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Encadenados al deseo: de la ideología de género al transhumanismo
El deseo es el impulso de alcanzar algo con vehemencia y anhelo, es también la manifestación de un sentimiento, y es propio de la condición humana


Por: Josep Miró i Ardèvol | Fuente: ForumLibertas



Nuestra sociedad, como sistema social, y un gran número de personas que viven en ella como opción individual, están encadenadas al deseo en sus dimensiones más primarias. Funciona socialmente como concepción compartida de vida, como marco de referencia que dirige las opciones personales, estableciendo que la única realización posible, o al menos fundamental, radica en la satisfacción del deseo, por encima de cualquier otro motivo, norma o compromiso personal: es la sociedad desvinculada.

Su grado de hegemonía cultural en nuestra sociedad es tan grande que es necesario detenernos y reflexionar sobre el sentido y alcance del deseo en nuestras vidas. ¿Es acaso intrínsecamente negativo? Claro que no. El problema radica cuando se convierte en el único bien superior.
 
El deseo es el impulso de alcanzar algo con vehemencia y anhelo, es también la manifestación de un sentimiento, y es propio de la condición humana. En este sentido, hablar de deseo es hablar de persona, y constituye un motor, un movimiento central de su naturaleza. El anhelo de Dios es una manifestación de un tipo de deseo, el amor por la mujer también lo es. Hasta aquí se trata de una constante de la humanidad. ¿Dónde radica pues el problema? Básicamente en dos aspectos. Primero, el de su naturaleza; y segundo, el de la jerarquía.
 
El latín tiene la palabra que designa el deseo en un determinado sentido, cupiditas que designa al sentimiento que motiva la voluntad de querer poseer el objeto que se desea. El deseo está ligado desde esta perspectiva a la posesión de lo deseado para alcanzar el propio disfrute. En algunos casos, la pulsión es tan fuerte que no importan las consecuencias de las acciones realizadas. Y ese tipo de deseo es el problema. Pero hay otro modelo distinto, que San Agustín define como opuesto a la cupiditas -la concupiscencia-, es el deseo que impulsa a realizar sacrificios -grandes o modestos- en beneficio del otro, de aquello deseado. El bien de la patria, el deseo del bien de los hijos, son manifestaciones de esta otra naturaleza del deseo.
 
La segunda cuestión es la jerarquía. El deseo como principal o único motor, o bien como una de las dimensiones humanas, encauzadas por la razón, la tradición, el compromiso, y la ley.
 
La característica de nuestro tiempo es la cupiditas, señalada además como hiperbien, al que deben supeditarse todos los demás bienes. Esta concepción y práctica desemboca en la primacía de los deseos que poseen una mayor pulsión instintiva, como el sexo en todas sus dimensiones; la nuestra es la sociedad más sexualizada de toda la historia humana. También la evasión de la propia realidad, mediante la adquisición de otras realidades, y esto funciona desde el entrenamiento como alienación, hasta todas las variantes de la drogadicción. Y, claro está, el dinero, que es el signo de posesión de todo por antonomasia.

La sociedad desvinculada, la de la cultura del deseo entendido en términos de autosatisfacción, sin importar las consecuencias, es a su vez la sociedad de las adicciones, y la sociedad alienada.
Y es también la primera sociedad en la historia donde la cultura no es entendida como una forma de encauzar el deseo en términos de optimización social, sino, por el contrario, su fin es estimularlo.

Bien, deseo y preferencia

Una característica fundamental de la cultura del deseo como hiperbien es la conversión de la idea del bien en preferencia. ¿Qué es para mí el bien? Aquello que prefiero desde mi subjetividad. ¿Qué es el mal? Lo que rechazo.
 
La subjetividad que desarrolla por su lógica interna la razón instrumental ha sido la causa que ha transformado el bien en una simple preferencia. A su vez, las preferencias se convierten en la manifestación de actitudes o sentimientos: esto me gusta significa que es bueno; no me gusta quiere decir que es malo. El bien es lo que afirmo que me gusta, que me conviene. ¿Quién me lo puede discutir? El único límite será en todo caso la ley, que, convengamos, es poca cosa cuando existe la voluntad de incumplirla, o simplemente cuando aquella cuestión no está, o no puede estar, regulada.
 
