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«Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo»
Reflexión del domingo XXI del Tiempo Ordinario Ciclo A


Por: Roque Pérez Ribero | Fuente: Catholic.net



«Díceles Él: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?». Simón Pedro contestó: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Replicando Jesús le dijo: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16,16-17).

Después de que en dos domingos consecutivos la Iglesia nos haya regalado dos pasajes del Evangelio en los que nos muestra diversos actos de fe y las consecuencias de esos actos, como son el andar por encima del mar y la curación de la hija de la mujer cananea, hoy el Señor viene con una palabra nuclear del Evangelio con una impresionante profesión de fe.

Al igual que hace con Pedro, el Señor viene a preguntarnos hoy quién decimos nosotros que es Él, no sólo de palabra sino, sobre todo, con nuestras actitudes y nuestras obras, invitándonos a tener un corazón agradecido tanto con Él como con la Iglesia, precisamente porque ha sido la Iglesia la que nos ha entregado a Jesucristo, la que nos ha dado la fe para poder conocerle y experimentar su amor y su misericordia.

En la actualidad sucede como sucedía durante la vida terrena de Jesús. Casi nadie era consciente de que Jesucristo era el Mesías, el Hijo de Dios. Muchos veían en Él un hombre bueno, un profeta, un hombre que hacía milagros y que hablaba con autoridad (Lc 4,32). Sin embargo, hay personas que llenas del Espíritu Santo, ven en Jesús al Hijo de Dios. Me viene a la mente ahora el pasaje de la Presentación de Jesús en el Templo en el que se narra lo siguiente: «Y he aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel»(Lc 2,25-32).

Así, en este pasaje del Evangelio de hoy, el Señor le expresa a Pedro que la fe es un don de Dios: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16,17), tal y como lo dice también el Catecismo de la Iglesia Católica: «La fe es un don sobrenatural de Dios. Para creer, el hombre necesita los auxilios interiores del Espíritu Santo» (CIC 179). San Pablo dirá en la primera epístola a los Corintios: «Por eso os hago saber que nadie, hablando con el Espíritu de Dios, puede decir: «¡Anatema es Jesús!»; y nadie puede decir: «¡Jesús es Señor!» sino con el Espíritu Santo» (1 Co 12,3).



Por ello, esta palabra de hoy nos conduce, como dije anteriormente, a darle gracias al Señor y a la Iglesia por concedernos el don de la fe. Dirá San Pablo en una de sus epístolas: «La fe viene de la predicación» (Rm 10,17). Y no hemos recibido mayor gracia en nuestras vidas que haber tenido un encuentro personal con Jesucristo como Salvador e Hijo de Dios a través de la predicación de la Iglesia, además de con los sacramentos, revelándonos Jesucristo el eterno amor del Padre hacia nosotros y hacia toda la humanidad. Dios se ha revelado en su Hijo Jesucristo como plenitud de amor: «En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4,9-10).

Así que el Señor nos invita por medio de esta palabra de hoy a permanecer unidos a Cristo y a su Iglesia por medio del Espíritu Santo, combatiendo y defendiendo este tesoro que Dios nos ha regalado, que es el mismo Jesucristo: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17,3).

El Señor nos recuerda que la principal vocación que nos ha concedido es la de SER UNO CON ÉL, ser esposa de Cristo como miembro de su Iglesia, unidos a Cristo por el Espíritu Santo: «Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados» (Rm 8,15-17).

Me vienen a la mente las palabras de Pablo en las que recomienda lo siguiente: «No contristéis al Espíritu Santo de Dios, con el que fuisteis sellados para el día de la redención» (Ef 4,30), porque es el Espíritu Santo el que nos mantiene unidos a Cristo y a la Iglesia. Y no es cosa de broma. Dirá Pablo en otra epístola una frase lapidaria: «El que no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece» (Rm 8,9). Por tanto, vuelve el Señor a llamarnos a conversión, a seducirnos, a decirnos que quiere que seamos suyos, y que si hemos pecado, que volvamos a Él por el sacramento de la reconciliación, tal y como lo dice en otro pasaje del evangelio: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,22-23).

Así que de la misma forma que dice Jesucristo que «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,9), el Señor nos llama a estar tan unidos a Él hasta que podamos decir como decía Santa Madre Teresa de Calcuta: «Quien me vea a mí, que te vea a ti» (Oración para irradiar a Cristo, del Santo Cardenal Newman), y como dice el mismo Jesucristo rezando a Dios Padre: «Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí» (Jn 17,21-23).



Por tanto, el Señor nos llama a conversión con esta palabra, y a hacer profesión de fe anunciando que Jesucristo es el Señor (Flp 2,11), no sólo de palabra sino, sobre todo, con nuestras vidas, por lo que necesitamos estar unidos al Señor por medio de la oración, de los sacramentos, de escuchar su Palabra, sabiendo que Jesucristo ha venido a que tengamos vida y vida en abundancia (Jn 10,10) y a querer decir como Pablo: «Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura con tal de ganar a Cristo» (Flp 3,8). Amén. Feliz domingo.







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