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¿Cómo conocer el hábito de la sabiduría?
¿Cómo se lleva a cabo el conocimiento del acto de ser personal humano y del incremento cognoscitivo al respecto?


Por: Juan Fernando Sellés | Fuente: encuentra.com



1. Planteamiento.

Si frente al agnosticismo moderno ante el sujeto y frente a la negación postmoderna de él, somos personas y sabemos que lo somos, tenemos que dar razón filosóficamente de cómo lo sabemos, es decir, de cuál es el método cognoscitivo humano que alcanza como tema al ser personal.

Aunque es claro que ese saber personal nunca es completo a lo largo de la vida en la presente situación, su incremento no es menos manifiesto a quien lo busca y se encamina en tal saber. Ahora bien, tal conocimiento no parece responder al método que proponen ciertas hipótesis de diversos pensadores en la tradición filosófica occidental, a saber:

a) A la consideración de llamada “reflexio” (cfr. cap. 3, nota 30), porque como se ha indicado la reflexión es contraria a la índole de todo acto de conocer humano.

b) A la hipótesis de la filosofía idealista moderna (Hegel) que pretende la identidad entre sujeto y objeto, porque el yo pensado ni es ni puede ser el yo real, sencillamente porque no piensa.



c) A la propuesta de la filosofía contemporánea (Kierkegaard, Marcel, etc.) según la cual se tiende al llamado conocimiento subjetivo, porque no da razón noética de ese modo de conocer y, por ello, puede incurrir en subjetivismo.

d) Al reciente recurso a la afectividad (Heidegger) porque si bien ésta habla fundamentalmente de sí, con todo es claro que el ser personal no se reduce a ella.

e) Al argumento de algunos pensadores creyentes del s. XX (Jaspers, Buber, etc.) que acuden en exclusiva fe sobrenatural, porque la “sola fides” supondría prescindir del conocer personal natural al respecto, asunto que no es correcto.

En consecuencia, tenemos que dar razón de cómo se lleva a cabo el conocimiento del acto de ser personal humano y del incremento cognoscitivo al respecto, teniendo en cuenta, además, que ese desarrollo, por definición, no puede ser innato. Sin embargo, cierta incoación innata del conocer personal debe existir, porque uno no aprende que es una persona distinta por educación familiar, social, etc., sino que parte sabiéndose distinto, y ese saber es base para todos los demás.

Con todo, para que se dé un progresivo perfeccionamiento cognoscitivo en el saber natural humano que versa sobre la propia persona, se precisan varios requisitos:



a) Como en el hombre todo conocer es dual con su tema, es decir, ningún conocer se refiere a sí mismo, no es autointencional (reflexivo), el método cognoscitivo que alcanza como tema a la persona no será la persona.

b) Que si no nos conocemos desde nuestro inicio existencial como distintos, este método cognoscitivo debe ser activado por alguna realidad humana activa superior a él, porque sólo lo superior puede activar a lo inferior.

c) Que el acto superior que active la instancia cognoscitiva que nos permite alcanzar nuestro ser personal sea cognoscente, pues sólo el conocer activa el conocer.

d) Superior a ese saber que alcanza a conocer a la persona humana y concomitante a ella sólo es la propia persona humana.

Por tanto, de acuerdo con c), la persona humana debe ser un conocer en acto.

e) Que el conocer en acto que es la persona no tenga como tema ni a la propia persona, ni a ese saber inferior a la persona con el que podemos conocer a la propia persona, pues de lo contrario se abriría de nuevo el proceso reflexivo.

En suma, ¿cuál es el método cognoscitivo humano que alcanza a la persona como tema?, ¿qué alcanza a conocer de la persona humana? ¿cómo se activa progresivamente?

 

2. La dificultad de conocer el hábito de sabiduría.

Esta dificultad es semejante a la encontrada capítulos atrás al preguntar cómo se conoce el hábito de la sindéresis y el hábido de los primeros principios, pero es más aguda que en aquellos hábitos, porque si bien decíamos que en cierto modo el hábito de sabiduría puede dar razón esos otros hábitos, ahora no podemos responder que la sabiduría dé razón de sí.

El método cognoscitivo humano que alcanza a la persona como tema tiene, a mi modo de ver, un nombre clásico en la tradición filosófica tomista, a saber, el de hábito de sabiduría. Por su parte, la persona, vista como acto de conocer que permite activar a dicho hábito, también posee una denominación no menos clásica en esta tradición: entendimiento agente4. Ambos son descubrimientos aristotélicos, pero conviene revisar, perfilar y, sobre todo prolongar, el alcance que les dio el Estagirita y su comentador medieval que nos ocupa.

