Pero ¿Por que buscamos?
Por: Javier Aranguren | Fuente: Arvo.net
NO SÉ MUY BIEN por qué motivos, pero la gente coincide al decir que lo que busca en la vida es una cosa que llama felicidad. A veces la adjunta al verbo ser (“yo quiero ser feliz”), denotando que no se trata de encontrar algo que más o menos rellene un expediente, o cierto ámbito del variado campo de sus aspiraciones, sino que precisamente el conjunto de estas consiste en tal felicidad, y no como algo tenido, sino como sido, como siendo.
Es curioso constatar entonces de qué manera no nos conformamos con lo que somos, sino que nuestras existencias apuntan como la flecha al blanco, hacia algo que no tenemos, hacia algo que nos es debido y que nos falta. La vida humana, de ese modo, puede ser caracterizada como tensión hacia un fin, como conciencia de la carencia —parece como si cada uno de nosotros se dijera “todavía no soy lo que debo ser, o lo que puedo ser”—, acompañada por el conocimiento de que ese fin que se busca trata, precisamente, de esa cosa que nadie sabe muy bien en qué consiste, pero que todos (vulgo y nobles, dice Aristóteles) coincidimos en llamar felicidad.
Pero aquí se empiezan a plantear diversos problemas. ¿Debemos aspirar a lo que no tenemos, a lo que tal vez no sea siquiera alcanzable? Para muchos (pongamos por caso a pensadores como Maquiavelo, Nietzsche o Freud) en esta vana aspiración se cifra el origen de la violencia, de la desesperanza, de la frustración. ¿Ponerse metas difíciles?, ¿aspirar a un deber ser, a un ideal moral? No: tal cosa sería convivir con lo imposible, ir contra la realidad de la limitación propia de nuestra naturaleza (a Maquiavelo —dentro de lo que se podría denominar un “realismo sucio”— le gusta referirse a “la triste condición humana”), y de ese modo negarse a convivir con lo que uno mismo es. Para esta línea de pensamiento, el hombre no debe aspirar hacia lo alto, porque precisamente lo alto en lo humano consiste en atreverse a aceptarse como lo que —supuestamente— se es: un cúmulo de instintos más o menos conscientes, que forman a un animal más entre los animales, que sólo movido por complejos y represiones intenta despegarse del humus de los instintos y la sexualidad para alzarse a vuelos de ensoñación y estupidez como la justicia, la moral o la religión. La imagen del hombre, como por otro lado se han empeñado en enseñarnos los totalitarismos que han colmado el siglo XX, queda así reducida a una realidad animal, a un factum a la espera de una manipulación, y que no cuenta con razón alguna para ser tratado como detentador de una especial dignidad. “Lo sentimos mucho —parece querer decir esta parte de la modernidad—, pero este animal tan extraño como es el ser humano no merece, de por sí e incondicionalmente, ni respeto ni cuidado”. La reivindicación nietzscheana de la voluntad de poder y del sojuzgamiento de los más débiles no deja espacio a interpretaciones benévolas o políticamente correctas.
Sin embargo, este breve diagnóstico negativo de la parte instintiva de la modernidad no asegura los aplausos a la posición ética que defiende Aristóteles, y esa doctrina no parece en absoluto cómoda. Decir que el hombre está por hacer, que se encuentra in medias res en el tortuoso camino de la vida, no resulta siempre agradable de escuchar, pues no nos deja muy bien parados y parece que nos va a exigir un buen esfuerzo para encaramarnos hasta conseguir la excelencia.
Nuestra mentalidad posmodema prefiere abogar por un dolce far niente, por la poltronería de sillón, por la aventura virtual en la pantalla televisiva de plasma, o en el cuatro-por-cuatro dotado de barra antivuelco y de cinturón de seguridad. No nos gusta la palabra héroe: suena, en nuestras. democráticos oídos, a película non stop actino, de corte machista y protagonizada por Rambo, o a esos tebeos de Hazañas bélicas o del Capitán Trueno que leían nuestros padres.
¿Buscar o conformarse? El anhelo
A la contra de esta mentalidad detenida, el pensador griego si algo combate es la quietud. En este sentido, podemos señalar varias expresiones clave. Anhelo, deseo, búsqueda: se constata que la felicidad es más una meta que un presente; o que, incluso en el caso de que alguien se atreva a decir que es feliz, esa misma felicidad exige su cuidado y conservación.
