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El Señor nos llama a estar alerta
Reflexión del domingo XVI del Tiempo Ordinario Ciclo A


Por: Roque Pérez Ribero | Fuente: Catholic.net



«El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los hijos del Reino; la cizaña son los hijos del Maligno; el enemigo que la sembró es el Diablo; la siega es el fin del mundo, y los segadores son los ángeles» (Mt 13,37-39).

En este domingo XVI del Tiempo Ordinario nos regala el Señor una Palabra de Salvación en la liturgia de la Palabra de la Eucaristía, en la que nos revela el gran amor, misericordia y paciencia que tiene con cada uno de nosotros. Así, el salmo responsorial me muestra cómo ha sido y es Dios conmigo ante mi realidad de pecado: «Pues tú eres, Señor, bueno, indulgente, rico en amor para todos los que te invocan. Señor, Dios clemente y compasivo, tardo a la cólera, lleno de amor y de verdad, ¡vuélvete a mí, tenme compasión!» (Sal 85,5.15-16). Porque a la luz de estos versículos del salmo, que muchas veces he rezado a Dios tras haberle sido infiel, el Señor muestra la clave para poder meditar, rezar y reflexionar sobre el evangelio de hoy, en concreto sobre el pasaje de la famosa parábola del trigo y la cizaña.

Al rezar con esta Palabra resuenan en mi corazón las palabras de San Pedro: «No se retrasa el Señor en el cumplimiento de la promesa, como algunos lo suponen, sino que usa de paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino que todos lleguen a la conversión. La paciencia de nuestro Señor juzgadla como salvación» (2 Pe 3,9.15), y las palabras que pronuncia Dios en boca del profeta Ezequiel: «¿Acaso me complazco yo en la muerte del malvado - oráculo del Señor- y no más bien en que se convierta de su conducta y viva?» (Ez 18,23).

Quizás hemos vivido o vivimos completamente ciegos ante nuestra realidad personal, engañados totalmente por nuestra soberbia y legalismo farisaico, viviendo nuestra relación con el Señor en un mero cumplimiento de la ley no con el fin de amar a Dios sino con el fin de dar culto a nuestra egolatría. En nuestro orgullo y vanidad no soportamos ser débiles, ser pecadores. Somos como guillotinas con nosotros mismos y con los demás juzgando y condenando nuestros pecados y los ajenos. Sin embargo, el Señor por su gran misericordia, nos ha manifestado fuertemente que nos ama gratuitamente, con nuestros pecados, con todos y cada uno de ellos: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Juan 4,10); «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3,16-17).

Me viene a la mente el pasaje evangélico en el que Cristo les recrimina su actitud a los discípulos Juan y Santiago cuando quieren incendiar Samaria porque no acogen a Cristo (Lc 9,52-55). El Señor nos ama tanto que nos deja libres. Y cuando no seguimos a Cristo sino que caemos en las redes del maligno, el Señor no nos desprecia. No nos juzga ni condena, sino que siempre ha respondido ante nuestros pecados con misericordia. Porque el Señor es fiel por siempre: «Si somos infieles, él permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo» (2 Tim 2,13). Como nos dijo el Papa Francisco en su primer Ángelus tras ser elegido Sumo Pontífice: «El Señor no se cansa de perdonar; somos nosotros los que nos cansamos de pedirle perdón» (Papa Francisco, Ángelus dominical, 17 de marzo de 2013).



De lo que el Señor nos está hablando es de la gran paciencia que tiene con nosotros al mismo tiempo que nos hace una seria llamada a la conversión. «Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro» (Mt 6,24). El Señor nos llama a estar alerta ante la realidad personal que tenemos para defender la gracia que derrama con nosotros constantemente de forma inmerecida. Como nos recordaba el domingo pasado, hay un combate, dos frentes. Y es necesario saber quién es tu aliado y quién tu enemigo, y saber las armas para atacar y defenderse del enemigo. Pero no es posible estar en los dos bandos al mismo tiempo. El Señor vuelve a preguntarnos hoy: «¿En qué bando estás? ¿Quién es tu aliado? ¿Quién es tu enemigo? ¿Cómo combates?».