Según la tesis que precede, se mantiene que lo que alcanza el hábito de sabiduría es que somos un conocer en acto y que éste forma parte de nuestro acto de ser personal. Con todo, en este estudio interesa más atender al hábito que al conocer trascendental personal. En efecto, es pertinente perfilar en la medida de lo posible el modo de conocer del hábito. Asimismo, hay que estudiar más a fondo su índole innata o adquirida, a la de su progresiva activación, su carácter distintivo respecto de los demás modos humanos de conocer, de su tema y de qué alcanza dicho hábito de él.

No obstante, además de que la explicitación de estos puntos es ardua y prolongada, todos ellos conllevan una cuestión previa: ¿cómo se conoce el hábito de sabiduría? Para responder, se requiere centrar la atención el propio hábito. Ahora bien, intentar centrar la atención en este hábito comporta, a mi juicio, un doble riesgo: por un lado, el de incurrir en la reflexividad; por otro, en el materialismo. En efecto, si el hábito de sabiduría es dual con su tema, que es la persona humana, intentar captar al hábito de sabiduría al margen de su tema, es, por una parte, preguntar con qué se conoce tal hábito. Si se responde que por sí mismo se incurre en un planteamiento reflexivo. Por otra parte, separarlo de su tema por centrar la atención en él es olvidar su carácter cognoscitivo, dual por tanto con su tema, y convertirlo de ese modo en una cosa en sí; pero es claro que lo en sí es de índole material. Dadas estas dificultades, y el largo trayecto a recorrer para esclarecerlas, es preferible en este momento no centrar directamente la atención en dicho hábito, sino en otra instancia que, según mi parecer, da noticia de él indirectamente: la amistad.

 

3. Un rasgo del conocimiento por connaturalidad para conocer el hábito de sabiduría.

La tesis a explicitar dice así: “si se tiene la virtud de la amistad en la voluntad, al arrojar luz sobre ella por una instancia cognoscitiva superior a la misma (la sindéresis), alcanzamos un conocimiento indirecto, pero por connaturalidad, del hábito de sabiduría”. Es patente que el conocer por connaturalidad no es un tema nuevo, pues se encuentra perfilado en Tomás de Aquino6 y recuperado en diversos estudios tomistas recientes7. En esa tradición se declara que este conocimiento es derivado de nuestro comportamiento virtuoso. En efecto, se dice que quien tiene una determinada virtud, sabe por experiencia lo que pertenece a ella y lo que es contrario a la misma. En suma, según ese legado, el conocimiento por connaturalidad consiste en que la persona que vive una determinada virtud, tiene un conocimiento de ella que no es teórico, sino experiencial. Lo que es comúnmente admitido es que este conocer, a distinción del especulativo, versa sobre una inclinación voluntaria.

Ahora bien, como toda virtud tiene una dimensión social innegable, también se puede preguntar qué sabemos de los demás hombres al conocer nuestras propias virtudes. Aquí entronca, a mi modo de ver, el tema que de ordinario se suele denominar intersubjetividad, y cuyo mejor enfoque es precisamente el de la virtud. En efecto, la virtud es la clave del arco de la ética, el único vínculo suficiente cohesión social, ya que “una sociedad libre de dominio” –por usar la terminología de Habermas– sin virtud es imposible, porque sin ella es utópico que uno defienda la verdad o el bien de los demás cuando aquélla o éste vayan en contra de los propios intereses, e incluso de los propios defectos (soberbia, envidia, etc.).

La filosofía tomista afirma que no cabe ninguna virtud moral sin prudencia, pero añade que conocemos nuestras propias virtudes, y también la prudencia, por la sindéresis. Al conocerlas, nos damos cuenta que no todas nuestras virtudes valen lo mismo ni están en el mismo plano. La superior de todas ellas es la amistad. Es claro que al conocer nuestra virtud de la amistad, esta instancia nos abre a conocer a los demás hombres por sus manifestaciones, es decir, no como “personas” distintas, y tampoco como un “tu” distinto (como postulan ciertos protagonistas del personalismo), sino precisamente como Aristóteles indicaba, a saber, como “otro yo”13. Tomás de Aquino habla de “alter ipse”.

Iluminando desde la sindéresis nuestra virtud de la amistad, podemos conocer a nuestros amigos como otro yo, seguramente porque la sindéresis es el yo, y mediante ella se conocen a los “yoes”. En cambio, el acto de ser personal no es el yo, porque es superior a la sindéresis. En efecto, el acto de ser humano no es un hábito. Podemos conocer en cierto modo la intimidad del acto de ser personal de los demás cuando conocemos la nuestra, tema que se esclarece –como se ha indicado– por medio del hábito de sabiduría. Pero iluminar la virtud de la amistad es el mejor modo de conocer a los demás, no en su intimidad, sino en sus manifestaciones; y ello se logra por medio de la sindéresis. Esto es así no sólo porque la amistad sea la virtud más alta de la voluntad, sino porque es lo más alto, sin más, que puede alumbrar la sindéresis. “Otro yo” desde el conocimiento virtuoso equivale a amigo. De manera que conocer nuestra virtud de la amistad es lo que más abre a conocer a los amigos.

