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Misa

¿Porqué conviene participar de la Santa Misa, si es posible, todos los días?
Ejemplos y testimonios que invitan a particpar con más asiduidad, en el sacramento de la Eucaristía.


Por: San Leonardo de Porto Maurizio | Fuente: El tesoro escondido de la Santa Misa



CAPÍTULO III


EJEMPLOS OPORTUNOS PARA INCLINAR A LAS PERSONAS DE TODOS LOS ESTADOS Y CONDICIONES A OÍR TODOS LOS DÍAS LA SANTA MISA 

Los que no tienen deseo de asistir a la Misa alegan siempre una multitud de excu­sas, creyendo justificar así su falta de devo­ción. Los verás totalmente ocupados y lle­nos de afán por los intereses materiales; nada les importan los trabajos y fatigas si se trata de acrecentar su fortuna, mientras que para la Santa Misa, que es el negocio por excelencia, sólo encontrarás frialdad e indiferencia. Alegan mil pretextos frívolos, ocupaciones graves, indisposiciones, asuntos de familia, falta de tiempo, en una palabra, si la Iglesia no los obligase bajo pena de culpa grave a oír Misa los domingos y días de fiesta, Dios sabe si pondrían jamás los pies en un altar. ¡Ah! ¡Qué vergüenza! ¡Qué tiempos tan calamitosos los nuestros! ¡Qué desgraciados somos! ¡Cuánto hemos decaído del fervor de los primeros fieles que, como ya dije, asistían todos los días al Santo Sa­crificio y se alimentaban allí del Pan de los Ángeles por medio de la Comunión sacra-mental! Y no es que les faltasen negocios, ni ocupaciones; sin embargo, la Misa, lejos de servirles de molestia, era a sus ojos un medio eficaz de que prosperasen a la vez sus intereses temporales y espirituales.

¡Mundo ciego! ¿Cuándo abrirás los ojos para reconocer un error tan manifiesto? Cristianos, despertad por fin de vuestro letar­go, y que vuestra devoción más dulce y pre­dilecta sea oír todos los días la Santa Misa, y hacer en ella la Comunión espiritual. Para que tú, cristiano lector, formes esta resolu­ción, no encuentro otro medio más eficaz que el del ejemplo; porque es un hecho que salta a la vista, que todos somos gobernados por él. Todo lo que vemos hacer a otros, nos es fácil y cómodo. “Y ¿por qué no podrás hacer tú lo que éstos y aquéllos?”. Éste era el re­proche que SAN AGUSTÍN se dirigía a sí mis­mo antes de su conversión. Voy, pues, a citarte algunos, siguiendo las diferentes categorías de personas, y de esta manera abrigo la esperanza de ganar tu corazón.

§ 1. Ejemplos de varios príncipes, reyes y emperadores 



Los ejemplos de los grandes del mundo causan ordinariamente más impresión que la piedad, aun extraordinaria, de los simples particulares, lo cual confirma la verdad de aquel axioma tan conocido: “El pueblo sigue el ejemplo de su rey”: Regis ad exemplum totus componitur orbis. Bien podría citar aquí un considerable número de aquellos per­sonajes, a fin de animarte a imitarlos y a oír todos los días la Santa Misa; mas para no exceder los justos límites, me contentaré con indicar algunos.

El gran CONSTANTINO asistía todos los días al Santo Sacrificio en su palacio; pero esto no bastaba a satisfacer su piedad, pues cuando marchaba a la cabeza de sus ejércitos y hasta en los campos de batalla, llevaba con-sigo un altar portátil, no dejando pasar un solo día sin ordenar que se celebrasen los divinos misterios, a lo cual debió las señala-das victorias que obtuvo sobre sus enemigos. LOTARIO, emperador de Alemania, observó constantemente la misma piadosa práctica: en la paz como en la guerra, quiso oír hasta tres Misas diarias. El piadoso rey de Ingla­terra ENRIQUE III, hacía lo mismo con edifi­cación de toda su Corte; y su devoción fue recompensada por Dios, aun temporalmente, concediéndole un reinado de cincuenta y seis años (1).

Mas para conocer bien la piedad de los monarcas ingleses y su asistencia continua al santo sacrificio de la Misa, no es preciso recurrir a los siglos pasados: basta fijar la consideración en aquella grande alma, cuya muerte todavía llora la ciudad de Roma; me refiero a la piadosa reina MARíA CLEMENTINA. Esta princesa, según ella misma tuvo la bon­dad de confiármelo muchas veces, tenía sus principales delicias en oír la Santa Misa, así que lo hacía diariamente y en el mayor nú­mero posible. Asistía a ellas de rodillas, sin almohadillas para las rodillas, sin apoyo al­guno, inmóvil, cual una verdadera estatua de la piedad. Una asistencia tan fervorosa al Sacrificio inflamó de tal manera su corazón en el fuego de amor a Jesús, que todos los días quería hallarse presente a tres o cuatro reservas del Santísimo Sacramento, que se celebraban en distintas iglesias, haciendo ir al galope sus caballos por las calles de Roma, para llegar oportunamente a todos los tem­plos. ¡Ah! ¡Qué torrentes de lágrimas vertía esta virtuosa señora para conseguir saciar el hambre que tenía del Pan de los Ángeles! Hambre tan devoradora que la hacía pade­cer noche y día, y era que su corazón sen­tíase constantemente transportado al objeto de su amor. Sin embargo, Dios permitió que sus apremiantes súplicas no fuesen siem­pre escuchadas; y lo permitió a fin de hacer más heroico el amor de su sierva, o más bien para hacerla mártir del amor, pues, a mi juicio, esto fue lo que abrevió los días de su vida, de lo cual es una prueba evidente la carta que me escribió estando ya mori­bunda. Lo que hay de cierto es, que si se vio privada de la frecuente Comunión sacra-mental, no por eso perdió el mérito; porque aquellos dulcísimos deliquios del amor que no podía experimentar comulgando sacra-mentalmente, se los proporcionaba la Comu­nión espiritual que renovaba, no sólo siem­pre que asistía a la Santa Misa, sino también muchísimas veces al día, y con un gozo in­terior inexplicable, siguiendo con exactitud el plan trazado en el capítulo anterior.

Ahora yo pregunto: este ejemplo tan su­blime y edificante, del que puedo asegurar haber sido testigo de vista, puesto que ha pasado en mi presencia, y que en nuestros días ha sido en Roma objeto de admiración, ¿no bastará para cerrar la boca de los que alegan tantas y tantas dificultades para dis­pensarse de oír todos los días la Santa Misa y hacer en ella la Comunión espiritual? Pero todavía no me satisface que procures imitar a esa virtuosa reina en su ardiente deseo de unirse a Jesucristo; yo quisiera que la imi­tases también en el celo con que trabajaba con sus propias manos para proveer de vestiduras sagradas a las iglesias pobres: ejem­plo que siguieron en Roma muchas señoras distinguidas, que se recreaban en una ocupa­ción tan piadosa, como útil y modesta. Co­nozco fuera de Roma una gran princesa, tan célebre por su piedad como por su esclare­cido nacimiento, que oye todos los días va­rias Misas y tiene a sus doncellas frecuente-mente ocupadas en trabajos de mano para el servicio de los altares, hasta el punto de entregar cajones de corporales, purificadores y otros ornamentos, bien a misioneros, bien a predicadores, para que éstos los distribu­yan a las iglesias, a fin de que el Divino Sa­crificio se celebre en todas partes con la decencia y pompa convenientes.