Es decir, ser feliz no se parece nada a estar sentado en la butaca “viéndolas venir”, sino que es una realidad que pide una actividad intensa, maravillosa pero llena de ambición (y así, el hombre feliz, que es el hombre que tiene amigos, justamente cifra la alegría de su existencia en el cuidado del otro, del amigo). Por estos motivos, al hombre feliz se le exige mucho más que al solitario, y teniendo en cuenta la cantidad de contingencias que nos rodean (que si la traición, que si la enfermedad, que si la muerte), cabría preguntarse si merece la pena ese poder decirse feliz, o si más bien no se trata del camino más expedito para acabar en la desgracia. Porque —la mayoría de las tragedias no sabe hablar de otra cosa— en la misma medida en que el amor se constituye como la vía hacia la felicidad, se torna también en la posibilidad másclara de sufrir una decepción o una desgracia.
El burgués, en su butaca, y con el mando a distancia, sabe que si el programa que está viendo le hace sufrir un poco (y le provoca la lágrima, o el cargo de conciencia, o la posibilidad de tener que cuidar de demasiada realidad) no tiene más que apretar al botón del canal, y quedarse con los pseudo-problemas de los grandes hermanos, de las crónicas de otros planetas o de esos culebrones casposos que nos visitan cada noche en nuestras casas.
Anhelar implica no tener. Aristóteles cae en la cuenta de que el obrar humano no suele coincidir con lo que a menudo se presenta como el camino más sencillo ni, desde luego, con el modo de comportamiento estadísticamente más popular. Es consciente de que lo que con frecuencia se propone como lo normal (lo que hace todo el mundo, o el “pero todo el mundo lo hace!”) no tiene por qué coincidir con lo que le corresponde al ser humano por naturaleza. La estadística y el deber ser no van siempre (o casi nunca) de la mano. Spaemann ejemplifica: si en un país le duele la cabeza al 90°/o de los habitantes, ¿qué habría que hacer?, ¿que le duela al otro 100/o o curar a esa mayoría?
Sé, de todos modos, que la sensibilidad de una sociedad sin verdad como la nuestra va por otro lado. Es decir, en la medida en que habitamos un mundo en el que la palabra verdad se identifica bien con fanatismo intolerante, bien con un valor que debe haber sido elegido por el mayor número posible de ciudadanos —sin contar para nada con que esa elección se corresponda o no con el modo de ser de las cosas y de las personas— parece que tendríamos que preparamos para vivir en el país de las jaquecas. La modernidad (es decir, nosotros mismos) resulta en este punto extremadamente recatada: no concibe que se pueda conocer nada de lo que son las cosas; pero se torna soberbia y peligrosa cuando, a pesar de esta confesa convicción, sigue adelante con su afán de legislar acerca de todo.
Anhelar es decidirse por lo incómodo, por lo difícil. Se suele usar el dicho de “más vale lo malo conocido...”. Aristóteles lo niega, y antes que él lo había negado también Platón: más vale lo que queda por conocer (ya sea bueno o malo) que conformarse en cualquier momento con lo que se tiene. Lo que es lo mismo que decir: no hay postura más indeseable para la consideración de lo humano que creerse en algún momento que esa persona está ya terminada (es decir, que vive de un modo pleno), que no le falta nada por aprender o por querer que puede conformarse con un triste “estoy bien como estoy”.
En el ideal clásico, a diferencia de la acomodación propia del estado del bienestar, se sostiene que el hombre es capaz de tanto, que nunca tiene suficiente, que si dice basta se puede considerar perdido (San Agustín) o que si dice estar terminado lo que realmente le ocurre es que “está acabado’ y eso siempre es una pena. Quizá se deba a estos motivos un hecho: mientras que el ideal moderno parece equipararse con la quietud vacía de la mística de Buda (así ocurre con las propuestas de Schopenhauer, el New Age y demás búsquedas del karma, la reducción de todo a la pulsión sexual llevada a cabo por el psicoanálisis, la despersonalización y la pérdida de la conciencia como meta), el ideal clásico se encuentra metido de lleno en la idea de viator, de estar perpetuamente en camino, al menos durante el modo de ser de la vida presente.
