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Formación de la personalidad

Moda, estilo y formación cristiana
La forma de vestirnos revela muchos aspectos de nuestra personalidad. La moda y el estilo personal deben también reflejar esa belleza que surge de la fe y de la verdad.


Fuente: Opusdei.es



Al tratar del bautismo, san Pablo señala que hemos sido regenerados por sus aguas para que «caminemos en una vida nueva»[1]. Vivir de acuerdo al Evangelio supone dejar que la luz de la fe renueve el modo en que vemos nuestro propio entorno y convertir la altísima dignidad de los hijos de Dios en el criterio decisivo para nuestras elecciones personales. Se descubre que todo, lo grande y lo pequeño, interesa a nuestro Padre Dios, y que la fe afecta a todas las dimensiones de nuestra vida. Por el amor, es posible dar un toque cristiano a cada una de las facetas de nuestra existencia para que reflejen la novedad y belleza del cristianismo; incluso las aparentemente más materiales, como pueden ser las elecciones en el estilo de vestir y comportarse.

La fe y el esplendor del cuerpo humano

Sin afán de exhaustividad, consideraremos algunas funciones y significados del vestido. Inmediatamente, destacan funciones elementales como, por ejemplo, la protección ante las inclemencias del tiempo u otro tipo de agentes externos. Sin embargo, la ropa tiene algo más que un sentido utilitario, pues este es también un modo con el que expresamos la propia personalidad. El arreglo personal configura la primera imagen que proyectamos a los demás y probablemente formará parte del recuerdo que se llevarán de nosotros, incluso si el encuentro fue breve. Esto explica también que cumpla funciones sociales, y que sea común la elaboración de uniformes y de atuendos propios para fiestas y eventos, que siguen unas normas de etiqueta, etc. como evidencia hoy en día, la presencia de dress codes para diversas situaciones sociales (trabajo, celebraciones, deporte, etc.).

Por otra parte, el vestido es un gran aliado para proteger la intimidad. El modo en que se arreglan las personas, el corte de su ropa, la disposición de los accesorios, son como un medio para manifestar los acentos de su personalidad, y dirigir la atención hacia los aspectos más humanos. En este sentido, un buen atuendo ayuda así a que se respete la propia libertad sin exponer la intimidad a miradas indiscretas, dado que contemplar algo es, en cierta medida, poseerlo.

La fe completa y eleva las razones anteriores, a través de lo que nos enseña acerca de la dignidad del cuerpo humano. El cuerpo es, de alguna manera, la visibilidad del alma de la persona y, por tanto, también refleja la imagen de Dios[2]. Está llamado a ser morada del Espíritu Santo: «el templo de Dios, que sois vosotros, es santo»[3] dice san Pablo. Recientemente, el Papa Francisco nos ha recordado cómo a partir de una correcta valoración del cuerpo el hombre puede entrar en relación armoniosa con el resto de la creación: «La aceptación del propio cuerpo como don de Dios es necesaria para acoger y aceptar el mundo entero como regalo del Padre y casa común, mientras una lógica de dominio sobre el propio cuerpo se transforma en una lógica a veces sutil de dominio sobre la creación.



Aprender a recibir el propio cuerpo, a cuidarlo y a respetar sus significados, es esencial para una verdadera ecología humana. También la valoración del propio cuerpo en su femineidad o masculinidad es necesaria para reconocerse a sí mismo en el encuentro con el diferente. De este modo es posible aceptar gozosamente el don específico del otro o de la otra, obra del Dios creador, y enriquecerse recíprocamente»[4].

Por tanto, promover que el modo de vestir manifieste el pudor y la modestia no tiene nada que ver con afirmar que el cuerpo es algo indigno o sucio. Al contrario, es precisamente el reconocimiento de su altísimo valor el que lleva a una moda que, sin rarezas o ñoñerías, contribuya al respeto de la intimidad corporal. Esto se comprende mejor a la luz de la Revelación, que nos enseña cómo después del pecado original entra la concupiscencia en la constitución humana, y a partir de entonces las tendencias naturales del hombre y la mujer están marcadas por cierto desorden. Se perdió la inocencia en la mirada y, como señalaba el entonces cardenal Ratzinger, «ha desaparecido en el hombre el esplendor de Dios y ahora se encuentra en el mundo desnudo y al descubierto, y se avergüenza»[5]; se perdió ese esplendor divino que era como la «primera vestidura» del hombre y de la mujer. Precisamente el pudor es como un remedio para ese desorden que introdujo el pecado, pues ayuda a que nos relacionemos de un modo más humano, respetando delicadamente la corporeidad del otro y reconociendo su valor inviolable.