Séame permitido exclamar ahora: ¡Oh poderosos del mundo! Ved ahí el medio seguro de conquistar el cielo. Y vosotros, ¿qué hacéis? Decídmelo por favor: ¿qué hacéis? ¿Cómo no abrís vuestras manos para distri­buir abundantes limosnas a favor de tantas iglesias tan necesitadas? No digáis que care­céis de recursos, que vuestras propiedades producen poco, y que otras necesidades más apremiantes absorben vuestras rentas; por-que en este caso yo os facilitaría el medio de proporcionar recursos a los altares sin perjudicar a las exigencias de vuestro estado. Vedlo ahí: es muy fácil y lo tenéis a mano; un caballo menos en vuestras caba­llerizas, un lacayo menos a vuestro servicio, cualquier otra superfluidad menos; y de este modo podéis hacer economías suficientes pa­ra socorrer las necesidades de muchas igle­sias sumamente pobres. Y ¡qué de bendiciones atraería sobre el Estado y sobre vosotros mismos una conducta tan edificante! Convó­canse asambleas, reúnense congresos, fór­manse conferencias, consejos de guerra para la seguridad de las provincias, juntas de no­tables para deliberar sobre los medios de aumentar la prosperidad y riqueza pública, y de alejar los peligros que pudieran impe­dirla, y es muy frecuente no conseguirlo. Pues bien, una buena idea, un medio suge­rido con oportunidad bastaría para allanar estas dificultades y asegurar de una vez la tranquilidad del reino. Pero, ¿y de dónde nos vendrá este feliz pensamiento? —De Dios, sabedlo bien, de Dios. — ¿Y cuál es el medio más eficaz para conseguirlo? —La Santa Misa. óyela, pues, querido lector, con la frecuencia posible, y haz que se celebre a menudo por tu intención: cuida de proveer a las iglesias de vasos sagrados y ornamentos convenientes, y verás entonces los efectos de una providencia especial, que asegurará tus posesiones, y que te hará dichoso en el tiem­po y en la eternidad.



Concluiré este párrafo con un ejemplo de SAN WENCESLAO (2), rey de Bohemia, a quien deberías imitar, si no en todo, a lo menos en parte. Este Santo Rey no se contentaba con asistir diariamente a varias Misas, arrodillado sobre el pavimento desnudo, y ayudando a veces al sacerdote con más humildad y modestia que un joven de prima tonsura. El piadoso monarca se empleaba además en adornar los altares con las joyas más ricas de su corona y con las ropas más preciosas de su palacio. Acostumbraba también a pre­parar con sus propias manos las hostias destinadas al Santo Sacrificio; y el grano que servía para confeccionarlas era recogido por el mismo Santo Rey. Veíasele, sin temor de rebajar la dignidad real, trabajar la tierra, sembrar el trigo y recoger la cosecha; des­pués de lo cual él mismo molía el grano y cernía la harina, con cuya flor amasaba las hostias y las presentaba humildemente a los sacerdotes. ¡Oh manos dignas de empuñar el cetro de todo el mundo! Pero ¿qué utilidades le reportó una devoción tan tierna? Dios per­mitió que el emperador Otón distinguiese a este Santa Rey con una benevolencia sin igual, de la que le dio una brillante prueba concediéndole la gracia de unir a su escudo de armas todos los blasones del Imperio: favor que no se había concedido a ningún príncipe. Pero Dios, que se dignó recompen­sar en este mundo la devoción de Wenceslao al santo sacrificio de la Misa, le preparó en el cielo una recompensa mucho más magní­fica, cuando, después de un glorioso martirio, fue elevado de un reino temporal a un trono eterno de la gloria. Reflexiona sobre estos grandes ejemplos, y toma una resolución ge­nerosa.

§ 2. Ejemplos de grandes damas y señoras del mundo

Hay señoras que parece quieren convertir la iglesia en un teatro para su vanidad. Al entrar en ella atraen las miradas de todos con su brillante y acicalado traje. ¡Plegue a Dios que no usurpen o no estorben las ado­raciones que debieran dirigirse hacia el altar! Como entre esta clase de personas se encuen­tran muchas bastante asiduas en la asisten­cia a los Oficios divinos, no nos detendremos tanto en exhortarlas a frecuentar el lugar santo, como en enseñarles la modestia y el respeto con que es preciso portarse en la casa de Dios, particularmente durante la ce­lebración del Santo Sacrificio. En efecto, tan edificado como estoy de la conducta de un gran número de matronas romanas, y de las más distinguidas, que se presentan delante de nuestros altares con un exterior suma-mente sencillo, sin pompa alguna y sin ador­nos; tanto me escandaliza ver otras vanido­sas, que con su ridículo peinado y su vestido de teatro tienen la necia pretensión de pasar por diosas en las iglesias. A fin de inspirar a estas desgraciadas un saludable y santo temor a nuestros tremendos misterios, voy a referir el siguiente ejemplo que se lee en la vida de la BEATA IVETA DE HUY, en el terri­torio de Lieja (Bolland, vita B. Ivetae). Oyen-do Misa esta santa viuda el día de Navidad, Dios le hizo ver un espectáculo espantoso. Estaba a su lado una persona distinguida que parecía tener los ojos fijos en el altar, pero no era con el objeto de prestar aten­ción al Santo Sacrificio, o de adorar al San­tísimo Sacramento que se disponía a recibir, sino que estaba la infeliz entretenida en sa­tisfacer una pasión impura que había conce­bido por uno de los cantores que se hallaba en el coro, y cuando la desgraciada se le­vantó para acercarse a la Sagrada Mesa, la Bienaventurada Iveta vio una turba de de­monios saltando y bailando alrededor de aquella mujer: unos le levantaban su vesti­do, otros le daban el brazo, y todos parecían emplearse con diligencia en servirla, aplau­diendo a la vez su acto sacrílego. Rodeada de este infernal cortejo fue a arrodillarse ante el altar de la Comunión: bajó el sacer­dote, llevando en su mano la Sagrada Hostia, y la depositó sobre la lengua de aquella infeliz mujer; pero en el mismo instante la Santa viuda vio a Nuestro Señor volar al cielo, por no habitar en un alma que era guarida de los espíritus impuros. Con esta inmodestia sacrílega había atraído los demo­nios y ahuyentado al Divino Salvador, según la infalible sentencia del Espíritu Santo: La sabiduría encarnada no entrará en un alma depravada, ni habitará en un cuerpo esclavo del pecado. “In malevolam animam non in­troibit sapientia, nec habitabit in corpore subdito peccatis”. (Sab. 1, 4).

Quizás me dirás, al leer estas páginas, que tú no eres del número de las personas que no guardan moderación ni decencia. Me com­plazco en creerlo, digo más, ni aun lo dudo; pero cuando se nota que vas a la iglesia ador­nada y perfumada como para un baile, y ves­tida con tan poca modestia, ¿no hay derecho para dirigirte una censura severa? ¡Qué do­lor! En verdad que así se hace de la casa de Dios una cueva de ladrones, puesto que, dis­trayendo a todo el mundo, se roba a Jesu­cristo el honor y atención que le son debidos.

Entra, pues, dentro de tu corazón, y toma la firme resolución de imitar a SANTA ISABEL DE HUNGRÍA (3). Esta santa reina tenía el ma­yor anhelo por oír Misa, pero cuando llegaba el momento de asistir al Santo Sacrificio, dejaba su corona, quitaba las sortijas de sus dedos, y despojada de todo adorno, se con­servaba en presencia de los altares cubierta con un velo y en actitud tan modesta, que jamás se la vio dirigir sus miradas a derecha ni izquierda. Esta sencillez y esta modestia agradaron tanto a Dios, que quiso manifes­tar su contento por medio de un brillante y ruidoso prodigio. Al tiempo de celebrarse la Misa, la Santa se vio rodeada de una luz tan resplandeciente, que los ojos de los demás asistentes quedaron deslumbrados: pa­recía un ángel bajado del cielo. Aprovéchate de tan bello ejemplo; y si lo haces, está segura de que así agradecerás a Dios y a los hombres, y de que tus sacrificios te acarrea­rán inmensas utilidades en esta vida y en la otra.

