Reflexiones sobre la vocación de los jovenes de hoy en día
Sínodo sobre Jóvenes: Fe, Discernimiento y Vocación
Por: P. Eugenio Martín, LC. | Fuente: Catholic.net
El Papa Francisco, en su encíclica programática, “Evangelii gaudium”, ha centrado su pontificado en la identidad y misión de la Iglesia, que es la alegría de anunciar el evangelio. No es algo nuevo, porque ya sus predecesores habían hecho un fuerte llamado a la nueva evangelización. Sobre todo san Juan Pablo II que, ante la celebración del inicio del tercer milenio, nos abrió los ojos a la realidad de que dos tercios de la población mundial aún no han recibido el anuncio que les permita un encuentro vital con la persona de Jesucristo resucitado, que en eso consiste el inicio del acontecimiento cristiano.
El cristiano es una persona que se ha dejado conquistar por el amor de Cristo y, movido por este amor, se abre al servicio de sus hermanos, en los que descubre el rostro y toca la carne del mismo Cristo. Los retos más urgentes que el Papa Francisco nos ha planteado, movilizando a toda la iglesia en los sínodos convocados para esta nueva evangelización, son la familia y los jóvenes.
Ya el mismo término “sínodo” es muy elocuente al respecto, pues en su etimología griega apunta a un “camino que se hace juntos”. Desde que se asomó por primera vez al balcón central de la Basílica de San Pedro dijo el Papa Francisco: "Comenzamos este camino de la Iglesia de Roma, obispo y pueblo, juntos, en hermandad, amor y confianza recíproca. Recemos unos por otros, por todo el mundo, para que haya una gran hermandad. Este camino debe dar frutos para la nueva evangelización".
Y el primer sendero que nos invitó a recorrer juntos es la familia. Durante dos años toda la iglesia estuvo rezando y reflexionando acerca del proyecto de Dios para nuestras familias del tercer milenio. Más allá de las visiones reduccionistas de algunos medios, la exhortación postsinodal “Amoris letitiae” presenta un panorama cristiano sobre el amor en la familia, frente a las realidades cotidianas en que viven muchas familias concretas. ¿Por qué los jóvenes no quieren casarse? ¿cuáles son las amenazas más graves que atentan contra la familia y los desafíos más acuciantes que enfrenta en el día a día? ¿cómo educar hoy a los hijos? ¿cuál es el proyecto de amor al que Dios llama a cada familia, con sus “circunstancias”?
Sólo en este contexto pastoral se podrá entender el tan manido capítulo octavo y resolver el callejón sin salida que plantearía la discusión a nivel meramente especulativo. Si bien es cierto que no hay mejor praxis que una buena y recta teoría, los principios teológicos no han cambiado, pero no se nos ahorra a todos la fatigosa labor del acompañamiento y discernimiento moral de cada alma que necesite o pida ayuda.
Ahora el Papa nos ha propuesto el segundo camino que toda la Iglesia debe recorrer para cumplir con su tarea de evangelización: los jóvenes. Desde siempre se ha asociado el período de la juventud con un tiempo de crisis, y podríamos citar a filósofos, incluso de antes de Jesucristo, quejándose de la inconsciencia y superficialidad de los jóvenes de su época. Sin embargo hoy nos encontramos con un fenómeno nuevo, que algunos describen como “el hombre sin vocación”.
Los datos estadísticos sobre el gran porcentaje de muchachos que cambian de carrera, que no la terminan o que no la ejercen por no encontrarse en un mundo laboral relacionado directamente con lo elegido, son sólo la punta del iceberg de esta gran crisis antropológica. ¡Qué decir si indagáramos sobre los temas relacionados con la propia identidad y el sentido de la existencia, que luego se refleja en tantos desequilibrios afectivos y psicológicos! Parece que cada vez nos preocupa más cómo “llenar” el tiempo sin aburrirnos que buscar un proyecto de vida. Tratamos de vivir en todo momento “di-vertidos”, “dis-traídos” en nuestras fantasías o en las fugas del mundo virtual, y con frecuencia terminamos “des-orientados” y “extra-viados” del camino. Literalmente delirando, sin rumbo ni destino.