Desde luego que al conocer nuestra virtud de la amistad, lo que conocemos prioritaria y fundamentalmente es la índole de la virtud de la amistad. Pero como esta virtud vincula lo más humano de los hombres, permite conocer lo más alto de la esencia humana. Nos abre, pues, a conocer mejor a nuestros amigos. Ahora bien, cabe preguntar si nuestro conocimiento connatural de la virtud de la amistad remite a algo más. A mi modo de ver, la respuesta es afirmativa: al arrojar luz sobre la virtud de la amistad, ésta nos permite conocer indirectamente la existencia de una realidad nuestra superior: el hábito de sabiduría, porque de quien se debe ser amigo, en primer lugar, es de la sabiduría18, pues sin ese norte todas las demás amistades no lo son. Con la iluminación de la más alta virtud, la amistad se convierte en una especie de símbolo real que remite a una realidad humana superior: el hábito de sabiduría.

Si el conocer nuestra virtud de la amistad permite conocer, por connaturalidad, indirectamente, nuestro hábito de sabiduría, con todo, no da noticia de nuestro acto de ser personal, porque dicho hábito no es el acto de ser personal humano, sino, precisamente, un hábito o disposición suya. Por otra parte, como se ha indicado el saber propio del hábito de sabiduría es superior al conocer propio de la sindéresis. Si se acepta la distinción real tomista entre esencia y acto de ser, y se tiene en cuenta tal distinción en antropología, es pertinente decir que el conocer propio del hábito de sabiduría alcanza al acto de ser personal, mientras que el conocer propio de la sindéresis ilumina la esencia humana. La persona no se reduce al yo, porque el acto de ser es irreductible a la esencia humana.

Lo que se propone a estudio es, en concreto, que el conocer propio de la sindéresis, al iluminar la virtud de la amistad, da noticia afectiva, por connaturalidad, de un modo nuestro de conocer personal muy alto, el propio del hábito de sabiduría. Ahora bien, dar noticia de la existencia del hábito de sabiduría no es ejercer dicho hábito ni tampoco, obviamente, alcanzar el tema de dicho hábito: el “actus essendi hominis”. Por tanto, el conocimiento por connaturalidad es inferior al propio del hábito de sabiduría19. En efecto, mientras que la aludida connaturalidad nota que disponemos del hábito de sabiduría, éste alcanza nuestro acto de ser personal. En rigor, el conocer por connaturalidad es inferior al conocimiento que proporciona el hábito de sabiduría. Sin embargo, el conocimiento por connaturalidad es superior al resto de niveles cognoscitivos humanos que radican en la esencia humana20.

El conocer por connaturalidad es, por tanto, un conocimiento muy elevado. No obstante, a pesar de esa gran prerrogativa, este conocer acarrea también una notoria desventaja, y es que, dado su componente precisamente afectivo, no es, a distinción de otros modos de conocer, un conocimiento estrictamente intelectual. Algunos implican en el conocer del hábito de sabiduría el querer, el afecto, pues dicen que en tal conocer está inmersa la voluntad. Pero no es la voluntad lo que se conoce mediante del hábito de sabiduría por la sindéresis, porque el tema del hábito de sabiduría es superior a él, y es claro que superior a él sólo son los actos de ser personales. En cambio, la voluntad es una potencia, y ninguna potencia humana es el acto de ser personal.

Otra cosa es si en el acto de ser personal existe amor y, por tanto, lo conoce en cierto modo el hábito de sabiduría. De existir en esa radicalidad amor personal, ese no será el querer propio de la voluntad, pues es claro que mientras el querer voluntario desea aquello de lo que carece (se ve claro que depende de una potencia), el amor personal se da, se entrega, porque es efusivo, desbordante (con lo que se echa de ver que forma parte del acto de ser). Y otra cosa, aún más compleja, es si acompañan afectos al acto de ser personal humano, como acompañan a las potencias sensibles e inmateriales humanas. Pero en estos puntos no podemos detenernos ahora.

 

4. Conocer por connaturalidad y niveles humanos de afectividad.

No se debe confundir el conocimiento por connaturalidad con la vida afectiva humana, que es muy rica y admite muchos niveles24. En ésta se pueden distinguir, al menos, los siguientes grados de menos a más: los sentimientos sensibles (pasiones o emociones), los estados de ánimo (de las facultades espirituales inteligencia y voluntad) y los afectos espirituales (éstos acompañan a la sindéresis, al hábito de los primeros principios, a la sabiduría y al acto de ser personal). Como es sabido, tanto unos como otros pueden ser positivos o negativos. Por su parte, también el conocimiento afectivo o por connaturalidad puede ser más o menos intenso, pero es, ante todo, conocimiento, aunque lo sea de nuestra vida afectiva. También los sentimientos son cognoscitivos, pero a distinción de los hábitos hablan de sí. Sólo aluden a otras realidades cuando se los ilumina por un conocer superior a ellos, y esta es misión, seguramente, del conocer por connaturalidad.

