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La Eucaristía, Catequesis y explicación acerca de la Misa

¿Qué es la Misa?
La Misa es el ofrecimiento de Cristo y nuestro al Padre.


Por: P. Llucià Pou | Fuente: Catholic.net




Básicamente tiene dos partes, que son la Liturgia de la palabra (después de estar bien preparados por la petición de perdón de los pecados) y la Eucaristía. Ofrecimiento al Padre de Jesús y nuestro, pues somos también nosotros hijos de Dios (como le dijo a María el primer domingo: "Di a mis hermanos: subo a mi Padre, que es también vuestro Padre").


a) La litúrgia de la Palabra

"La Palabra de Dios proclamada en la celebración de la Eucaristía me ha llevado en diversos momentos de mi vida -dice otro testimonio- a tomar decisiones concretas para ir adelante en hacer la voluntad de Dios en mi vida; no es cuestión de voluntad (muchas veces no encuentro esta intensidad) sino un don de Dios". A nosotros nos toca, como en el milagro de Caná, llenar las tinajas de agua (estar ahí, dispuestos a la escucha de la Palabra): es Jesús quien puede hacer el milagro de convertir el agua en vino (cambiar nuestro corazón), y hacer realidad lo que oímos al comienzo del Evangelio: "El Señor esté con vosotros".

¿Cómo sería el encuentro con Jesús, por ejemplo el que tuvieron los discípulos de Emaús, cuando huían desanimados? Fue en el primer domingo, y estaban tristes porque no tenían a Jesús; se les aparece en forma de caminante desconocido, y ellos le cuentan la amargura del fracaso: "Jesús dijo... hizo... ahora está muerto..." El acompañante les explica el sentido de la cruz, y ellos dirán más tarde: "¿no ardían nuestros corazones mientras en el camino nos iba explicando las Escrituras?" Reencontraron el sentido de sus vidas ; y cuando Jesús hace ademán de seguir adelante, le retienen "porque se hace de noche", y al entrar y comer con él, le reconocieron al partir el pan, y entonces Jesús desapareció y ellos, gozosos, volvieron a Jerusalén, a dar testimonio de Jesús.

Fijémonos que son como las dos partes de la Misa: la liturgia de la Palabra y la "fracción del pan", que Jesús hizo el jueves santo (y que estos discípulos recordarían cuando reconocieron a Jesús). La Eucaristía nunca es aislada, sino que -inscrita en el año litúrgico, con unos sentimientos distintos según sea la esperanza del Adviento, o el dolor de la Cuaresma o la alegría de Navidad o Pascua...- siempre nos hace viva la muerte y resurrección de Jesús, por esto es buena disposición ver que la vida es como un camino de Emaús, un encuentro con Jesús en el que cada día hay una palabra suya que va germinando en nuestro corazón, algo que nos va explicando por el camino.

 

  • Comienza la Misa con un beso al altar, porque el altar es Cristo. Invocamos a la Santísima Trinidad, fuente de vida sobrenatural; y queremos disponernos bien con un acto penitencial, pidiendo perdón de nuestros pecados (para los pecados graves, se requiere el sacramento de la confesión)
     
  • Con las lecturas bíblicas, se continúa el diálogo de Dios con sus hijos, y proclamamos las maravillas de la salvación (especialmente los misterios de la vida de Jesús hecho hombre y la fidelidad de Dios, que no se echa atrás de sus promesas). Esta palabra viva y eficaz, más penetrante que una espada, provoca en nuestro corazón una conversión, un estímulo a darnos más, a amar más, nos infunde esperanza (la selección de textos de cada domingo se hace con un ritmo cíclico de tres años). La homilía nos ayuda a actualizar estos tesoros bíblicos y aplicarlos a nuestras necesidades, como una semilla que puede producir mucho fruto, aunque muchas veces lo entendemos a nuestro modo y vamos profundizando sabiendo que es algo inabarcable, como un iceberg cuya mayor parte sigue hundida en el misterio y no se ve, aunque sepamos que está realmente ahí dando consistencia y haciendo posible la belleza de lo que se ve... Igual que en una gota de rocío prendida de una hoja en una mañana clara y serena se refleja la entera bóveda terrestre, así también en la eucaristía se refleja todo el arco de la historia de la salvación. Así los discípulos de Emaús -y nosotros también- se transforman de tristes en felices. El recuerdo de Emaús ha quedado como una catequesis única de la Eucaristía ofrecida por el mismo Jesús resucitado... aún hoy en cada Eucaristía corre la brisa y la luz de Emaús... se vuelve a oír la palabra de Dios explicada por Jesús mismo; es Él quien, ahora como entonces, nos pregunta qué nos pasa y deja que le comuniquemos nuestras perplejidades, para introducirnos seguidamente en su misterio que hace arder nuestro corazón y que soluciona todos nuestros problemas. Su Palabra integrada en nuestra vida; nuestra vida interpelada por su Palabra.
     