Cabe acercarse a esta propuesta con una interpretación de esa temporalidad que no es la que tienen en la cabeza los pensadores clásicos. Consistiría en vivir ese perpetuo estar en camino como una tragedia, es decir, entender al hombre como “pasión inútil”, como deseo infinito e insaciable y, por lo mismo, que vive continuamente “de decepción en decepción”. O bien, tal y como propone Joyce en su particular visión de la acción de Ulises, sugerir que ese anhelo y esa búsqueda en la que consiste la trama de la vida humana es acerca de nada y se dirige a ningún sitio. Si el arquero no tiene blanco alguno hacia el que apuntar su flecha, cabe que o bien detenga su acción o bien desperdicie su munición tirando a lo loco (da lo mismo hacia adónde). Pero si resulta que en esa flecha del ejemplo va representado el esfuerzo del hombre —sus luchas cotidianas por hacer el bien en vez del mal, la superación de obstáculos, la fidelidad en el tiempo— y ocurre que carece de meta, no se podrá decir otra cosa sino que tanto esfuerzo resulta inútil, prescindible, innecesario. Para que la búsqueda tenga sentido hay que mantener en pie la posibilidad de encontrar algo, y de que una vez encontrado no termine con eso la búsqueda, la acción y la trama, dando pie al aburrimiento. Pero esta es una idea difícil de explicar.
¿Qué somos? Buscadores. ¿La búsqueda puede tener éxito? Es necesaria esa posibilidad para no acabar en el absurdo: si el anhelo aspira automáticamente al fracaso, la misma existencia del hombre es un fracaso, y lo mejor es optar por la quietud apoltronada de quien apaga toda pasión, toda posibilidad de decepción, toda mentira. ¿Y cómo entender el éxito? Haber encontrado. ¿Implica eso “dejar de buscar”? Ese es el problema: ¿qué es la vida del hombre sin acción? ¿No ocurrirá al final que lo apasionante era la historia del camino, pero que la llegada a casa es el umbral de ese aburguesamiento del que se estaba huyendo? Esa sería, sin duda, la interpretación moderna, en la medida en que la única manera posible que tienen de entender el fin es justamente como término de la acción, como límite de la vida, como aburrimiento. Puede resultar conveniente un ejemplo. Hablemos entonces del Ulises de Homero.
Ulises en la encrucijada
Todos conocemos al arquetipo de lo humano que es Ulises: el héroe, el astuto, el viajero, la encarnación de nuestros propios problemas. Quizá alguien recuerde una de las encrucijadas a las que le conduce su regreso a casa desde la ciudad de Troya. Ha llegado a la isla de una diosa, Circe, que queda prendida del navegante. Ulises quiere zarpar y ella, presentándole una disyuntiva, le anuncia los peligros que le esperan en esa travesía y le propone su isla como refugio, su regazo como hogar. Escila y Caribdis, dos obstáculos que no permiten una tercera vía de escape, se presentan a los ojos de Ulises como inevitables, si es que se decide a volver a su patria (Itaca) y a su amada (Penélope). Lo piensa, y acaba proponiendo a la diosa la posibilidad de luchar (sabíamos que sería así, de otro modo se acabaría la historia, no existen epopeyas de las opciones cobardes, de la comodidad burguesa). Ulises se atreverá a iniciar ese viaje que quizá le depare la muerte. Tal vez su corazón desfallezca ante este panorama; o puede que su inteligencia se embote al ver un destino tan cerrado; o que su voluntad le invite a quedarse con Circe, a buen recaudo, en puerto seguro, junto a la diosa que le ofrece protección y amor. Pero no puede.
De su decisión podemos sacar útiles enseñanzas. ¿Por qué arriesgarse tanto?: ¿a causa del orgullo de un hombre que no conoce sus límites?, ¿responde a un desvarío, a la ceguera fanática causada por una promesa de fidelidad a su patria o a su amada?, ¿tiene sentido mantener una meta exigente ante la presencia de tantos obstáculos? Y el hombre rico en argucias respondería que por encima de su supervivencia, por encima del instinto a permanecer en la existencia que parece irrefrenable en el que huye, él prefiere el riesgo pues su seguir viviendo tiene su razón de ser en un doble nombre propio, Itaca y Penélope, su meta, su fin. Ellas son la condición de posibilidad de que el héroe constituya su propia identidad: solamente allá podrá decir con sentido una frase como “Yo soy Ulises” (Eduardo Terrasa). De este modo (al darse cuenta de que vivir no es durar) Ulises es plenamente coherente con la visión del mundo que tienen los héroes.
Aparece así una primera caracterización del héroe como aquel ser humano que busca alcanzar una meta, que está dispuesto a intentarla aunque se vea amenazado por la presencia de obstáculos, incluso en el caso de que se le presenten como invencibles (como ocurre con quien muere por un ideal, con mártir, a quien elige la verdad de su compromiso por encima de la propia supervivencia). Y esto sólo si la meta que busca no desdice de la verdad, el bien y la belleza de la condición humana (un joven nazi dispuesto a todo por exterminar las razas a las que su partido tiene inquina, aunque muera por ello, es un fanático, un monstruo, un ser deforme, pero no un héroe —P. Geach—). El oficio de buscador, por tanto, se relaciona con ideas hoy tan curiosas como son la verdad, las metas altas, la constancia, el compromiso, la fidelidad a la palabra dada...