Se emplea la palabra sentimiento (placer–dolor sensible, deseo–rechazo, ira, etc.) para aludir a la emotividad sensible, es decir, a esas realidades que Tomás de Aquino denomina pasiones sensibles. Frente a estas, Tomás habla de pasiones propias del alma, (alegría–tristeza, gozo–paz–pena, etc.) a las que más abajo designaremos con otros nombres. Estas “pasiones” superiores, según el corpus tomista, tienen como “sujeto” a las facultades espirituales (inteligencia y voluntad) y, por tanto, carecen de soporte orgánico. Por el contrario, los sentimientos son sensibles, es decir, tienen un componente orgánico, e informan, o bien de la idoneidad de una facultad sensible para seguir ejerciendo sus propios actos a fin de alcanzar sus propios objetos, o bien de su indisposición, para proceder así a omitir dicha operatividad.

Con la expresión estados de ánimo se designa el modo de estar de la inteligencia (admiración, aburrimiento, etc.) y de la voluntad (certeza, duda, etc.). Equivalen, pues, a lo que el de Aquino caracteriza como pasiones propias del alma. Estos estados informan acerca de la disposición de esas facultades, es decir, si se encuentran aptas para proseguir en el ejercicio de sus propios actos o, por el contrario, si no se sienten impulsadas a realizarlos, o sea, a descubrir más verdad o a adaptarse a mayor bien, respectivamente. Se pueden asimilar a los hábitos y a las virtudes adquiridas de esas facultades.

Por otro lado, los afectos espirituales (alegría–tristeza, esperanza–desesperación, confianza–desconfianza, amor–odio etc.) se entienden aquí, no como estados de ánimo, sino como estados del ser personal. Equivaldrían, según el marco explicativo tomista, a unas pasiones muy agudas del alma (por ejemplo: los pecados capitales responderían –según este esquema– a unas pasiones negativas muy íntimas; y sus “virtudes” contrarias (que no son de la voluntad), a unas pasiones positivas muy personales). Según mi opinión, los afectos del espíritu acompañan a las diversas perfecciones trascendentales que conforman a la persona humana en su intimidad, esto es, al co–acto de ser personal, no directamente a las potencias espirituales de la persona (inteligencia y voluntad), que conforman la esencia humana, ni tampoco, obviamente, a las facultades humanas con soporte orgánico (sentidos y apetitos), que constituyen la naturaleza humana.

El conocer por connaturalidad no está a mi juicio ni a nivel de naturaleza humana (sensible), ni de acto de ser (personal), sino a nivel de esencia humana (lo que hemos llamado el yo), pues claro que este conocer requiere de las virtudes morales, que son propias de la voluntad, pues si las conociésemos, no cabrían las noticias connaturales, por ejemplo, no sabríamos lo agradable que es vivir la virtud de la castidad. Es manifiesto que conocemos nuestra vida moral, la experiencia de nuestras virtudes; que no todas ellas son iguales, ni igualmente gratificantes o felicitarias. Es clásico considerar que la más alta de ellas es como se ha adelantado la amistad. Es pertinente reparar ahora un poco en ella. Notamos experiencialmente lo gratificante que conlleva ser amigos de nuestros amigos. No es oportuno en este momento abundar en el debido elogio de dicha virtud, sino intentar esclarecer el conocimiento que, por connaturalidad, ella reporta, pues así podremos perfilar mejor la índole del hábito que nos ocupa: el de sabiduría. Para tal menester, reparemos previamente en la semejanza que guarda la amistad con el hábito que nos ocupa.

 

5. La afinidad entre la amistad y el hábito de sabiduría.

Como es sabido, para Aristóteles caben diversas formas de amistad, pero según el filósofo de Atenas la perfecta se distingue de las imperfectas en que en la primera los amigos se quieren entre sí porque son buenos en sí mismos según la virtud, mientras que en las otras se quieren por algún interés, placer, etc.. Es claro que la primera tiene a las personas como fin, mientras que las demás, en rigor, no tienen fin, sino medios. Tomás de Aquino distingue a propósito de esto entre el bien honesto, útil y deleitable. Según el de Aquino, sólo el honesto es virtuoso, el de auténtica amistad.