La libertad ya no se relaciona con la búsqueda de la verdad como imperativa colectiva, sino con la facilitación del deseo. Este cambió explica porque no hay capacidad para resolver los grandes problemas pendientes, ni para afrontar con eficiencia los nuevos. Vivimos en una época donde se acumulan y entrelazan, y donde solo la cantidad de información y la flaqueza de la memoria colectiva, propia de pueblos descoyuntados, disimula la magnitud del embrollo en el que estamos inmersos. No importa tanto conocer la realidad de los hechos como satisfacer los deseos de los ciudadanos. También la fragmentación que conlleva la preferencia explica la incapacidad para establecer nuevos y exultantes horizontes colectivos. Solo queda tiempo y fuerzas para intentar que la sociedad no se desintegre.
 
El imperio de la preferencia que comporta el deseo ha conducido a un callejón sin salida a la idea del deber. Para que este exista se necesita un 'deber ser', algo imposible cuando el bien se ha subjetivado. No hay tal deber exterior, objetivo a mí mismo que me obligue y me limite. En este contexto moral, no existe otro deber que alcanzar aquello que prefiero, y esta idea excluye la posibilidad de llevar a cabo una acción en principio poco o nada placentera.
Naturalmente, una sociedad no puede funcionar bajo tal fragmentación, y el recurso para impedirlo no es el de la conciencia ciudadana, sino el de la ley, es decir la norma jurídica dictada por la autoridad pública. Por definición las leyes tienen como objetivo limitar el libre albedrío de los seres humanos, y es el principal control que ostenta un estado para vigilar que la conducta de sus habitantes no se desvíe ni termine perjudicando a su prójimo. Esto significa la total elusión de la conciencia, un problema que ya trató y combatió Tomáš Garrigue Masaryk, filosofo destacado, y fundador y primer presidente de la Republica de Checoslovaquia: la dilución de la conciencia religiosa y el subjetivismo conducen a una ciudadanía dependiente del estado para formular sus valores morales.
 
El problema de la ley es su legitimación y su cumplimiento. Una simple mayoría instrumental legitima cualquier norma en los sistemas democráticos, los más garantistas. No importa el contenido, solo prevalece el criterio instrumental, la mayoría. Es el fin totalmente supeditado a los medios. Por otra parte, España y otros muchos países son excelentes ejemplos, al desaparecer la conciencia religiosa que actúa como vigilante interno, el cumplimiento de la ley exige un número creciente de jueces, fiscales, policías y cárceles. Y esta es la forma como el estado y la sociedad desvinculada abordan todo problema.
 
La ley se ha convertido en un pésimo sucedáneo de la conciencia y de la búsqueda del bien y la evitación del mal, que son los dos polos que dan sentido a la libertad.
 
El liberalismo neokantiano, en su versión más actual y acabada, deudora en gran medida de Rawls, ha establecido una vía para salvar el subjetivismo y el utilitarismo. La solución ha consistido en diferenciar lo que es correcto de lo que es bueno, una distinción que ha dado lugar a la farragosa ideología de lo políticamente correcto. Se trata de prescindir del bien y quedarse solo con la corrección. La distinción no es baladí, dado que lo que se está afirmando es que no puede apuntarse que exista una forma de vida buena, una forma de vida mejor que otra, más allá de la preferencia personal; porque, si no fuera así, sería ilógico no preferir la buena a todas las demás. La vía de lo políticamente correcto es ciega ante el bien porque no desea identificarlo y, como escribe Sandel, citando a John Rawls en su Teoría de la Justicia, lo es en dos sentidos. Uno, cuando Rawls establece que los derechos individuales no pueden sacrificarse en aras del bien general: "cada persona posee una inviolabilidad fundada en la justicia que ni siquiera el bienestar general puede anular. […] Los derechos garantizados por la justicia no están supeditados por negociación política alguna ni cálculo de intereses sociales". Y dos, porque justifica los derechos, no porque procuren el bienestar general o el bien, sino a causa de que configuran un marco dentro del cual los individuos pueden escoger sus propios valores, hasta donde esto sea compatible con la libertad de los demás: "Los principios de la justicia a partir de los que se concretan estos derechos no pueden tomar como premisa ninguna virtud particular de la vida buena". Naturalmente, esta forma de razonar está tan desencarnada de la vida real que en la práctica estos presupuestos no se aplican.
 
