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Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día
Reflexión del domingo II del Tiempo Ordinario - Ciclo B


Por: Roque Pérez Ribero | Fuente: Catholic.net



«Fijándose en Jesús que pasaba, dice: «He ahí el Cordero de Dios». Jesús se volvió, y al ver que le seguían les dice: «¿Qué buscáis?» Ellos le respondieron: «Rabbí - que quiere decir, "Maestro" - ¿dónde vives?» Les respondió: «Venid y lo veréis». Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día. Era más o menos la hora décima» (Jn 1,36. 38-39).

Después de terminar el domingo pasado el tiempo litúrgico de Navidad con la Fiesta del Bautismo del Señor, celebramos hoy el domingo segundo del Tiempo Ordinario, en sí ya un tiempo totalmente extraordinario, en el que el Señor nos regala una Palabra de salvación, una palabra que sigue teniendo vestigios de la Fiesta del Bautismo del Señor.

Es impresionante la definición que hace San Juan Bautista de Jesucristo como «el Cordero de Dios» (Jn 1,36), haciendo referencia al Cordero Pascual ya desde el inicio de su vida pública, y en Él, al gran amor de Dios por cada uno de nosotros, y al gran amor de Cristo que se inmola por amor a nosotros. Así, se nos invita a rezar de corazón el versículo del Salmo Responsorial: «Heme aquí que vengo, para hacer tu voluntad» (Sal 39,8-9), tal y como lo rezaron y lo llevaron a la práctica nuestra Madre la Virgen María (Lc 1,38) y, sobre todo, nuestro Señor Jesucristo: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4,39). Porque toda la vida de Jesucristo fue una ofrenda absoluta a la voluntad de Dios Padre, caracterizada por una continua humillación por amor a Dios y a toda la humanidad: «Cristo: El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo nombre» (Flp 2,5-9), cumpliendo lo que profetizó Isaías: «No tenía apariencia ni presencia; (le vimos) y no tenía aspecto que pudiésemos estimar. Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta. ¡Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba!» (Is 53,2-4). Porque como dirá San Pablo, «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1 Tim 2,4), y para ello se ofrece Jesucristo como sacerdote y víctima en la cruz: «Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente» (Jn 10,18). Y, así, pide a sus discípulos que hagan lo mismo que ha hecho Él: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn 13,34).

Por tanto, en primer lugar, el Señor hace una llamada a creer en el amor tan grande que nos tiene Dios manifestado en su Hijo Jesucristo, sabiendo que tiene poder sobre el pecado y la muerte: «Si no creéis que Yo Soy, moriréis en vuestros pecados» (Jn 8,24); «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3,16-17).

Y en segundo lugar el Señor hace una invitación a acogerle para SER UNO CON ÉL, profundizando en la intimidad con Él por medio de la oración, de la escucha de su Palabra, de los sacramentos, especialmente la Eucaristía, para que, como decía la Santa Madre Teresa de Calcuta, tomando las palabras del Santo Cardenal Newman: «Quien me vea a mí, que te vea a ti»; es decir, el Señor nos llama a SER UNO CON CRISTO para que los demás vean en cada uno de nosotros al Cordero de Dios, que vivió amando hasta el extremo (Jn 13,1): «Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1); «Quien dice que permanece en él, debe vivir como vivió él» (1 Jn 2,6); «Pero vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz, vosotros que en un tiempo no erais pueblo y que ahora sois el Pueblo de Dios, de los que antes no se tuvo compasión, pero ahora son compadecidos. Tened en medio de los gentiles una conducta ejemplar a fin de que, en lo mismo que os calumnian como malhechores, a la vista de vuestras buenas obras den gloria a Dios en el día de la Visita. Pues esta es la voluntad de Dios: que obrando el bien, cerréis la boca a los ignorantes insensatos. Porque bella cosa es tolerar penas, por consideración a Dios, cuando se sufre injustamente. ¿Pues qué gloria hay en soportar los golpes cuando habéis faltado? Pero si obrando el bien soportáis el sufrimiento, esto es cosa bella ante Dios. Pues para esto habéis sido llamados, ya que también Cristo sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas» (1 Pe 2,9-10.12.15.19-21).



Por tanto, el Señor vuelve a pedirnos hoy que le sigamos, que le acojamos, que le amemos y demos testimonio ante el mundo de su amor, siendo UNO CON CRISTO dejando que por el Espíritu Santo sea Cristo el que viva en nosotros y pueda seguir siendo el Cordero de Dios en cada uno de nosotros para salvar, iluminar y dar vida a esta generación tan relativista y tan ciega, para la que todo está bien pero si cometes un mínimo error se te trata con una absoluta ausencia de misericordia, porque la misericordia sólo se vive en la Iglesia: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará. Pues ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?» (Mt 16,24-26); «Os exhorto, pues, yo, preso por el Señor, a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia, soportándoos unos a otros por amor. Os digo, pues, esto y os conjuro en el Señor, que no viváis ya como viven los gentiles, según la vaciedad de su mente, a despojaros, en cuanto a vuestra vida anterior, del hombre viejo que se corrompe siguiendo la seducción de las concupiscencias, a renovar el espíritu de vuestra mente, y a revestiros del Hombre Nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad» (Ef 4,1-2.17.22-24). Feliz domingo.







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