  • A continuación, proclamamos nuestra fe (renovación de las promesas bautismales), y rezamos unos por los otros: es la plegaria de los fieles para pedir por vivos y difuntos (especialmente por los pobres y los afligidos).


    b) Eucaristía (acción de gracias)

    La plegaria Eucarística es propiamente la fracción del pan, es decir la renovación del sacrificio de Jesús, el memorial de su muerte y resurrección que nos hace hijos de Dios. La Cena del Señor se llama "Litúrgia eucarística" pues consiste en una acción de gracias-bendición (con la consagración del pan y del vino que hizo Jesús) y la distribución (comunión).

    Como los discípulos de Emaús, reconfortados en aquel encuentro con el Señor cuando les abrió los corazones con el sentido de las Escrituras, queremos decirle a Jesús: "quédate con nosotros, Señor, porque anochece..." pues se nos hace de noche sin Jesús: "sin ti se me hace oscuro todo"... y Jesús se queda. Le decimos: "quiero agradecerte el regalo de la Eucaristía, quiero reconocerte en la fracción del pan, estar seguro de tu presencia. Cuando vienes a mí te fundes conmigo, por un momento somos los dos uno. ¡Y cómo arde entonces mi corazón, Jesús! Cuando te siento tan cerca, ¡qué felicidad! Gracias, Jesús por quedarte con nosotros de una manera tan sencilla, tan cercana". Sentándose a cenar con los de Emaús, le reconocen cuando "tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando". Jesús se hace alimento, para que recobremos las fuerzas; y en esta plegaria le pedimos: "quédate con nosotros! Quédate con nosotros hoy, y quédate de ahora en adelante, todos los días..." Se queda como ofrenda al Padre, pues esta parte central de la Misa es una acción de gracias a Dios Padre en Cristo.
     
  • Llevamos al altar todas las penas y alegrías, con la presentación de las ofrendas (pan y vino para la mesa, colectas para los necesitados, etc.) y ahí también van los éxitos y fracasos de la semana, nos hacemos la voz de toda la creación y unidos a Jesús ofrecemos todo al Padre: trabajos y preocupaciones, alegrías y tristezas..., toda la vida. El sacerdote pone unas gotas de agua en el vino: poca cosa, pero representa esta participación nuestra que -así como el agua es una cosa con el vino- nos hará unir todo lo nuestro a los méritos infinitos de Jesús.
     
  • La liturgia eucarística, parte central de la Misa, se hace en el altar, lugar del sacrificio. Tiene lugar, después de la ofrendas del pan y del vino, y de esta invitación a orar; el sacerdote reza una oración sobre las ofrendas y comienza una acción de gracias larga, introducida con un diálogo que eleva los corazones a Dios y se proclama el "Santo, santo..." -juntando nuestras voces con los coros angélicos- ante el trono de Dios. Después, hay una invocación al Espíritu Santo (epíclesis) para que transforme las ofrendas en cuerpo y sangre de Cristo, lo que ocurre en el relato de la institución de la eucaristía (Consagración), donde se realiza la transubstanciación, la consagración del pan y vino que se convierten en el cuerpo y sangre del Señor, y podemos decir con el discípulo Tomás: "¡Señor mío y Dios mío!". Recordando la redención obrada por Jesús, ofrecemos al Padre la Víctima y junto a Jesús nos ofrecemos nosotros.

    Este es el sentido profundo de la Misa. Jesús ofrece su cuerpo (su vida por nosotros) y su sangre (derramada, su muerte por nosotros) y así también nosotros hacemos nuestra consagración, ofrecemos nuestras vidas (vivir para los demás, por amor) y nuestra muerte (mortificación, es decir vida sacrificada, que es llevar la cruz que es la señal del cristiano) y la comunión con Cristo y con los demás nos lleva a pedir ser "un sólo cuerpo y un sólo espíritu".

