Jaire, Kejaritoméne
Por: Pedro Garcia, Misionero Claretiano | Fuente: Catholic.Net

Jaire, kejaritoméne! Ahora viene algo más grande, ocurrido en un lugar lejo al que Lucas llama pomposamente “ciudad”, Nazaret, y que no era más que un pueblo pequeño de los muchos casi anónimos que había en Galilea.
¡Qué belleza la de esta página incomparable de Lucas! Una muchacha que se llama María, de unos catorce o a lo más quince años, pero muy madura; virgen integerrima, aunque casada con José, originario de la estirpe de David, con un compromiso que entre los judíos era ya matrimonio verdadero, aunque los contrayentes no vivieran todavía juntos.
María está en la casa, sola en su cuarto con los quehaceres propios de una chica de su edad, y recibe de repente, sin previo aviso, la visita de un joven bello que le sonríe y le dirige unas palabras que la dejan turbada, a pesar de ser tan limpias y cariñosas:
-¡Alégrate, la llena de gracia! El Señor está contigo. Como quien no dice nada, el ángel le ha puesto a la jovencita un nombre nuevo, que Lucas nos lo da en griego, “Kejaritoméne”, “La llena de gracia”, precedido de otra palabra que compendia el mensaje más dichoso que por esta criatura recibimos todos: “Jaire, ¡Alégrate!”. La buena nueva del Evangelio, que comienza en este momento, es todo júbilo para el mundo entero. A la vez que se identifica, sigue el Ángel con acento cada vez más ponderado:
-Soy el ángel Gabriel; vengo a ti de parte de Dios para comunicarte que vas a ser mamá, pues vas a concebir en tu seno y dar a luz un hijo al que le pondrás por nombre JESÚS.
María no sale de su asombro: -Pero, ¿qué significa todo esto? -¿Y quieres saber quién y qué va a ser tu hijo? Será grande y se llamará Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de su antecesor el rey David, reinará en el linaje de Jacob para siempre, en el nuevo Israel de Dios, y su reinado no tendrá fin.
María conoce muy bien las Escrituras, que escuchaba cada sábado en la sinagoga, y se da cuenta perfectamente de que el Ángel le habla del Mesías prometido, y se pone a reflexionar:
-¿Yo? ¿A mí me elige Dios para madre del Mesías? No le puedo decir ¡No! a Dios, y desde el principio le digo ¡SÍ!, pero Dios sabe muy bien que le tengo entregada a Él mi virginidad y José estuvo acorde conmigo cuando le confié mi propósito. En este caso, tendría que darme a José, si es lo que Dios quiere. Pero esto es un imposible ante el voto que tengo hecho a Yahvé.
Gabriel sonríe cariñoso en estos momentos sublimes de silencio, pues sabe la respuesta que trae del Cielo. María se muestra reflexiva, serena, y hace su observación:
-Oye, Ángel de Dios: ¿cómo va a poder ser esto, que sea yo madre permaneciendo virgen?
Aquí la esperaba Gabriel: -Queda tranquila, María, porque el Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso, lo que ha de nacer de ti será santo y se le llamará Hijo de Dios. Todo será obra de Dios, no de hombre.
María no duda un instante del poder divino; cree a la primera y no pide prueba alguna, pero el Ángel se le adelanta a darle esa prueba:
-Mira, también tu pariente Isabel ha concebido un hijo en su vejez, y ya está en su sexto mes aquella que fue siempre estéril, porque para Dios nada hay imposible.
María, además de que cree, recibe indiscutiblemente una luz especialísima del Espíritu Santo, vislumbra una misteriosa maternidad divina, se da cuenta de la responsabilidad que se echa encima, y responde humilde y con generosidad grande de su corazón:
-Aquí está la esclava del Señor. Que se realice en mí todo lo que me has dicho.
Y el Ángel, cumplida su excelsa misión, desapareció subiéndose al Cielo, dejando a María pensativa y gozosa. Desde este instante, y hasta que muera en edad avanzada, le dominó un solo pensamiento, un solo nombre, y un solo amor: JESUS. No ha habido madre más privile- giada.
