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Educación

¡Qué mal hablamos!
El cuidado del lenguaje. Algo más que una cuestión estética.


Por: Estanislao Martín Rincón | Fuente: Catholic.net



Cuando tengas que hablar, hazlo de tal modo que tus palabras sean mejores que tu silencio. (Proverbio árabe).

¡Qué mal hablamos!

Discúlpame lector querido por comenzar así, con una queja árida y a bocajarro, pero no he querido disimular ni edulcorar la desazón que me provoca la extensión y la intensión del lenguaje soez que padecemos, auténticamente repulsivo. Porque a eso me refiero cuando digo que hablamos mal, no al hecho de usar el lenguaje con mayor o menor corrección o propiedad, aunque también esos aspectos darían para comentar largamente. Pero no va por ahí mi queja sino del uso de palabras groseras y malsonantes. Prácticamente no hay ámbito donde no prolifere la mala educación en el lenguaje. Desde las conversaciones triviales a los medios de comunicación, desde la literatura al cine (es prácticamente imposible encontrarse con una película que no esté cuajada de exabruptos), desde el lenguaje juvenil al de los líderes sociales, desde los espacios de humor a los espectáculos públicos.

No es que las expresiones burdas me escandalicen por su tosquedad ni porque sean malsonantes. No es eso -desde que guardo memoria las he oído de todos los calibres-. Lo que sí me escandaliza es su práctica normalizada, su generalización impúdica sin recato alguno, la libertad de movimientos de que gozan, la altanería con que se profieren, la habituación que han adquirido y lo que me parece aún más grave, la falta de oposición con que circulan. Que el lenguaje se pervierta ya es grave, pero que lo pervertido adquiera carta de naturaleza social es más grave todavía. No es que a alguien se le escape de vez en cuando algún venablo, es que vemos que se extiende el hablar mal y quienes lo hacen, lejos de pedir disculpas, se ufanan con su uso y su reiteración.

Arrancando de estos principios, pretendo ofrecer ahora un puñado de reflexiones sobre este hecho, mucho más grave, a mi parecer, de lo que pudiera pensarse a simple vista. Porque no es -solo ni en primer lugar- un problema de formas, no es -solo ni en primer lugar- una cuestión estética, sino algo más profundo y en mi opinión, uno de los síntomas inequívocos de descomposición moral que padecemos socialmente. Comenzaré por la dimensión fundamental: la estrechísima relación existente entre nuestro ser (personas humanas) y la palabra.



Ser y decir

Nuestro ser no es nuestro decir pero entre ser y decir existe una relación de continuidad sin cortes ni saltos. En el ser humano una cosa es lo que el hombre es y otra lo que el hombre dice. Parece bastante claro que ser y decir no son lo mismo. En el hombre no, pero en Dios sí. En Dios su Ser es su Decir. Más aún, en Dios su Ser, que es su Decir, es al mismo tiempo su Hacer, y este ser que simultáneamente es su decir y su hacer no es otra cosa que su mismo nombre, Dios es, “Yahvé”. Dios es el que es. Así se da a conocer a Moisés y así se hace nombrar por su pueblo. Por otra parte no es ninguna salida de tono decir que Dios es su palabra. En los días en que se escriben estas reflexiones (tiempo de Navidad) a los cristianos se nos invita a meditar detenidamente el prólogo del evangelio de San Juan en el cual se afirma y se reitera que “la Palabra estaba en Dios y la Palabra era Dios” (Jn 1, 3). Esquemáticamente la idea podría quedar así:

 

 
   


En un segundo momento, caigamos en la cuenta de que el hombre está hecho a imagen de Dios. Pues bien, lo propio de una imagen es que refleje el original, que lo reproduzca de la mejor manera posible. Para la idea que estamos comentando, eso quiere decir que si bien nosotros no somos nuestro decir, ni nuestro hacer, ni nuestro nombre, sí estamos llamados a serlo.



