Tus manos, mis manos
Por: Carlos Jariod | Fuente: Catholic.net
Dicen que la cara es el espejo del alma, pero las manos son reflejo del Espíritu. ¡Y qué olvidadas tenemos nuestras manos! Se diría que su valor se halla en su utilidad: agarrar, sacar, tirar, pulsar, meter, empujar, lanzar. Las manos son como los ojos, sin ellas deambularíamos zombis, perdidos en un océano de inseguridad y resignación. Las manos están tan cerca que no las prestamos atención: ahí están para servirnos, sencillas, amigas, sin protestar, humildes como la tierra que se deja hollar en un día de lluvia. Solo cuando nos duelen, parecen protestar y, en gesto, inaudito, solicitan un poco de cariño. Poca cosa, pues, en seguida, vuelven a su quehacer anónimo e imprescindible.
Que las manos sean humildes no carece de interés. Cuando faltan, descubrimos que son mucho más que apéndices de los brazos, adminículos de carne y huesos prestos a obedecer sin más. Cuando faltan, las manos, descubrimos que poseen vida, nuestra vida; que están movidas misteriosamente por la vida humilde del Espíritu.
Decía el poeta que las manos son la herramienta del alma, su mensaje. Se equivocaba. Las manos tienen vida propia, la energía de una vida que las trasciende, pero que habita en ellas. Son mucho más que instrumentos o mensajes materiales de una voluntad humana. Las manos, mis queridas manos, son pedazos de la divinidad prestados por un tiempo para que podamos disfrutar de ellas sintiendo cómo aman, acarician, escriben, golpean, sostienen, besan –sí, besan-, llaman, bendicen, suplican, acogen, callan. Y cuando el Espíritu es menguante esas manos arañan, golpean, empujan… matan.
Yo recomendaría su observación detallada a partir de los cuarenta años, cuando la Vida ha irrigado el cuerpo y el alma de la persona; entonces, es preciso no dejarse llevar por las apariencias. Hay manos gordinflonas y simpáticas; otras, huesudas, afiladas. Algunas, anchas e imprecisas, casi despistadas. Pero eso no importa. Lo notable es lo que nos comunican al moverse o al estar quietas, cuando escriben, cuando friegan, cuando duermen. Las manos del Espíritu nos regalan paz, amor, confianza. Con ellas, a su lado, podemos estar tranquilos, pues a través de ellas lo Invisible penetra en nosotros con sutileza imposible.
Pensar que el valor de las manos está en su utilidad es sacrílego, pues si todo el cuerpo es sagrado, las manos lo son aún más. Añado: nosotros somos nuestras manos. En ellas, leo mi vida y descubro lo que soy. No me ocurre cuando veo mi ombligo o mi nariz. Pero en mis manos están depositadas las experiencias de toda una vida y las certidumbres –pocas- acumuladas. Pero si nosotros somos nuestras manos, es verdad que no las poseemos del todo: se mueven, se aquietan, pero su fuerza o mansedumbre nos superan, sugieren un origen profundo distinto del de nuestra voluntad.
De ahí que sorprenda que quienes entienden el hombre como cuerpo y solo cuerpo insistan en algunas de sus realizaciones más tangibles; por ejemplo, la comida. Hubo un filósofo (alemán, por supuesto) que quiso ser el colmo del materialismo al afirmar que el hombre es lo que come; pero no se dio cuenta -¡pobre filósofo!- que escribía una de las afirmaciones más espirituales acerca de todo ser humano, pues nada más sobrenatural que la comida. Y ello porque la preparamos con nuestras manos, que amasan, condimentan, mezclan, inventan sabores e ingredientes con la delicadeza del amor y la urgencia de nuestra biología. Cuando comemos, celebramos eucaristías laicas que vivifican todo nuestro ser. Por ello, Homero definió al hombre como el animal que come pan –definición sublime-, pues el pan es siempre pan de vida, amasado por la mano humana y transfigurado por Dios, que se hace presente entre nosotros y alimento para nuestro Espíritu. El Espíritu de nuestras manos.
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Carlos Jariod. Profesor de Filosofía y miembro de la red de meditadores Amigos del Desierto. Autor del libro SOS Educación. Raíces y soluciones a la crisis educativa, publicado por Digital Reasons. Colaborador de escritores.red