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Si ya estás perdonado
Dios no busca personas perfectas, pues sabe que no lo somos.


Por: Marlene Yañez Bittner | Fuente: Catholic.Net



A propósito de lo que veo en las calles: rostros tristes, enojados y desanimados, reflejando una amargura interior que evidentemente tienen una causa, quizás una cruz que todos debemos llevar. Sin embargo, Dios tiene un Plan maravillosamente perfecto para cada uno de nosotros y si está permitiendo circunstancias difíciles en nuestras vidas es porque sin lugar a dudas, nos prepara algo impresionantemente hermoso, pues es para un bien mayor. Él quiere que vivamos una vida en abundancia, vivir a plenitud, aprender a vivir cada momento y experimentar la alegría que nos dan sus bendiciones.

Él quiere para nosotros una vida libre de angustias y perturbaciones, que no miremos el pasado hacia aquello que no podemos cambiar, sino que mantengamos la mirada fija en Jesucristo, en el presente, en el hoy. “… Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia”. (Juan 10,10). Dios nos creó para que podamos caminar en la victoria de sus hijos, para ser felices; Él es amor, es un Dios de bondad.

Tal como lo dice San Francisco de Asís: “Tú eres el Bien, todo el Bien, el sumo Bien, Señor Dios vivo y verdadero”.

Un motivo recurrente que nos impide vivir la alegría en cristo Jesús y que de alguna manera nos aleja de Dios, es el pecado… Me refiero a aquel pecado que hemos confesado muchas veces y que Dios ya lo ha perdonado, pues ha visto nuestro arrepentimiento. Pero sigue en nosotros y es nuestro tormento. Vuelve a nuestra mente en cualquier momento a perturbarnos y ciertamente, logra distraernos cuando estamos en la gracia de Dios. Más allá del pecado en su esencia, lo que nos aqueja es un componente sicológico, pues el Señor en su infinita misericordia, ya lo perdonó mediante el Sacramento de la Reconciliación: “Si confesamos nuestros pecados, Dios, que es fiel y justo, nos los perdonará y nos limpiará de toda maldad”. (1 Juan 1,9).

Así como Jesús le concede el perdón a la mujer adúltera, hecho relatado en el Evangelio de Juan, es capaz de perdonar hasta el más grave de nuestros pecados: “… Tampoco yo te condeno. Vete y en adelante no vuelvas a pecar”. (Juan 8,11).



Debemos entender que somos seres humanos frágiles, que tenemos una naturaleza pecaminosa y que todos nos hemos equivocado alguna vez. “Si afirmamos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y no tenemos la verdad”. (1 Juan 1,8). Lo que ocurre es que aunque Dios nos ha perdonado, nosotros aún no lo hacemos.

Esta situación puede dejar de manifiesto una falta de humildad de nuestra parte, un orgullo desmedido, un ego engrandecido, soberbia, una supremacía del “Yo” o un exceso de amor propio, pues simplemente no reconocemos nuestra falta de perfección. 

¿O es que acaso no confiamos en la misericordia de Dios? Pues debemos creer verdaderamente en un Dios liberador, un Dios piadoso, un Dios sanador, capaz de limpiarnos del pecado y hacernos nacer de nuevo. “… El Señor su Dios es compasivo y misericordioso. Si ustedes se vuelven a él, jamás los abandonará” (2 Crónicas 30,9).

Consideremos que por la vía de la “fijación”, todo aquello que resiste, persiste. Es decir si nosotros estamos resistiendo con alguna situación, lo estamos haciendo persistir. Esta es teoría válida para aquel pecado que lo hacemos resistir y por tanto persiste en nosotros. No lo olvidamos y nuestra mente lo trae al presente en forma constante.

No debemos olvidar que Jesús se hizo hombre y habitó entre nosotros con un propósito: salvarnos del pecado. Es decir Jesús vino a la tierra por pecadores no por santos; vino por el enfermo, no por el sano; vino por el equivocado, no por el que vive acertadamente. Vino por nosotros, quienes sí cometemos faltas. Él no busca personas perfectas, pues sabe que no lo somos.



Jesús invitó justamente a pecadores para que lo siguieran y cuando fue cuestionado por ello señalo: “… No es la gente sana la que necesita médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores”. (Marcos 2, 17).

Y por último, ¿Quiénes somos nosotros como para no perdonarnos? No perdonarnos significa no amarnos. Así como le dice el ángel Gabriel a María: “… Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo." (Lucas 1,28), debemos sentirnos nosotros con la llegada de Jesús en nuestras vidas. Recibirlo con alegría y llenarnos de su gracia. Regocijarnos con su presencia, sentir su mano amorosa que nos protege y por cierto, aprender a escuchar la palabra de un Padre consolador que perdona nuestras ofensas.

Dejemos nuestro pasado pecaminoso a los pies de la cruz de Cristo y no dudemos de sus palabras: “Venid a mí todos los que estáis cansados y oprimidos, y yo os aliviaré”. (Mateo 20,28). Caminemos en el presente junto a él y cada vez que el dolor de ese pecado que no logramos olvidar regrese a nuestra mente, digamos: “Jesús, en ti confío”.

 

 







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