Los hábitos hacen al hombre
Por: Antonio Orozco-Delclós | Fuente: Catholic.net
Suele decirse que «el hábito no hace al monje». Otros apostillan que no lo hace, pero lo viste y lo muestra, que no es poco, pues también para eso es monje (Shakespeare dijo que el traje revela a la persona). Lo que nadie duda es que al monje, al médico, al profesor, al artesano, al ciclista, al trabajador - cualquiera que sea su trabajo -, lo hacen más o menos perfecto, más o menos detestable, sus hábitos interiores, los hábitos del alma, ciertamente más definitorios que los del vestir. El «maillot» amarillo no hace a Induráin pentacampeón del Tour, sino las virtudes humanas.
Hemos olvidado la función decisiva de las «hábitos íntimos» en la construcción de la personalidad. Me refiero a esos que residen en nuestras facultades de mayor rango, que nos hacen personas, hombres o mujeres, cabales: el entendimiento y la voluntad. El monje no puede, no debe tener el hábito de pensar frívolamente o de amar como un fresco. El monje, el médico, el vendedor de lo que sea, el deportista, el sabio, han de crear hábitos intelectuales y morales que faciliten, más aún, que hagan posible, el ejercicio siempre más perfecto de sus responsabilidades. La verdad es que se puede mucho. Todos podemos mucho; mucho más de lo que cada uno piensa de sí mismo.
La personalidad se forja con hábitos perfectivos. Los clásicos han llamado a esos hábitos, «virtudes». Hemos olvidado el sentido y valor de la virtud. La palabra latina «virtus» procede de «vis», que significa fuerza, vigor. Se trata por tanto de una capacidad, de un poder para la acción (interior o exterior) del que sin la virtud carecemos. La virtud es la más alta forma de haber (tener, poseer) en la cuenta de la personalidad, porque es un «tener» que da la posibilidad «ser más» (más fuertes, más justos, más prudentes, más inteligentes, más señores de nosotros mismos...) Los hábitos opuestos a los perfectivos, deterioran, dificultan, empobrecen la persona y son lo que siempre se ha llamado «vicios». Los vicios impiden a la persona tener «personalidad», en el sentido más noble de la palabra. Por cierto que, como dice Gracián, «no se acreditan los vicios por hallarse en grandes sujetos, antes bien ofende más la mancha en el brocado que en sayal»
Una personalidad bien definida se forja a base de hábitos y vale lo que valen éstos. El que tiene el hábito de la vagancia, es un vago; el que tiene el hábito del trabajo es laborioso. El primero es un desgraciado, el segundo es honorable y seguramente bastante feliz.
SABIDURÍA Y ESTUPIDEZ
Hay hábitos perfectivos y hábitos corruptores. Nadie es espontáneamente una persona honrada o una persona corrupta. La sabiduría y la estupidez son siempre conquistas personales, logradas con el esfuerzo de la libertad. Por eso Jesucristo sitúa la estupidez entre los graves desordenes morales (Mc 7, 22).
Hay ignorancias invencibles y discapacidades naturales. Pero la estupidez es un logro responsable, resultado de la elección de la ignorancia como sistema de resolver dificultades (por ejemplo, como no me interesa resolver el problema del aborto, niego a la ciencia cuando dice que hay ser humano desde el instante de la concepción, etc.). Es ésta una modalidad que configura muchas personalidades que habitan hoy en nuestro planeta.
Tanto la sabiduría como la estupidez son libres y se adquieren con el ejercicio esforzado de la libertad. Hábitos perfectivos o corruptores los vamos adquiriendo queramos o no. Porque si no queremos hacer nada y nada hacemos, adquirimos el hábito de la gandulería, que bloquea la acción, precisamente cuando «quisiéramos» hacer. No elegir es un modo de elegir. Como aparentemente no se hace «nada», parece que ni siquiera se elige, pero sí se elige: se elige la omisión. Por eso la omisión es fuente caudalosa de graves desatinos. El santo no nace, se forja, con la gracia de Dios y el esfuerzo de la voluntad[1]. Todos podemos llegar a ser lo que queramos: sabios o estúpidos (bien entendido que la estupidez es compatible con el premio Nobel y la sabiduría es asequible a las gentes más sencillas). ¿Cómo es esto posible?
EL ARROJO DE LA GOLONDRINA
Cuando la golondrina mueve por primera vez las alas para volar, no se lanza a grandes vuelos. Intenta primero volar del nido al techo; luego regresa y se lanza de nuevo un poco más allá, y así cada vez va más lejos, hasta que siente el vigor en sus alas y sabe que puede orientarse, y entonces se pone a jugar en medio de los vientos, va chillando tras los insectos, roza levemente la superficie de las aguas y vuelve a subir hacia el sol. Y llega el día en que se aventura a sobrevolar anchos mares, siendo como es tan pequeña, un punto casi invisible entre dos azules inmensos. En su pequeño cuerpo se ha forjado un conjunto musculoso perfecto, que surca flechando el aire, señoreando como una reina por sus dominios.