§ 3. Ejemplos de mujeres de humilde condición 

En la primera instrucción se ha demostra­do de una manera incontestable que la Santa Misa es de grandísima utilidad para toda cla­se de personas. Sin embargo, no es oportuno que mujeres de cierta condición, y a causa de los deberes que tienen que cumplir, asis­tan a ella todos los días de la semana. Si criáis niños, o si por un motivo de caridad o de justicia cuidáis enfermos; en fin, si un marido díscolo os prohíbe salir, no tenéis motivo para inquietaron y mucho menos para desobedecer; porque, aun cuando la asisten­cia a la Misa sea la cosa más santa y pro­vechosa, sin embargo la obediencia y la mor­tificación de la propia voluntad siempre son preferibles. Para vuestro consuelo añadiré que obedeciendo dobláis vuestros méritos, en atención a que Dios, en este caso, no sólo recompensará vuestra obediencia, sino que además tomará en cuenta la buena voluntad que tenéis de asistir a la Misa, como si en realidad la hubieseis oído. Por el contrario, desobedeciendo, perderíais uno y otro méri­to, demostrando con vuestra conducta que preferís satisfacer los deseos de vuestra pro­pia voluntad a cumplir con la de Dios, de la cual se nos dice expresamente en las Santas Escrituras que “la obediencia es mejor que los sacrificios”, es decir, que prefiere una su-misión humilde a todas las Misas que no sean de precepto.

¿Y qué sería si, después de ir a la Santa Misa, volvieseis con las manos vacías, efecto de vuestra charlatanería, de vuestra curiosi­dad y distracciones voluntarias? Escuchad el caso que voy a referir. Una buena mujer que habitaba en un pueblito a cierta distan­cia de la iglesia, resolvió y prometió a Dios oír un gran número de Misas durante un año, a fin de alcanzar una gracia que deseaba vivamente. Por esta razón, en el momento en que sonaba la campana de una ermita, in­terrumpía de repente sus ocupaciones, y se dirigía con prontitud a la iglesia a pesar de la lluvia, de la nieve y de todas las intem­peries de la estación. Cuando volvía a su casa procuraba apuntar las Misas oídas, con el fin de tener la seguridad de que era pun­tual en el cumplimiento de su promesa, a cuyo efecto colocaba por cada Misa un haba en una cajita que cerraba con todo cuidado. Pasado el año, y no abrigando la menor duda de haber satisfecho con exceso lo que había prometido, alcanzado muchos méritos y pro­porcionado mucha gloria a Dios Nuestro Señor, abrió su caja: pero ¡cuál sería su sorpresa al encontrar una sola haba, de tantas como había depositado! En vista de tan esperado suceso, entregóse a una profunda pena, y vertiendo lágrimas, fue a quejarse a Dios con las siguientes palabras: ¡Oh Señor! ¿Cómo es posible que de tantas Misas como he oído sólo encuentre la señal de una? Yo jamás he faltado a ella, a pesar de los obstáculos de toda clase, a pesar de la lluvia, del hielo y del calor. . . ¿Cómo, pues, ¡Dios mío! me explico este suceso? Entonces el Señor le inspiró el pensamiento de que fuese a consultar a un sabio y virtuoso sacerdote. Preguntóle éste por las disposiciones con que acostumbraba dirigirse a la iglesia y por la devoción con que asistía al Santo Sacrificio. A esta pregunta contestó la pobre mujer, di­ciendo con toda verdad, que durante el tiem­po que empleaba en ir de casa a la iglesia, no se ocupaba más que en negocios y baga-telas; y que mientras se celebraba la Santa Misa, estaba constantemente preocupada con los cuidados de la casa, o con los trabajos del campo y aún charlando con otras. He aquí, le dijo el sacerdote, la causa de que se hayan perdido todas estas Misas: los discur­sos inútiles e impertinentes, la disipación y las distracciones voluntarias os quitaron todo el mérito. El demonio se aprovechó de esto, y vuestro Ángel bueno llevó todas las habas que servían de señales, para daros a entender que el fruto de las buenas obras se pierde cuando no se practican bien. Por consiguien­te, dad gracias a Dios porque a lo menos hay una que fue oída con gran provecho vuestro.

Ahora entra dentro de ti mismo y di: De tantas Misas como he oído en el curso de mi vida, ¿cuántas habrá que Dios haya tomado en cuenta? ¿Qué te dice la conciencia? Si te parece que serán pocas las que hayan sido favorablemente recibidas del Señor, ob­serva otro método en lo sucesivo. Y a fin de que jamás seas del número de aquellas desgraciadas que sirven de ministros al de­monio, aun en las iglesias, para arrastrar almas al infierno, escucha el ejemplo siguien­te, muy a propósito para hacerte temblar.

Se lee, en el Sermonario llamado Dormisicuro, que una mujer reducida a extrema necesidad andaba errante cierto día por lu­gares solitarios, y tentada de la desespera­ción, cuando de repente se le apareció el demonio y le ofreció cuantiosas riquezas, con tal que ella quisiera ocuparse en distraer a los fieles durante la Misa, entreteniéndolos con discursos inútiles. La infeliz aceptó esta proposición, según ella dijo; y habiendo co­menzado a ejercer su oficio diabólico, lo de­sempeñó tan maravillosamente, que a cualquiera persona que estuviese cerca de ella le era imposible prestar atención a los Oficios divinos, ni oír devotamente la Santa Misa. Pero no pasó mucho tiempo sin que aquella mujer desgraciada se viese herida por la ma­no de Dios. En una mañana de violenta tem­pestad un rayo cayó sobre ella sola y la re­dujo a cenizas. Aprende por cuenta ajena y evita en todo lugar, y especialmente en la iglesia, el estar al lado de aquéllos que con sus chanzas, con sus conversaciones imper­tinentes y con sus irreverencias de toda clase, se convierten en instrumentos del demonio: de otra manera te expondrías a incurrir co­mo ellos en el desagrado de Dios.

§ 4. Ejemplos de negociantes y artesanos 

El dinero es el ídolo de nuestros días. ¡Ah! ¡Cuántos desgraciados están constantemente prosternados ante esta falsa deidad, a la que únicamente rinden culto! Ellos llegan a ol­vidar al Creador del cielo y de la tierra, y por consiguiente se precipitan en un abismo de males aun temporales, mientras que el Real Profeta nos asegura que los que buscan a Dios ante todo, estarán al abrigo de los in­fortunios y serán colmados de bienes: “In­quirentes autem Dominum non minuentur omni bono” (4). Esta sentencia se verifica es­pecialmente, en favor de aquéllos que pro-curan prepararse para el trabajo y demás ocupaciones del día, con la asistencia al san­to sacrificio de la Misa. La prueba de esta verdad nos la suministra el siguiente caso notable, ocurrido a tres negociantes de Gub­bio, en Italia.

