema: “En verdad en verdad te digo, si uno no nace de lo alto…” Un nacimiento nuevo, una nueva forma de vivir, una nueva forma de creer.

 

Así aparece la frase centro de todo el evangelio: “Porque tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo único…” y no solamente del evangelio, sino el centro de toda nuestra fe y la gran noticia de toda la historia: Dios ama al mundo. Con frecuencia olvidamos que el amor de Dios es universal y que alcanza a la humanidad entera, a nosotros y al mundo en que vivimos. Y con mayor frecuencia olvidamos también que el objeto de este amor es que el mundo tenga vida y que también cada uno de nosotros tengamos vida en plenitud. Normalmente cuando se habla de creer, nos viene a la mente una serie de verdades, de dogmas y argumentos, a los cuales debemos adherirnos sin tenerlos muy claros. Tenemos fe, solamente si creemos principalmente en el amor: si creemos que Dios ama al mundo, que ama a todos los hombres, que ama a cada uno de nosotros, si logramos experimentar este amor incondicional de Dios. Es triste constatar que muchos de los creyentes de hoy, llevamos la fe como a rastras, pesadamente, y no somos capaces de descubrir y experimentar nuestra fe como fuente de vida auténtica, y nos conformamos con ir viviendo a medias. Ni el miedo, ni la condena, ni la muerte, ni el querer ganar con esfuerzo algo que no podemos, pertenece al querer de Dios. La voluntad de Dios es que tengamos vida en abundancia y vida verdadera.



 

Desconcierto para muchos es que junto a este anuncio aparece la cruz. ¿Qué sentido puede tener mirar a un crucificado en nuestra sociedad asediada por el placer y el máximo bienestar? La cruz habla de un amor golpeado pero victorioso; humillado pero rodeado de gloria; traicionado y siempre fiel. No olvidemos que el crucificado es un justo y que lo ha hecho por amor. Cuando los cristianos adoramos la cruz no ensalzamos el sufrimiento, la inmolación, ni la muerte; sino el amor, la cercanía y la entrega de un Dios que ha querido compartir nuestra vida y nuestra muerte hasta el fondo. El “ser levantado en alto” no es la expresión de un poder dominador, sino la consecuencia de una entrega plena al amor. El creyente encuentra su salvación “mirando” en dirección de la cruz de Cristo. Ser fiel al Crucificado no es buscar con masoquismo el sufrimiento, sino acercarse a los que sufren, solidarizándose con ellos hasta las últimas consecuencias. Descubrir la grandeza de la cruz, no es encontrar un fetiche y unirnos en su dolor, sino percibir la fuerza liberadora que se encierra en el amor cuando es vivido en toda su profundidad. Cristo ha venido para que todos los pueblos en Él tengan vida y vida plena.

 

Y no habrá vida plena mientras se consuman los niños de hambre con sus vientres abultados, aunque recemos mucho y tengamos muchas cruces en el pecho; y no habrá vida plena, mientras los campos y las selvas sean saqueados impunemente llenando las manos y las arcas de unos cuantos; y no habrá vida plena mientras los bienes alcancen solamente para pocos, mientras los demás se deben conformar con las migajas. De la cruz vivida con amor debe brotar un compromiso serio para que nuestros pueblos tengan vida, una lucha por una justicia verdadera y un abrir el corazón para compartir lo poco o mucho que tengamos para que los demás puedan disfrutar un poco de vida. Sin la cruz del amor y del compartir, la plenitud de vida para todos sería sólo un sueño. Quizás hoy es urgente recordar, en medio de los pueblos maltratados, atemorizados y ensangrentados, que a una vida “crucificada”, vivida con el mismo espíritu de amor, fraternidad y solidaridad con que vivió Jesús, sólo le espera RESURRECCIÓN.

 



¿Cómo experimento en mi diario vivir este rostro de “Dios que ama tanto al mundo…”? ¿A qué compromiso me lleva el contemplar la cruz de Jesús? ¿Qué estoy haciendo para que los que están cerca de mí y todos los pueblos tengan vida plena?

 

Dios nuestro, que en la cruz de tu Hijo Jesús has dejado el signo más hermoso del amor, enséñanos a vivir con tal entrega  nuestra fe, que nos lleve a construir un mundo nuevo donde haya la vida plena que tú quieres para todos los hermanos. Amén








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