Entre ser, decir y hacer, en el hombre no podemos poner el signo igual, sino su contrario, el signo desigual (=) en pero en la medida en que en nuestra vida se vayan desapareciendo diferencias entre esos tres verbos, la tachadura debe ir desdibujándose y así la imagen de Dios que somos irá descubriendo su auténtica realidad. La unidad interna de cada persona consigo misma llegará a su perfección cuando su ser, su decir y su hacer se identifiquen recíprocamente, cuando coincidan. Esa es la vocación última y definitiva de toda persona humana: ir perfeccionado su ser a lo largo de la vida de tal manera que llegada esta a su cénit, nuestro ser sea nuestra palabra, y esta a su vez la síntesis de nuestras obras, y este ser-decir-hacer equivalga a nuestro nombre. En eso consiste lo que en términos psicológicos llamamos “unidad de vida”, en ser uno consigo mismo, a imagen del original. Hacia esa unidad caminamos y tal unidad constituirá un día nuestra plenitud; y en eso consiste, dicho en términos cristianos, la vocación a la santidad, propia de cada bautizado de modo que pueda llevarse a cumplimiento el mandato del Señor: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48).

Para esto -y no para menos- se nos llamó con un fuerte grito: «¡Ven!», de la nada a la existencia en el instante cero de nuestra vida, para eso el Señor instituyó los sacramentos, para eso fue fundada la Iglesia y para eso existe la educación. Quedarnos en menos es dejar sin responder al mandato creador y poderoso de nuestro padre, Dios. No podemos aspirar a más y no debemos aspirar a menos. No podemos conformarnos con menos porque hemos sido convocados a un encuentro eterno cara a cara con Dios Padre (Ser), Hijo (Palabra) y Espíritu Santo (Hacer) y solo podremos mantenernos en su presencia si hemos llegado a reproducir en nuestra persona su imagen amorosa, simultáneamente una y trina.

En un tercer momento resulta necesario fijarse en una de las consecuencias que para el hombre tiene el hecho de ser “homo viator”, ser en camino, ser que se va haciendo paso a paso. El hombre es un ser inacabado, en construcción, forzosamente abierto a lo que le rodea, lo cual significa, entre otras cosas, que está sometido al efecto continuo de influencias de todo tipo, las cuales van modificando su ser constantemente. La primera y más importante de esas influencias es la acción de Dios en nosotros; la segunda, y también muy importante, es la que ejercemos nosotros sobre nosotros mismos; en tercer lugar está el casi interminable abanico de influencias de nuestros semejantes. Si nos preguntamos cuál es la gran influencia de cada hombre sobre sí mismo, la respuesta no es otra que su propio hacer, y en segundo lugar su propio decir, hasta tal punto que en lo que depende de nosotros, el ser de cada uno es el resultado de sus obras y de sus palabras, en este orden, primero sus obras, después sus palabras. Aplicado este principio a la palabra, esto quiere decir que cuando una persona habla con limpieza, no solamente está revelando una interioridad limpia sino que, además, sus mismas palabras producen un aumento de limpieza en quien las pronuncia. Y al revés, cuando el lenguaje es grosero, no solo se está poniendo de manifiesto el desorden interno de la persona sino que este desorden se recrece por la grosería del lenguaje inadecuado.

Si acaso te preguntas lector por qué tiene que ser esto así, la respuesta está en la relación entre pensamiento y palabra. La palabra no es el pensamiento pero está muy cercana a él. La palabra es el acto del pensamiento y además su vehículo. Es acto en cuanto que lo actualiza, lo hace posible. El pensamiento sin palabras es nada, o si se prefiere, pura potencia, capacidad sin posibilidad de llegar a ser nada concreto, algo así como una especie de quiste intelectual inviable, sin traducción práctica. Por eso no se puede pensar sin palabras, del mismo modo que no se puede pintar sin colores. Y es además vehículo porque la palabra sirve además de transporte de la idea.

A las palabras no se las lleva el viento

No es verdad el dicho de que a las palabras se las lleva el viento. El viento se lleva las palabras solo si están vacías, es decir, si las palabras están en contradicción con el ser o con las obras. En ese caso, aunque las sigamos llamando palabras, en realidad no son tales palabras, sino voces. La voz sí puede estar vacía, pero la palabra jamás. La palabra no está vacía nunca. La voz y la palabra no son lo mismo. La diferencia es bíblica y San Agustín lo explica magistralmente con las figuras de Juan el Bautista (la voz que resuena en el desierto) y Jesucristo (la Palabra). No es que la voz de Juan estuviera vacía, pero Juan no era la Palabra, sino el que abría y preparaba el camino a la Palabra.

