Autoridad de la Superiora en el Magisterio de la Iglesia después del concilio
Por: Germán Sánchez Griese | Fuente: Catholic.net

Introducción.
Debemos aceptarlo. Hablar de autoridad y de obediencia en nuestros tiempos resulta algo incómodo, podemos decir que incluso es “políticamente incorrecto”. Crea una cierta perplejidad y vienen a nuestra mente los clichés con los que podemos ser adjetivados: fundamentalistas, oscurantistas, retrógrados. La autoridad y la obediencia en un mundo que cambia no se ven bien. Se habla de democracia, de participación en el gobierno, de consenso. Tal pareciera que el vocablo obediencia se ha hecho antónimo de libertad o de realización personal.
Y no es para menos. “La así llamada cultura occidental contemporánea ha exaltado la individualidad exasperadamente a través de la masificación y la homologación cultural. “Individuo” es la palabra a la orden del día, seguida de su “realización”, por supuesto individual. Es la visión de la mónada, al centro del Universo. Todo gira en torno a él, como los planetas giran alrededor del sol. El otro se reduce solamente a un medio.” Y si esto es cierto en la cultura de nuestros días, no es menos cierto en el mundo religioso. Somos hijos de nuestro tiempo y no escapamos a sufrir su influencia, tanto positiva como negativa. Podemos observar que junto a un desarrollo de las capacidades humanas que le permiten responder con mayor conciencia a su cualidad de bautizado y de consagrado, no es menos cierto que el individualismo se ha infiltrado también en el campo religioso, y más específicamente en todo lo que se refiere al binomio autoridad – obediencia. “El resultado es que aún circula por ahí una especie de tabú en relación con la obediencia, como si fuera un fantasma que evocara oscuras tramas y ambiguos significados, mientras que en ciertos ambientes y comunidades el obedecer se ha convertido en un optional, en algo sumamente discrecional y facultativo, relacionado con la personalidad de quien manda y con la astucia e (in)disponibilidad de quien obedece o debería obedecer.”
Podríamos prolongar la reflexión de este binomio autoridad – obediencia, pero debemos frenarnos, pues no es el objetivo de este estudio. Pretendemos analizar cuáles han sido los derroteros que el concepto de autoridad bajo el Magisterio de la Iglesia ha desarrollado en estos tiempos de la renovación de la vida religiosa. Y específicamente la autoridad que debe desempeñar la superiora de comunidad.
Iniciaremos analizando el estado de la situación, es decir, cuál es el marco cultural e institucional en el que se ha venido desarrollando la autoridad a lo largo de estos 40 años del postconcilio. Veremos por tanto conceptos como libertad, autoridad y gobierno tanto en la cultura del mundo como su influencia en las comunidades religiosas. Pasaremos enseguida a tratar los orígenes de la de la autoridad para fundamentar su ejercicio, enfocándonos en las funciones de la autoridad y sus aspectos más característicos.
Guiados siempre del Magisterio de la Iglesia utilizaremos para nuestro estudio aquellos documentos más representativos, no interpretándolos, sino descubriendo la riqueza de su significado en sí mismos y encuadrándolos en el desarrollo histórico del propio Magisterio en el período de la renovación post-conciliar. No por ello despreciamos ni a los autores, que apegados al Magisterio de la Iglesia han hecho grandes aportaciones al tema, ni a las ciencias humanas (la psicología y la sociología entre otras), que se han sumado a los aportes que la Teología de la vida consagrada ha venido configurando en estos 40 años de vida posconciliar. Queremos sin embargo, ir a las fuentes. Estos documentos esconden grandes riquezas, que como en una mina, necesitan ser descubiertos, trabajados y elaborados. No podemos ni contentarnos con verlos sólo de lejos, ni darnos por satisfechos si otros los analizan y los comentan por nosotros. Con nuestra poca o mucha cultura podemos acercarnos a ellos para estudiarlos, meditarlos, hacerlos parte de nuestro espíritu y así, ponerlos en práctica.
El binomio autoridad – obediencia.