Habíanse dirigido los tres a una feria que se celebraba en la villa de Cisterno, y des­pués de haber arreglado sus compras, tra­taron de ponerse de acuerdo para la marcha. Dos fueron de parecer que se emprendiese al día siguiente muy temprano, a fin de lle­gar a sus casas antes de anochecer; empero el tercero protestó que el día siguiente era domingo, y que de ningún modo se pondría en camino sin oír primeramente la Santa Misa. También exhortó a sus compañeros a que tomasen la misma resolución para volver juntos como habían ido, añadiendo que, des­pués de haber cumplido este precepto y to­mado un buen desayuno, viajarían más con­tentos; y por último dijo: que si no era po­sible llegar a Gubbio antes de anochecer, no faltarían mesones en el camino. Los compa­ñeros rehusaron conformarse con un dicta­men tan sabio y provechoso, y queriendo a toda costa llegar a su casa el mismo día, respondieron: que si por esta vez dejaban de oír Misa, Dios tendría misericordia con ellos. Así, pues, el domingo al rayar el alba y sin poner los pies en la iglesia, montaron a ca­ballo y emprendieron el viaje a su pueblo. Bien pronto llegaron cerca del torrente de Confuone, que la lluvia caída durante la noche había hecho crecer desmedidamente y hasta tal punto, que la corriente, azotando con violencia el puente de madera, lo había sacudido fuertemente. Sin embargo, los ji­netes subieron, pero apenas dieron los pri­meros pasos cuando la impetuosidad de las aguas arrastró el puente con los caballeros, y los sumergió. Al ruido de tan espantoso desastre corrieron los aldeanos, y con el auxi­lio de ganchos consiguieron sacar los cadá­veres de aquellos desgraciados que acaba­ban de perder su fortuna y su vida, y quizás su alma: se les depositó a orillas del torrente esperando que alguno los reclamase para darles honrosa sepultura. Durante este tiem­po el tercer negociante, que se había quedado en Cisterno para oír la Santa Misa, cumplido este deber había emprendido ale­gremente su viaje. No tardó mucho en lle­gar al sitio de la catástrofe, quedando atur­dido a la vista de los cadáveres; y habiéndose detenido a mirarlos, reconoció a sus compa­ñeros de la víspera. Oyó, vivamente conmo­vido, la relación de la funesta desgracia de que habían sido víctimas, y levantando sus manos al cielo, dio gracias a la Bondad in-finita por haberlo preservado de semejante desventura; y sobre todo, bendijo mil y mil veces la hora dichosa que había consagrado al cumplimiento de sus deberes religiosos, atribuyendo su conservación al santo sacri­ficio de la Misa. Habiendo regresado a su pueblo extendió en él la noticia del trágico suceso, que excitó en todos los corazones un vivísimo deseo de asistir todos los días a la Santa Misa.

¡Maldita avaricia! muy necesario es que lo diga: ¡maldita avaricia! Tú eres la que apar­tas los corazones de Dios, y les quitas, por decirlo así, la libertad de ocuparse del impor­tantísimo negocio de su salvación.

Con el fin, pues, de que todos los que están expuestos a este vicio comprendan bien en qué consiste, voy a explicarlo por medio de una comparación tomada de la Sagrada Es­critura. Sansón, como sabéis, dejóse atar al principio con nervios de buey; después con gruesas cuerdas nuevas, que todavía no ha­bían prestado servicio alguno; y las rompió como se rompe un hilo. Pero al fin, vencido por las importunas molestias de Dalila, su mujer, le descubrió que el secreto de sus fuerzas estaba en sus cabellos: de suerte que habiéndole rasurado la cabeza se con­virtió en un hombre débil como los demás, y cayó en poder de los filisteos que le arran­caron los ojos, y lo condenaron a hacer dar vueltas a la rueda de un molino. Ahora pre­gunto: ¿En qué estuvo la falla de Sansón? ¿En dejarse atar de tantas maneras? No; porque él sabía muy bien que todas las liga-duras cederían a sus esfuerzos como un del­gado hilo. La gran falta que tuvo fue el re-velar el verdadero secreto de su fuerza y dejarse cortar los cabellos, sin los cuales San­són no fue ya Sansón. Del mismo modo, digo, supuesto que un negociante, un indus­trial, se deje aprisionar por miles de ocupa­ciones, en el tráfico, en la industria y en empresas de toda clase: ¿es esto en lo que consiste el vicio funesto de la avaricia? No: el vicio consiste en dejarse cortar los cabe­llos. Me explicaré: Tal negociante está abru­mado de asuntos, y, sin embargo, por la mañana temprano, al oír tocar a Misa, se dice a sí mismo: tregua a los cuidados, la Misa antes que todo. Ved aquí un Sansón que está atado, si se quiere, con muchas cuerdas, pero que no está rasurado. Otro está sujeto por más de siete lazos, por ejemplo: expediciones que hacer, jornaleros que pagar, cartas que escribir, cuentas que arre­glar, deudas que satisfacer, créditos que co­brar: ¡ah! ¡qué de ligaduras y qué laberin­to! Sin embargo, llega el domingo o un día de fiesta y este hombre se desentiende de todos estos embarazos y se dirige a la igle­sia para oír la Santa Misa y practicar sus devociones: ved ahí todavía un Sansón que está muy atado, pero que conserva su cabe­llera, porque en medio de sus numerosos negocios no pierde de vista el importantísi­mo de su eternidad. Pero (fijad bien la aten­ción en este pero), cuando estáis fuertemente ligados con mil lazos de intereses tempora­les, y no tenéis bastante fuerza para rom­perlos, esto es, para desembarazaros de cuan-do en cuando, y acercaros con regularidad de cristianos a los Santos Sacramentos, y a oír la Santa Misa, desde entonces ¡ay! no sois más que unos infelices Sansones ligados y rasurados a la vez. Vuestros títulos y ren­tas quizás sean legítimos; pero no lo es se­guramente ese furor por adquirir que absor­be toda vuestra atención: ésa es una avaricia cruel que os tratará como a Sansón, es de­cir: que, como él, seréis envueltos en las rui­nas de vuestras casas. Y entonces esos te­soros que amontonáis, ¿para quién serán? “Quae autem parasti, cuius erunt?” (5).

Pero no olvidemos, querido lector, que estos avaros jamás se rendirán, a menos que se les tome por su lado débil. Pues bien, les diré: ¿Qué es lo que pretendéis? ¿En­riqueceros, ganar dinero y redondear vues­tra fortuna? ¿Y sabéis cuál es el medio más seguro y eficaz de conseguirlo? Vedlo aquí: asistid todos los días a la Santa Misa. El ejemplo siguiente debe convenceros de esta verdad. Había dos artesanos que ejercían el mismo oficio: uno de ellos estaba cargado de familia, pues tenía mujer, hijos y aún so­brinos que alimentar, y no en corto número; el otro vivía solo con su mujer. El primero criaba su familia con bastante desahogo, y todo le salía maravillosamente: tenía un al­macén muy acreditado, trabajo cuanto pudie­ra desear, y negocios bastante lucrativos para hacer cada año algunas economías des-tinadas a la dote de sus hijas, cuando lle­gasen a la edad de casarse. El otro artesano, aunque solo, estaba sin trabajo y muerto de hambre. Acercóse un día a su vecino y le dijo en confianza: “¿Cómo haces y qué con­ducta es la tuya para vivir tan cómodamente y aumentar tus intereses? Diríase que Dios hace llover en tu casa todos los bienes en abundancia, mientras que yo, infeliz, no pue­do levantar la cabeza, y todas las desgracias me oprimen. —Yo te lo explicaré bien, le respondió su amigo: mañana por la mañana pasaré por tu casa, y te enseñaré el lugar donde voy a negociar mi buena fortuna”. A la mañana siguiente fue a buscarlo y lo condujo a la iglesia para oír la Santa Misa, después de lo cual lo acompañó a su taller: hizo lo mismo el segundo y tercer día, y al cuarto le dijo el otro: “Si no hay más que hacer que ir a la iglesia y asistir al Santo Sacrificio, yo sé perfectamente el camino; por consiguiente no es necesario que te molestes más. —Esto es precisamente, le contestó el primero: asiste todos los días a la Santa Misa, y verás cómo la fortuna te sonríe”. Así sucedió efectivamente. Desde el momento en que abrazó esta práctica tan piadosa, se vio muy surtido de trabajo, pagó sus deudas en poco tiempo, y puso su casa en buen pie. (Surio, en la Vida de S. Juan el Limosnero).