Para el Estagirita, y también para su mejor comentador medieval, a fin de que exista verdadera amistad con los demás, se requiere que uno sea previamente amigo de sí mismo, es decir, que ame la virtud que existe en él. La amistad, además de la prudencia, exige de otro requisito, pues no basta controlarse a sí mismo mediante esa virtud práctica dianoética, sino también regular las relaciones con los demás, es decir, la justicia. La justicia es el tema del deber. Sin esta virtud no cabe amistad, pero la amistad es superior a la justicia, porque la amistad no es únicamente un asunto de deberes, sino de predilección libre. Justicia como se recordará es dar a cada uno lo suyo. En este caso, lo que se dan son cosas. En cambio, amistad es darse (poner a disposición la propia esencia y naturaleza humanas); es añadidura, sobreabundancia. Las cosas son medios; las personas, fines. Si bien es claro que el fin no se puede alcanzar a querer sin medios (obras son amores y no buenas razones), no nos podemos quedar en ellos si queremos ser verdaderamente amigos.

La justicia mira a los medios; la amistad, al fin. La justicia es una virtud social. La clave de la cohesión social es –como se ha dicho– la virtud. Ahora bien, unirá más la virtud que sea más alta. La virtud superior de la razón práctica es la prudencia, y la suprema de la voluntad es la amistad. A la par, lo más alto de la prudencia parece ser la veracidad, pues si el mejor vínculo de relación social es el lenguaje, el correcto empleo de éste, su uso ético, es la sinceridad. Sin veracidad no cabe cohesión social; ni siquiera familiar. ¿Por qué la veracidad parece ser la culminación de la prudencia? Recuérdese que el acto propio de la prudencia es el imperio, precepto o mandato, y que este acto mueve, dirige y gobierna todas nuestras acciones transitivas. Para responder a la precedente cuestión cabe preguntar: ¿cuál es la principal acción práctica que el hombre puede realizar? Obviamente la del lenguaje, porque ésta es la acción transitiva superior (y condición de posibilidad de las demás), pero el lenguaje no se puede emplear de cualquier manera, sino según una norma ética: la veracidad. De modo que hablar, y hablar verazmente, es un deber de justicia. Sin embargo, no todo se debe decir a cualquiera. A quién más se deben decir las cosas es a los verdaderamente amigos y se deben decir amigablemente. Por eso, la amistad comporta predilección; la justicia, en cambio, no.

Según se ha señalado, la amistad es una virtud de la voluntad, y la dimensión cognoscitiva que arroja luz sobre ella es la sindéresis. Pues bien, se propone a consideración la siguiente tesis: “al iluminar la sindéresis esta virtud, la misma virtud se vuelve remitente, es decir, permite que no nos quedamos sólo en ella, sino que nos lanza hacia una realidad superior a sí misma”, una realidad que no es extrínseca al propio hombre, sino más íntima que la propia virtud de la amistad. La amistad, así iluminada, se convierte, por decirlo de algún modo, en una especie de símbolo muy peculiar, puesto que no es sensible, sino inmaterial; no es imaginativo o ideal, sino real. ¿De qué es símbolo real la amistad?

A mi modo de ver, la amistad iluminada es símbolo del hábito de sabiduría, porque la amistad impele a penetrar cognoscitivamente en el amigo, a adaptarse a la verdad o sentido personal de él, a conocerle y a conocernos como personas distintas, tema propio del hábito de sabiduría. La persona es abierta co–existencialmente a sí y a las demás personas. Al alumbrar la sindéresis nuestra virtud de la amistad, ésta se vuelve símbolo del hábito de sabiduría, porque éste es quien descubre el sentido personal propio y ajeno. Conocer la amistad impele hacia el hábito de sabiduría, porque de quien se debe ser amigo en primer lugar es de la sabiduría, ya que sólo en orden a ella es como se puede dirimir la mayor o menor conveniencia de las demás amistades. Se ha dicho muchas veces que no se puede ser verdadero amigo si entre ellos no media la verdad. A esta certera observación cabe añadir que no se es verdadero amigo si esa amistad no empuja a descubrir cada vez más la verdad personal propia y del amigo.

Por otra parte, el modo de lanzarnos el conocimiento de la amistad a la sabiduría personal no puede ser, de ninguna manera, por medio de un conocer objetivo (según objeto pensado), es decir, derivado de la abstracción, puesto que ni la virtud de la amistad es sensible, ni tampoco el conocer que la ilumina, ni menos aún el saber al que ella remite. A la par, es obvio que no estamos ante un conocimiento innato, sino adquirido, puesto que la amistad requiere tiempo y dedicación: trato. Tampoco es un conocimiento reflexivo, puesto que iluminar nuestra virtud de la amistad es alumbrarla a ella, no iluminar el propio conocer que la alumbra (sindéresis). Además, al ser iluminada la virtud de la amistad, esa luz no se queda inexorablemente en dicha virtud, sino que lanza al saber personal. Por otro lado, este conocer tiene también la ventaja de que no es detenido o acotado (como el abstractivo), pues, además de permitirnos conocer dicha virtud, nos lanza al saber superior.

