Menu



La inocencia, cuestión educativa (V)

Educar en la inocencia es educar en la aceptación del sufrimiento y la renuncia
Educar en el desprendimiento habitúa a pensar en los demás y nos abre hacia ellos. Nos ayuda a mirar el mundo en clave de bondad


Por: Estanislao Martín Rincón | Fuente: Catholic.net



En “La inocencia, cuestión educativa (II)” ha quedado dicho que el tercer rasgo de la inocencia es la aceptación del sufrimiento, para lo cual es necesaria, mejor aún, imprescindible, la educación en la renuncia.

Quizá al primer golpe de vista no se vea demasiado clara la relación que pueda haber entre la aceptación del sufrimiento y la educación en la renuncia con la inocencia. ¿Dónde está la relación, si es que la hay? La respuesta es que sí la hay, es muy estrecha y está en que la inocencia -según decíamos en una entrega anterior- conlleva una forma de mirar, y la renuncia a las propias satisfacciones también es un modo de mirar el mundo, una toma de postura ante la realidad.

Pensar en la educación en la renuncia lleva necesariamente a plantearse la cuestión de los derechos de la persona porque no podemos hablar de la renuncia sin referirnos al interesante campo de los derechos. Es necesario por tanto comenzar por aquí, por la cuestión de los derechos del hombre. Se trata de un ámbito en el que los hombres de nuestro tiempo somos extremadamente sensibles. Por varias vías se nos ha inculcado el valor eximio de nuestros derechos individuales y su inviolabilidad a la que hay que proteger con todo celo. De pocas cosas seremos tan conscientes los hombres de nuestra época y en pocas estaremos tan vigilantes como este asunto de los derechos personales. Desde edades tempranísimas tenemos una conciencia muy viva de que esos derechos son  intocables. No diré yo lo contrario, porque es verdad que lo son, pero al tiempo conviene caer en la cuenta de que esa verdad no es la única verdad ni tampoco toda la verdad referida a nuestros derechos. Que los derechos individuales son intocables es cierto, absolutamente cierto, pero lo es solamente en un sentido, el que va desde cada uno hacia los demás. Ante los derechos personales la única postura no es la de ejercerlos, también hay otra que consiste en renunciar a su ejercicio. Dicho en primera persona, el respeto a los derechos individuales a mí me obliga siempre respecto a los derechos de mis prójimos; ahora bien, no hay nada que me pueda obligar a defender siempre y a toda costa mis derechos frente a mis prójimos. Siempre, absolutamente siempre, se me podrá exigir que respete los derechos ajenos, pero nadie podrá impedirme que yo renuncie, cuando lo tenga a bien, al ejercicio de los míos.

Voy a decir más. La defensa cerrada y absoluta de los derechos de cada uno, siendo legítima, no es evangélica. No digo que sea antievangélica, pero sí digo que no está en los textos sagrados. Yo al menos, que he leído y releído muchas veces todas las páginas de los Santos Evangelios, no he encontrado ni un solo versículo en el que se me inste a defender mis derechos contra viento y marea. La frase: “Defiende tus derechos” es un tópico de la mentalidad actual, una especie de dogma fundamental intangible al que hemos dotado de un carácter cuasi-religioso, pero no procede del Evangelio. Lo que sí he leído en esas páginas santas son exhortaciones en sentido contrario. Cosas como estas que transcribo: “Al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también el manto” (Mt 5, 40), “a quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames” (Lc 6, 30). Y si además me fijo en el autor de estas palabras, Jesucristo, veo no solo que las confirmó con su vida, sino que las llevó hasta el extremo. Y no porque desconociera los derechos que le asistían sino porque renunció a ellos hasta el punto de que “se rebajó hasta someterse incluso a la muerte y muerte de cruz” (Flp 2, 8).

Llegados a este punto, y pensando en la educación de niños y jóvenes, la pregunta es ineludible: ¿qué hacemos? Porque puede parecer que nos encontramos ante un dilema difícilmente resoluble. Todo nos empuja a entender que tenemos que optar entre afirmar nuestros derechos, afianzándonos en ellos, o bien seguir el Evangelio que parece indicar lo contrario. ¿Qué hacemos quienes hemos de educar: enseñamos a nuestro hijos y/o alumnos a velar por sus derechos o les dejamos desasistidos en este campo?¿Les inculcamos o no les inculcamos una guarda celosa de sus derechos de manera que nadie se los toque? ¿Deben o no deben conocerlos?



Comenzaré por esta última pregunta. La respuesta es sí. Deben conocer sus derechos por varios motivos. Señalaré cuatro. Uno, para ejercerlos debidamente. Dos, para defenderlos en caso de vulneración. Tres, para poder renunciar a ellos. Cuando se considere que se debe renunciar a ellos, es condición previa conocerlos porque nadie puede hacer renuncia de lo que ignora. Para renunciar a algo hay que tener claro a qué se renuncia y hay que saberse titular o propietario de aquello a lo que se renuncia.