Existe una legítima diversidad y evolución de las costumbres en las culturas, que expresan su genio también en las distintas creaciones de trajes y vestidos. Su riqueza dependerá de la medida en que sirvan para contribuir al valor insustituible de cada persona. Así, proteger la intimidad a través del vestido será siempre necesario. De otro modo, se caería en un grave empobrecimiento y, si se generalizase, llevaría consigo una tremenda decadencia moral en la sociedad. Seamos realistas: aunque se anule el sentido del pudor, la concupiscencia no desaparece y hay algunos modos de presentarse que siempre incitan a reacciones irrespetuosas que, al fin y al cabo, son poco humanas.

Un ámbito para la formación

Hay una armonía fundamental entre la fe y lo bello, de modo que, como dice el Papa Francisco, «todas las expresiones de verdadera belle­za pueden ser reconocidas como un sendero que ayuda a encontrarse con el Señor Jesús»[6]. Esto incluye también el lenguaje, la compostura, el arreglo personal, con las elecciones de atuendo y estilo, que manifiestan nuestra personalidad. La formación cristiana influye en este ámbito, pues se dirige a la persona entera: «no se refiere solamente a una parte de la persona, sino a todo su ser. Ha de llegar por igual al entendimiento, al corazón y a la voluntad»[7].



De hecho, el buen gusto es algo que, de por sí, requiere formación en el sentido más amplio del término. Como dice el Papa, «prestar atención a la belleza y amarla nos ayuda a salir del pragmatismo utilitarista. Cuando alguien no aprende a detenerse para percibir y valorar lo bello, no es extraño que todo se convierta para él en objeto de uso y abuso inescrupuloso»[8]. Nadie nace con el buen gusto ya formado, pues es parte de la educación que se recibe desde pequeños, a través de la contemplación de la belleza en la naturaleza -de su diversidad y orden-, el aprecio de una pieza de música clásica, una escultura, etc.

No todo depende de las circunstancias y opiniones cambiantes. Por eso, es lógico señalar con claridad cuándo un producto, y el estilo de vida implícito que con él se propone, atentan directamente a valores como el pudor, el respeto, la sobriedad. Conviene, sin embargo, que se expongan bien, con sentido positivo, las razones morales que desaconsejan una opción, que serán más eficaces si provienen de alguien en quien reconocemos el buen gusto. No estamos condenados a un estilo rancio y aburrido; muy al contrario, los valores cristianos son connaturales a la auténtica belleza, pero esta comienza por lo más interior

Cada uno puede desarrollar un estilo propio, que proyecte la alegría de un alma que refiere todo al amor de Dios. Una buena formación cristiana es de mucha ayuda, porque genera una estructura interior sólida en la persona, propia de la unidad de vida, que no depende del vaivén de los sentimientos, de las opiniones de los demás, del deseo de autoafirmación, de lo último que ha salido al mercado. Algunos principios de la fe, como la filiación divina, la fraternidad cristiana, el destino del cuerpo a la gloria de la resurrección, están en el sustrato de las elecciones, y dan un criterio para valorar las modas. Fomentan, en definitiva, una sana autoestima que lleva a lo que san Josemaría llamaba el «complejo de superioridad» de los hijos de Dios, que actúan seguros en sus propias elecciones incluso cuando el ambiente es adverso.

