El mandamiento más importante de la Ley
Por: Roque Pérez Ribero | Fuente: Catholic.net
«Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?» Él le dijo: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas» (Mt 22,36-40).
Celebramos hoy el domingo XXX del Tiempo Ordinario, domingo en el que el Señor nos regala una Palabra estupenda por medio de la Iglesia, Palabra que ya había revelado Dios a Moisés, y a través de él al pueblo de Israel, que Jesucristo volverá a proclamar hoy y que, tal y como dice el mismo Cristo en otro pasaje del Evangelio, él mismo dará cumplimiento durante toda su vida terrena y, sobre todo, al final con su Pasión, Muerte y Resurrección: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento» (Mt 5,17).
Hoy vuelve el Señor a hacer hincapié en el mensaje que nos transmitía el domingo pasado en la primera lectura: «Yo soy el Señor, no hay ningún otro; fuera de mí ningún dios existe» (Is 45,5), y en el Evangelio: «Pues lo del César devolvédselo al César, y lo de Dios a Dios» (Mt 22,21). Así, en el pasaje del Evangelio de hoy nos proclama el mismo Jesucristo los principales mandamientos de la Ley de Dios, tomándolos literalmente de los que Dios había revelado a Moisés: «Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza» (Dt 6,4-5); «el segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas» (Mt 22,39-40).
Sin embargo, en la primera lectura de hoy se nos proclama por qué el Señor pide ser amado y amar al prójimo: «No maltratarás al forastero, ni le oprimirás, pues forasteros fuisteis vosotros en el país de Egipto» (Ex 22,20). Es decir, el Señor muestra en este versículo lo que escribirá posteriormente San Juan en la primera de sus epístolas: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados. Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros» (1 Jn 4,10-11).
Porque el Señor no ordena amar como si fuésemos robots o como si se pudiera amar cuando se quisiera. No. El amor que Dios pide ha sido gestado por Él mismo amando Él primero de forma gratuita. Dios no pide que le amemos para amarnos Él. Dios ama siempre antes. Dios ama siempre. Dios no se cansa de amar a cada uno de sus hijos con el mayor amor que se haya podido expresar nunca: hasta el punto de enviar a su propio hijo a la muerte para salvarnos: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3,16-17).
Es que cuando uno experimenta que es amado cuando quizás menos lo merezca; cuando uno contempla lo que Dios le concede a uno por puro amor: la vida y todos sus dones, la misericordia y el perdón, Dios mismo suscita en el corazón el deseo de corresponder a ese amor generoso, gratuito, y a la vez eterno: «Con amor eterno te he amado: Por eso he reservado gracia para ti» (Jr 31,3). Así, escribirá San Juan: «Nosotros amemos, porque él nos amó primero» (1 Jn 4,19).
Así, mientras rezo con esta Palabra resuenan en mi corazón las palabras que pronuncia Dios por boca del Profeta Oseas: «Porque yo quiero amor, no sacrificios, conocimiento de Dios, más que holocaustos» (Os 6,6). El verdadero culto que le agrada a Dios es el que se le ofrece en la propia existencia, en el altar de nuestra propia vida, que se ofrece a Dios Padre SIENDO UNO CON CRISTO, expresándose sacramentalmente en la Eucaristía, donde somos UNO CON ÉL, pero esa unidad se vive y se expresa también y, sobre todo, fuera de la celebración litúrgica, porque nuestra vida es una liturgia de alabanza al Padre, SIENDO UNO CON CRISTO. Así, dirá el mismo Cristo: «Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad» (Jn 4,23-24).
Y como dice San Juan en la primera de sus epístolas: «Si alguno dice: "Amo a Dios2, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1 Jn 4,20). Por tanto, el Señor hace hoy una llamada a amarle en el otro: «Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros» (1 Jn 4,11). Esa es la llamada concreta que nos hace el Señor hoy, sabiendo como dice Él mismo: «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). Para poder amar como Cristo necesitamos a Cristo, necesitamos ser UNO CON ÉL. Por ello es necesario profundizar en la intimidad con Él por medio de la oración, de los sacramentos, sobre todo la Eucaristía, de escuchar su Palabra, etc. Porque como dice San Pablo: «Amar es cumplir la Ley entera» (Rm 13,10).
Por tanto, «Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros» (1 Jn 4,11). Feliz domingo.