El Concilio Vaticano II no fue un Concilio convocado para tratar algún tema doctrinal. Quizás esto lo sabemos de memoria pero no hemos analizado a fondo sus consecuencias. El Concilio no quería definir nada, no necesitaba hacer ninguna declaración dogmática. Quería tan sólo, bajo nuestro punto de vista adecuar la doctrina al mundo contemporáneo. Ni el hombre ni la Iglesia, en su esencia, habían cambiado. Eran las circunstancias externas del hombre y del mundo, las que estaban cambiando y urgía por tanto adecuarse a esos cambios. Adecuar no es cambiar. Renovar no es quitar. Nunca podemos establecer un parangón entre las cosas del espíritu y las cosas de la materia. Se habla de renovar algo cuando es caduco o ha perdido su eficacia. Muchas veces la palabra renovar puede tomarse como sinónimo de cambiar, cambiar todo. Y a partir de aquí es de dónde surgen algunos problemas. La renovación de la vida consagrada no es cambiar todo. Se trata más bien de distinguir entre lo accidental y lo esencial, de forma que cambiando o adecuando –adaptando- lo accidental a las situaciones cambiantes del hombre y del mundo, pueda brillar mejor lo esencial. Los elementos de la vida consagrada, entre ellos la autoridad y la obediencia, debían seguir siempre vigentes, pero convenía hacer una revisión de aquellas circunstancias accidentales que rodeaban a la autoridad y a la obediencia para valorarlos de acuerdo con un fundamento espiritual (carismático, propio de cada Congregación o instituto religioso), de valores perennes, con el fin de que la autoridad y la obediencia en su esencia no cambiaran, sino que se adecuaran al hombre y al mundo de estos tiempos.
Estas situaciones cambiantes del hombre y del mundo, en relación con la autoridad y con la obediencia, fueron detectadas en el Concilio y hechas evidentes en la Constitución pastoral Gaudium et spes. Se veía como el hombre de la posguerra mundial y ya dirigido hacia el final del milenio tenía y buscaba afanosamente como valor supremo en la vida el valor de la libertad: “La orientación del hombre hacia el bien sólo se logra con el uso de la libertad, la cual posee un valor que nuestros contemporáneos ensalzan con entusiasmo. Y con toda razón.” Pero esta libertad a veces es malentendida: “Con frecuencia, sin embargo, la fomentan de forma depravada, como si fuera pura licencia para hacer cualquier cosa, con tal que deleite, aunque sea mala. La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre.” Por ello, frente a estos malos entendidos del concepto de la libertad, que influirán también sobre la autoridad en la vida religiosa, el documento del Vaticano II aclara, no sin vigor y fuerza, lo que debe entenderse por libertad y la forma de llevarla a cabo: “La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esta dignidad cuando, liberado totalmente de la cautividad de las pasiones, tiende a su fin con la libre elección del bien y se procura medios adecuados para ello con eficacia y esfuerzo crecientes.”
Actuar según la conciencia parecería el grito de batalla de muchos contestatarios de la vida consagrada. En aras a esta libertad de conciencia podía hacerse, pensarse y decirse cuanto se quisiese o viniese en gana. Conviene aclarar. El documento no habla de libertad de conciencia como licencia para hacer cualquier cosa, sino como condición para que el hombre viva con dignidad el valor de la libertad. No se es libre cuando se actúa bajo presión, ya sea ésta proveniente de agentes externos a la persona, o de agentes internos como suelen ser las pasiones, las emociones o los sentimientos. Por ello, para actuar con libertad de conciencia, no dominado por factores externos o internos, es necesario haberla formado, de tal manera que el hombre elige aquello que más le conviene, no movido por factores externos o internos, sino por aquello que le hará ser más hombre, es decir por convicción personal. En el mundo religioso esta convicción personal ha llegado a entenderse por un respeto a la persona. Se deja en libertad a la persona para respetarla y así obtener mejor su obediencia.
Pero esta postura en algunos casos es un álibi para una renuncia a ejercer la autoridad. No se trata ciertamente, de coaccionar a la persona, sino de ayudarla a que responda como tal, es decir, como persona y como persona consagrada. La autoridad es una ayuda para hacer que crezca la persona. “Etimológicamente, <> significa <>, <>; pero, ¿qué debería hacer crecer la obediencia si no es, precisamente esa libertad para buscar en todas partes y cumplir responsablemente la voluntad divina?”
Los años setenta vieron caer muchas de las estructuras institucionales. Toda autoridad era fuertemente contestada y la Iglesia no quedó a salvo de este movimiento. Estos momentos de tensión se prolongarán por varias décadas, dejando su huella en la forma de gestionar la autoridad. Si bien es cierto que el respeto a la dignidad del hombre debe ponerse al centro del ejercicio de la autoridad, no es menos cierto que no se debe prescindir de dicho ejercicio por el propio bien del individuo. La formación como acto educativo no puede prescindir de la autoridad. El seguimiento de Cristo a través de los consejos evangélicos pide también un ejercicio de la autoridad. “La doctrina conciliar y posconciliar insiste en ciertos principios relativos al gobierno religioso, que han estado a la base de considerables cambios durante los últimos veinte anos. Dejó bien en claro la necesidad de una autoridad religiosa, efectiva, personal, en todos los niveles: general, intermedio y local, si se ha de vivir la obediencia religiosa (cf PC 14; ET 25). Subrayó además la necesidad de consultar la base, de comprometer apropiadamente a todos los miembros en el gobierno del instituto, de compartir la responsabilidad y fomentar la subsidiariedad (cf ES II, 18). La mayoría de estos principios han encontrado su expresión en las constituciones revisadas. Es importante que estos principios sean entendido y llevados a la práctica de modo que se cumpla el objetivo del gobierno religioso: la edificación de una comunidad unida en Cristo, en la cual Dios es buscado y amado sobre todas las cosas y la misión de Cristo es generosamente realizada.”