Por esto, en la política actual, y en contra de lo que reclama un liberal perfeccionista como Raz, no tienen cabida los debates sobre las distintas opciones de bien, solo caben proposiciones instrumentales
 
Estamos lejos de Aristóteles, que considera la ley como el común consentimiento de la ciudad, es decir mucho más que una simple mayoría. La palabra consenso traduciría bien la idea aristotélica. Y todavía estamos más lejos del perfeccionismo moral que introduce Santo Tomás de Aquino: la ordenación de la razón dirigida al bien común y promulgada solemnemente por quien cuida a la comunidad. Un enfoque que exige identificar cuál es el bien común, es decir el conjunto de condiciones que hacen posible que cada ciudadano y la comunidad desarrolle mejor sus dimensiones personales.




 Deseo, adicciones y alienación

Deseo sin límites derivados de la razón, porque la razón del ser es satisfacer al deseo, bajo el impulso del mercado se transforma en adicción. ¿O es que acaso la desmesurada especulación financiera, la generalización de la corrupción, no es adicción al dinero? ¿Puede negarse la afirmación de que nuestra sociedad es adicta al sexo? ¿Ha existido una sociedad más adicta a las drogas de todo tipo que la nuestra?
 
La sociedad desvinculada vive en la cultura de las pulsiones del deseo y por ello es una sociedad de adicciones. Y de ella surge la alienación, una palabra que posee diversos significados, pero el que ahora me interesa situar en primer plano es el colectivo, el concepto de la alienación política, que vivió y alcanzó su máximo esplendor con el marxismo. Para Marx, la causa eran las distorsiones que causaba la estructura de la sociedad capitalista en la naturaleza humana, y en razón de esta perspectiva centró su atención sobre las estructuras del capitalismo que la causaban, más que en sus efectos sobre el sujeto alienado.
 
La rápida implosión política e intelectual del marxismo ha situado aquel concepto en el margen de las categorías que hoy se manejan, pero esto no significa que haya dejado de ser válido como descripción de un estadio negativo para las personas y la sociedad. Podríamos decir que hoy la alienación como categoría analítica atraviesa una crisis teórica, pero esta no se debe tanto al concepto en sí como a las circunstancias. Una ya apuntada, en su hundimiento: el marxismo se llevó con él instrumentos de análisis valiosos, la izquierda, su teórica depositaria, lanzó el agua sucia con la verdura lavada dentro. Pésimo negocio. Pero hay una segunda causa nada menor. A una sociedad alienada le resulta difícil interpretar dicha concepción, porque no desea mirarse en su propio espejo.
 
Y es que, en definitiva, a pesar de su amplitud conceptual, la idea de alienación coincide en venir a señalar un alejamiento, privación de uno mismo, y resulta tan anterior a Marx que Santo Tomás de Aquino ya la manejaba definiéndola como la anulación del libre albedrío de la persona.
 
La alienación entraña un trastorno intelectual, temporal o permanente. Un estado mental que determina una pérdida de la propia identidad, porque se construye otro sobre una base falsa. ¿No es acaso esta sintomatología bien visible en el mundo en que vivimos, donde proliferan las identidades fragmentadas, unidimensionales, como la homosexualidad como identidad, o la raza? De esta simplificación de la condición humana surge la dependencia y la adicción. Es la reducción del ser humano a su identidad sexual, la realización en términos de bienes materiales, la dilución de la realidad de la propia vida en universos imaginarios. No se trata de la dimensión que puede aportarnos las relaciones sexuales, el dinero, o el beber y comer, sino su transformación en una dimensión única, o al menos hegemónica, donde radica lo alienante. El problema, la dimensión extraordinaria del problema, radica en que de la misma manera que el sujeto alienado en su pensamiento desconoce totalmente lo que le sucede, la sociedad alienada, tanto que incluso desarrolla normas e instituciones en este sentido, tampoco tiene conciencia de que sea un problema. Como mucho, observa críticamente algunas manifestaciones, pero carece de capacidad para interpretar las causas desencadenantes, y por ello fracasa en el intento de superar aquellos efectos aisladamente percibidos.
 