Pero nadie se hace capaz de algo valioso - ni se malforma el carácter -súbitamente, sino con el ejercicio esforzado de la libertad. La virtud nos hace más libres, porque con ella hacemos el bien cuando queremos. En cambio, los hábitos malos (los vicios) impiden o dificultan en gran manera hacer el bien que quisiéramos hacer, pero ya no podemos, a no ser - si no es imposible - con un esfuerzo hercúleo. Trabajar, estudiar, andar, hacer deporte, charlar con los amigos, convivir amablemente con la familia, etc., cada cosa a su tiempo, son actos perfectivos de mi ser personal, me mejoran como persona y me permiten proseguir libremente hacia una mayor perfección. Cuanto más aprendo, más capaz soy de aprender, cuanto más trabajo -en la medida oportuna, mejor puedo trabajar. Cada uno de esos actos, me perfecciona, me satisface, me llena. Satis-fecho es el que está hecho, realizado con cierta saturación, con cierta plenitud personal. Si yo voy reiterando actos «satis-factorios», no sólo yo me perfecciono, perfecciono mi familia, perfecciono la sociedad, y soy más, porque soy más capaz de hacer actos perfectivos.
Sucede en el deporte cuando somos jóvenes que al principio no somos capaces de correr ni siquiera un par de kilómetros con cierta soltura. Pero hacerlo unos cuanto días nos capacita para correr más kilómetros seguidos y más deprisa. Hace un par de semanas no podíamos de ninguna manera. Hoy sí. En la olimpíada celebrada en Roma el año 1960 batió el récord mundial de los cien metros lisos femeninos una negrita que apodaron «la gacela negra». De pequeña había sido poliomelítica. Un amigo mío era incapaz de entender una clase de Filosofía de BUP y ahora es doctor en Filosofía y escribe libros bastante buenos. Todo es cuestión de esforzarse en alcanzar esa perfección del saber, del querer y del hacer que llamamos «hábito-virtud». Hubo un tiempo en que Induráin era incapaz de ganar el Tour; ni siquiera podía mantenerse encima de una bicicleta.
También las facultades espirituales, al actuar de acuerdo con su naturaleza - entendimiento de la verdad, amor al bien -, por reiteración de actos crecen en posibilidades. En cambio, hay actos que, por más que los hagamos libremente, nos deterioran, como personas libres. A veces un solo acto, acaba con nuestra libertad. Por ejemplo, tirarse por la ventana de un vigésimo piso; tomar un plato de setas venenosas. Otros actos, nos deterioran más despacio, pero inexorablemente; por ejemplo, drogarse; beber mucho alcohol, dar rienda suelta a los apetitos sensuales. Cada uno de estos actos nos pone un nuevo grillete y, sino reaccionamos con radicalidad, más pronto que tarde llegamos a ser esclavos sin remedio: no podemos ejercer nuestra libertad. El drogadicto no es libre, necesita cada vez más droga hasta convertirse en una ruina humana, para sí mismo, para su familia y para la sociedad.
La reiteración de actos perfectivos constituye una «riqueza» que podemos incrementar cada vez más y mejor; y al utilizarla, lejos de mermar, crece. No son meras costumbres o rutinas.
LOS HÁBITOS HACEN AL HOMBRE
Energía genera energía. A veces basta un sólo acto para generar una habilidad. Otras veces se requiere la reiteración de muchos actos iguales. Por el hecho de hacer algo alguna vez ya refuerzo mi musculatura espiritual y me preparo para repetirlo con más facilidad y perfección. Quien yugula una crisis gana en fortaleza y en alegría, porque la alegría profunda nunca es espontánea, sino fruto de una victoria voluntaria sobre uno mismo. Vencerse a sí mismo, es un principio de la ética clásica que hemos olvidado. Vencerse a sí mismo es no abandonarse a la espontaneidad, sino seguir el camino de la racionalidad; lo cual exige en ocasiones no poco esfuerzo de la libre voluntad.
