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La oracion en el Antiguo Testamento
El pueblo de Israel en el Antiguo Testamento hablaba con Dios con una enorma reverencia y respeto porque lo consideraban un Juez y no como un Padre


Por: Bartolome Arminto Uch Herrera, Director de Formacion Humana en el Colegio Cozumel | Fuente: Tiempos de Fe, Anio 3 No. 13, Noviembre - Diciembre 2000



Nuestros primeros padres mantenían una relación ex­traordinaria con Dios. Lo podemos leer en cada pasaje, en cada versículo, era una confianza de ami­gos, hablaban con Él "como con otra persona", convivían con Él en el paraí­so. Y aún después de su pecado, si­guen dialogando con Dios, Él sigue manteniendo su amistad porque Dios es el amigo fiel, el diálogo de amor, las atenciones de Dios, continúan a pe­sar del pecado, y por esa amistad promete la venida de un salvador. Aquí inicia la historia de la salvación y la elección de su pueblo en el que verte­ría todas sus promesas, en definitiva es ésta una historia de un Dios cerca­no a pesar de la gran distancia creada por la ruptura del hombre de su amistad con su Creador.

Dios, por su parte ha dialogado siempre con los hombres, y ha elegido a algunos para darles una misión es­pecial que sirva de ayuda en el cami­no de la salvación de los demás, y por amor ha mantenido el contacto con su Pueblo mediante sus profetas, refirá­monos por ejemplo a Moisés, Abraham, etc. Hablar con Dios signifi­ca describirnos como somos en reali­dad. Y es como ellos se descubrieron, con todas sus debilidades; aunque, por supuesto, no estamos conscientes por completo de todo lo que sucede en nuestro interior. No obstante, mientras más tratemos de compartir con Dios lo que somos en realidad, más estare­mos en contacto con las partes ocul­tas de nuestro ser.

La oración per­sonal ha sufrido porque la mayoría de nosotros lee las plegarias o dice lo que piensa que le gustaría oír de Dios. El pue­blo de Israel en el Antiguo Testa­mento hablaba con Dios con una enorme reveren­cia y respeto por­que lo considera­ban un Juez y no como un Padre, es por ello que Cristo debió de venir para dárnoslo a conocer, ellos acudían a sus profetas para implorarle, para quejarse, para pe­dirle.

Históricamente sabemos que Dios llama a Abraham para que forme, me­diante su descendencia, un gran pue­blo: el pueblo de Israel. Es en este proceso histórico, en el que Dios se va revelando poco a poco a partir de una respuesta valiente, confiada, llena de fe de Abraham. Este pueblo pasa por muchas vicisitudes a lo largo de la historia como, por ejemplo, la esclavitud en Egipto. Pero Dios vuelve a salir en ayuda de su pueblo. Los saca de Egip­to y los conduce a una tierra nueva para que la habiten. Antes de llegar a esta tierra les da una nueva señal de lo que Él quiere para los hombres: los man­damientos. Lo que ya antes había enseñado a los hombres en la creación, había vivido Noé y le había pedido a Abraham, lo deja como petición ex­presa para todos los hombres.

Dios llama siempre a los hombres a orar. Pero, en el Anti­guo Testamento, la oración se re­vela sobre todo a partir de nuestro padre Abraham. Esta comunicación de parte del pue­blo de Israel en el Antiguo Testamento para con Dios se va reflejando en to­dos los acontecimientos de su historia y en todas las situaciones la iniciativa es de Dios y el protagonismo es de Dios.



La Biblia nos va mostrando múlti­ples testimonios de la comunicación que Dios sostuvo con sus profetas, el libro de los Salmos es insustituible. Dios amó desde el principio al hombre a quien creó a su imagen y semejan­za, tanto le amó que ya no se separó de su lado, a lo largo de todos los tiem­pos, su presencia ha sido narrada en diversas formas en la Sagrada Biblia y en tal forma le amó que envió a su Hijo Unigénito a restablecer el mal causa­do por el pecado. De este modo, la oración está unida a la historia de los hombres; es la presencia de Dios en los acontecimientos de la historia humana.

La oración de Abraham y de Jacob aparece como una lucha de fe vivida en la confianza a la fidelidad de Dios, y en la certeza de la victoria prometida a quienes perseveran. Y nuevamente se destaca el protagonismo de Dios quien sale a la búsqueda de la oveja perdida.

La oración de Moisés responde a la iniciativa del Dios vivo para la salva­ción de su pueblo. Prefigura la ora­ción de intercesión del único mediador, Cristo Jesús. La oración del pueblo de Dios se desarrolla a la sombra de la Morada de Dios, del Arca de la Alianza y del Templo, bajo la guía de los pas­tores, especialmente del rey David y de los profetas. Los profetas llaman a la conversión del corazón y, al buscar ardientemente el rostro de Dios, como hizo Elías, interceden por el pueblo. Los salmos constituyen la obra maestra de la oración en el Antiguo Testamento. Pre­sentan dos compo­nentes inseparables: individual y comuni­tario. Y cuando con­memoran las prome­sas de Dios ya cum­plidas y esperan la venida del Mesías, abarcan todas las dimensiones de la historia y abarcan todas las situaciones imaginables en el acontecer diario de la vida con to­dos sus afanes y desengaños, sus aventuras y sus desdichas. Rezándo­los en referencia a Cristo y viendo su cumplimiento en Él, los Salmos son elemento esencial y permanente de la oración de su Iglesia, una referencia en el cual también se desarrolla cotidianamente nuestra vida. Es por ello que se adaptan a los hombres de toda condición y de todo tiempo.

La riqueza que encierra el Antiguo Testamento es inagotable, aunque Cristo viene no para abolir la ley sino para darle cumplimiento, para perfeccionar­la, dar sentido a todas aquellas activi­dades que los judíos realizaban en tor­no a los mandamientos de Dios, a acer­carnos a Dios, a eliminar esa distancia que nos impedía una relación cercana con el Padre amoroso, en definitiva, Cristo establece el puente por el que podemos pasar y reencontramos con Dios que nos espera con los brazos abiertos con la simple aceptación de Él con nuestra plena libertad. Dios quiere y busca la salvación del hom­bre, el hombre con su libertad puede aceptar o rechazar la llamada de la gracia que nos trajo Cristo.

Con Cristo, el hombre tiene la ca­pacidad de ponerse en sintonía con Dios, puede hablar con Él cara a cara, como habla un hijo con su padre, Dios está siempre esperando que nosotros le dirijamos la palabra, pues persigue al hombre con su ternura, tal como lo hizo con los profetas y como lo hizo con Moisés, Abraham, David. No es­pera discursos complicados ni salmos nuevos, simplemente aguarda nuestra ilusión de ponernos en contacto con Él, de escuchar sus planes sobre noso­tros. El hombre que vive en plena sintonía con Dios posee la certeza de estar siempre acompañado por el me­jor de los padres.



Es por todo ello que la Iglesia, (y recientemente el Papa en Israel), lla­ma al pueblo judío los hermanos ma­yores en la fe.

 

Bibliografía:

Introducción a la Biblia y a la exége­sis, J. Salvador Hernández, Escuela de la Fe.

Cruzando el umbral de la esperanza, Juan Pablo II, Plaza & Janes.

Catecismo de la Iglesia Católica, Coeditores Católicos de México.

A través de los ojos de la fe, John Powell s.j., Ed. Diana

Testigos de Cristo, Concepción Márquez, CAP







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