Esta alienación se convierte en social, política, y entonces el poder mediático, cultural, y económico, impiden pensar libremente acerca del sistema, y de la situación del individuo. Esa es la misión del pensamiento políticamente correcto: que nadie señale, como en el cuento, la desnudez del rey, y si lo hace, que el anuncio llegue a muy pocos, y a ser posible de manera deformada. La propia alienación, cuando es social, basa su fuerza en el proceso acrítico de ensalzamiento de la fuerza alienante.
 
Es siempre en nombre de "una buena causa" que el sujeto se aliena, enajena su pensamiento. Se anula la capacidad crítica por un buen motivo, al mismo tiempo que se postula la “critica” a todo lo que combate la alienación en nombre de la libertad.
 
Juan Pablo II, en su Audiencia General del miércoles 12 de noviembre de 1986, se refería al pecado como alienación del hombre.
 
"El mandamiento que el hombre recibió al principio incluía esta verdad expresada en forma de advertencia: Recuerda que eres una criatura llamada a la amistad con Dios y sólo Él es tu Creador: ¡No quieras ser lo que no eres! No quieras ser 'como Dios'. Obra según lo que eres, tanto más cuanto que ésta es ya una medida muy alta: la medida de la 'imagen y semejanza de Dios'. Esta te distingue entre las criaturas del mundo visible, te coloca sobre ellas. Pero al mismo tiempo la medida de la imagen y semejanza de Dios te obliga a obrar en conformidad con lo que eres. Sé pues fiel a la Alianza que Dios-Creador ha hecho contigo, criatura, desde el principio".
 
"Cuando comáis de él, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal" (Gén 3, 5). Es decir, el criterio según el cual Dios es "alienante" para el hombre, de modo que si éste quiere ser él mismo, ha de acabar con Dios (cf., por ejemplo, Feuerbach, Marx, Nietzsche).
 
"En lugar del Dios que dona generosamente al mundo la existencia, del Dios-Creador, en las palabras del tentador, en Gén 3, se presenta a un Dios 'usurpador' y 'enemigo' de la creación, y especialmente del hombre sino de 'desobediencia', de oposición a la voluntad del Creador. Este será el carácter principal del primer pecado de la historia del hombre".
 
"¡Lo que lleva a la alienación del hombre es precisamente el pecado, es únicamente el pecado! Es precisamente el pecado el que desde el 'principio' hace que el hombre esté en cierto modo 'desheredado' de su propia humanidad. El pecado 'quita' al hombre, de diversos modos, lo que decide su verdadera dignidad: la de imagen y semejanza de Dios. ¡Cada pecado en cierto modo 'reduce' esta dignidad! Cuanto más 'esclavo del pecado se hace el hombre' (Jn 8, 34), tanto menos goza de la libertad de los hijos de Dios. Deja de ser dueño de sí, tal como exigiría la estructura misma de su ser persona, es decir, de criatura racional, libre, responsable".
 
"La Sagrada Escritura subraya con eficacia este concepto de alienación, mostrando una triple dimensión: la alienación del pecador de sí mismo (cf. Sal 57/58, 4: 'alienati sunt peccatores ab utero'), de Dios (cf. Ez 14, 7: '[qui] alienatus fuerit a me'; Ef 4, 18: 'alienati a vita Dei'), de la comunidad (cf. Ef 2, 12: 'alienati a conversatione Israel')".
 
"El pecado es por lo tanto no sólo 'contra' Dios, sino también contra el hombre. Tal como enseña el Concilio Vaticano II: 'El pecado merma al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud' (Gaudium et spes, 13)".
 







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