Es decir, el buscador se constituye como una renuncia en la práctica a la reducción del hombre a mero animal de deseos que vive en el presente de su placer, que huye del dolor como de la peste y que vendería a su propio padre a cambio de sentir paz consigo mismo y un cuerpo agradecido al que no le duela nada. Se confirma de ese modo que la propuesta aristotélica tiene bastante de problemática para nuestro modo de ver el mundo. Nosotros —que aceptamos el entretenimiento pero no la aventura— no podemos compartir la decisión de navegar que toma Ulises. Quizá recordando la belleza de Penélope (por lo demás, seguramente ajada después de veinte años de ausencia), hubiéramos optado por entregar nuestra vida e ideales a la diosa, hasta que el sentimiento aguantara y tomáramos entonces la decisión de cambiarla por otra. La muerte del ideal del héroe viene a coincidir así con la hegemonía del instinto, es decir con la negación de la voluntad entendida como capacidad de prometer, de comprometerse.
La presencia del fin es lo que sustenta la determinación de Ulises: hay que llegar. No es extraño entonces que cada paso que dé, el batir de los remos en el agua, el miedo, los mismos fracasos, sean ya parte constitutiva de ese regreso y adquieran su pleno sentido a causa de la posibilidad de obtener el fin (la patria, la amada, el ideal, la meta). Es en torno al fin (cuya noticia aparece a nuestra conciencia con el ropaje del deseo de felicidad que nos mueve al anhelo y a la búsqueda) donde se forja el entramado de sentido de la vida del héroe. El fin, decía Tomás de Aquino, es el principio de la vida práctica: resistir en el bien, ejercer la virtud de la fortaleza ante los obstáculos que se nos presenten, es algo que tiene razón de ser en la medida en que esa resistencia es la puerta que se nos abre para cumplir con el anhelo nativo de felicidad. Sólo quien resiste estará en condiciones de alcanzar el fin a él debido; pero sólo quien ya sepa acerca de ese fin puede decidirse a resistir, y a atacar, a enfrentarse contra los embates del oleaje que nos ocupa en el vivir.
Sigue, de todos modos, en pie la pega de los que piensan que la propuesta del buscador se truca a causa de la inutilidad de todo deseo: si se busca, no se tiene; si se logra, acaba aburriendo y —como los niños de los días de Reyes Magos— empieza enseguida el deseo de otra cosa que convierte en nada la meta conseguida.
¿Éxito o aburrimiento?
Además, ¿para qué llegar, para qué lograr lo anhelado? Las novelas y películas de acción sólo son interesantes en la medida en que hay una línea de suspense en la que todo puede fallar. Una vez cumplida la boda, la narración se termina: la placentera vida del que se dedica al cuidado de los setos del jardín con que soñaba Marx sólo puede provocar el bostezo o la nostalgia de los recuerdos de actos guerreros.
Ulises cumple, la Odisea en la medida en que navega y lucha contra los pretendientes: conseguido el regreso, recupera la esposa. Resulta triste imaginar al viejo guerrero, cubierto de achaques, junto al fuego, contando el dinero que le ha proporcionado la última cosecha, pensando en cómo llegar a fin de mes y en cómo aguantar el carácter de Penélope, enrarecido por el peso y el paso de la edad.
¿Dónde se encuentra entonces el triunfo del héroe?, ¿se puede decir alguna vez con fundamento que se ha logrado lo que se buscaba?, ¿no habrá que afirmar más bien que todo encuentro se convierte en una pérdida, que el buscar sólo resulta apasionante en la medida en que no sabe de su éxito o fracaso? Pero ¿no es eso lo mismo que decir que el ser humano es un animal absurdo, contradictorio, siempre al punto de la locura que brinda la perplejidad? ¿Y no resultará por eso más saludable el ideal moderno del conformismo, del abandono en lo que las cosas son y de renuncia a lo que deberían ser, en el estado acrítico del bienestar que produce la alimentación sana, las grandes superficies comerciales, el dinero en abundancia y la omnipresencia neutralizadora del televisor que siempre está en encendido? Realmente, un buscador que tiene el encontrar, el poseer, como limite, se convierte en algo angustioso. Deseo que desea, animal inútil, fracaso existencial. Pero el sentido común nos dice que algo falla en este planteamiento. El sentido filosófico apoya esa moción. El problema se encuentra en la idea de que encontrar lo buscado es acabar la historia. En efecto, las películas terminan con el carro de los amantes alejándose del objetivo de la cámara; los cuentos para niños concluyen con el enlace matrimonial y las deliciosas perdices; las novelas no buscan tratar de la rutina del fregado diario y de las conversaciones soñolientas en esos desayunos mal preparados, sino que aparecen espías, situaciones limite, mentiras. Porque la vida, mal que le pese a Ulises, se cifra en un viaje mucho más sencillo que el que a él le lleva desde Tebas hasta Itaca: la historia del héroe nos interpela si sabemos qué fue después de él, y del día a día, y cómo afronto la realidad de la vejez, la marcha de Telémaco, la muerte de su amada, su propia muerte.