El mejor comentario a este “Que se cumpla en mí tu palabra”, lo pone Juan en su evangelio. Sin más espera, en aquel mismo instante, “el Verbo de Dios, su Palabra, su Hijo, se hizo hombre, y habitó entre nosotros”. Desde ese momento, en el seno de su madre, el Hijo de Dios, Jesús, era un hombre como cualquiera de nosotros. Dios se hacía una criatura, y una criatura escalaba las alturas de la Divinidad. Por un diálogo de la primera mujer que creyó al ángel caído Satanás, perdíamos en el paraíso a Dios. Por un diálogo de otra mujer, María, la segunda Eva, que cree al Ángel mensajero de Dios, entramos en el paraíso eterno.
A visitar a Isabel María, que se sabe ya madre, mayor de edad y, aunque desposada, con el consentimiento del esposo marcha por su cuenta a Ain Karin para visitar a su pariente Isabel a la que considera necesitada de ayuda en estos tres meses últimos de embarazo, como ha sabido por el Ángel. No va sola, pues hubiera sido una imprudencia el recorrer los ciento treinta kilómetros que le esperaban de caminata. Lo más probable es que fuera esto a finales de Marzo o primeros de Abril, y se uniera a un grupo de parientes o amigos que subían hasta Jerusalén por la Pascua. Y, aunque guardándose su secreto, nada impide pensar el que fuera hasta Jerusalén con José, del que se separaría después para ir a la casa de su prima. En Jerusalén debió visitar el Templo durante el sacrificio matutino o vespertino con la oblación del incienso, y, de ser la Pascua, haber comido allí el cordero pascual con familiares o amigos.
Metiéndose en algún otro grupo, de Jerusalén emprendió María el camino hacia Ain Karin, la aldea de la montaña de Judea a solo unos siete kilómetros, que se recorrían en un par de horas. Dice Lucas que María “fue con prontitud”. Un detalle psicológico precioso, es decir, llena de ilusión y alegría juvenil, sin la pena de que, por su virginidad ofrecida a Dios, hubiera quedado con la vergüenza de toda mujer israelita al verse estéril de por vida. Ahora, permaneciendo virgen, era también mamá, y su alegría era inmensa. Además, como hija del pueblo, como una “pobre de Yahvé” que escuchaba en la sinagoga cada sábado las profecías y suspiraba como nadie por la venida del Cristo, no podía con su gozo: ¡Si supieran lo que yo llevo dentro!...
Llegada a la casa de Zacarías, Isabel, que se ha recluido recatada- mente durante su embarazo, ahora sale a la puerta con las señales evidentes de su maternidad, las dos “madres” estallan en gozo incontenible y desarrollan una escena idílica por demás:
-¡Isabel!... -¡María! ¿Tú por aquí?... Un abrazo y unos besos efusivos entre las dos primas. De repente, Isabel se calla enajenada. Y vuelta en sí, exclama con sorpresa:
-Pero, ¿qué es esto? ¿Si la criatura que llevo en mi seno está dando saltos de alegría? ¿Por qué?...
Su sorpresa le dura muy poco. El Espíritu Santo se posesiona de ella y la ilumina poderosamente. María no ha dicho ni una palabra, pero Isabel lo comprende todo, y suelta un exabrupto a gritos:
-¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Y de dónde a mí que venga a verme la madre de mi Señor? Si con solo escuchar yo tu saludo, la criatura no se ha aguantado y ha empezado a saltar dentro de mí.
Juan había quedado santificado en el seno de su madre. E Isabel sigue hablando:
-¡Dichosa tú que has creído, pues se cumplirá en ti todo lo que el Señor te ha dicho!
María calla pensativa. Se siente también de repente dominada por el Espíritu, y, sin pensárselo tampoco, estalla en otro grito igualmente incomprensible:
-¡Proclama mi alma la grandeza del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi salvador porque ha puesto los ojos en la pequeñez de su esclava! Desde ahora me llamarán dichosa las gentes de todos los tiempos, porque ha hecho cosas grandes en mí el que es Todopoderoso...
¿Idilio y encantos solamente en esta escena incomparable de las dos mamás? No. Se esconden verdades muy grandes que la Iglesia guarda con mucho amor. Ante todo, Juan es santificado por Jesús, pero Jesús lo hace por medio del simple saludo de su Madre. Así será Ma- ría siempre: ella dará su Hijo, el cual será quien realice la salvación de todos, con María asociada a su obra redentora.
Con esa palabra de Isabel a María, “¡Feliz la que ha creído!”, nos asegura a los creyentes la dicha de nuestra fidelidad a la Palabra de Dios.