Por su parte, el hábito de sabiduría alcanza el sentido personal propio, y lo que descubre de la persona es que ésta es coexistente, es decir, que nuestro ser personal no es independiente, aislado, autónomo, sino abierto personalmente a otras personas. Por otro lado, al conocer la virtud de la amistad alcanzamos a conocer “otros yoes”, es decir, otros hombres. Es claro que hay afinidad entre lo descubierto por el hábito de sabiduría otros actos de ser personales y a lo que se abre nuestra amistad otras esencias humanas. La amistad no descubre el sentido del acto de ser personal propio o ajeno, pero sí anima a saber en esa dirección. En efecto, si no se busca la verdad de la propia intimidad humana y si esa verdad interior no se manifiesta ante el amigo, no hay verdadera amistad.

 

6. Límite del conocer por connaturalidad y del hábito de sabiduría.

Conocernos amigos nos lanza al saber personal, acabamos de decir. Con todo, el saber acerca del acto de ser personal, propio del hábito de sabiduría tiene un límite: no nos conocemos por entero. No se trata del límite de la verdad de la propia persona o el de la ajena, sino de la limitación del saber que tenemos de ellas. Ese límite es ontológico, sencillamente porque mientras vivimos el hábito de sabiduría no ha llegado a su culmen. En efecto, no puede desvelar enteramente el ser personal que somos, simplemente porque todavía no hemos llegado a ser el ser que estamos llamados a ser. Además, la luz del hábito de sabiduría es constitutivamente menos luz que la luz del acto de ser personal humano. Es una luz en una luz más excelsa. No se trata de que no acabemos de conocer nuestro sentido personal porque exista en él una irreductible opacidad (como afirman algunos personalistas), sino justo por el motivo inverso, porque la luz del hábito es inferior a la luz del acto de ser personal, que respecto de aquél es sobreabundancia de luz.

Por su parte, el conocimiento por connaturalidad del hábito de sabiduría también es limitado. Ahora bien, si el límite cognoscitivo del saber personal es insalvable en la presente situación, la noticia que nos da la amistad cuando ésta es iluminada es que debemos ir a más en el aumento del hábito de sabiduría, o sea, en el conocimiento de los actos de ser personales: debemos desvelar más la verdad personal. Con otras palabras: la amistad es verdadera cuando el amigo ayuda a descubrir el propio sentido personal (a éste sentido también se puede llamar vocación). De otro modo: el norte de la amistad es el conocimiento de la propia verdad personal y ajena. La cara inversa de este planteamiento parece clara: la ausencia de saber personal entre amigos, el tedio, la acidia, la desgana en la búsqueda de ese saber acerca del sentido personal de cada quién delata carencia de verdadera amistad.

Como es claro, si la amistad no es recíproca, se extingue32. Por ello, se puede considerar que a lo que anima la verdadera amistad es a ir a más en ese saber personal. Si ese saber personal no se busca, o llega un momento de estancamiento en que no va a más, es preferible desatar los vínculos de la amistad. Recuérdese que no hay verdadera amistad si no se ve al otro como “otro yo”. Por eso, no toda forma de amistad lo es verdaderamente. También esto sirve en el seno de la familia. En efecto, sin verdadera y creciente amistad, no hay amor personal, porque la amistad es una manifestación a nivel de esencia humana, del amor personal que caracteriza al acto de ser. Por eso, la clave de los esposos es que, con el paso del tiempo, vayan siendo cada vez más amigos (sin compensaciones). Y la misma clave media entre éstos y los hijos, hasta el punto de que sin amistad no cabe educación. Y otro tanto hay que decir respecto de hermanos: si se rompe en ellos la amistad, es porque previamente la fraternidad ha desaparecido. ¿Cómo se nota la falta de amistad? Ya se ha indicado: por la falta de obras que cohesionen. También, por sobra de obras que separen.

Por otra parte, para Aristóteles un hombre puede ser amigo de otro, pero no de Dios, porque entre el hombre y la divinidad falta la debida proporción, y el Estagirita supone que la amistad se deben dar siempre entre iguales. En cambio, para Tomás de Aquino, cabe la amistad con los hombres y también con Dios. En efecto, en la revelación cristiana, más que hablar de que el hombre busque la amistad con Dios, es éste quien toma la iniciativa y manifiesta su amistad con el hombre, con cada hombre. Tener amistad con Dios es mucho más que cumplir sus mandamientos, aunque cumplirlos es requisito para ser amigo de Dios, es decir, ser amigo de Dios es mucho más que lo justo. Si se cumplen las normas a que inclina la naturaleza humana, se es justo, pero no necesariamente amigo. La justicia es inferior a la amistad, aunque es requisito indispensable para que ésta se dé. Por eso no existe verdadera amistad entre quienes no cumplen la ley natural, tema de la sindéresis. Por lo demás, ser amigo de Dios comporta predilección por él por encima de todas las demás cosas.