Y nos manifiesta su amor, su misericordia, su paciencia con nosotros y con el resto de la humanidad, y su poder: «En esto se reconocen los hijos de Dios y los hijos del Diablo: todo el que no obra la justicia no es de Dios, ni tampoco el que no ama a su hermano. Quien comete el pecado es del Diablo, pues el Diablo peca desde el principio. El Hijo de Dios se manifestó para deshacer las obras del Diablo» (1 Juan 3,10.8).

Cuántas veces nos cuesta amar al hermano que no nos edifica, que nos molesta, que no nos agrada. Porque en nuestro orgullo nos creemos mejores que él, seducidos por el padre de la mentira, que nos engaña con ese sofisma, que nos adula haciéndonos creer que somos Dios y que los demás deben ser cómo creemos que deben ser: «Vosotros sois de vuestro padre el diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Este era homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44).

Pero la buena noticia es que el Señor no nos ha despreciado en nuestro pecado cuando hemos dado más crédito a la voz del maligno que a la suya. El Señor ha dado su vida por cada uno de nosotros y no ha venido a condenarnos sino a salvarnos: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abraham, pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,9-10).

El Señor ha destruido al maligno cuando este pensaba que lo iba a destruir a Él. Como decimos en el prefacio pascual, «muriendo destruyó nuestra muerte, resucitando restauró nuestra vida». «Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo; esa es la orden que he recibido de mi Padre» (Jn 10,17-18).



Jesucristo ha vencido al maligno: «Ahora es el juicio de este mundo; ahora el Príncipe de este mundo será echado fuera. Y yo cuando sea levando de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,31-32). Y con el Espíritu Santo me ha concedido el tesoro de la filiación divina (Rm 8,15-17).

Por ello nos llama el Señor a la esperanza y a tener paciencia con cada uno de nosotros y con los demás. A no ser como los hijos de Zebedeo, que quisieron destruir a los que no quisieron acoger a Cristo, sino que, unidos a Cristo, les mostremos el gran amor que Dios les tiene. Y además, nos llama el Señor a combatir contra el maligno unidos a Cristo, y como Cristo, sin dialogar en absoluto con el maligno sino a vivir en la verdad, y la verdad es que necesitamos de Dios porque «Sin Ti no tengo nada» (Sal 15,2). Pero con Cristo sí se puede amar gratuitamente al que no te edifica, al que te molesta, al que te quita el tiempo, al que te hace daño. Con Cristo se puede amar, y amando, ser felices, en la paradoja de la cruz: «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5).

Por otra parte, a la vez que experimentamos la gran paciencia que Dios tiene con nosotros, nos llama el Señor a tener paciencia y misericordia con los demás, sabiendo que no somos nadie para juzgar a nadie. «Misericordia quiero y no sacrificio, conocimiento de Dios, más que holocaustos» (Os 6,6). Cuando juzgamos a alguien, estamos obedeciendo al maligno, que nos engaña diciéndonos que tenemos la potestad para juzgarle, cosa que no es cierta: «Así que, no juzguéis nada antes de tiempo hasta que venga el Señor. El iluminará los secretos de las tinieblas y pondrá de manifiesto los designios de los corazones. Entonces recibirá cada cual del Señor la alabanza que le corresponda» (1 Co 4,5); «No habléis mal unos de otros, hermanos. El que habla mal de un hermano o juzga a su hermano, habla mal de la Ley y juzga a la Ley; y si juzgas a la Ley, ya no eres un cumplidor de la Ley, sino un juez. Uno solo es el legislador y juez, que puede salvar o perder. En cambio tú, ¿quién eres para juzgar al prójimo?» (St 4,11-12).

Feliz domingo.







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