Celebramos el triunfo de todos los santos de Dios
Por: Ángel Gutiérrez Sanz | Fuente: Catholic.net
Noviembre melancólico y otoñal nos abre sus puertas trayéndonos el gozoso recuerdo de los amigos de Dios, que habiendo abandonado las trincheras de este mundo, gozan ya de una felicidad eterna que nadie les podrá arrebatar. Juan en visión apocalíptica pudo presenciar: “Una muchedumbre grande que nadie podría contar de toda nación, tribu, pueblo y lengua que estaban delante el trono del Cordero, revestidos con túnicas blancas y con palmas en la mano”. Patriarcas, reyes, profetas, apóstoles, mártires, doctores, confesores, vírgenes, todo un glorioso tropel, de hombres y mujeres, jóvenes niños, ancianos, casados y célibes, religiosos y laicos, los desterrados, emigrantes y mendigos. Innumerables son los ejércitos de estos celestiales bienaventurados. Como bien decía Beda el Venerable “Hoy celebramos en la alegría una sola fiesta, la solemnidad de Todos los Santos, cuya sociedad hace que el cielo tiemble de gozo, cuyo patrocinio alegra la tierra, cuyos triunfos son la corona de la Iglesia, cuya confesión, cuanto más varonil, más ilustre es su gloria, porque al crecer la lucha crece también la honra de los luchadores y a la fuerza de los tormentos corresponde la grandeza del premio”.
Los malaventurados de la tierra, según las palabras de Cristo, están llamados a ser los bienaventurados en el Reino de los Cielos y hoy se cumple esta promesa. Los ángeles y los hombres celebramos gozosos su triunfo en la Jerusalén Celeste. Nuestro recuerdo emocionado para los de corazón limpio e intención recta, los humildes siervos del Altísimo, los valerosos atletas de Cristo, que no sucumbieron ante las amenazas y castigos. Nuestro reconocimiento para los que fueron dejando regueros de amor en su peregrinaje por el mundo y quienes supieron ver el rostro de Dios en el rostro del hermano. Nuestro agradecimiento para los luchadores por la paz y la justicia y los que fueron abriendo sendas luminosas en medio de un mundo tenebroso y por fin nuestra devota admiración a los mansos, los misericordiosos, los pacíficos, a los que sufrieron y nadie consoló y a los que, como el pobre Lázaro, murieron de inanición, víctimas de los corazones endurecidos por la avaricia.
A todos los elegidos de Dios queremos rendir homenaje en este día, pero de modo especial quisiéramos tener presentes a los que vivieron ocultamente, ignorados de todos, santos anónimos de andar por casa, que se fueron silenciosamente y nadie guarda memoria de ellos. Aunque la Iglesia no les haya canonizado, ni estén en los altares, no dejan de ser santos de cuerpo entero. Han estado junto a nosotros en la calle, en el taller, en la iglesia, en el metro, en el autobús, en las oficinas, en los campo de futbol, nos hemos encontrado con ellos en el ascensor, en la parroquia, en los viajes, en los hospìtales y nos hemos saludado, hemos hablado de mil cosas con ellos, con ellos hemos reído y hemos llorado, hemos compartido miedos y esperanzas. Radiante de júbilo la Iglesia les tiene hoy presentes y les dedica estas consoladoras palabras: “Señor, las almas de los santos, están ya en tus manos y no les salpica el fermento de la muerte eterna. A los ojos del mundo pareció que morían, pero ahora viven en tu paz”. Hoy es un día especial y no vamos a titularle “un santo para cada día” sino “un día para todos y cada uno de los santos”.
Santos y muchos son los que han quedado y continúan deambulando sobre esta tierra nuestra y están aquí todavía entre nosotros, lo que sucede es que no tenem los ojos para fijarnos en ellos o lo que es aún peor no queremos verlos, porque nos ponen en evidencia, nos comprometen y sus interpelaciones no nos dejarían dormir. Resulta mucho más fácil decir que esto de la santidad ha quedado obsoleto, que es cosa de otros tiempos. Hoy lo que se lleva es vivir a tope el momento presente y sacarle todo el jugo posible a la vida y lo que no sea eso es pura excentricidad. Existe mucho desconcierto. ¿Quien lo duda? Navegamos sin rumbo en medio de un mundo que ha perdido la esperanza en el más allá y se vuelto inmanentista. Tenía razón Chesterton cuando en contra las corrientes de moda del individualismo egoísta, decía que los únicos que pueden salvarnos son los santos. Después de que todo haya pasado, no hay duda, que lo único que permanecerá serán sus obras en el seno de una humanidad reconstruida, en una tierra y en un cielo nuevos.