Isabel adivina lo que es su prima: llamar “Madre de mi Señor” a María podría significar que el Espíritu Santo le hacía barruntar la maternidad divina de la Virgen, porque “Señor” en Israel no lo era sino Dios. Aunque puede ser que sólo se refiriera al Mesías, pues también al rey se le daba en Israel el título de “Señor”, e Isabel pensaría en María como madre del Cristo tan esperado.
La última sorpresa nos la da María con su desconcertante profecía: “Me llamarán dichosa todas las generaciones”. ¿Una pobre muchachita judía, que se llama a sí misma “esclava” en el país más despreciable del Imperio, se atreve a decir semejante “disparate”, y disparate que se ha cumplido al pie de la letra? El que no lo ve o no lo entiende, el que lo niega, el que lo silencia y hasta lo prohíbe en el culto a la Virgen, es porque se empeña en enfrentarse abiertamente contra el Espí- ritu Santo.
Pasan tres meses. A Isabel, ya de edad avanzada, le viene de primera está su joven prima, llena de vida y generosa:
-Isabel, tú descansa lo que quieras, que yo haré lo que pueda, y puedo hacerlo todo. Por algo me vine de inmediato al saber que estabas en tu sexto mes.
Zacarías, entre tanto, parecía casi una momia, sonriendo siempre, trabajando en traer la leña, manteniendo la lámpara encendida, moliendo el trigo para el pan en vez de la mujer y haciendo otros quehaceres domésticos, aparte de los propios que tuviera siempre, pues los sacerdotes en sus casas, cuando no estaban en el servicio del Templo, trabajaban igual que cualquier hombre en un oficio familiar. Pero el
pobre pasaba el día sin escuchar ni pronunciar palabra. Aquel castigo tenía mucho de una humorada del Ángel.
Hasta que llegó el día del nacimiento de Juan. Ocho días de grandes alegrías, con felicitaciones inusitadas de todos los vecinos, pero Zacarías continuaba en su pertinaz mudez. Y tenía que hablar para indicar el nombre que él debía imponer al recién nacido en la circuncisión. El Ángel se lo había dictado, “Juan”. E Isabel lo debió saber porque el mismo Zacarías se lo pudo escribir con tiempo, pues no se explica la terquedad de la mujer en ir contra el parecer de todos: ¡Juan, y basta! Juan, que significa en hebreo misericordia, gracia, bondad de Yahvé. Le preguntan a Zacarías “por señas”, pues también había quedado sordo y no solo mudo; él pide una tablilla encerada, y escribe claramente con el stylus o punzón: “Juan es su nombre”.
Pasmo en todos los presentes. Y sube al colmo la admiración y el entusiasmo cuando Zacarías estalla de repente en voz alta:
-¡Bendito sea el Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo!...
Y sigue con un himno que es una joya, resumen de todas las promesas de Dios en el Antiguo Testamento sobre el Mesías.
Lucas no dice una palabra del bebé, y salta sin más hasta el muchacho de trece años, cuando ya se le consideraba de mayor edad:
-El niño crecía y se robustecía en el espíritu, y vivía en lugares desiertos hasta los días de su manifestación a Israel.
Llegará un momento, dentro de treinta años, en que estudiaremos estas interesantes palabras.
¿Y María? Dice Lucas que “se quedó con ella unos tres meses y vol- vió a su casa”, como si no hubiera estado en el nacimiento de Juan. Pero, ya se ve que María se quedó para ayudar a su prima cuando más la iba a necesitar en los primeros días del bebé. Por otra parte, esos detalles del nacimiento de Juan nos indican un testigo de primerísima mano, que no pudo ser sino María.
Las angustias de José Entramos en una página enternecedora. Nos lo cuenta Mateo, y empieza por decir que María estaba “desposada” con José, y desposada entre los judíos era ya verdaderamente “casada”, aunque siguiera viviendo en su propia casa con sus padres hasta la fiesta de la boda. Sin embargo, podían vivir ya juntos. Pero, por lo que sigue, ya se ve que José y María vivían cada uno en su casa propia.
Entre la promesa y la boda solían pasar varios meses y hasta un año; aunque consta que no siempre los ya esposos guardasen la tradi- cional continencia y se avanzaban en lo que para ellos era ya un derecho. Y dicen que Galilea era más liberal que Judea. Todo lo que podía venir eran los comentarios poco benévolos de la gente o el reproche cariñoso de la familia: -¡Podían haber esperado a la boda! La fiesta hubiera sido más bonita... En el caso de José y María nadie pudo criticar- los, y la boda, llegado el día, se celebró con normalidad y alegría de todos.
