Jesús ante la opinión pública
Por: P. Antonio Rivero, L.C. | Fuente: AutoresCatolicos.org
Hay una frase anónima que dice así: “Pulchrum est digito monstrari et dici: Hic est”, que traducida sería así: Es hermoso ser señalado con el dedo y que se diga: “Éste es”. La fama es algo que todos valoramos mucho, porque toca nuestra dignidad personal. A todos nos gusta ser llamados buenos [1]. Y aunque perdiéramos todo, anhelamos conservar la fama. No obstante esto, existe una virtud cristiana que se llama humildad. ¿Cómo compaginar el deseo de fama y la humildad? Jesús en cierta ocasión preguntó: “¿Quién dice la gente que soy Yo?”. Realmente, ¿le importaba a Jesús la fama?
Por la lectura de los Santos Evangelios podemos concluir que a Cristo no le importaba la fama ni la opinión pública. Lo único que le importaba era la gloria de su Padre y la salvación de los hombres. Por eso, no buscó ni el aplauso ni el proponer un programa fácil y cómodo para granjearse la amistad. Su mensaje nuevo chocó en su tiempo, y aún así, no lo rebajó ni un centímetro.
- ¿Se interesó Cristo por la fama?
Sus padres, María y José, y sus familiares, no comprendieron muchas cosas que Jesús les decía. Es más, algunos familiares le malinterpretan (cf. Jn 7, 3), le consideran loco y se lo quieren llevar a casa (cf. Lc 2, 50).
Los apóstoles, en general, no le entendieron a Jesús (cf. Mc 9, 32). Pedro quiso apartarle de su camino de cruz y sacrificio (cf. Mc 8, 32). Santiago y Juan ambicionaban los primeros puestos (cf. Mt 20, 20-28). No le entendían y temían preguntarle. En el momento de la Pasión, le abandonan y huyen, dejándole solo (cf. Mc 14, 50).
El pueblo es un poco fluctuante. Unos le siguen y le escuchan (cf. Jn 12, 19). Los enfermos quieren arrancar de Él la curación. A veces, ese mismo pueblo le rechaza (cf. Lc 4, 19) y cada vez se aleja más de Él (cf. Jn 6, 66).
Los fariseos y saduceos le ponen trampas (Mc 8, 11; Lc 20, 25; Jn 8, 6), juzgan mal todo lo que Jesús hace, le critican, traman contra él todo un complot que lo llevarán a cabo hasta la muerte.
Los niños, como veremos más adelante, se le acercaban, le querían (Lc 18, 15-17).
Los jefes políticos y religiosos, Pilato, Herodes, Caifás, Anás no lograron entender a Jesús. Pensaban que Jesús les iba a desestabilizar su reino y mover su asiento. Por eso tramaron la muerte de Jesús (cf. Jn 11, 50).
De aquí concluimos que Jesús está solo, aún en medio de multitudes cercanas. Y, sin embargo, es consciente de ser la Verdad y de venir de Dios. Tiene que proclamar su mensaje y ser fiel a su tarea en contra de muchas oposiciones a su objetivo. Y dichas oposiciones irán creciendo hasta la traición y la muerte en cruz.
2. ¿Cómo trató Jesús a la gente?
Con sus parientes y familiares a primera vista Jesús parece frío e indiferente, pero detrás de esta postura quiere decirnos a todos que por encima de los lazos de sangre hay una realidad más profunda, la espiritual. Primero está su Padre Dios y lo demás tiene que estar subordinado a Él. Jesús demuestra un gran desapego y desprendimiento de su familia, para darnos a nosotros ejemplo, tan dados a los apegos humanos, que tanto tiempo y energía nos roban y que deberíamos emplear para las cosas de Dios.
Ante los apóstoles no disminuyó en ningún momento su mensaje, aunque no le entendieran (cf. Mc 4, 13). Eso, sí, les iba abriendo el entendimiento poco a poco, explicándoles sus parábolas (cf. Mt 13). Pero no le importaba en absoluto si les agradaba o no. Y si tenía que reprenderlos, les reprendía y les llamaba la atención, con respeto y cariño. “Quien bien te quiere, te hará llorar”. Jesús pacientemente sigue enseñándoles, instruyéndoles.
Con los jefes y fariseos, Jesús era duro. No le importaba quedar bien o mal. Desde el inicio de su ministerio apostólico quiso atraerlos a su corazón redentor, pero no quisieron. Quiso romper ese barro duro de soberbia, pero muchos no se dejaron moldear por sus manos santísimas. Jesús les respetaba, pero no condescendía para granjearse la estima y el aplauso. Al contrario, con el pasar de las páginas evangélicas vemos cómo crece la hostilidad de estos jefes religiosos y políticos contra Jesús. ¿Jesús tenía miedo? Nunca. La misión, ante todo. El Plan de su Padre, primero.
Con los niños, no busca el cariño facilitón y pegajoso, que pudiera desviarse en afectillos desordenados. No. Si los abraza y habla con ellos es porque en ellos ve el rostro de los ángeles, por ser puros e inocentes. Los pone como ejemplos para entrar en el cielo. Y llama fuertemente la atención de quienes escandalicen a uno de esos pequeños (cf. Mc 10, 14-15; Mt 19, 1-4; 19, 13-15).
Cristo, en fin, soporta la soledad y la ceguera de quienes le rodean, sin echarse atrás. Él busca redimir todo y no impide la malinterpretación y el desprecio. Quiere también redimir estas miserias (cf. Lc 12, 50).
Ante el abandono o incomprensión, no deja Jesús de exigir fe. Sabe que no le pueden comprender bien. Por eso, algunos no lo siguen. Y siente que su programa se estropea y pregunta a sus discípulos si quieren irse (cf. Jn 6, 67). Está dispuesto a seguir, aunque sea solo.
Cristo quiere salvar a todos. Por eso, continúa su obra, independientemente de las reacciones de los que le rodean. Y va a los lugares donde su Padre le manda (cf. Jn 10, 16), no a los lugares más llamativos y famosos (Roma, Atenas...).
CONCLUSIÓN
¿Qué es la fama? Es humo. ¿Qué es la fama? Es viento. ¿Qué es la fama? Es polvo. Llevar una existencia colgada con los alfileres de la fama es peligroso, porque hoy estaré prendido, pero mañana cualquier golpe, aire o empujón, me derrumbará, pues la fama es cambiante, fluctuante, engañosa y subjetiva. La existencia humana tiene que estar, no prendida, sino cimentada sólidamente sobre convicciones hondas, macizas e inamovibles. Las convicciones de Jesús eran la gloria del Padre, cumplir su voluntad santísima y la salvación de los hombres, de todos los hombre. El libro de la Imitación de Cristo de Tomás de Kempis dice que no somos más porque nos alaben, ni menos porque nos desprecien; lo que somos delante de Dios eso somos. Ni más ni menos.
[1] Así lo dice el poeta latino Horacio: “Vir bonus et prudens dici delector ego ac tu” (Epist 1, 16, 32); es decir: “Tú y yo nos deleitamos en ser llamados hombres buenos y prudentes”.