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Dios no se cansa nunca de perdonar
Reflexión del domingo XVII del Tiempo Ordinario Ciclo A


Por: Roque Pérez Ribero | Fuente: Catholic.net



«Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron entre sí: «Este es el heredero. Vamos, matémosle y quedémonos con su herencia» (Mt 21,38).

Celebramos hoy el domingo XXVII del Tiempo Ordinario, que como suelo decir frecuentemente, es totalmente extraordinario. En este domingo el Señor nos regala por medio de la liturgia de la Iglesia una fuerte Palabra de conversión. El Señor, a través del pasaje del Evangelio de hoy, denuncia con total nitidez cuántas veces le damos muerte al seguir las indicaciones del maligno en vez de las suyas.

Así como en otros pasajes del Evangelio el Señor expresa: «Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente» (Jn 10,17-18), en esta Palabra de hoy el Señor denuncia fuertemente nuestro pecado. La Palabra de hoy hace resonar en mi corazón las palabras que dirán Pedro y Esteban, respectivamente, en el libro de los Hechos: «El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús, a quien vosotros entregasteis y de quien renegasteis ante Pilato, cuando éste estaba resuelto a ponerle en libertad. Vosotros renegasteis del Santo y del Justo, y pedisteis que se os hiciera gracia de un asesino, y matasteis al Jefe que lleva a la Vida» (Hch 3,13-15); «¡Duros de cerviz, incircuncisos de corazón y de oídos! ¡Vosotros siempre resistís al Espíritu Santo! ¡Como vuestros padres, así vosotros! ¿A qué profeta no persiguieron vuestros padres? Ellos mataron a los que anunciaban de antemano la venida del Justo, de aquel a quien vosotros ahora habéis traicionado y asesinado» (Hch 7,51-52).

Porque ciertamente cada vez que cometemos pecado volvemos a matar al Señor. Cada vez que cometemos pecado le decimos a Dios que es un mentiroso, que el que nos dice la verdad es el maligno, a quien creemos más, y luego pagamos las consecuencias, porque «el salario del pecado es la muerte» (Rm 6,23). Por eso, esta palabra es una palabra de conversión, una seria llamada de atención que nos hace el Señor: «No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios, con el que fuisteis sellados para el día de la redención» (Ef 4,30).

Así, esta palabra suscita en mi corazón el pedirle perdón al Señor por mis pecados, por no estar lo suficientemente vigilante como debería estar; por no tener muchas veces el temor de Dios que debería tener; por ser infiel al Señor. Y me llama a orar como David, como el publicano, como el buen ladrón, implorando la misericordia del Señor: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado: contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces» (Sal 50,3-6).



Y son palabras de consuelo las palabras que dijo el Papa Francisco en su primer Ángelus, que he experimentado ya más de una vez: «Dios nunca se cansa de perdonar. Nunca. “Y, padre, ¿cuál es el problema?” El problema es que nosotros nos cansamos, no queremos, nos cansamos de pedir perdón. Él jamás se cansa de perdonar, pero nosotros, a veces, nos cansamos de pedir perdón. No nos cansemos nunca, no nos cansemos nunca. Él es Padre amoroso que siempre perdona, que tiene ese corazón misericordioso con todos nosotros» (Primer Ángelus del Papa Francisco, domingo 17 de marzo de 2013).

Así, esta palabra nos llama a retomar en serio la llamada que nos hace el Señor a ser cristianos, a acoger su amor gratuito y a amarle a Él; a tenerle a Él como único Dios, a SER UNO CON ÉL, porque, como dice San Pedro: «Más vale padecer por obrar el bien, si esa es la voluntad de Dios, que por obrar el mal» (1 Pe 3,17). Feliz domingo.







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