Creéis al Evangelio, ¿no es así? Pues bien: si creéis en él, no podéis dudar de esta verdad. ¿No dice terminantemente: “Quaerite primum regnum Dei (Mt. 6,33): Buscad pri­mero el reino de Dios, y todo lo demás se os dará por añadidura”? Procurad hacer la prueba, a lo menos durante un año. A la Misa todas las mañanas; y si vuestros nego­cios no tienen mejor éxito, os permito que­jaros de mí. Pero no sucederá así segura-mente, antes por el contrario, tendréis mo­tivos poderosos para darme gracias.

§ 5. Ejemplos de jornaleros y sirvientes 

El apóstol SAN PABLO dice que el cristiano que no tiene cuidado de los suyos, y espe­cialmente de los domésticos, es peor que un infiel. Esta solicitud que se les debe, entién­dese no sólo en cuanto al cuerpo, sino y mu­cho más en cuanto al alma. Por consiguien­te, si el Apóstol tenía por crueldad el que se les dejase carecer de lo necesario para la vida corporal, mucho mayor lo será privarlos del alimento espiritual, principalmente prohi­biéndoles asistir todos los días a la Santa Misa. No hay un señor, por rico y poderoso que sea, que sepa comprender la pérdida que le ocasiona tal privación. Cuando Dios esta­bleció alianza con Abrahán, le ordenó que no solamente se circuncidase, sino que obligase a hacer lo mismo a todos sus servidores y esclavos: prueba evidente de que todo buen cristiano no debe contentarse con servir a Dios por sí mismo, especialmente con la asis­tencia al Santo Sacrificio, sino que debe procurar que todos sus criados, que toda su casa, le sirva igualmente.

SAN ELEÁZARO, conde de Ariani, practicó perfectamente esta santa economía espiritual. En un reglamento que había formado para su palacio, ordenaba en primer lugar que todos oyesen diariamente la Santa Misa; do­mésticos y sirvientes, mozos y empleados, a todos quería verlos asistiendo al adorable Sacrificio del altar. Esta piadosa costumbre es seguida por un gran número de señores, de cardenales y prelados de Roma. Todos los días oyen o celebran la Santa Misa, y quieren que todos sus dependientes y domés­ticos asistan a ella, y no vayáis a creer que el tiempo que éstos emplean en oír Misa es un tiempo perdido, no: es el tiempo que Dios tendrá más en cuenta.

SAN ISIDRO (6) era un pobre labrador; pero tenía sumo cuidado de no faltar a Misa. Dios le hizo conocer cuán agradable le era su de­voción por el suceso siguiente. Un día que el Santo estaba trabajando en el campo, oyó tocar a Misa en una iglesia inmediata; deja sus bueyes, y marcha precipitadamente con objeto de asistir al Santo Sacrificio. Pero ¡oh prodigio! mientras que San Isidro estaba en Misa, los Angeles se ocuparon en conti­nuar la labor de aquel devoto y piadoso la­brador. Es verdad que Dios no hará milagros tan patentes en favor vuestro; sin em­bargo, ¿no tiene medios infinitos para re-compensar vuestra piedad? Bien podéis com­prenderlo por lo que hizo con un pobre vi­ñador, cuya historia es la siguiente: Este virtuoso jornalero, que criaba su familia con el sudor de su rostro, acostumbraba, antes de consagrarse al trabajo, asistir todos los días al santo sacrificio de la Misa. Un día muy temprano dirigióse al punto donde se reunían sus compañeros, esperando que al­guno viniese para alistarlos. En este tiempo oyó sonar la campana, y al instante, según costumbre se dirigió a la iglesia para rezar en ella sus oraciones. Después de la primera Misa salió inmediatamente otra, que el pia­doso jornalero oyó con la misma devoción. Al volver a su puesto ya no encontró a nin­guno de sus compañeros: todos habían sido alistados y enviados al campo, y los dueños también habían desaparecido. Aquel buen hombre volvíase triste a su casa, cuando un rico propietario del lugar se apercibió de ello; y al notar en su rostro su gran tristeza, se acercó a él y le preguntó la causa. “Qué quiere usted, respondió el pobre trabajador, esta mañana, por temor de perder la Misa, he perdido mi jornal. —No te aflijas por eso, respondió el rico: vuelve a la iglesia, oye una Misa más por mi intención, y esta tarde te pagaré tu jornal”. El pobre hombre fue a cumplir con lo que le ordenaba su nue­vo amo, y no solamente asistió a la Misa que se le había prescrito, sino que además oyó todas las que se celebraron en aquel día. Al caer de la tarde se presentó al rico para recoger su jornal. En efecto, recibió doce sueldos, salario ordinario de un jornalero de aquel país. Marchábase muy contento a su casa, cuando vio venir hacia él un personaje desconocido (era Nuestro Señor Jesucristo), y le preguntó cuánto le dieron por el trabajo de un día tan bien empleado; y oyendo que sólo recibiera doce sueldos, le dijo: “¿Tan poco ganaste por una obra tan meritoria? Vuelve a casa de ese rico, y dile: que si no aumenta la retribución, sus negocios irán muy mal”. El jornalero desempeñó con humilde sencillez el encargo que llevaba para el rico, quien le entregó cinco sueldos más, enviándole en paz. Marchó el buen hombre muy satisfecho con esta gratificación; pero el Divino Salvador no se contentó con ella: viendo que el aumento no excediera de cinco sueldos, le dijo: “Esto no es bastante todavía; vuelve a casa de ese avaro, y hazle pre­sente que si no se muestra generoso, vendrá sobre él una terrible desgracia”. El jorna­lero se presenta nuevamente delante del rico con un temor respetuoso, y le hizo a medias palabras aquella nueva demanda. Entonces el rico, herido interiormente por la gracia del Señor, llevó su generosidad hasta el punto de darle cien sueldos y un buen vestido nue­vo. Sin duda os admiraréis, y con razón, del modo con que la Divina Providencia recom­pensó a este pobre viñador, de la piedad que le movía a oír todos los días la Santa Misa; pero más admirable es todavía la misericor­dia que Dios tuvo de este rico. A la noche siguiente apareciósele el Salvador, y le reve­ló que, gracias a las Misas oídas por aquel pobre, había sido preservado de una muerte repentina, que en aquella misma noche lo hubiera precipitado en el infierno. Al oír un aviso tan espantoso, se levantó sobresaltado, y entrando en cuentas consigo mismo, co­menzó a detestar su mala vida; y se declaró muy devoto de la Santa Misa, a la que asis­tió en adelante todos los días con bastante regularidad. No se contentaba con oírla, sino que además hacía que diariamente se cele­brasen otras muchas en diferentes iglesias, por cuyo medio alcanzó la gracia de pasar el resto de su vida en la práctica constante de la virtud y la de una muerte preciosa a los ojos del Señor. (Nicol Lac. trat. 6 dist. 10 de Misc., c. 200).

§ 6. Ejemplo formidable para los que no aprecian el inmenso tesoro de la Santa Misa 

Dos insignes doctores de la Iglesia, el Án­gel de las Escuelas Santo Tomás de Aquino y el Seráfico San Buenaventura, enseñan, como se dijo en el capítulo primero, que el adorable sacrificio de la Misa es de un precio infinito, tanto por razón de la Víctima, como por la del sacerdote que la inmola. La Víc­tima ofrecida es el Cuerpo, la Sangre, el alma y la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo; y el primer sacrificador, es el mismo Jesu­cristo. ¿De qué procede, pues, que tantos cristianos hacen tan poco caso de este ines­timable tesoro, prefiriendo a él un vil interés?

