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La vocación como don y misterio
La vida humana, sobre todo en su inicio y en su final nos muestra lo que en realidad es cada vocación: un don y un misterio


Por: P. Martín Elío Eugenio, L.C. | Fuente: Catholic.net



El último día del año 2010 tuve la gracia de oficiar en mi parroquia el bautizo de una niña chinita adoptada por una familia de españoles. Sus padres escogieron el nombre de Miriam (nombre ficticio) para que fuese bautizada en la fe católica.
 

  • “¿Por qué mi hermano sí estuvo en tu vientre -mamá- y yo no?” le preguntaba una y otra vez, con apenas tres añitos, a su madre adoptiva.
  • “Bueno, tu hermano estuvo nueve meses en mi panza. Y cuando nació lo celebramos con mucha alegría porque tu padre y yo no podíamos lograr un embarazo exitoso, a pesar de muchos intentos desde que nos casamos. Pero también a ti estuvimos esperándote más un año y preparándonos con una gran ilusión para recibirte en nuestra familia. De hecho, en el momento de adoptarte, tenías nueve meses, y fuimos todos juntos hasta China para darte la bienvenida a nuestra familia y acompañarte en tu viaje hasta España”.

 Cuando veía a una mujer embarazada, se quedaba mirándola muy sorprendida y corría hasta donde estuviera su madre para preguntarle:
 

  • “¿Yo estuve dentro de ti?... ¿Y mi hermano, estuvo dentro de ti?... ¿Entonces yo por qué no estuve dentro de ti… de dónde vengo?”

 
A veces incluso jugaba a acurrucarse por debajo de la colcha en el seno de una mujer imaginada sobre su cama o dibujada en el suelo con una tiza.
 
Me sorprendió tanto su inquietud por resolver este gran enigma para ella que, en la homilía de su bautizo, -y pensando también en varios adultos, presentes en la ceremonia que se profesaban agnósticos-, le adapté esta parábola de un escritor húngaro[1].
 
«En el vientre de una mamá había dos bebés. Uno preguntó al otro:

–¿Tú crees en la vida después del parto?

El otro respondió:



–“Claro que sí. Tiene que haber algo después del parto. Tal vez estamos aquí para prepararnos para lo que vendrá más tarde”.

–“Tonterías”, dice el primero. “No hay vida después del parto. ¿Qué clase de vida sería esa?”.

El segundo dice:

“No lo sé, pero habrá más luz que la hay aquí. Tal vez podremos caminar con nuestras propias piernas y comer con nuestras bocas. Tal vez tendremos otros sentidos, que no podemos entender ahora”.

El primero contestó:



–“Eso es un absurdo. Caminar es imposible. Y ¿comer con la boca?¡Ridículo! El cordón umbilical nos nutre y nos da todo lo demás que necesitamos. El cordón umbilical es demasiado corto. La vida después del parto es imposible”.

El segundo insistió:

–“Bueno, yo pienso que hay algo y tal vez sea diferente de lo que hay aquí. Tal vez ya no necesitemos de este tubo físico”.

El primero contestó:

–“Tonterías. Además, de haber realmente vida después del parto, entonces ¿por qué nadie jamás regresó de allá? El parto es el fin de la vida y en el post parto no hay nada más allá de lo oscuro, silencio y olvido. Él no nos llevará a ningún lugar.

–“Bueno, yo no lo sé”, dice el segundo “pero con seguridad vamos a encontrarnos con Mamá y ella nos cuidará”.

El primero respondió:

–“Mamá… ¿tú realmente crees en Mamá? Eso es ridículo. Si Mamá existe, entonces, ¿dónde está ella ahora?”.

El segundo dice:

–“Ella está alrededor nuestro. Estamos cercados por ella. De ella, nosotros somos. Es en ella que vivimos. Sin Ella, este mundo no sería y no podría existir”.

Dice el primero:

–“Bueno, yo no puedo verla, entonces, es lógico que ella no existe”. El segundo le responde a eso: –“A veces, cuando tú estás en silencio si te concentras y realmente escuchas, tú podrás percibir su presencia y escuchar su voz amorosa allá arriba”».

