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¿Por qué ese temor a que la Navidad siga siendo Navidad?
En Belén es donde vamos a encontrar la respuesta a los acuciantes problemas que hoy tiene planteados la Humanidad.


Por: Angel Gutiérrez Sanz | Fuente: Catholic.net



Al tiempo que en calles y plazas brillan las luces de neón,  y la publicidad consumista nos invade se enciende también el debate en torno a la Navidad. Fuerzas ocultas intentan vaciarla de todo contenido religioso y hacer de ella una festividad pagana, otros tratan de convertirla en un tiempo de esparcimiento donde el consumismo y la diversión sean los componentes principales. Paradigma  de lo que sucede en nuestro mundo secularizado lo tenemos en Madrid al frente de cuyo Ayuntamiento y Comunidad se encuentran dos mujeres agnósticas, Dña. Manuela Carmena y Dña. Cristina Cifuentes, respectivamente; paradójicamente ésta última ha sido elegida gracias a los votos católicos del electorado madrileño, lo cual no deja de tener su miga, pero ésta es otra cuestión.

El caso es que por lo que ya sabíamos y por lo que de nuevas vamos conociendo, parece  que existe la pretensión de que progresivamente las Navidades vayan dejando de ser unas fiestas religiosas para convertirse en unas fiestas familiares, es decir secularizadas, en las que puedan participar todos  los ciudadanos. De hecho, poco a poco ha ido desapareciendo de las ciudades la iconografía religiosa hasta quedar reducida al mínimo, tan es así que en el supuesto de que un marciano decidiera visitarnos y recorrer las calles de nuestros pueblos durante estos días, no le sería fácil colegir que el planeta tierra había sido escenario hace dos mil años del más trascendental Acontecimiento de los siglos ante el cual todo palidece.

La estrategia para cambiar el signo de la Navidad no difiere sustancialmente del que se ha venido empleando para defender las excelencias de un estado sin Dios y la conveniencia de una escuela laica, que tan buenos resultados ha venido dando al agnosticismo y que podía quedar resumida en esta argumentación. Al igual que para que todos quepamos en un mismo estado o en una escuela monolítica ambos tienen que ser neutrales; para que la festividad navideña pueda ser patrimonio de todos los ciudadanos hay que dotarla de este carácter de neutralidad, después de haber sido expurgada de toda connotación religiosa; o dicho con otras palabras hay que hacer de la Navidad una fiesta de humanidad y solidaridad para que nadie se sienta excluido y todos puedan disfrutar de ella.   

Yo  voy a tratar de ser respetuoso con todos, incluso con los políticos descreídos, no faltaba más. Comprendo a la Sra. Carmena en su deseo de que la Navidad sea una fiesta de solidaridad y de humanidad y hasta cierto punto entiendo que se haga lo posible para que cada cual disfrute de estas fiestas como buenamente pueda. Lo entiendo, sí, porque la vida resulta demasiado dura y los hombres y mujeres de la condición que sean necesitan una tregua en su fatigoso bregar. Todos necesitamos cargar periódicamente las pilas para así poder resistir los embates de la vida. A los hijos de la posmodernidad, abrumados por las prisas y el stress, no les viene mal un tiempo de relax para recobrar la paz y el sosiego. Acongojados por tanta desgracia acumulada en el mundo, es bueno de vez en cuando recurrir al bálsamo del esparcimiento. Hundidos en el abismo de la desesperanza es obligado reanimarse con algunas gotas de ilusión. Nada que objetar por mi parte. Lo que no entiendo es que para hacer esto posible sea necesario desvirtuar el sentido de la Navidad

Todos podemos estar de acuerdo en atender las legítimas pretensiones ciudadanas. Otra cosa es saber qué aguas son las recomendables para satisfacer el ansia de las profundas inquietudes humanas, porque no es lo mismo tratar de saciar nuestra sed en los charcos de agua turbia que en los manantiales de aguas cristalinas. Podemos contentarnos con que estas fiestas no sean más que el pretexto para disfrutar de la alegría fácil, que engañosamente proporciona unas cuantas copas de más; podemos tratar durante unos días de evadirnos de la realidad sumergiéndonos en paraísos artificiales, incluso alimentar una estúpida esperanza con infundados vaticinios del horóscopo; que nos auguran un venturoso Nuevo Año; pero nada de todo esto es serio.



 Lo serio está en una Navidad que se nos ofrece como el mejor firmamento imaginable contra la oscuridad y el frío del invierno, donde pueden anidar una constelación de sublimes deseos y nobles sentimientos; nunca en una Navidad sin Dios porque una Navidad así es imposible. Ya desde el principio hay que tener muy claro que una Navidad atea es una broma, una inocentada o a lo más una carnavalada. Jesús es la verdadera Navidad, lo acaba de decir el Papa Francisco. Cuando hablemos de Navidad hay que ser conscientes de que estamos hablando de un misterio de amor inefable que nos deja sin respiración. Un misterio que nunca podremos comprender porque está por encima de nuestras capacidades humanas y lo único que podemos hacer es arrodillarnos ante él, dejarnos envolver por su luz, sobrecogernos y temblar de emoción ante tanta ternura.

El analfabetismo religioso existente hoy día, nos obliga a recalcar que de lo que estamos hablando no es de un mito inventado que queda fuera de nuestra realidad humana. Lo que la Navidad celebra es un hecho constatado y constatable, rigurosamente histórico, que sucedió en un tiempo preciso de nuestro calendario y en un espacio localizado de la geografía humana. Todo tan real como nuestra propia vida.