    Vamos a detenernos en este actuar de Dios, amante que sale a nuestro encuentro, busca la oveja perdida y envía a su hijo para salvarnos: Jesús se hace hombre y muere en la cruz y con su sacrificio cruento paga abundantemente los pecados de todos los hombres y nos reconcilia con Dios, y nos abre las puertas del cielo. El Padre organiza la gran fiesta para el hijo que vuelve después de haberse perdido. Pensemos en un mendigo que es elevado a la categoría de hijo, y el rey lo acoge como hijo propio. Pues mucho más que esto es lo que Dios hace con nosotros a través del misterio pascual de Jesús, de toda su vida. Podemos considerar la Eucaristía bajo varios aspectos, principalmente como sacrificio ofrecido a Dios, y como sacramento de la presencia de Jesús.

    Veamos ahora el sacrificio de Jesús por amor nuestro, y al hablar de la comunión nos referiremos a la presencia. Cuando el sacerdote consagra, ahí pasa algo muy importante que aconteció hace 2000 años: el hijo de Dios baja a la tierra, nace haciéndose uno de nosotros, se sacrifica por mí, se ofrece por cada uno en la Cruz, el calvario, místicamente pues el sacrificio se realizó sólo una vez. Pero es el mismo sacrificio. Una la víctima, Jesús. Uno el sacerdote, Jesús. Y sólo se distingue en el modo (en la cruz, en su cuerpo que muere, y en el altar de modo "eucarístico", bajo las especies). Todos nos juntamos para hacer la Misa, que no solamente vamos para "oír la Misa", sino a "hacerla" con el sacerdote. Porque vamos a ofrecer y a hacer sacrificios con él. La Misa es la viva actualización del sacrificio de la Cruz.

    En la Misa se cumplen también aquellas palabas de Jesús: "cuando fuere levantado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 32). Somos entonces sacerdotes de nuestra propia existencia, como dice san Pedro en la primera carta: "vosotros sois linage escogido, sacerdocio real, pueblo adquirido por Dios". En la Eucaristía el sacrificio de Cristo es también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo. Esta participación de toda la comunidad asume un particular relieve en el encuentro dominical, que permite lleva al altar la semana transcurrida con las cargas humanas que la han caracterizado.Y por esto Jesús en palabras del sacerdote dice "sacrificio mío y vuestro"

    El aspecto central y principalísimo de la Misa consiste en su carácter de sacrificio, que perpetúa el único y perfecto sacrificio de Cristo en la cruz; ahora de manera incruenta, con la separación mística de las dos especies; y el ofrecimiento de este sacrificio se realiza -por el ministerio del sacerdote- mediante la doble consagración del pan y del vino, que significa la separación del Cuerpo y de la Sangre, la muerte de Cristo.
     
  • Después de la consagración hay un recuerdo explícito de la pasión y resurrección de Cristo (anamnesis), la oblación del Hijo al Padre, y unas intercesiones por los vivos y difuntos. Termina esta plegaria al Padre con una acción de gracias a la Trinidad (doxologia) que es asentida por el pueblo (Amén).


    c) La comunión
     
  • Llega el momento de distribuir el cuerpo del Señor, y nos preparamos con la recitación del "Padrenuestro", la oración de los hermanos, pues quien comulga con la cabeza de la Iglesia (Cristo) ha de comulgar con el cuerpo (fraternidad, compartir y perdonar). Si rezamos esta oración cada día la gustaremos el domingo de un modo especial. ¿Cómo hablar con Dios? nos preguntamos a veces: vamos a paladear bien, lentamente, el padrenuestro.
     
  • Después de toda la plegaria eucarística, dirigida al Padre, en Cristo, ahora dirigimos la oración a Jesús, con la petición de la paz: "Señor Jesucristo, que dijiste... la paz os dejo... no mires nuestros pecados..." Y antes de la fracción del pan le pedimos que él, Cordero de Dios que quita los pecados del mundo, tenga piedad de nosotros y nos de su paz.
     