Hemos escrito este opúsculo con el fin de instruir a todos los que quieran leerlo con atención, e inspirarles la más sublime idea de este Divino Sacrificio. Si hasta hoy ¡oh cristiano lector! fue para ti un tesoro escon­dido, ahora que ya conoces su valor infinito, quisiera que tomases una resolución eficaz de aprovecharte de él, asistiendo todos los días a la Santa Misa. Para concluir de ani­marte a la práctica de una obra tan piadosa y fecunda en resultados espirituales y aún temporales, voy a referirte un ejemplo terri­ble que pondrá el sello a toda la obra.

Eneas Silvio, que llegó a ser Papa con el nombre de Pío II (7), cuenta que un gentil-hombre de los más distinguidos de la provin­cia de Istria, después de haber perdido la mayor parte de su inmensa fortuna, se había retirado a una aldea suya para vivir allí con más economía. Vióse al poco tiempo ataca-do de una negra melancolía que no le dejaba un momento de sosiego, persiguiéndolo hasta el punto de querer abandonarse a la deses­peración. En medio de luchas interiores tan horribles recurrió a un piadoso confesor, quien, después de haberle oído sus trabajos, le dio un excelente consejo: “No deje usted pasar, le dijo, un solo día sin oír la Santa Misa, y no tenga usted ningún temor”. Este aviso agradó tanto al gentilhombre, que se apresuró a ponerlo en ejecución, con el ob­jeto de asegurar más y más la facilidad de su cumplimiento, tomó un capellán para que le dijese Misa todos los días en el castillo. Por un compromiso inevitable, tuvo este sa­cerdote que ir muy temprano a una villa poco distante, para ayudar a otro compañero que celebraba la primera Misa. Nuestro pia­doso caballero, no queriendo pasar un solo día sin asistir al adorable Sacrificio, salió del castillo en dirección a la villa con el fin de oír allí la Santa Misa. Como iba a un paso muy acelerado, un aldeano que lo en­contró en el camino le dijo: “Que podía volverse a su casa, porque la Misa del nuevo sacerdote había concluido y no se celebraba ninguna otra”. Al oír esta noticia se llenó de turbación, y empezando a lamentarse, exclamó: “.Qué será de mí en este día, qué será de mí? Quizá sea hoy el último de mi vida”. Asombrado el aldeano de verle tan afligido, le dijo: “No os desconsoléis, señor: con mucho gusto os vendo la Misa que acabo de oír. Dadme la capa que cubre vuestros hombros y os cedo la Misa, con todo el mé­rito que por ella pude haber contraído de­lante de Dios”. El gentilhombre tomó la pa-labra del aldeano, y después de haberle entre­gado muy gozoso su capa, continuó su viaje a la iglesia para rezar allí sus oraciones. Al regresar al castillo y habiendo llegado al sitio donde se había verificado el indigno cambio, vio al infeliz aldeano colgado de una encina como Judas. Dios había permitido que la tentación de ahorcarse, que tanto atormen­taba al gentilhombre, se apoderase de aquel desgraciado que, privado de los auxilios que había alcanzado por medio de la Santa Misa, no tuvo fuerzas para resistir. Horrorizado a vista de semejante espectáculo, comprendió una vez más toda la eficacia del remedio que su confesor le había dado, y se confirmó en la resolución de asistir todos los días al Santo Sacrificio.

A propósito de este tremendo caso, quisie­ra hacerte dos observaciones de altísima im­portancia. La primera es concerniente a la monstruosa ignorancia de aquellos cristianos que no apreciando debidamente las inmen­sas riquezas encerradas en el Sacrificio del altar, llegan a tratarle como si fuera un ob­jeto de tráfico. De aquí proviene esa manera de hablar tan inconveniente, que tienen cier­tas personas, cuyo cinismo llega al extremo de preguntar a un sacerdote: ¿Cuánto me cuesta una Misa? ¿Quiere usted que se la pague hoy? ¡Pagar una Misa! ¿Y en dónde encontraréis capital equivalente al valor de una Misa, que vale más que el paraíso? ¡Qué ignorancia tan insoportable! La moneda que dais al sacerdote es para proveer a su sub­sistencia, pero no un pago de la Santa Misa, que es un tesoro que no tiene precio.

Muy cierto es, amado lector, que en este opúsculo te he exhortado constantemente a oír todos los días la Santa Misa, y a que hi­cieses celebrarla con la mayor frecuencia po­sible. Y quién sabe si con este motivo habrá tomado un pretexto el demonio para soplar-te al oído esta maldita sospecha: “Los sacer­dotes presentan muy buenas y excelentes ra­zones para inclinarnos a dar limosnas destinadas a la celebración del Santo Sacrificio; sin embargo, no es oro todo lo que reluce. Bajo una apariencia de celo, ellos buscan su provecho, pues cuando se penetra en el fon­do de ciertas cosas, se comprende al fin que el interés es el único móvil de todo lo que hacen y de todo lo que dicen”. ¡Ah! si tal crees te engañas miserablemente. En cuanto a mí, doy gracias a Dios por haberme lla­mado a una Religión en donde se hace voto de pobreza, la más estricta y rigurosa, y en donde no se recibe estipendio de Misas. Aún cuando se nos ofrecieran cien escudos por celebrar una sola vez el Santo Sacrificio, no los recibiríamos. Nosotros, al decir Misa, nos conformamos siempre con la intención que tuvo el mismo Jesucristo al ofrecerse al Eterno Padre en sacrificio, sobre el altar sangriento del Calvario. Por consiguiente, si alguno puede hablar con toda claridad y sin temor de que se atribuyan miras interesadas, soy yo que no pienso ni puedo pensar en otra cosa que en el bien de todos. Por lo mismo vuelvo a repetir lo que te dije al prin­cipio de este opúsculo: asiste frecuentemente a la Santa Misa; a ello te conjuro en el nombre de Dios; asiste muy frecuentemente y da limosnas para hacer que se celebren en el mayor número posible, y de este modo amontonarás un rico y precioso tesoro de méritos, que te será muy provechoso en este mundo y en la eternidad.

La segunda observación que debo hacerte con relación al ejemplo que acabas de leer, es acerca de la eficacia de la Santa Misa para alcanzarnos todos los bienes y preservarnos de todos los males, especialmente pa­ra avivar nuestra confianza en Dios y darnos fuerzas con las cuales vencer todas las tenta­ciones. Permíteme, pues, que te diga una vez más: ¡A Misa, por favor, a Misa! si quieres triunfar de tus enemigos y ver al infierno humillado a tus pies.

Antes de terminar este opúsculo, creo con­veniente decir algunas palabras acerca del ministro que ayuda a Misa. En estos días desempeñan este oficio los niños o personas sencillas, mientras que ni aún las testas co­ronadas serían dignas de un honor tan sin­gular. SAN BUENAVENTURA dice que el ayudar a Misa es un ministerio angélico, puesto que los muchos Ángeles que asisten al Santo Sa­crificio sirven a Dios durante la celebración de este augusto misterio. SANTA MATILDE Vio el alma de un fraile lego más resplandeciente que el sol, porque había tenido la devoción de ayudar a todas las Misas que podía. SAN­TO Tomás DE AQUINO, brillante antorcha de las escuelas, no apreciaba menos la dicha del que sirve al sacerdote en el altar, puesto que, después de celebrar, nada deseaba tanto co­mo ayudar a Misa. El ilustre canciller de Inglaterra, TOMÁS MORO, tenía sus delicias en el desempeño de tan santo ministerio. Ha­biéndole reprendido cierto día uno de los grandes del reino, diciéndole que el Rey vería con disgusto que se rebajase hasta el punto de convertirse en monaguillo, Tomás Moro respondió: “No, no, al Rey mi señor no pue­den disgustarle los servicios que yo hago al que es Rey de los reyes y Señor de los señores”. ¡Qué motivo de confusión para aquellos cristianos que, aun haciendo alguna vez profesión de piedad, se hacen rogar para ayu­dar a Misa, mientras que debieran disputar a otros este honor, que envidian los Ángeles del cielo!