Unos meses antes de que oficié este bautizo, había fallecido el premio Nobel de literatura José Saramago. Lo mencioné en la homilía, y aunque este autor, bien se podría identificar con el gemelo escéptico y descreído, yo le auguraba que en su nacimiento a la otra vida también pudiera haber encontrado los mismos brazos amorosos que Miguel Delibes, finado un par de meses antes ese mismo año, que podría identificarse con su hermano gemelo, abierto a la trascendencia.
 
La vida humana, sobre todo en su inicio y en su final nos muestra lo que en realidad es cada vocación: un don y un misterio. Todo en nuestra vida inicia con la llamada al ser. Y a pesar de que la ciencia ha avanzado mucho en las explicaciones de este proceso, no terminamos de desvelar este misterio del ser humano. Nadie nos ha preguntado si queríamos nacer. Nuestros padres ponen su parte, pero desde que existimos somos únicos e irrepetibles. Y a partir de esta singularidad iniciamos un diálogo entre nosotros y todo lo demás, que llamamos mundo. El mundo no es el mismo desde que existimos, y tal vez la vocación consista en descubrir esa novedad y diferencia que aportamos cada uno de nosotros.
 
"El hombre no existe más que en el diálogo con su prójimo. El niño es evocado a la conciencia de sí mismo por el amor, por la sonrisa de su madre[2]. El horizonte del Ser infini­to se abre para él revelándole cuatro cosas: que él es uno en el amor con su madre al tiempo que no es su madre; que este amor es bueno y, por tanto, todo el Ser es bueno; que este amor es verdadero y, por consiguiente, el Ser es verdadero; y que este amor provoca alegría y gozo, así que todo Ser es bello[3].
 
Miriam tuvo la suerte de que al menos no la abortaran. ¡Existe! Lo cual ya es bueno, verdadero y bello. Y luego que encontrara los brazos de una familia que la acogió y le diera ese abrazo de amor que todos los seres humanos necesitamos. En un país como China, que durante varias décadas mantuvo unas políticas pírricas de control de la población, sólo permitía a las familias tener un hijo, y cobraba impuestos anuales por cada hijo extra. Casi todos preferían un varón, pues éste podía heredar, mientras que la mujer, según su tradición que ahora es sólo simbólica, debía pagar dote. El resultado de esta ingeniería, motivada desde los cálculos políticos, ha sido un desprecio y exterminio selectivo. Hasta provocar un desajuste de más de veinte millones de jóvenes varones que el día de hoy no encuentran una mujer de su edad con la que puedan casarse.
 
La existencia del hombre es dialógica y se define entre la llamada y la respuesta. Esto presupone que alguien, externo a nosotros, nos ha llamado.  Nadie se ha dado la vida a sí mismo; es un don que hemos recibido, y que inexorablemente queda ligado a los otros. Incluso si nuestros padres quisieran inhibirse de su responsabilidad como tutores, nunca podrán renunciar a su paternidad. Hasta en el DNA de nuestros genes queda el sello de su herencia. Tal vez un día Miriam quiera secuenciar su genoma para conocer algo más de sus progenitores. Y tal vez ese mapeo genético le ayude a comprenderse un poco mejor a sí misma, pero de ninguna manera determinará su desarrollo y su futuro, que en todo caso quedaría más ligado a la familia que la adoptó y la educó.
 
La vocación toca al ser y al hacer de una persona. Todo hombre es una vocación, un don y un misterio, que después se realiza en un proyecto de vida, con su “yo y sus circunstancias”. Todo ser humano es por naturaleza un ser que escucha y responde, un ser donado y en construcción. Y por eso va descubriendo su vocación y realizando su proyecto día a día, en relación con los que le rodean y le hacen descubrir quién es él y qué se puede esperar de él. Venimos al mundo porque somos amados y llamados por otros que no soy yo.
 