Se cuenta que en una ocasión un niño le preguntó a su abuelo en la fiesta de sus bodas de oro matrimoniales: -“Oye, abuelito, ¿cómo has logrado aguantar tanto tiempo casado con mi abuela? -“Mira, hijo. Yo creo que hemos vivido tiempos distintos. En mi época cuando algo se estropeaba, se arreglaba. Ahora, cuando algo se estropea, se tira”. Y por eso podemos entender nuestra cultura dominante: del descarte, de lo provisorio, del vacío interior. Donde, como decía Thomas Eliot, el hombre “cambia de cosas creyendo que así no es necesario cambiarse a sí mismo”.
Ante esta situación nos urge recuperar una auténtica cultura vocacional. Porque nadie se ha dado la vida a sí mismo. Ni nos han preguntado si queríamos venir al mundo. Alguien nos interpela y llama nuestra atención. Se dice que hay dos “días” importantes en la vida de todo ser humano: el día que nace y el día que descubre para qué. Desde el momento en que nos dieron a luz, descubrimos una voz que, nombrándonos, reclama nuestra atención y una respuesta.
¿Quién soy yo? ¿Por qué soy precisamente yo, y qué valores son los que me llaman? Dice Sócrates, que una vida que no se pregunta por sí misma no merece la pena ser vivida. Y otro filósofo, más reciente, escribe: “Todas las vocaciones son constelaciones de valores que se hacen presentes respecto a una persona concreta”[1].
En el documento que el Papa nos ofrece para la reflexión previa al sínodo, se proponen los pasos fundamentales para el discernimiento. “El discernimiento vocacional es el proceso por el cual la persona llega a realizar, en el diálogo con el Señor y escuchando la voz del Espíritu, las elecciones fundamentales, empezando por la del estado de vida”.
Tal vez lo que más nos está faltando hoy es aprender a escuchar, a hacer silencio y entrar en diálogo en medio del ruido de la existencia. El epitafio que recibía a los que visitaban el Templo de Delfos: “γν?θι σεαυτ?ν”, conócete a ti mismo, era considerado el principio de la sabiduría. Pero hoy invocamos el principio de libertad absoluta, sin darnos cuenta de que para que ésta pueda realizarse, primero necesita reconocer sus coordenadas y sus límites.
Éstos tienen relación con la triple fuente de la llamada:
- Lo que yo mismo soy: con mis cualidades, rasgos temperamentales y capacidades en juego. Difíciles de reconocer cuando se intenta deconstruir y pervertir los conceptos antropológicos que han formado nuestra cultura occidental, como: naturaleza, vida, persona, matrimonio, familia…
- Lo que acontece y reclama mi atención: que Ortega y Gasset describía como “el yo y mis circunstancias”. Esas circunstancias son precisamente las que reclaman mi atención y mi respuesta.
- El otro: con su voz y su presencia. Porque a través del otro descubro lo que es valioso para mí, y sobre todo, lo que es valioso en sí mismo, lo cual nos permite reconocer la propia dignidad y trascendencia.
En la difícil, pero necesaria, convivencia con “los otros” está el segundo gran reto para el discernimiento vocacional. No basta con ir descubriendo quién estoy llamado a ser, sino encontrar quien puede acompañarme en el camino. La pertenencia a una comunidad suele resultar decisivo a la hora de verificar, experimentar y cuidar la propia llamada. No por nada Berdjaev afirmaba que en la familia, comunidad fundamental, el individuo se convierte en persona.
[1] XOSÉ MANUEL DOMÍNGUEZ PRIETO “Llamada y proyecto de vida” Ed. PPC, 2007, p. 41