Encontrar lo buscado no es acabar la historia, sino que es poner las condiciones de posibilidad para dar inicio a la historia que realmente interesa. E interesa porque deja ya atrás la indeterminación y da pie a la aparición de la dimensión personal, al descubrimiento del carácter infinito y no abstracto que se me da en la aparición del rostro del Otro (E. Lévinas). Es posible que para el voyeur resulte más interesante lo extraordinario, pero eso es así porque no es capaz de superar el nivel de lo externo. En cambio, para los protagonistas de esas relaciones intensas que acompañan y causan el amor, lo que realmente atrae es el después del encuentro.
En efecto: a Romeo le gusta la escala porque es lo que le lleva hasta la Julieta que espera en el balcón. Pero una vez allí no quiere seguir subiendo, tira la escalera, se queda con su amada, y no quiere más. Pero no por eso encontrar implica el abandono de toda búsqueda: Romeo tiene ahora la tarea de ser con su amada, de co-existir con ella; y Ulises, la de estarse con Penélope y empezar a hablar, y seguir hablando, y dedicar su vida a ser con la vida de quien le supo esperar tantos años, al ritmo pausado del tejer y destejer el tiempo.
Es decir el fin de la acción de buscar no debe entenderse como término, a no ser que lo que se buscaba fuera una cosa material: el reloj que yo quería, una vez que aparece, ya está en mi mano. Con las personas no ocurre exactamente lo mismo, porque lo propio de la persona es la relación y el diálogo, y en estas nunca se da una posesión plena, ya que la intimidad del otro permanece como tal, y sólo la recibo en la medida en que el otro me la quiere ofrecer. Encontrar a alguien a quien querer comporta no seguir buscando (“Me basta estar contigo”) y no concebir esa relación como pasividad, como término, sino como auténtico principio de lo que mi vida tiene de realmente interesante. Encontrar lo buscado no implica cerrar la actitud del anhelo. En el momento en el que el amante se atreva a decir “ya te he querido lo suficiente” se podrá anunciar el final de ese amor, su fracaso. Al amar, el amante descubre que —a pesar de sus limitaciones— siempre tendrá todavía todo por descubrir.
Los clásicos cifraban la posibilidad de la felicidad en la consecución de un fin sin fm (San Agustín), es decir, en una relación en la que cada instante fuera siempre una novedad, un comienzo. Algo así ocurre con los diálogos entre las personas que se quieren, algo así se dice que pasa en el interior trinitario de Dios, y que deberá suceder a los hombres que accedan a ese interior como uno más de esa familia que se relaciona.
Aristóteles no sabía nada acerca de estas dos últimas propuestas. En cambio, sí que era consciente de la primera. Para el pensador, la vida del héroe tenía sentido en la medida en que proporcionaba las condiciones para vivir en la virtud, y la virtud es la herramienta necesaria para que se constituya una sociedad de hombres libres, capaces de dialogar en libertad unos con otros porque son también capaces de ver al otro como otro, es decir, capaces de reconocer la exigencia de “no matarle” (Lévinas), de respetarlo, de reconocerlo, de promoverlo (Ricardo Yepes). No merece la pena ser fuerte para cualquier fin. Utilizar la fortaleza sin ese contexto de reconocimiento degenera necesariamente en violencia y mata la posibilidad de seguir hablando, de existir (de coexistir) como humanos. Del mismo modo, una vida humana sin esa posibilidad real de diálogo haría de ese existir algo infructuoso, estéril, amargo. Remitiendo a la experiencia común, los rostros de los defensores de la violencia hablan, en este punto, por sí solos. Porque los violentos no son héroes.
Si tienes alguna duda, escribe a nuestros Consultores