Por eso necesitamos rehacernos a la fuente de la que venimos: nuestro origen, nuestros padres, nuestra “estirpe”, nuestro “sit-in-leben”. Necesitamos situarnos en un contexto para tratar de comprender nuestro significado: entorno cultural, genético, educación, historia, contexto geopolítico y social... Pero tampoco podemos perder de vista hacia dónde vamos; nuestro yo siempre trasciende lo que hacemos y permanece abierto hasta que concluimos la vida. Como el artista, que no considera finalizado su cuadro o su estatua hasta la última pincelada o golpe de escalpelo. Y siempre tendremos la posibilidad -como el caminante que consulta su GPS al salirse de su itinerario- de “recalcular” la ruta dependiendo del destino al que queramos llegar.
 
Víctor Frankl se dio cuenta, durante su estancia en los campos de concentración nazis, de cuál era el factor determinante que diferenciaba a los que sobrevivieron ese horror de los que no lo lograron: la esperanza. Sólo aquellos que mantenían la esperanza por vivir, superaban penalidades, enfermedad, torturas y sufrimiento. Y esa esperanza dependía en gran medida de su horizonte vital. Cuando los prisioneros tenían un motivo trascendente: personas que amaban y esperaban reencontrar, o un ser superior que daba sentido a sus sufrimientos, le daban un sentido a su situación, considerándola como una “existencia provisional”.  A pesar de todas las condiciones y circunstancias que les rodeaban, cada uno podía decidir qué tipo de persona quería ser, y así entraba en relación con yo más íntimo, fuente de su libertad interior.
 
Dicen que hay dos días muy importantes en nuestra vida. El día que nacemos y el día que descubrimos para qué nacimos. A pocas personas se nos escapa recordar y festejar el día de nuestro nacimiento. Al menos así me sucede a mí, pues tuve la suerte de nacer el mismo día de mi cumpleaños. Era un domingo de ramos, y venía de pie. No por desprecio al mundo, como dice Quevedo con su peculiar cinismo, sino porque tal vez quería participar en la procesión de las palmas que en ese momento recorría los pasillos del hospital. Desde muy pequeño quería ser misionero. Y en esta aventura de recorrer diversos países del mundo me he encontrado con algunas personas que desde temprana edad saben lo que quieren en su vida. Abundan, en cambio, los que no saben por qué ni para qué están en el mundo. Tal vez aparentan madurez; pero, a pesar de todo, se siguen chupando el dedo. Los hay que vegetan, con la única preocupación de cómo llenar su tiempo. Otros que, como Jeremías, no pueden vivir sin lamentarse todos los días. Los más, repiten el drama de ese famoso epitafio: “se pasó la vida anhelando que pasara algo maravilloso, y lo único maravilloso que pasó fue su vida”.
 
Nacimos para ser felices y para hacer felices a los que tenemos a nuestro alrededor. Esa debería ser la tarea del ser humano, según el gran actor mexicano Mario Moreno Cantinflas. Y de forma más o menos consciente, creo “todos buscamos por naturaleza la felicidad”. Lo dijo Aristóteles hace más de dos mil años en la introducción de su tratado de “Ética a Nicómaco”. Claro que hoy nos parecen un poco desgastados esos grandes términos: felicidad, verdad, amor. No obstante, creo que deberíamos invertir más tiempo del que gastamos… Y el mejor modo de invertir en nuestra felicidad es tratar de realizar nuestra vocación, que yo definiría como hacer la verdad en el amor.


[1] Se suele atribuir esta parábola a la autoría de Utmutató un Léleknek, aunque también la he encontrado citada a nombre del escritor Henry Nouwen
 
[2] Aquí me parece escuchar el eco del verso de Virgilio "Incipe parve puer risu cognoscere matrem" (Égloga IV de “Bucólicas”)

[3] H. U. VON BALTHASAR, La muerte del gran Teólogo: El último escrito. Balthasar, mi Pensamiento,en Communio, (Chile) 18/1989, pp. 5-6.







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