San Ignacio de Antioquía, discípulo de los Apóstoles, de Pedro y de Pablo, asegura en una de sus célebres cartas cómo Dios, por el matrimonio de María con José, le escondió al demonio la virginidad de María y el nacimiento virginal de Jesús, del cual no podía sospechar que fuese el Cristo, algo importante en los planes de Dios.
Hasta aquí, todo muy bien y bien entendido. Pero el problema para José fue grave. María había regresado de Ain Karin con unos cinco meses ya desde el anuncio del Ángel. De momento, José no se da cuenta de nada. Pero, al notarlo, se estremece, y con toda razón:
-¿Qué pasa aquí?...
Novelistas y cineastas recurren neciamente a suposiciones inaceptables, como una posible violación, cosa que María, llorando, habría comunicado inmediatamente a José y la familia.
Nosotros dejamos tales ridiculeces, y discurrimos con más seriedad. Lo más probable es que María, con un silencio heroico, y sufriendo ella tanto o más que José, pudo decirse:
-¿Dios lo ha hecho? A Dios se lo dejó; Él saldrá por mí.
Mateo nos trae unas palabras que son monumentales para la memoria de José y elogio de María. “Como José era justo, y no quería denunciarla, resolvió divorciarla privadamente”. Porque José discurre, aunque con angustia suma:
-¿María, adúltera? No lo creo en modo alguno. Ella es incapaz del todo. Por más que, de serlo, nada le puede pasar y no le caería el cas- tigo de la lapidación, pues no hay testigos. Pero yo no puedo quedarme con ella. Entonces, la divorcio con documento de repudio en secreto, pues si lo hago públicamente la dejo a ella muy mal parada y obje- to de todos los chismes del pueblo. Como la ley me ampara, lo hago así privadamente, y todos pueden pensar, con razón, que no nos entendemos o que ha surgido entre los dos alguna causa sería.
Esto significa darle a María el “libelo de repudio” que emplea Mateo. Era un documento en el que debían constar nombres, lugar, fecha, con la firma de dos testigos, y la declaración de libertad de la esposa, a la que se le entregaba el acta en privado sin forma judicial.
Se encontró modernamente un papiro judío de aquellos tiempos con un acta de repudio, en el que consta: “Yo me divorcio y por mi propia iniciativa te repudio a ti, que eres mi primera mujer, de modo que quedas libre por tu parte para irte y convertirte en mujer de cualquier hombre judío que quieras. Y aquí está por mi parte el acta de repudio y la carta de divorcio. Además, la dote yo te la restituyo”.
No viendo José solución aceptable, se atiene a lo que ha pensado y toma su resolución. Sólo que ahora es cuando se mete abiertamente Dios. En una visión nocturna se le aparece un Ángel de Dios:
-No temas, José, descendiente de David, en quedarte con María tu esposa. ¡No temas! Porque lo que ella ha concebido es del Espíritu Santo.
José debió respirar hondo, y el Ángel, igual que hizo Gabriel con María, le hizo entrever el futuro del insólito acontecimiento:
-Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre JESUS, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.
Perplejo, y creyente, José no suelta palabra ni pide señal alguna, y Mateo nos da a nosotros la razón del plan de Dios: “Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por el profeta: Miren que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, al cual llamarán Emmanuel, que significa Dios-con-nosotros”.
Mateo, como es su estilo, se contenta con decir escuetamente: -Acabada la visión, José hizo como le había dicho el ángel del Señor, y se quedó con su esposa.
A nosotros, naturalmente, nos hubiera gustado que nos contara algo más. ¿Nos imaginamos cómo tuvo que ser el primer encuentro de los dos esposos, después de esta visión de José? Se cruzaron una mirada inefable, y de sus labios no pudo salir más que una palabra:
-¡María!... -¡José!... Y se desahogaron después cuando José pregunta: -María, ¿por qué no me lo dijiste?... -José, ¿y qué te iba a decir yo? Se lo dejé todo a Dios. ¡Qué bondad la del “justo” José, que no pasaría por mucho de los veinte años! Dios sabía de qué hombre se fiaba para defender la inocencia de María y custodiarle su virginidad. Ahora, a celebrar la fiesta de bodas, que no pudo faltar, y después de unos tres meses en paz y amor profundo, sin que se lo pudieran pensar, a preparar un viaje inesperado por una orden que va a venir desde Roma.


