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¡Bien, siervo bueno y fiel!
Reflexión del domingo XXXIII del Tiempo Ordinario Ciclo A


Por: Roque Pérez Ribero | Fuente: Catholic.net



«¡Bien, siervo bueno y fiel!; en lo poco has sido fiel, al frente de lo mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor» (Mt 25,13).

Celebramos hoy el domingo XXXIII del Tiempo Ordinario, en el que el Señor nos regala por medio de la Iglesia una Palabra que, al igual que el domingo pasado, hace presente el tiempo litúrgico que estamos a punto de iniciar, el Adviento. El pasaje del Evangelio que se proclama hoy es el inmediatamente después del pasaje del domingo pasado, el de las vírgenes prudentes y las vírgenes necias. Así, hoy el Señor vuelve a hacer hincapié en vivir en un estado de fidelidad a Él, en correspondencia al gran amor que nos tiene, para poder pasar al gran banquete que nos tiene preparados en el Cielo: «En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho; porque voy a prepararos un lugar. Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy sabéis el camino» (Jn 14,2-4).

Y el camino para ir a la Casa del Padre, a las Bodas con el Señor, no es sino el mismo Jesucristo (Jn 14,6), que en el pasaje del Evangelio de hoy lo expresa con una palabra en la que lo deja perfectamente claro: «¡Bien, siervo bueno y fiel!; en lo poco has sido fiel, al frente de lo mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor» (Mt 25,13). La palabra a la que me refiero es la Palabra «siervo», tal y como dirá el mismo Jesucristo en otros pasajes del Evangelio: «No ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20,26-28); «El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna. Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre le honrará» (Jn 12,25-26).

Así, el Señor nos ha señalado el camino para experimentar el gozo del encuentro íntimo, profundo y pleno con el Señor en el cielo: «Me enseñarás el camino de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha» (Sal 15,11). Así nos dirá San Pablo: «Pues conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza» (2 Co 8,9); «Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo: El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2,5-8).

El Señor nos llama a amarle en este mundo en medio de las dificultades, las persecuciones, las pruebas. Nos ha dado muchísimo, por lo que mucho se nos pedirá (Lc 12,48), pero no es lo importante para nuestra vida que nos pida cuentas. No debe ser esa la motivación para nuestro obrar cotidiano. Nuestras acciones y actitudes deben estar motivadas en el amor a Dios y al prójimo.



Recuerdo una anécdota que leí en libro sobre Madre Teresa de Calcuta, que me hizo ver el gran amor a Dios que tenía esta gran santa, en la que un periodista le preguntó:

-«¿Usted también puede condenarse?»- A lo que ella respondió:
-«Eso no me inquieta. Lo único que quiero es amar a Cristo».

Así, el Señor nos promete la Vida Eterna: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17,3), y nos pide que primero acojamos su amor gratuito en Jesucristo, y que apoyados en Él, con la ayuda del Espíritu Santo, vivamos en amor y fidelidad a Él (Jn 15,5). «Por tanto, que nos tengan los hombres por servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien, lo que en fin de cuentas se exige de los administradores es que sean fieles».

Por tanto, vuelve hoy el Señor, en un ambiente ya casi de Adviento, como se nos proclama en la segunda lectura, a estar vigilantes, a no echar en saco roto la gracia de Dios (2 Co 6,1), sino a combatir para no perder el cielo por un plato de lentejas (Gn 25,27-34). Así, nos dice San Pablo en la segunda lectura de hoy: «Así pues, no durmamos como los demás, sino velemos y seamos sobrios» (1 Tes 5,6), palabras que hacen resonar en mi corazón otras palabras de San Pablo: «La noche está avanzada. El día se avecina.

Despojémonos, pues, de las obras de las tinieblas y revistámonos de las armas de la luz. Como en pleno día, procedamos con decoro: nada de comilonas y borracheras; nada de lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias. Revestíos más bien del Señor Jesucristo y no os preocupéis de la carne para satisfacer sus concupiscencias» (Rm 13,12-14); «¡No unciros en yugo desigual con los infieles! Pues ¿qué relación hay entre la justicia y la iniquidad? ¿Qué unión entre la luz y las tinieblas? ¿Qué armonía entre Cristo y Beliar? ¿Qué participación entre el fiel y el infiel? ¿Qué conformidad entre el santuario de Dios y el de los ídolos? Porque nosotros somos santuario de Dios vivo, como dijo Dios: Habitaré en medio de ellos y andaré entre ellos; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (2 Co 6,14-16).



Así, el Señor nos llama a una sincera conversión, a amarle sólo a Él: «No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Puesto que todo lo que hay en el mundo - la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas - no viene del Padre, sino del mundo. El mundo y sus concupiscencias pasan; pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre» (1 Jn 2,15-17). Feliz domingo.







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