Se podrá contestar a esto diciendo que no podemos confundir la Palabra, el Verbo de Dios, Palabra con mayúscula, con las palabras humanas, palabras con minúscula. Es cierto, y hay que andar con cuidado. La palabra humana no es la Palabra Divina, pero sí es su imagen. Si el hombre es imagen de Dios, la palabra del hombre no puede ser sino imagen de la Palabra de Dios. De aquí que si la Palabra Divina es expresión acabada y perfecta del Ser de Dios, la palabra humana es expresión del ser del hombre; no será acabada y perfecta pero está llamada a serlo. En la medida en que concuerde con las obras, a la palabra no se la puede llevar el viento.

El viento, por recio que sea, no tiene fuerza para llevarse las palabras, aunque sí pueda llevarse las voces. Ahí van unos cuantos ejemplos del valor de la palabra. Una sola palabra, “adelante”, dada por el jefe de un estado pone en acción a todo un ejército y desata una guerra; una sola palabra “sí, quiero” convierte a dos novios en esposos; una sola palabra, “fiat” pronunciada por la Virgen María desencadenó el mayor misterio que han visto los siglos y mudó el destino de todos los hombres sin excepción; una sola palabra, “crucificadle” decidió la suerte de Cristo y con Él la de toda la humanidad. ¿Hacen falta más ejemplos? Si ahora me preguntas qué tiene la palabra para ser tan importante, la respuesta es que encierra vida. Las palabras -no las voces- no solo contienen y expresan ideas, las palabras son manifestación del ser y esa es la condición para que vengan cargadas de verdad y vida. Y en sentido contrario, la carga también puede serlo de mentira y de muerte.

Blasfemias y groserías

Dentro del lenguaje inapropiado tienen un puesto destacado las blasfemias y las groserías. Con no poca frecuencia unas y otras se disculpan por la falta de consciencia con que se profieren, bien sea porque hay ambientes que las propician, bien sea por la costumbre. No cabe duda de que mucho de esto sí hay, pero ni el ambiente ni los hábitos incorrectos justifican el mal uso del lenguaje, ni dan carta de normalidad a imprecaciones que no deberían oírse.

Tanto las groserías como las blasfemias son graves pero la blasfemia lo es especialmente. Acerca de la blasfemia -insulto dirigido contra Dios, la Virgen, los santos o en general contra las cosas sagradas- solo quiero dejar constancia de su maldad intrínseca, y, por tanto, su gravedad extrema. La blasfemia es manifestación de odio hacia Dios y a lo sagrado y por ello mismo un acto perverso de impiedad e irreverencia. Esencialmente la blasfemia es satánica en cuanto que tal expresión de odio solo puede tener su origen en el espíritu del mal. A cualquier hombre de conciencia recta, a cualquier espíritu sano, sea o no cristiano, el lenguaje blasfemo no puede producirle sino una íntima e intensa repugnancia. Reitero mi propósito de dejar consignada su iniquidad y sobre este punto, por mi parte, ni una palabra más.

Diferentes son, aunque muy graves también, las groserías, palabras malsonantes cuyo denominador común reside en que todas ellas se sitúan en el ámbito de la sexualidad humana. Los tacos y palabrotas son palabras burdas de índole sexual cuando esta es tratada desde la ordinariez y la bajeza. Se da en ellas con frecuencia una mezcla de enojo e impudicia. No es necesario hacer ver que la relación de este tipo de lenguaje con la lujuria es evidente. A este respecto hay que decir, siguiendo la tradición católica y las enseñanzas de los santos -pienso especialmente en San Juan de la Cruz- que el efecto propio la lujuria es que mancha y afea el alma. Del mismo modo que la soberbia hincha el alma y la ciega, la lujuria la ensucia. No por casualidad la educación del sentido del pudor se debe llevar a cabo específicamente, en primer lugar en el lenguaje y después en los demás campos que también le son propios: vestido, lecturas y diversiones.