Por otra parte, es preciso tener cuidado de que el que ayuda a Misa sea capaz de cumplir con su ministerio de una manera conveniente. Debe tener la vista mortificada y manifestar un exterior grave, modesto y piadoso: debe pronunciar las palabras clara-mente, sin apresurarse y a media voz; no en tono tan bajo que no le oiga el sacerdote, ni tan alto que incomode a los que celebran en otros altares. Por consiguiente, no deben ser admitidos ciertos niños desvergonzados, que están burlándose unos de otros durante la Misa y distraen al celebrante. Yo suplico al Señor se digne iluminar a los hombres sabios, e inspirarles la resolución de ocupar-se en un ministerio tan santo y meritorio. A las personas más distinguidas corresponde dar el ejemplo.

Para concluir, sólo me resta dar un salu­dable consejo que comprenda a seglares y sacerdotes. Dirigiéndome a los primeros, les digo: Si queréis recoger frutos abundantísi­mos del santo sacrificio de la Misa, asistid a ella con la mayor devoción. Por todo este opúsculo he insistido más de una vez sobre este punto; y ahora, al terminar, insisto to­davía y con más eficacia, si cabe. Asistid, pues, con devoción a la Santa Misa, y si lo encontráis bueno, utilizad este librito, practi­cando exactamente lo que se prescribe en el capítulo segundo. Haciéndolo así, os aseguro pues tengo la experiencia por testigo) que bien pronto experimentaréis en vuestro co­razón un cambio muy notable, y palparéis las inmensas utilidades que redundan en benefi­cio de vuestra alma.

En cuanto a vosotros, sacerdotes del Señor permitidme que, con mi frente pegada al polvo, os dirija una súplica. Os ruego, por las entrañas de Nuestro Señor Jesucristo, que toméis la firme y constante resolución de celebrar todos los días la Santa Misa. Si en la primitiva Iglesia los mismos seglares no dejaban pasar un solo día sin comulgar, ¿con cuánta mayor razón debemos creer, que los sacerdotes celebraban diariamente? “Cada día ofrezco a Dios el Cordero sin man­cha”, dijo SAN ANDRÉS APÓSTOL, dirigiéndose al tirano. SAN CIPRIANO (8) escribió en una carta las palabras siguientes: “Nosotros, los sa­cerdotes, que celebramos y ofrecemos a Dios todos los días el Santo Sacrificio”. SAN GREGORIO EL GRANDE refiere de Casiano, obis­po de Narni, que teniendo éste la piadosa costumbre de celebrar diariamente, Dios Nuestro Señor encargó a uno de sus capellanes le dijese en su nombre que se portaba muy bien, que su piedad le era muy agra­dable, y que por ella recibiría una recom­pensa magnífica en el reino de los cielos.

Por el contrario, ¿quién será capaz de com­prender, ni menos de expresar, el daño que causan a la Iglesia los sacerdotes que sin impedimento legítimo y sólo por pura negli­gencia, omiten la celebración del adorable Sacrificio? Y no crea el sacerdote indevoto que pueda alegar como excusa, para no decir Misa, las muchas ocupaciones de que está rodeado. El BEATO FERNANDO, arzobispo de Granada y ministro del reino a la vez, estaba siempre ocupadísimo, y sin embargo celebra­ba todos los días la Santa Misa. Advertido en cierta ocasión por el cardenal Toledo de que la Corte murmuraba porque, a pesar de verse abrumado de tantos negocios, no quería privarse de celebrar un solo día, el Siervo de Dios le respondió: “Ya que Sus Altezas pusieron sobre mis débiles hombros una carga tan pesada, necesito un poderoso apoyo para no sucumbir. ¿Y dónde lo encon­traré mejor que en el santo sacrificio de la Misa? Allí adquiero toda la fuerza y el vigor necesarios para llevar mi carga”.

Hay sacerdotes que, apoyándose en cierta humildad omiten celebrar todos los días la

Santa Misa. SAN PEDRO CELESTINO (9), a consecuencia de la sublime idea que había forma-do de este augusto Misterio, quiso abstenerse de la celebración diaria; pero un santo Abad, de cuyas manos había recibido el hábito re­ligioso, se le apareció, y en tono de autoridad le dijo: “¿Encontrarás en el cielo un serafín que sea digno de ofrecer a Dios el tremendo sacrificio de la Misa? Dios eligió, para mi­nistros suyos, no Ángeles, sino hombres; y como tales están sujetos a mil imperfeccio­nes. Humíllate, pues, muy profundamente, pero no dejes de celebrar un solo día, porque ésta es la voluntad de Dios”.

Sin embargo, y a fin de que la frecuencia no disminuya el respeto, todo sacerdote debe esforzarse en imitar a los Santos que brillaron especialmente por la modestia y fervor con que subían al altar. El ilustre arzobispo de Colonia, SAN HERIBERTO, manifestaba al celebrar una devoción tan extraordinaria, que hubiéraselo tenido por un ángel bajado del cielo. SAN LORENZO JUSTINIANO (10) estaba como fuera de sí cuando decía la Santa Misa. Pero SAN FRANCISCO DE SALES parece desco­llar sobre todos. Jamás se vio un sacerdote que subiese al altar con más dignidad, con más respeto y recogimiento; desde que se revestía de los ornamentos sagrados no se ocupaba de ningún pensamiento extraño al tremendo Sacrificio; y en el momento en que ponía el pie sobre la primera grada del altar, se notaba en él un no sé qué de celestial, que asombraba y era el embeleso de todos los circunstantes.

Si estos ejemplos os parecen muy subli­mes, adoptad la práctica de SAN VICENTE FERRER (11). Este gran Santo, que celebraba to­dos los días antes de subir a la cátedra del Espíritu Santo, tenía sumo cuidado de acercarse al altar con dos disposiciones impor­tantísimas. Para conseguir la primera, recu­rría todas las mañanas a la santa Confesión. Yo quisiera que hicierais lo mismo, sacerdo­tes fervorosos, que, celebrando los mismos misterios buscáis el medio de dar a Dios la mayor satisfacción posible. ¡Cosa extraña! se ve a muchos emplear medias horas en la lectura de ciertos libritos a fin de prepararse para el Santo Sacrificio, mientras que ha­ciendo un corto examen y excitándose al do­lor de los pecados de la vida pasada, su-puesto que no hubiese otra materia, confe­sándose, podrían adquirir una grande pureza de alma. Ved aquí, sacerdotes del Señor, la preparación más excelente, y cuya prácti­ca os aconsejo. No menospreciéis este aviso que os doy, así como daría mi vida por vues­tra salvación. ¡Ah! ¡Qué tesoro de méritos adquiriréis por este medio! ¡Qué gracias me daréis cuando nos encontremos en la dichosa eternidad!

Para obtener la segunda disposición, San Vicente Ferrer quería que el altar estuviese adornado con cierta magnificencia. Como celebraba ordinariamente en presencia de una numerosa asistencia, exigía la limpieza y decencia más exquisitas en las vestiduras sagradas y en todo lo que servía al Santo Sacrificio. No se me oculta que la pobreza a que se ven hoy reducidas las iglesias, las excusa de tener ricos ornamentos de seda y tisú; pero ¿podrá dispensarlos de la decencia y limpieza que se requieren? Mi Padre SAN FRANCISCO DE Asís tenía tanto celo por los divinos misterios, que a pesar de su amor a la pobreza exigía, sin embargo, la mayor decencia y aseo en las sacristías, en el altar, y sobre todo en las vestiduras sagradas que sirven inmediatamente al Santísimo Sacramento. A todo esto añadiré, que la SANTÍSI ­ MA VIRGEN, para darnos a entender la nece­sidad de esta limpieza exterior, en una de sus revelaciones a Santa Brígida, le dijo: “La Misa no debe celebrarse sino con ornamen­tos que puedan inspirar devoción por su limpieza y decencia”.

