Sal de tu tierra, Karol
Por: P. Eugenio Martín Elío, LC | Fuente: Catholic.net

Un día Karol Wojtila escuchó como Abraham: “Sal de tu tierra, de entre tus parientes y de la casa de tu padre, y vete a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición.” (Gén 12 1). Entonces era un joven ilusionado por estudiar la carrera de filología, formar una familia y dedicarse al teatro y la enseñanza. Tal vez podría sobrevivir a la segunda guerra mundial que hacía unos meses había truncado sus estudios universitarios y todos esos sueños juveniles. Tal vez podría defender su patria de los que pretendían arrebatar a los polacos su libertad y su cultura. O emigrar a los Estados Unidos, como muchos de sus compatriotas, tratando de mantener vivo ese legado a pesar de los totalitarismos nazista y comunista.
También como a Abraham, le hizo estas tres promesas: si tú te fías de mí, te conduciré a una tierra prometida; yo seré para ti como un padre y tú serás para mí como un hijo; y te convertirás en el origen de una gran multitud.
Juan Pablo II fue el primer Papa que, saltándose el protocolo, improvisó unas palabras antes de dar la bendición el día de su elección. Cuando se asomó al balcón de la Basílica de San Pedro en Roma el 16 de octubre de 1978 dijo que venía de un “país lejano, pero siempre cercano por la comunión en la fe cristiana”. Su país de origen, Polonia, en ese momento pertenecía a uno de los países satélites de la Unión Soviética. Lejano porque hacía casi quinientos años que los cardenales no elegían como Papa a un candidato que no fuese italiano. Pero también lejano porque provenía de un país del otro lado de la así llamada cortina de hierro con la cual el comunismo había blindado el este de Europa.
Gracias a su ministerio y labor diplomática como Papa, Juan Pablo II tuvo un papel determinante -como lo reconocería más tarde el mismo ex Secretario General de la Unión Soviética, Mijail Gorvachov-, en la caída del muro de Berlín. Casi dos años después de este evento, sucedido en noviembre de 1989, hacía un análisis en su encíclica Centessimus annus, publicada el 1 de noviembre de 1991. El sistema marxista se desmoronó porque fue un fracaso en lo económico. Pero sobre todo porque nunca respetó la libertad del ser humano, que tiene su último fundamento en la libertad religiosa.
La descalificación de este sistema político y económico, no podía legitimar en automático al sistema capitalista, liberal y democrático. También éste necesita algunos correctivos para no cerrarse en su bienestar material y en una sociedad meramente consumista. Por eso el Papa invitaba a prepararnos a esta nueva etapa de la historia con una nueva evangelización, y a entrar al nuevo milenio con la mirada centrada en Jesucristo nuestro Redentor. Esa era la tierra prometida a la que nos condujo, como un nuevo Josué, cuando atravesó la puerta santa en el año jubilar del 2000.
El mismo sistema comunista, a través de sus servicios secretos de la KGB, intentó evitar que esto sucediera. El 13 de mayo de 1981, el sicario turco Mehmet Ali Agcá, contratado por sus representantes búlgaros, perpetró un atentado que llevó al Papa a las puertas de la muerte. Según cuenta su secretario, el ahora Card. Stanislaw Dziwisz, durante la prolongada operación realizada en el hospital Gemelli para extraerle el proyectil que disparó Agcá, llegó a preparar un comunicado de prensa para anunciar la muerte del Papa. Una mano asesina disparó la bala, pero una mano materna la desvió.
De modo muy particular y milagroso Juan Pablo II experimentó en esa ocasión la promesa que Dios le había hecho en su alianza. “Yo seré para ti un padre, y tú serás para mí un hijo”. Por mediación de María, que en Fátima ya había anunciado lo que iba a suceder, cumplió su pacto de protección y cercanía. Desde su infancia el Papa había consagrado toda su vida a Dios y a María, y la ratificó en el seminario con la tradición propuesta por san Luis Griñón de Montfort en el tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen: “Todo tuyo soy, y todo lo mío te pertenece ahora y siempre”.
La consagración sacerdotal, que en el rito latino implica la elección del celibato, hacía incomprensible a los ojos humanos la realización de la tercera promesa. ¿Cómo podría ser padre de una gran multitud un hombre ya anciano y que había renunciado al matrimonio?
Desde su juventud el sacerdote recién ordenado Karol trabajó en la pastoral universitaria. Su contacto con los estudiantes y con los jóvenes de la parroquia le había llevado a profundizar sus reflexiones y estudios sobre el amor humano, la responsabilidad y la sexualidad. Hasta se animó a escribir algunas poesías y una obra de teatro titulada “El taller del orfebre”, en la que afrontaba el tema del amor humano y del sacramento del matrimonio.
Fue la semilla de una visión renovada de toda la antropología y la teología desde un nuevo paradigma: la vocación esponsal a la que todo ser humano ha sido llamado a vivir en su relación con Dios. Así nació lo que hoy conocemos como la teología del cuerpo de Juan Pablo II, que tanta riqueza encierra y está aportando en la actualidad. Juan Pablo II no sólo fue un maestro de esta llamada a la vida mística y a la fecundidad espiritual, sino que se convirtió en un testigo de la misma. Si revisamos el alcance y profundidad de su vasto pontificado no nos quedará duda de cómo se ha convertido en padre de una gran descendencia.

