Solemnidad de Cristo Rey
Por: P. Eugenio Martín Elío, LC | Fuente: Catholic.net

En el último domingo del año litúrgico celebramos la fiesta de Cristo Rey. Antes de su entrada en este mundo, el ángel Gabriel le anunció a María que su hijo heredaría el trono del Rey David y que su reinado duraría por siempre (Lc 1, 32-33). Y casi al final de su vida, Jesús le respondió a Pilatos, cuando le preguntó que si era Rey: “Tú lo has dicho, yo soy rey; para esto nací y vine al mundo, para ser testigo de la verdad” (Jn 18, 37). Jesucristo reina desde el trono de la cruz, con una corona de espinas y unos clavos en las manos. Muere con los brazos abiertos, perdonando y abrazando a todos. Es el señor del cosmos y de la historia, pero está muy claro que su reino no es de este mundo.
Y entonces, ¿en qué consiste su reinado y su poder? Su poder es el de regenerar y restaurar la armonía rota por el pecado. Es un reinado de Misericordia, que San Juan Pablo II definió como el límite que el poder de Dios pone al “misterium iniquitatis”. Con su muerte y su resurrección ha establecido la llegada de este reino y manifiesta su poder divino.
1) Un reino de amor, capaz de sacar bien incluso del mal. En la Cruz ha derrotado a sus enemigos más acérrimos: el pecado y la muerte. Jesús no elude la muerte, sino que le ha salido libremente al encuentro y se ha adentrado a su reino de tinieblas. “Descendió a los infiernos” profesamos en el credo, expresando así el extremo de su debilidad frente al maligno.
En algunas homilías de los Santos Padres en sábado santo se imaginan el encuentro entre Cristo y Adán y Eva que están en el “Sheol”. “Adán, Adán, ¿dónde estás?” Y Adán responde: “Me he escondido porque no soportaba tu rostro”. “¿Dónde te has escondido?” “Me he escondido donde nadie pueda encontrarme, en el reino de las tinieblas y de la muerte”. Jesús responde: “Iré a encontrarte también ahí”. Y Eva se levanta con las manos suplicantes, diciendo: “Por fin soy Eva, madre de los vivientes, pues hasta ahora daba a luz hijos que morían”.
2) Un reino de vida en obediencia a Dios, que vuelve a abrir las puertas del paraíso, cerradas después del pecado de nuestros primeros padres. Por un acto de desobediencia entró el pecado en el mundo y comenzamos nuestra peregrinación en busca del paraíso perdido. Pero por un acto de obediencia de Cristo, nuevo Adán, y de María, nueva Eva, ha entrado la salvación. “Mira, que hago nuevas todas las cosas” (Ap 21, 5)
Es cierto que este acto de sumisión le hizo sudar sangre mientras rezaba postrado en el huerto del heroísmo. Pero “aprendió sufriendo a obedecer”. Así lo aprendió de aquella mujer cuya vida fue un constante acto de obediencia a Dios: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”. (Lc 1, 38)
3) Un reino que trae la paz, pues pacifica y recapitula todas las cosas con su muerte y su resurrección. Y comienza con el buen ladrón que tiene junto a sí. Los dos malhechores ajusticiados junto al crucificado representan las dos formas de acercarse a Jesucristo y al sufrimiento humano. Está el que se rebela y reclama: “si de verdad eres el Mesías, el hijo de Dios sálvate a ti mismo y a nosotros” ¿por qué tenemos que sufrir y soportar el mal en el mundo si realmente eres un Dios bueno?
Y está el que con humildad se resigna y suplica perdón. Porque este Reino de la Gracia no se impone nunca, y respeta siempre nuestra libertad. Trae paz en medio de los sufrimientos más horribles y es capaz de ablandar hasta los corazones más endurecidos. “Acuérdate de mí, Señor, cuando llegues a tu Reino”. Le dice el mejor ladrón de la historia al Salvador. Y le arrebata en el último momento la salvación: “Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso”, porque te has convertido y has creído en el evangelio.
El Reino de Dios está cerca. Dios participa su santidad a la Iglesia, precisamente en cuanto concede a sus miembros pecadores la posibilidad y el hecho de recurrir constantemente a la misericordia divina, que es la única fuente de santificación.
Comienza con san Dimas, con el centurión Longinos, con los presentes en el Calvario que regresan a su casa apesadumbraos y arrepentidos. Pero continúa con toda la creación que está “expectante, aguardando la manifestación de los hijos de Dios» (Rm 8,19).
Por eso terminamos nuestra meditación con la oración colecta de este día: “Tú que quisiste fundar todas las cosas en tu Hijo muy amado, Rey del universo, haz que toda la creación, liberada ya de la esclavitud del pecado, sirva a tu majestad y te glorifique. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que contigo vive y reina en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén”.