  • Jesús viene a nosotros, y se consuma la Misa, que tiene un valor infinito. Pero depende de nuestra fe, pues es como un océano de agua, que podemos ir a recoger con un vasito pequeño (distraídos, sin prepararnos, sin comulgar) o bien con una gran tinaja (devotamente, con amor, comulgando bien confesados); es decir que la eficacia depende de las disposiciones que llevemos, y por eso se dice sacramentos de la fe, pues producen la gracia que significan, pero al mismo tiempo se expresa y enriquece nuestra fe. Hemos procurado hacer actos de fe, mientras el sacerdote hacía la fracción del pan y recordábamos las palabras del centurión, y por dentro pensábamos que si una sóla palabra de Jesús es capaz de curar cualquier dolencia, ¡cuanto más tenerle, bien dispuestos, dentro de nosotros! Lo deseamos, como la mujer que padecía flujos de sangre quedó curada al tocar el manto de Jesús, pero nosotros tenemos más, podemos comulgar. Vemos junto a la Eucaristía, con los ojos del alma, los ángeles adorando la Hostia. Pensemos si lo reconocemos por la fe, nosotros también en la fracción del pan.

    Toda la participación plena y activa en la liturgia va hacia aquí, celebrar "el día que Cristo ha vencido la muerte y nos ha hecho participar de su vida inmortal" (plegaria eucarística), y allí hay un carácter esponsal, anticipo de la celestial unión con el divino esposo; "engalanada como una novia ataviada para su esposo" (Apo 21, 2); allí es donde está el Misterio de nuestra Fe. Mucha gente dice hoy, como Tomás antes de tener fe, escandalizado por la cruz, cuando le hablan de Jesús resucitado: "si no lo veo no lo creo", y Jesús se le aparece y le dice: "Tomás, no seas incrédulo, sino creyente"; y nos promete la felicidad cuando dijo: "bienaventurados (felices) los que sin haber visto creerán". Buen momento para decirle también nosotros: "¡Señor mío y Dios mío!" y pedirle más fe: "creo firmemente que estás aquí con tu Cuerpo, con tu Sangre, con tu Alma y tu Divinidad. Auméntame la fe, la esperanza y la caridad... te adoro con devoción, Dios escondido".

    Jesús se da como alimento de los que peregrinan: "quien come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo le resucitaré en el último día", "si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros". Así como la comida es necesaria como alimento del cuerpo, el alma necesita la Eucaristía; es necesaria en cualquier circunstancia de cansancio o agobio, hambre y sed de salvación, en salud y enfermedad, en juventud y vejez, fortalece a todos y es "viático" para quienes están a punto de dejar el mundo...

    La comunión sacramental produce tal grado de unión personal de los fieles con Jesucristo que cada uno puede hacer suya la expresión de San Pablo: "Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí" (Gal 2, 20). La comunión eucarística se convierte así en germen de resurrección y en soporte de nuestra esperanza en la transformación futura de nuestros cuerpos mortales. Pero al mismo tiempo hace de nosotros un solo cuerpo en Cristo (cf. 1 Cor 10, 16-17) y nos hace vivir en el amor y ser solidarios con todos nuestros hermanos: como exhortaba San Pablo a los fieles de Corinto, es una contradicción inaceptable comer indignamente el Cuerpo de Cristo desde la división o discriminación (cf. 1 Cor 11, 18-21). El sacramento de la Eucaristía no se puede separar del mandamiento de la caridad. No se puede recibir el cuerpo de Cristo y sentirse alejado de los que tienen hambre y sed, son explotados o extranjeros, están encarcelados o se encuentran enfermos.

    Jesús hace realidad lo que dijo: "Yo estaré con vosotros cada día hasta el fin de los siglos" (Mt 28, 20) y también "Venid a mí todos los que estéis cansados o agobiados, y yo os aliviaré" (Mt 11, 28). Está con nosotros en la comunión con una presencia substancial, es decir que está presente el mismo Jesús que nació en Belén y creció en Nazaret y que hizo milagros y murió en el calvario, el mismo que está en el cielo es el que se nos da en la comunión. En su sermón de Cafarnaüm, nos abrió este sentido: "Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron. Este es el pan que baja del cielo, para que el que lo coma no muera más... el que come de mi carne y bebe de mi sangre tiene ya la vida etern ay yo lo resucitaré el último día..." todo ello es prefiguración de lo que en la última cena dijo Jesús, ofreciendo el pan y el vino: "tomad y comed todos de él, porque este es mi cuerpo... tomad y bebed todos, que este es el cáliz de mi sangre"... y ante el desconcierto de algunos, que se escandalizan, podemos decirle nosotros con san Pedro que no queremos dejarle: "Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna". Estar sin Jesús es un infierno insoportable, y estar con Jesús es un dulce paraíso. Esta apertura a Dios está compuesto de conversiones interiores, en docilidad a las mociones del Espíritu Santo.