La amistad es la virtud humana más excelsa, pero no es equivalente al amor personal. Para Tomás de Aquino, el amor unas veces es considerado como una pasión, otras como un acto de la voluntad, y dentro de este último punto de vista unas veces se destaca su fuerza como “virtus unitiva”; otras, su ser “forma et radix amicitiae”, etc. Algunos de los estudiosos tomistas de este tema han notado que el amor personal no puede ser algo adquirido de la voluntad (un acto o una virtud), y postulan que se trata de un hábito innato. Por otro lado, para algunos representantes de la moderna fenomenología el amor es más radical en el hombre que el conocer. Para pensadores como Marcel, el amor es una de las realidades humanas con más peso ontológico45. Según otros pensadores actuales, mientras que la amistad es una virtud de la voluntad, el amor es, en cambio, una dimensión del acto de ser personal. Esta última posición es más certera, pues es pertinente distinguir el amor personal de la amistad. El primero radica en el acto de ser, la segunda es una virtud de la esencia humana.

Por su parte, la caridad parece incidir más en el amor propio del acto de ser personal humano que en la amistad propia de la voluntad. Obviamente, la caridad no puede prescindir del saber personal (hábito de sabiduría), puesto que el tema de éste es la propia persona humana; y como ésta es coexistente, tal saber se abre a las demás personas como personas. Pero dicho saber no es el que proporciona el conocimiento por connaturalidad de la amistad, porque éste no alcanza a conocer a las personas como actos de ser personales, sino como esencias humanas, es decir, como “otros yoes”. De manera que el hábito de sabiduría añade al conocimiento que versa sobre la amistad un conocimiento superior al esencial, a saber, el personal. Pero si se acepta que el acto de ser personal es elevado por medio de la caridad, ¿por qué el hábito de sabiduría no va a poder ser elevado por otro don divino? Seguramente de esa elevación responde el don de sabiduría.

En suma, cabe un conocimiento indirecto, experiencial, afectivo, connatural, del hábito de sabiduría, cuando tenemos una verdadera virtud de la amistad y arrojamos luz sobre ella indagando acerca de cuál es su sentido y su fin. Ahora bien, ¿es éste el único modo de conocer el hábito de sabiduría?, ¿tal vez el mejor?

 

7. ¿Cabe otro modo de conocer el hábito de sabiduría?

Tomás de Aquino asegura como vimos que el hábito de los primeros principios se conoce por el de sabiduría. Si esta tesis se aceptase, y siguiendo su paradigma se preguntase con qué instancia cognoscitiva se alcanza a conocer el hábito de sabiduría, habría que preguntar por un conocer superior al del propio hábito. Pero si no disponemos de otro hábito más excelente que el de sabiduría, no podemos preguntar con qué otro hábito se puede alcanzar a conocer, de modo directo, este hábito. Como también se dijo, para el de Aquino, superior a este hábito sólo es el intelecto agente. Así pues, cabría preguntar si acaso es el “intellectus agens” el que conoce al hábito de sabiduría.

La respuesta afirmativa al precedente interrogante sería problemática, porque, si se ha indicado que el hábito de sabiduría alcanza al intelecto agente, ¿cómo sería posible que el intelecto agente conociese, a su vez, a tal hábito? ¿No sería esto una especie de circularidad y, consecuentemente, una falta de fundamentación? Además, de aceptarse esta explicación surgirían otros interrogantes: ¿cómo es posible que el hábito de sabiduría tenga dos temas a conocer: el hábito de los primeros principios y el intelecto agente? La dificultad se incrementaría cuando se advirtiera que un tema conocido por el hábito es inferior al propio hábito y el otro, en cambio, superior. Asimismo, de seguir ese modelo explicativo, habría que indagar cómo se puede conocer el propio intelecto agente. Ahora bien, si éste lo superior del conocer humano se vincula con Dios la realidad suprema, ¿cómo sería posible que el “intellectus agens” tuviese dos temas, uno inferior a él el hábito de sabiduría, y otro superior el ser personal divino?