La abundancia de palabras indecentes y vulgares en el lenguaje ordinario es prueba irrefutable de que no estamos dando una educación sexual sana, acorde con el magisterio de la Iglesia. Si lleváramos a cabo una auténtica educación sexual como la Iglesia propone, no habría ninguna dificultad para entender la sexualidad como lo que lo que las Sagradas Escrituras nos revelan y la Iglesia Madre nos enseña: una manifestación santa y sublime del amor humano entre hombre y mujer cuyo ejercicio queda reservado a la sagrada intimidad del matrimonio. Una vez más se hace bueno el dicho latino “corruptio optimi pessima”: la corrupción de lo mejor es lo peor. No hay relaciones humanas más santas, ni más santificantes, ni más elevadas ni más sublimes que las que corresponden al ámbito de la sexualidad conyugal cuando estas discurren por los caminos establecidos por Dios Padre. Esta doctrina no es para unos cuantos elegidos sino para la totalidad de los bautizados, están llamados a vivirla todos los matrimonios cristianos y son ellos precisamente quienes deben transmitirla a niños y jóvenes en el seno de la familia. Justamente porque tratándose de lo más sublime corremos el riesgo de transformarlo en lo más bajo, hay que acercarse a ellas con trato exquisito, lo cual exige un lenguaje transparente e impoluto, el único adecuado para expresar con limpidez su bondad y su belleza. De lo contrario, cuando se usa un lenguaje ordinario y soez, este don de Dios que es la sexualidad queda malherido y degradado, y por la estrechíisima relación entre, ser, decir y hacer, ya se puede comprender que el daño es grave. ¿En qué consiste este daño? En mirar de manera indigna a la persona. Hablar mal, groseramente, es ponernos en camino de desacralizar a la persona, o lo que es lo mismo, de correr el riesgo de profanación del santuario que somos cada uno.

El testimonio del bien decir (bendecir)

Hablar bien hace bien. Hace poco, oí comentar a una persona de verbo limpio un testimonio que llamó la atención de los presentes. Hacía notar que en varias ocasiones había tenido conversaciones con interlocutores malhablados, los cuales, según iba avanzando el encuentro, habían ido cambiando sus modos de expresión, pasando de emplear abundantes palabras groseras al inicio, a evitarlas y no decir ninguna al final de la charla con esas personas. Basta con hablar bien, decía, para que los otros -al menos algunos- se esfuercen en hacer lo mismo. Esto no pasa de ser un testimonio puntual pero es suficientemente ilustrativo de que el bien hablar no es solo una cuestión estética ni de formas; al contrario, contribuye a limpiar las relaciones y tiene eficacia inmediata muy valiosa.

Por otra parte hay que tener en cuenta que hablar bien es una preciosa tarea de educación y de apostolado. Con muchísima frecuencia en los ambientes católicos nos preguntamos qué debemos hacer para dar a conocer la riqueza y las bondades de la fe católica (eso pertenece a la tarea de evangelizar) a quienes desconocen o malconocen los contenidos de la misma. Quien quiera ponerse al día, tiene abundante doctrina, antigua y reciente, sobre la evangelización. No es cosa de entrar ahora en ello. Lo que sí me parece oportuno, en relación a lo que venimos tratando, es señalar que la primera vía de acercamiento a las personas acontece a través del lenguaje. El lenguaje no lo es todo ni es tampoco lo decisivo, pero sí es muy relevante. Lo verdaderamente importante son nuestras obras, que son las que confirman o desmienten nuestras palabras; ahora bien, solo pueden confirmar o desmentir a las palabras si antes hay palabras. Sin palabras no hay nada que confirmar ni desmentir. La primera evangelización se produjo con la predicación de los apóstoles y sus colaboradores, y las siguientes oleadas que ha ido habiendo, también. Luego han venido los testimonios, acompañados con mucha frecuencia de entrega de la vida, como se ve en la vida de todos los mártires pero lo primero ha sido la palabra (“la fe entra por el oído”, dice San Pablo en Rom 10, 17). Pues bien, eso que ocurrió hace dos mil años y luego en sucesivos momentos de la Historia, eso mismo sigue teniendo plena vigencia. Hemos de hablar y hablar bien. Hablar bien es bien decir y eso es, en definitiva, lo mismo que bendecir. Cuando hablamos bien, sea directa o indirectamente, estamos bendiciendo. Esa y no otra es la gran tarea que se nos encomienda -como hombres y como cristianos- a través de la palabra: bendecir, decir bien.

 

 

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