LAS VIRTUDES, CONDICIÓN DE LIBERTAD
Sin virtudes, tenemos libertad pero no somos capaces de actuar libremente. En la práctica, la voluntad es habitualmente libre en virtud de los hábitos perfectivos. Este es el sentido profundo de la frase de Schiller: «sólo a través de su costumbre, el hombre puede ser libre y poderoso». El niño que crece aislado en la selva, a los diez o doce años ya carece de capacidad para el lenguaje. La educación de los primeros años gravita sobre nuestro presente y nuestro futuro. Por eso es preciso desarrollar cuanto antes hábitos verdaderamente perfectivos. El que no desarrolla virtudes, vive como un animal, por más que tenga entendimiento y voluntad. Los ha bloqueado. Puede hacer casas o puentes, pero él no llegará nunca ser más, irá siempre a menos. Y esto es posible, porque el hombre es el único animal que para vivir como lo que es (racional, libre) ha de saber que lo es y quererlo prácticamente.
Pío Baroja decía que "en la vida sólo existen dos caminos, el derecho y el torcido. Quien toma el derecho ya no lo deja; y quien emprende el torcido, tampoco". Es una exageración. Alguien comentaba esto diciendo que "el hombre acaba por ser esclavo de sus actos, y se comporta como aquel penitente sevillano que introduce el dedo gordo del pie descalzo en los raíles de un tranvía". Es una exageración, porque la libertad siempre existe mientras hay uso de razón. Pero también es cierto que los vicios constituyen una mengua tal de libertad que bien puede llamarse esclavitud, y que las virtudes, en cambio, otorgan una libertad nueva, capaz de dilatarse indefinidamente en su orden. Pero es cierto que sin hábitos arraigados no es posible hacer con facilidad el bien. Las dificultades son demasiadas. Si yo no hago actos de libertad que perfeccionen mi libertad, si no creo el hábito de elegir bien (es decir, de elegir el bien que la razón me indica como tal), estoy eligiendo mal y deterioro mi libertad, mi personalidad, mi dignidad. La virtud permite obrar bien cuando y siempre que se quiere; el incremento de libertad práctica consiste en la acumulación de virtudes. La virtud es el nivel superior de "posesión" (L. Polo).
VIRTUD Y LIBERTAD
Las virtudes intelectuales, perfeccionan la inteligencia; las virtudes morales, perfeccionan la voluntad libre. Libertad es dominio de sí; ser libre es ser dueño de los propio actos, señor de sí mismo, escoger lo que se quiere escoger, amar lo que se quiera amar, querer lo que se quiere querer. Sin virtudes, no hay libertad práctica sino veleidad: como una veleta que gira en la dirección del viento que sopla, que no se mueve a sí misma, que en el fondo no quiere lo que quiere querer sino el primer bien efímero con que se topa y que - si bien ponderara las cosas - rechazaría sin contemplaciones. La virtud se adquiere como un beneficio añadido al ejercicio concreto de las propias facultades. Es como un premio que la naturaleza se otorga a sí misma.
NECESIDAD DE LA VIRTUD PARA ALCANZAR LA FELICIDAD
Las virtudes constituyen la más alta perfección interior al hombre. Es claro que la perfección de la persona se encuentra en la perfección de su actividad interior: intelecto y voluntad. Ahí ha de hallarse la felicidad del hombre: en el ejercicio correcto, perfectivo, del intelecto y de la voluntad: en el entender y amar cada vez más y mejor. Entender y pensar la verdad de la bondad, la bondad de la verdad, la belleza de la verdad y de la bondad.
Sería, por tanto, absurdo pretender ser feliz buscando la felicidad en alguna suerte de posesión material, manual, corpóreo práctica. Sería un empobrecimiento muy grave. Un estrechamiento angustioso del horizonte de la propia existencia. La felicidad es la posesión de lo que nos perfecciona como personas, sin temor a perderlo (sólo así la posesión es perfecta), es decir, teniéndolo íntima y profundamente, al modo del hábito-virtud.
En consecuencia, el que no tiene virtudes no puede ser feliz: quizá no falle lo que le puede hacer feliz, pero fallará él mismo. Sin virtud somos inconstantes, inconsecuentes. Para ser constantes y consecuentes, crear hábitos. Toda la formación de la personalidad, toda quehacer educativo consiste no en la mucha información, sino en el mucho estimulo de hábitos intelectuales y hábitos morales. Sabiendo que ser hombre es una tarea larga; que el genio es una larga paciencia; que el artista, el buen profesional, el buen marido o esposa, el buen padre, el buen estudiante, el buen hijo de Dios, el santo, no nace, se forja; que es preciso querer y repetir muchos «pequeños» actos perfectivos. Los hábitos hacen al hombre. Las virtudes humanas - la musculatura espiritual - hacen al campeón. Pero la olimpíada de la libertad hacia la plenitud del ser personal, no es en modo alguno excluyente: podemos ganarla todos.
[1] Cfr. JOSEMARIA ESCRIVÁ, Amigos de Dios, núm. 7