Procuremos, pues, sacerdotes del Altísimo, celebrar la Santa Misa con estas dos dispo­siciones: limpieza exterior, y sobre todo la pureza del alma. Celebremos todos los días el Santo Sacrificio con el fervor y modestia con que celebraríamos, si toda la Corte ce­lestial asistiese visiblemente. De esta manera daremos gloria y alabanza a la Santísima Tri­nidad, proporcionaremos alegría a los Án­geles, perdón a los pecadores, auxilios de gra­cia a los justos, alivio y sufragio a las almas del purgatorio, a toda la Iglesia bienes inmensos, y a nosotros mismos la medicina y remedio de todas nuestras necesidades. Por último, yo abrigo la confianza de que si cele­bramos con recogimiento, y sobre todo con una viva fe y un gran fervor, los seglares se determinarán a asistir devotamente todos los días al Santo Sacrificio, y nosotros ten­dremos el consuelo de ver renovarse entre los cristianos el fervor de los primeros fieles, y Dios será honrado y glorificado. Ved ahí el único objeto que me propuse al escribir este opúsculo, a que doy fin rogándoos recéis por mí una sola Ave María (12).

Notas:

(1) 1216-1272. (N. del E.).

(2) SAN WENCESLAO, rey y mártir. Nieto de Santa Ludmila. Asesinado por su hermano Boleslao el 28 de setiembre de 938. Santo patrono de la nación checa. Festividad: 28 de setiembre. (N. del E.).

(3) Santa ISABEL DE HUNGRÍA (1207-1231): Hija del rey Andrés II de Hungría. Esposa del landgrave Ludwig IV de Turingia. Canonizada en 1235. Festi­vidad: el 19 de noviembre. Patrona de la Tercera Orden Franciscana. (N. del E.),

(4) “Los que buscan al Señor no carecerán de bien alguno” (S. 33, 11). (N. del E.).

(5) ” Pero lo que has preparado, ¿de quién será?” (Lc. 12, 20). (N. del E.).

(6) SAN ISIDRO LABRADOR (1082-1170): Patrono de Madrid, su ciudad natal. Festividad el 15 de mayo. El papa Gregorio XV, en la bula de canonización (1621), afirma que San Isidro “nunca salió para su trabajo sin antes oír, muy de madrugada, la santa misa y encomendarse a Dios y a su Madre Santísima” (N. del E.).

(7) Eneas Silvio PICCOLOMINI (1405-1464), Papa Pío II (1458-1464): Estadista, diplomático, orador, mecenas y erudito humanista; poeta, historiador, memo­rialista, pintor, etnógrafo y geógrafo.

En 1459 convocó en Mantua infructuosamente un congreso de príncipes cristianos para inducirlos a una gran cruzada contra el Turco, que fue siempre su preocupación fundamental.

En 1463 proclamó la Bula de Cruzada con estas palabras: “Ya que de otro modo nos es imposible des­pertar los entorpecidos corazones de los cristianos, nosotros mismos nos lanzaremos al peligro y gastaremos en esta empresa todos los recursos de la Iglesia romana y del patrimonio de San Pedro, con el solo fin de amparar la fe católica. (…) Nuestra causa es la de Dios; lucharemos por la ley de Dios y el mismo Dios aplastará a los enemigos ante nuestros ojos”. (N. del E.).

(8) SAN CIPRIANO (circa 200-258) : Obispo de Cartago, uno de los Padres de la Iglesia latina, cuyos escritos “resplandecen más que el sol”, al decir de San Jerónimo.
Apóstol y maestro de la Romanidad y del amor a la Iglesia: “No puede tener a Dios por padre quien no tiene a la Iglesia por madre”, escribe en el más hermoso de sus opúsculos, el “De Catholicae Ecclesiae unitate” (251).
Mártir en la octava persecución, la de Valeriano, el 14 de septiembre de 258, el mismo día, aunque no el mismo año que el Papa San Cornelio (251-253).
Festividad de ambos: el 16 de setiembre. (N. del E.).

(9) SAN PEDRO CELESTINO 0 SAN PEDRO DE MORRONE (1215-1296), Papa SAN CELESTINO V (1294): Undécimo de doce hermanos, anacoreta y eremita, fundador de la Congregación de los Celestinos (1264), rama benedic­tina aprobada por Gregorio X en 1274 y suprimida a fines del siglo XVIII.
Estando la barca de la Iglesia sin su supremo pastor durante más de dos años (4 de abril de 1292: muerte de Nicolás IV, el primer papa franciscano), Celestino, que vivía consagrado a la oración y a la penitencia en las soledades del monte Morrone, fue electo Papa sin su conocimiento, el 5 de julio de 1294.
Después de cinco meses y seis días, convencido de su ineptitud, abdicó solemnemente al pontificado el 13 de diciembre de 1294. Diez días después, era elegido sucesor el gran pontífice BONIFACIO VIII (1294-1303) —propugnador del primado pontificio con todas sus prerrogativas—, quien ratificó la validez de la abdica­ción de Celestino V, insertando la bula de dimisión del pontífice en el Cuerpo del Derecho Canónico.
En razón del “gran rechazo” de Celestino a la tiara pontificia, DANTE lo hunde en el infierno:
“vidi e conobbi L’ombra di colui che fece per viltá lo gran rifiuto”. (Infierno 3, 59-60; cfr. 27, 104-105).
Canonizado por Clemente V el 5 de mayo de 1313. Festividad: 19 de mayo. (N. del E.).

(10) SAN LORENZO JUSTINIANO (1381-1456): Escritor ascético, primer patriarca de Venecia (1451). Su reforma de costumbres del clero se adelantó en un siglo a las del Concilio de Trento y desmiente los pretextos invocados por Lutero. “En España, en Italia, en Francia, en la misma Alemania, los santos se anti­ciparon a los herejes y por el camino recto. Los siglos XIV y XV son testigos de la aparición de varios milla-res de libros titulados DE REFORMATIONE ECCLESIAE IN CAPITE ET IN MEMRRIS (Sobre la reforma de la Iglesia en la cabeza y en los miembros)” (A. Montero).
Canonizado por Alejandro VIII en 1690. Festividad: 5 de setiembre. (N. del E.).

(11) SAN VICENTE FERRER (1350-1419): Famoso pre­dicador, misionero y taumaturgo español, nacido en Valencia, de la orden de Santo Domingo.
Sólido teólogo tomista y profundo conocedor de las Sagradas Escrituras, a sus sermones acudían multi­tudes de hasta quince mil personas. Contemporáneos del Santo refieren que, predicando en su valenciana lengua nativa, le entendían por igual gentes de muy diversas naciones.
Recorrió misionando toda Europa y convirtió a millares de judíos. Todos los días cantaba la misa solem­ne y luego pronunciaba el sermón, que solía durar dos o tres y hasta seis horas, como un Viernes Santo en Toulouse.
Contribuyó notablemente para la terminación del mal llamado “Cisma de Occidente” (1378-1417). Canonizado en 1455 por Calixto III, el papa valencia-no a quien, según la tradición, San Vicente le profetizó la tiara pontificia y el honor de canonizarlo. Festividad: 5 de abril. (N. del E.).

(12) El autor se halla en el número de los bienaventu­rados, que no necesitan de nuestras oraciones, y por consiguiente puede ayudarnos eficazmente con las su­yas. Es preciso, pues, invocarlo devotamente, a fin de que nos alcance la gracia de aprovecharnos de sus lecciones y ejemplos. (N. ed. 1924).







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