Influjo de la moda en la tarea de la Nueva Evangelización

Promover una moda digna, que no reduzca la persona a su dimensión corporal, es una tarea de gran trascendencia. San Josemaría señalaba la importancia de que los cristianos trabajaran profesionalmente en el campo de la moda, y que llevaran ahí el mensaje del Evangelio. Una de las primeras mujeres que siguieron a san Josemaría recuerda cómo entre los ámbitos apostólicos que les proponían se encontraban actividades de la moda; al abrirles este panorama añadía: «Ante esto se pueden tener dos reacciones: una, la de pensar que es algo muy bonito, pero quimérico, irrealizable; y otra, de confianza en el Señor que, si nos ha pedido todo esto, nos ayudará a sacarlo adelante. Espero que tengáis la segunda»[9]. Como sucede en cualquier otra labor evangelizadora, la fecundidad depende de la fuerza de la oración. Al mismo tiempo, es preciso trabajar con altas cotas de profesionalidad.

Los trabajos relacionados con la moda: estilistas, modistas, diseñadores, consultoras, etc. hechos con seriedad y sentido sobrenatural, hacen presente a Dios, en la medida en que expresan la verdadera belleza: todo lo que es auténticamente bello es un reflejo de la belleza de Dios, dignifica a la persona y la impulsa a ser respetuosa consigo mismo y con los demás. Los estilos en el vestido, aunque puedan ser un producto cultural y efímero, son capaces de manifestar una visión trascendente del ser humano, al guardar relación con su fin último, la gloria de Dios. No solo la alta moda refleja esta belleza, sino también la ropa sencilla, del día a día, con la que se puede fomentar el buen gusto, superar la zafiedad, y ayudar a formar un clima interior rico en el que puede crecer una vida cristiana plena.

La buena moda contribuye, como en la parábola, a que la tierra donde cae la semilla del Evangelio esté dispuesta para dar fruto de santidad[10]. Libera del consumismo y del lujo excesivo, que esclavizan el alma a las cosas materiales. Eleva al hombre y la mujer por encima de la sensualidad y la impureza, y los hace más sensibles a la belleza auténticamente humana: no solo del cuerpo, sino también del espíritu. Por eso, vale la pena buscar estilos que, sin despreciar el cuerpo, no lo resalten excesivamente en detrimento de la dimensión espiritual de la persona; estilos que lleven al espíritu, al corazón, a la trascendencia, a través de lo material.

En esta tarea de crear una moda atractiva, con un tono auténticamente cristiano, tienen un papel especial los profesionales. Pero, quizá hoy más que nunca, contamos con innumerables medios para que cualquiera pueda influir positivamente. Existen canales por los que los consumidores, también haciendo frente común, pueden manifestar si un producto refleja o no el estilo de vida que quieren seguir. Ante quien, por descuido o simple falta de buen gusto, puede mejorar en la elección de sus prendas, cabe hacer un comentario delicado en el momento oportuno. Habitualmente todos agradecen que se les ayude a acertar en el modo en que se presentan, especialmente en el marco de una amistad sincera.

En el contexto de la Nueva Evangelización, la singular importancia de este campo impulsa a mantener la esperanza: «No permitamos que caiga en el vacío el sano reto de fomentar que muchas personas e instituciones, en todo el mundo, promuevan ‒empujados por el ejemplo de los primeros cristianos‒ una nueva cultura, una nueva legislación, una nueva moda, coherentes con la dignidad de la persona humana y su destino a la gloria de los hijos de Dios en Jesucristo»[11]. Por más ardua que pueda parecer esta misión, no dejemos de mirarla con optimismo «sabiendo que vuestro trabajo no es vano en el Señor»[12], ya que la realizamos en servicio de la Iglesia y de la sociedad entera.

N.S.W.

[1] Rm 6, 4.

[2] Cfr. Gn 1, 26-27.

[3] 1 Cor 3, 17.

[4] Francisco, Enc. Laudato si’, 24-V-2015, n. 155.

[5] Joseph Ratzinger, Via Crucis, 10ª estación, Viernes Santo 25-III-2005.

[6] Francisco, Exh. Ap. Evangelii gaudium, 24-XI-2013, n. 167.

[7] San Josemaría, Carta 8-XII-1949, n. 91.

[8] Enc. Laudato si’, n. 215.

[9] Citado en Andrés Vázquez de Prada, El fundador del Opus Dei, vol. II, Rialp, Madrid 2002, pp. 561-562.

[10] Cfr. Mt 13, 8.

[11] Javier Echevarría, Carta pastoral, 29-IX-2012, n. 17.

[12] 1 Cor 15, 58.

 

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