El cuarto motivo tiene un alcance mayor. Además de los motivos anteriores, debemos conocer muy bien los derechos de las personas no tanto para defenderse cuanto para defendérselos a aquellos que no podrán hacerlo nunca por sí mismos. Si verdaderamente el prójimo nos importa, nos encontraremos con abundantes casos de personas que por causas diversas no serán capaces de ejercer ni defender los derechos que les corresponden. Niños, discapacitados, ancianos, personas en situación de debilidad, de marginación, etc., a menudo se encuentran en situación de desprotección, sin capacidad para hacer frente a los embates y a la competitividad de una sociedad cada vez más agresiva. ¡Claro que hay que conocer y velar celosamente por los derechos de la persona! Pero no solo ni principalmente por los propios, sino por los de aquellos que dependen de nosotros y por todos los desvalidos que Dios ponga en nuestro camino.

Esta es la gran cuestión en torno a los derechos individuales. ¿Defender los derechos? Sí, ¿pero de quién? Porque ocurre que si estamos muy atentos solo a velar por nuestros derechos, nos quedamos sin ojos para ver los de los demás. Digámoslo con claridad. Esa manera de proceder tiene nombre: egoísmo, que es justamente lo contrario del amor cristiano cuya fuente está en el amor a Dios. En el mundo en que nos toca vivir -en este de ahora y en el de siempre- el egoísmo enfría la caridad, abre el camino al odio y entorpece enormemente las relaciones personales. Mal puede preocuparse del bien de los demás quien no está pendiente sino de sí mismo.

No leerás de mi mano, lector, una sola palabra contraria a los derechos humanos, ni a la doctrina genérica y universal, ni al ejercicio particular de los mismos, ni creo que haya que renunciar a ellos de manera sistemática, pero me parece muy sospechoso que la única visión que tengamos sea la de una defensa a ultranza de los mismos. Nuestro mundo no es perfecto, no lo ha sido hasta ahora y no lo será nunca porque el hombre es un ser herido en su misma raíz. No faltarán en la vida de nadie motivos para el sufrimiento. Conviene estar preparados para afrontarlo y para convivir con fallos y maldades propias y ajenas. Exigir el cumplimiento exacto de nuestros derechos es pedir a los demás una perfección imposible, que ni ellos pueden proporcionar ni ninguno de nosotros somos capaces de vivir. Pensar que vamos a ser siempre respetados, que nadie va a ponernos zancadillas en la vida o que todos nuestros derechos van a estar siempre asegurados es pensar en un mundo irreal. Pensar en un mundo así y esperar que se cumpla es una quimera. Quien educa para vivir una vida desde esos planteamientos -lo sepa o no- está siendo presa de una ingenuidad infantiloide rayana con la necedad.

Personas que plantean la vida así son precisamente las que nuestro mundo menos necesita. Lo que a nuestro mundo más falta le hace no son hombres y mujeres siempre en guardia para que nadie toque sus derechos, siempre listos para reclamarlos ante el más mínimo descuido o agresión exterior. En cambio sí está necesitado de hombres y mujeres que siendo conocedores y conscientes de sus derechos, estén prontos al desprendimiento y a la renuncia en favor de causas nobles y de bienes más altos que la mera autosatisfacción. Hombres y mujeres abnegados, que no se cierren a su propia carne, dispuestos a la renuncia prudente y generosa de lo que en derecho les pueda pertenecer, y por ello mismo dichosos de entregarse a los demás, en lugar de estar encerrados en sí mismos, sintiéndose a diario víctimas de todo y de todos. Hombres y mujeres que han creído la palabra del Señor y se han convencido de su verdad: “El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará” (Mc 8, 35).



Educar en el desprendimiento habitúa a pensar en los demás y nos abre hacia ellos. Nos ayuda a mirar el mundo en clave de bondad y justamente por esta razón está en relación directa con la inocencia. La inocencia no tiene sentido sin apertura al otro porque no puede darse fuera de la relación. Este tipo de educación vacuna contra el victimismo, previene la egolatría, destierra la ingenuidad boba, ayuda a ser comprensivos con los demás cuando cometen errores y tiene la gran ventaja de que puede comenzarse desde la más tierna infancia.

Mil gracias por tu atención. Que Dios te bendiga.

 

Recomendamos:

La inocencia, cuestión educativa (I): Cuando hablamos de la inocencia, ¿de qué hablamos?, ¿qué es la inocencia?

La Inocencia, cuestión educativa (II): rasgos fundamentales y acciones para un programa educativo que ayude a cultivarla

La inocencia, cuestión educativa (III): Cultivar la inocencia es enseñar a mirar

La inocencia, cuestión educativa (IV): Inocencia y mal moral se oponen y se excluyen como se oponen y excluyen la luz y la oscuridad

 

Si te gusta nuestro material, suscríbete y entérate de nuestras novedades:







Compartir en Google+




Reportar anuncio inapropiado |