Para paliar la perplejidad de la propuesta precedente se podría alegar que así como el hábito de los primeros principios es uno y, sin embargo, sus temas son plurales el acto de ser creado es distinto del acto de ser divino, así el hábito de sabiduría podría tener temas plurales. Sin embargo, a lo que precede habría que replicar que no es equivalente tener temas plurales de la misma índole actos de ser que tenerlos de diversa índole un hábito cognoscitivo, el de los principios, no es de la misma naturaleza que un acto de ser cognoscente, el personal humano, porque los temas de cualquier método cognoscitivo no pueden ser heterogéneos. Y otro tanto habría que decir respecto de los supuestos temas del intelecto agente, pues es obvio que un hábito el de sabiduría no es de la misma condición que un ser personal el divino. Como se puede apreciar, en la cumbre del conocer humano se multiplican las dificultades y, además, no se encuentran respuestas explícitas a ellas en el corpus tomista. Obviamente, eso no indica que no las haya, sino que se debe proseguir el planteamiento tomista intentando encontrar la solución.

Añádase que el hábito de sabiduría no puede conocer de modo intencional ni al hábito de los primeros principios ni a la persona humana, por un lado, porque la intencionalidad implica conmensuración, y el hábito de sabiduría no puede conmensurarse con el hábito de los primeros principios, puesto que éste no es una forma sino un acto, una realidad y, si se conmensurase con él, no podría conocer otra realidad, otro acto, como lo es el acto de ser personal; por otro lado, porque no podría conocer intencionalmente a la persona humana ya que la intencionalidad versa siempre sobre lo inferior, y es obvio que el acto de ser personal, si es que lo alcanza el hábito de sabiduría, es superior al propio hábito. Lo mismo sucede con el hábito de los primeros principios: su conocer no puede ser intencional, si es que los primeros principios no son formas abstraídas, sino actos de ser reales superiores al propio hábito. Y otro tanto se puede decir del intelecto agente. En efecto, si éste se refiriese al hábito de sabiduría y al ser divino, por una parte, es claro que el hábito de sabiduría no se puede conocer intencionalmente, entre otras cosas porque no es físico y, por tanto, no es posible hacer una forma de él; por otra parte, porque carece de sentido decir que el intelecto agente ilumina intencionalmente al ser divino, o que el ser divino sea una forma mental.

A pesar de las dificultades precedentes, tras la formulación de esas hipótesis, podemos sacar algunas conclusiones seguras: a) los temas del hábito de los primeros principios, de la sabiduría y del intelecto agente, no pueden ser inferiores a ellos ni, obviamente, ellos mismos, sino superiores; b) los temas de esos métodos cognoscitivos son plurales. Habrá que investigar, por tanto, cuales son sus temas propios y en qué consiste su pluralidad. Se ha dicho que el tema del hábito de los primeros principios son los actos de ser reales, que son superiores al hábito y plurales. Ahora hay que añadir que el tema del hábito de sabiduría es el acto de ser personal humano, que es superior al hábito, e íntimamente plural, porque tal acto de ser personal humano no está conformado por un solo rasgo (no es simple), sino por varios rasgos de diverso nivel ontológico. A la par, el tema del intelecto agente es el ser personal divino, que es muy superior al intellectus agens, y tampoco puede consistir en una única persona divina, pues la soledad frustra la noción misma de persona.

El conocimiento del hábito de sabiduría del propio ser personal es transparente. Por otra parte, si se acepta que el acto de ser personal humano está conformado por pluralidad de rasgos de diverso nivel, el hecho de que el hábito de sabiduría los alcance no conduce a admitir que se pueda tratar de varios hábitos de sabiduría, pues todos esos rasgos son homogéneos y, además, de nada serviría multiplicar los hábitos sin necesidad, ya que lo que se requiere es la conexión entre los hábitos y el intelecto personal, y el postular dos o más hábitos sapienciales no resuelve el problema de su conexión. Sin embargo, eso no es incompatible con lo que Tomás admite, a saber, que se den varios actos de ese hábito. Con el hábito de sabiduría sabemos lo que se alcanza: el acto se ser personal. Sabemos cómo se alcanza el ser personal, pero todavía no queda claro cómo se conoce el propio hábito de sabiduría. Tampoco cómo se conoce la sindéresis y el hábito de los primeros principios. Y aunque alcancemos a conocer el intelecto agente (coacto del ser personal humano) por medio del hábito de sabiduría, sin embargo, tampoco lo desvelemos enteramente por el hábito, sencillamente porque éste es inferior al “actus essendi hominis”.

Lo que precede puede sumir en la perplejidad al investigador de los hábitos superiores según Tomás de Aquino, pero también puede espolear su ingadación. Para evitar la perplejidad y animar en ulteriores investigaciones se puede indicar lo siguiente: la dificultad que encontramos para conocer los hábitos de la sindéresis, primeros principios y sabiduría es indicio revelador de que tales hábitos superiores son personales, y tanto ellos como el acto de ser personal humano no se pueden descifrar enteramente en esta vida. Si se pregunta el por qué de esta eventualidad, se ofrece la siguiente posible respuesta positiva (prescindimos de las negativas, simplemente porque no responden): que Dios los descifre completamente en la vida futura.

 

 

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