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No hay en la vida mayor tesoro que conocer el Amor de Dios
Reflexión del domingo XVII del Tiempo Ordinario Ciclo A


Por: Roque Pérez Ribero | Fuente: Catholic.net



«El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel» (Mt 13,44).

Celebramos hoy el domingo XVII del Tiempo Ordinario, día en el que el Señor vuelve a sorprendernos con su Palabra, siempre nueva por mucho que la escuchemos. Porque de la misma forma que cada día es un día nuevo, así la Palabra de Dios siempre es nueva.

Me ayuda y me alegra mucho el versículo del Evangelio que se ha proclamado hoy: «El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel» (Mt 13,44). Porque realmente el Evangelio es un tesoro escondido, oculto. Es una gracia de Dios poder experimentar su amor y su misericordia: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños» (Mt 11,25).

Realmente, podemos decir que no hay en la vida mayor tesoro que conocer el Amor de Dios manifestado en Jesucristo. No hay mayor gracia que haber experimentado la ternura, el amor, la misericordia, el perdón y la corrección de Dios Padre en el seno de nuestra Madre, la Iglesia. Porque, ciertamente, «no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca de Dios» (Dt 8,3). Se pueden tener satisfechas las mínimas necesidades vitales básicas pero sin Dios podemos decir que la vida ha sido vacía, tediosa, sin sentido. Sin embargo, cuando hemos sido verdaderamente felices ha sido cuando hemos acogido gratuitamente el amor de Dios. Por eso, como dice San Pablo: «No me avergüenzo del Evangelio, que es una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rm 1,16).

El Señor nos hace una llamada a valorar las gracias que no cesa de concedernos en su Iglesia y a defender este tesoro precioso que supone el mismo Dios. Cuando uno experimenta la riqueza que supone estar con el Señor, estar cerca de Él, a pesar de los combates, de las luchas, de la cruz, relativiza todo lo demás, y el Señor se une a uno en las purificaciones porque el maligno siempre estará al acecho intentando arrebatarnos este tesoro: «¡Adúlteros!, ¿no sabéis que la amistad con el mundo es enemistad con Dios? Cualquiera, pues, que desee ser amigo del mundo se constituye en enemigo de Dios» (St 4,4); «Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al Dinero» (Mt 6,24).



Por tanto, esta es la llamada y la invitación que nos hace el Señor en este día: «No os amontonéis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonaos más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven y roben. Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Mt 6,19-21).

Cuántas veces no hemos experimentado el vacío, la frustración, el infierno, al dejar de lado al Señor por un «mero plato de lentejas» (Gn 25,31-34), por buscar tesoros en la tierra. Me viene a la mente el versículo del salmo que dice lo siguiente: «Vale más un día en tus atrios que mil en mis mansiones, estar en el umbral de la Casa de mi Dios que habitar en las tiendas de impiedad» (Sal 84,11).

Así, nos invita el Señor a que cuando en el prefacio eucarístico el presidente diga: «Levantemos el corazón», y respondemos el resto del pueblo de Dios: «Lo tenemos levantado hacia el Señor», que no quede ese diálogo litúrgico en letra muerta sino que sea un diálogo real y vivo, en el que realmente nuestro corazón esté levantado hacia el Señor, hacia ese tesoro del cielo, que es el mismo Jesucristo, desprendido de toda idolatría, y para ello, es importante hacer lo que dice el mismo Señor: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme» (Mt 19,21). Porque «si alguno dice: «Amo a Dios», y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1 Jn 4,20).

El Señor no viene a quitarnos nada sino a darnos vida y Vida Eterna (Jn 10,10). Por ello, hoy el Señor nos invita a darle gracias por habernos revelado gratuitamente el tesoro del amor de Dios, y nos invita a tener levantado el corazón de forma constante hacia Él, profundizando en la intimidad con Él por medio de la oración, de la escucha de su Palabra, de los sacramentos, especialmente la Eucaristía, descendiendo hacia la realidad del hermano para amar a Dios en él, y a combatir firmemente día a día el combate de la fe: «Por tanto, también nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe, el cual, en lugar del gozo que se le proponía, soportó la cruz sin miedo a la ignominia y está sentado a la diestra del trono de Dios» (Hb 12,1-2). Feliz domingo.









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