    Es lo que dicen los poetas sobre la apertura del alma a Dios, como el florecer de las plantas que no pueden contener la primavera que llevan dentro: "con un roce de tu mirada ya me rindo / y aunque yo me haya cerrado como un puño / tú siempre abres, pétalo tras pétalo, mi ser / como la primavera abre con un toque diestro y misterioso / su más terca rosa. / Y es un misterio esta destreza tuya de mirar y abrir / pero lo cierto es que algo me dice que la voz de tus ojos / es más profunda que todas las rosas / Nadie, ni siquiera la lluvia, tiene manos tan pequeñas" (E.E. Cummings).

    Los cerrojos saltan, el resentimiento da paso a la confianza, entendemos el "Si no os hacéis como este niño, no entraréis en el reino de los cielos" y nos hacemos niños en la fe y abandono confiado... El alma se hace como una rosa abierta que desafía la tempestad de la desconfianza. En la comunión, al contemplar a Jesús que se juega el todo por el todo, el alma ansía entregarse, ponerse en las manos de Dios. Auque esa confianza y entrega plena a veces da miedo, pues es perder la vida: "el que quiera perder su vida la perderá y el que la pierde la salvará", dijo Jesús. Se ve que hay que sustituir el buscar el éxito por el servicio. Y así como la comida se destruye, es pura gracia: amor, así también nos hacemos hostia viva como Jesús, pan blanco para comida de la gente, para servicio.

    La presencia del amado es una necesidad del amor, y como una madre que dice a su pequeño: "te comería a besos" así Jesús nos dice "toma, cómeme". Contemplar su pasión y muerte por amor nuestro nos hace proclamar: "Jesús, te has pasado...." y ahí todo tiene un sentido unitario. Entendemos que lo que hacíamos, a veces con cierta rutina, no eran cosas desgajadas, versos sueltos, sino fragmentos de una canción que ahora tienen sentido, pues en la Misa adquiere todo su unidad. Ahí Jesús revela el amor. Radica ahí la verdadera alegría de vivir. Jesús va llamando a nuestro corazón "ábreme. Estoy a la puerta y llamo, el que me abra cenaré con él y él conmigo". Y entonces la gracia aparece con todo su esplendor como un regalo, encanto, brillo, exulte: "me encuentro feliz".

    ¡Que momento más bueno, para decirle a Jesús cosas íntimas!, para pronunciar una comunión espiritual: yo quisiera recibirte, Señor, con la pureza, humildad y devoción con que te recibió tu Santísima Madre, con el espíritu y fervor de los santos. Los cantos y los silencios sagrados, la música y los detalles de urbanidad, todo es secundario en relación a la comunión (aunque también esos detalles realzan la dignidad de la Misa, y demuestran la fe de quien sabe qué se realiza, y por esto están regulados los colores litúrgicos y los ornamentos, etc., y denotaría poca fe cambiarlo). La comunión es un misterio inmenso, pues no transformamos el cuerpo de Jesús en el nuestro sino que Jesús nos hace como él (espirituales, hijos de Dios). La fe nos va llevando a tratar a Jesús como una persona viva, y transformarnos hasta poder decir: "No soy yo el que vivo, es Cristo quien vive en mí".

     
  • Esta acción de gracias después de comulgar -tiempo de recogimiento en el que agradecemos a Dios que haya venido a nosotros-, puede continuar aún después del saludo final del sacerdote: "Podéis ir en paz": así acaba la Misa. Somos enviados a llevar la paz, llevando a Jesús con nosotros: vemos a Jesús en los demás, y pensamos que dar un vaso de agua fresca a quien lo necesite es también ayudar a Jesús que está en aquel hermano. Ir en paz es una misión que cumplir, es comprender y perdonar (condición que pone Dios para podernos perdonar).

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    1. La Misa, fiesta del amor

    2. ¿Por qué ir a Misa?

    4. Cómo vivir mejor la Misa

    5. Conclusión: el domingo, la gran fiesta







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  • P. P. Llucià Pou







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