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El silencio de Dios en la confesión

La confesión: un regalo espiritual y psicológico
La confesión cubre esa parte humana de la descarga y el desahogo pero llega hasta el final con la responsabilidad y el perdón. Reconstruimos nuestra personalidad.


Por: Javier Ordovás | Fuente: Catholic.net



Una de las dimensiones más asombrosas de Dios, es su misericordia. La misericordia es el amor de Dios por el pecador. Dios no ama el pecado, pero sí al pecador.

 

Él vino a decirnos que era amigo de pecadores...” que no venía por los justos, sino por los pecadores” Y que hay más gozo en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve que hacen penitencia”. La misericordia es la dimensión infinita del perdón de Dios. Dios perdona, sin condiciones.

 

Cuando nos confesamos con el Sacerdote que representa a Jesucristo, sus preguntas o consejos, que suelen ser breves y tranquilizadoras, sabemos que terminarán con “Yo te perdono”; hasta setenta veces siete (siempre). Incluso cuando no somos capaces de perdonarnos a nosotros mismos.



 

Nuestra propia conciencia, nuestra personal responsabilidad son quienes uzgan y hablan. Dios permanece en silencio y perdona. Ser responsable es ser libre Todo inicia con el arrepentimiento, que no es “complejo de culpabilidad”, sino  culpabilidad real. Cuando decimos lo siento, aceptamos la realidad. Cuando decimos “es mi culpa, alcanzamos la libertad.  Cuando dejamos de culpar a los demás y decimos quien está mal con el mundo soy yo, asumimos la responsabilidad y, recuperamos la libertad. La voluntad se compromete y somos maduros y plenamente humanos. Del arrepentimiento nace la alegría porque afrontamos la realidad y aceptamos la libertad.

 

El psiquiatra ayuda pero, no puede perdonar.

 



Hay personas que emplean esa fórmula. Van a un psiquiatra, o a un psicoanalista. A él le descubren su conciencia. Y tratan de investigar el origen de sus errores y fracasos. Hablan durante horas en el consultorio psiquiátrico, tratando de hallar la serenidad perdida.

 

Hablando, y hablando, uno se desahoga. Al compartir sus secretos, sus fracasos, su vida, humanamente se libera. Es como si de pronto, consiguiésemos un amigo, un socio, un cómplice. Entre dos es más fácil llevar la carga, y compartir la responsabilidad de la vida diaria.

 

Ese “desahogo” es parte importante, un primer paso para la solución, pero no es suficiente hasta que aceptamos y asumimos la parte de responsabilidad que nos corresponde.  La confesión también cubre esa parte humana de la descarga y el desahogo pero llega hasta el final con la responsabilidad y el perdón. Reconstruimos nuestra personalidad.

 

Los errores no asumidos en el conflicto diario, en cierta manera, van deteriorando y desequilibrando, nuestra personalidad que se va ragmentando al rehusar, consciente o inconscientemente, las propias responsabilidades. Buscamos en el escapismo y la evasión, huir de la dura realidad de la vida y de la propia debilidad.

 

Somos desertores del papel que nos corresponde: madres neurasténicas; esposos infieles; empleados deshonestos; hijos desobedientes; adolescentes en rebeldía. Inútilmente buscamos alguien a quien echar la culpa de nuestra desacomodación. Pero es inútil: somos los únicos culpables.  Deberíamos aprender a aceptarnos a nosotros mismos. Deberíamos aceptar alegre y conscientemente nuestra responsabilidad frente a los demás y Dios.

 

Todos estamos un poco enfermos, tenemos nuestros propios desequilibrios. Enfermos de egoísmo, de sexualidad, de envidia, de rencores, de violencia, de resentimiento, de pasiones mal domadas, de agravios, de mentiras, de injusticias, y mil cosas más... Es irresponsable decir; Yo soy así. Es mi naturaleza y no la puedo cambiar.

 

El alivio se siente cuando uno al fin se siente dueño y responsable de su vida. ¡Soy responsable, soy es libre! Sólo necesitamos el silencioso perdón de Dios.

 

BLOG DEL AUTOR

http://www.javierordovas.blogspot.com/







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