Se podrá ocultar o silenciar el nacimiento de Jesús; pero la realidad es que esto sucedió en tiempos del emperador romano Augusto y ya nadie lo podrá cambiar, como tampoco cambiar podría el ritmo de la historia de la humanidad, que ha venido gravitando en torno a este acontecimiento, hasta el punto de poder hablar con toda propiedad de un antes y un después.  Lo único que nos desconcierta es lo portentoso del hecho, tanto que sobrepasa nuestra capacidad de imaginación y nos faltan palabras para definirlo. Nunca jamás nadie había soñado que cosa semejante pudiera ocurrir. Sólo a Dios se le ocurrió hacerse uno de los nuestros y venir a nuestra tierra a reconciliarse con una Humanidad caída.

Aclarado esto, pienso yo que el debate sobre la Navidad comienza también a clarificarse.  Porque si es cierto  que lo que se conmemora en Navidad es la venida de nuestro Salvador, que llega a nuestra tierra para quedarse y permanecer entre nosotros hasta el final de los tiempos,  si cierta es la “Buena Noticia” de que Dios mismo se nos da como regalo sin pasarnos factura ¿Cómo no recordar  aquella Primera  Noche Santa en  que nuestra tierra se inundó de luz y los coros celestiales celebraron con júbilo el que la gloria de Dios se manifestara en nuestro suelo y  su gracia se derramara a raudales entre todos nosotros?  ¿Cómo no estar contentos y gozosos después de haberse disipado nuestros miedos y nuestras dudas? Porque Dios nos ha hablado  y lo que ya sabemos con toda certeza es que  lo que quiere  es caminar a nuestro lado, que acepta nuestras reglas de juego, que dejó su cielo para compartir nuestra misma suerte, que tenemos abiertas de par en par las puertas a toda esperanza. Dios nos ha hablado y nos ha dicho que nos ama, infinitamente más que pudieran hacerlo todas las madres de la tierra juntas y nuestra respuesta no puede ser el olvido y el silencio.

Quiero volver a ser comprensivo con la Sra. Carmena cuando manifiesta su deseo de que estas fiestas sean de todos y para todos. Naturalmente.  Nadie pretende monopolizar la Navidad.  Ella es un regalo inmerecido, pura gratuidad de Dios a todos y a cada uno de los hombres y ésta es otra de las grandezas de este misterio inefable. Si alguien no lo entiende así es que no ha calado en lo hondo de su significado. La Navidad es un puente tendido entre el cielo y la tierra, un plan para la reconciliación de Dios con el hombre y reconciliación de los hombres entre sí y a esta fiesta todos, absolutamente todos, estamos invitados.



La cosa no acaba aquí, el misterio de un Dios hecho hombre da para mucho más. En la sonrisa del Niño de Belén no solo podemos descubrir la ternura y el amor de un Dios Inmenso; detrás de ella se esconden también las esencias del más acendrado humanitarismo, porque entre otras cosas Dios baja a la tierra para enseñarnos a todos a ser hombres.  Que no lo dude nadie, la Navidad es también una fiesta de humanidad, solidaridad,  familiaridad, paz, confraternización, justicia, amor, caridad, entrega, lealtad, generosidad y un largo etcétera. Si buscáramos un lugar para reivindicar la amplia gama de los valores humanos no encontraríamos otro más adecuado que la Cueva de Belén, donde un Dios hecho hombre se nos ofrece como modelo de humanismo.

Allí todos estamos llamados a congregarnos, porque es donde se encuentra la escuela, no sólo de lo divino, sino también de lo humano. Allí, por estas fechas, se nos convoca todos los años a cantar a los cuatro vientos el “Gloria a Dios en las alturas y paz a los hombres de buena voluntad”. Allí hay que acudir para limpiar nuestros humanismos de impuras adherencias, que nos impiden ser hombres y mujeres de una pieza; allí hay que acudir para liberarnos de nuestros egoísmos, hipocresías, falsedades, deslealtades, prepotencias, etc. y preservarnos así de tantas y tantas servidumbres que nos esclavizan. En una palabra, necesitamos acudir a la escuela de Belén para que no sigan engañándonos haciéndonos pasar por humanización lo que no es más que deshumanización enmascarada con falsos progresismos   

 En Belén es donde vamos a encontrar la respuesta a los acuciantes problemas que hoy tiene planteados la Humanidad. ¿Por qué desconfiar de alguien que voluntariamente se ha puesto de nuestro lado, trata de ayudarnos y que cree ciegamente en nosotros? ¿Por qué tener miedo de un niño inocente que desde un pesebre nos sonríe tiernamente? 

 Sra. Carmena, de todos es sabido que Vd. está haciendo lo posible por acercarse a los ciudadanos de Madrid y que tiene siempre los oídos  bien abiertos para escuchar lo que puedan trasmitirle, por eso, yo no quisiera concluir este articulito sin darle algún tipo de satisfacción trasladándole una pregunta que flota en el ambiente. Es ésta:

  ¿Por qué  Madrid  no tiene ningún reparo en disfrazarse por Carnaval o Halloween, incluso envolverse complacido  en la bandera del arco iris cuando llega la fiesta del orgullo gay,  en cambio se resiste  a vestirse de Navidad cuando llegan estas fiestas sagradas,  convalidadas  por una  larga tradición centenaria?  ¿Por qué hemos de desprendernos del regalo más bonito que el hombre pudo soñar jamás?

  


 

 

 

 

 

 







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