Estos vientos de cambio continuarían por varias décadas. Prueba de ello es que en 1994 el documento Vida fraterna en comunidad deja un testimonio exacto de lo que venía ocurriendo, con su secuela en la vida consagrada: “La reivindicación de la libertad personal y de los derechos humanos ha estado en la base de un amplio proceso de democratización que ha favorecido el desarrollo económico y el crecimiento de la sociedad civil. En el período inmediatamente posterior al Concilio, este proceso -especialmente en Occidente- ha experimentado una aceleración caracterizada por movimientos «asamblearios» y por actitudes renuentes a la autoridad. El rechazo de la autoridad no ha perdonado ni siquiera a la Iglesia ni a la vida religiosa, con consecuencias evidentes también en la vida comunitaria. La afirmación unilateral y exasperada de la libertad ha contribuido a difundir en Occidente la cultura del individualismo, con el debilitamiento del ideal de la vida común y del compromiso por los proyectos comunitarios. Hay que señalar también algunas reacciones igualmente unilaterales, como pueden ser las evasiones hacia formas de autoritarismo, basadas en la confianza ciega en un guía que inspira seguridad.”
Frente a estos cambios fundamentales, el Magisterio de la Iglesia, anticipándose a los tiempos, daba lineamientos claros respecto al gobierno y a la autoridad en la vida consagrada. El primer documento del Concilio dirigido expresamente a la vida consagrada, el Decreto Perfectae caritatis, habla explícitamente sobre la forma en que la superiora debe ejercer la autoridad. Resulta significativo este documento pues al mismo tiempo que es reflejo de la situación por la que pasaba el ejercicio de la autoridad, marca las pautas a seguir. Procedemos a citar el texto, para después comentarlo: “Mas los Superiores, que habrán de dar cuenta a Dios de las almas a ellos encomendadas, dóciles a la voluntad divina en el desempeño de su cargo, ejerzan su autoridad en espíritu de servicio para con sus hermanos, de suerte que pongan de manifiesto la caridad con que Dios los ama. Gobiernen a sus súbditos como a hijos de Dios y con respeto a la persona humana. Por lo mismo, especialmente, déjenles la debida libertad por lo que se refiere al sacramento de la penitencia y a la dirección de conciencia. Logren de los súbditos, que en el desempeño de sus cargos y en la aceptación de las iniciativas cooperen éstos con obediencia activa y responsable. Por tanto, escuchen los Superiores con agrado a los súbditos, procurando que empeñen su actividad en bien del Instituto y de la Iglesia, quedando, no obstante, siempre a salvo su autoridad para determinar y mandar lo que debe hacerse.”
El Decreto es conciente que la autoridad debe ejercerse siempre con respeto a la dignidad de la persona humana. De alguna manera está reflejando el cambio de los tiempos que se estaban dando, como hemos analizado previamente. El ejercicio de la autoridad en la vida consagrada no podría seguirse llevando a cabo si no se contaba con la libertad del súbdito. No es que antes la libertad del súbdito viniera anulada o suprimida. Debemos recordar que sin libertad el hombre no es capaz de tomar ninguna decisión, incluso la de obedecer. Quizás, por el ambiente que antes prevalecía, esto se daba por supuesto, tanto en la superiora como en la religiosa que debía obedecer. Se habla de abusos en la autoridad, pero cuántos de esos abusos, algunos de ellos muy criticables, son juzgados con la mentalidad de otra época, es decir la nuestra y algunas veces una mentalidad no del todo justa y equilibrada. Por ello no es lícito hacer comparaciones. Los famosos “antes sí y ahora no”, son muy criticables pues algunos de estos juicios carecen de validez científica. Repetimos: no podemos juzgar unos hechos con una mentalidad diferente a la que en aquel momento prevalecía.
La primera recomendación que da el Decreto es la de ejercer la autoridad en espíritu de servicio para con sus hermanos, de suerte que pongan de manifiesto la caridad con que Dios los ama. El centro viene puesto en la caridad. Toda autoridad en la Iglesia tiene como presupuesto el amor. De la misma manera como Dios ama al hombre, así el hombre (la superiora) debe amar a las almas a ella encomendada. Este amor nace de la fraternidad que se construye cuando las mujeres consagradas deciden responder a la llamada de Cristo para seguirlo más de cerca, de acuerdo a un carisma específico. Para los religiosos, la comunión en Cristo se expresa de una manera estable y visible en la vida comunitaria. “Tan importante es esa vida comunitaria para la consagración religiosa, que cada religioso, cualquiera que sea su trabajo apostólico, está obligado a ella por el mero hecho de la profesión y debe normalmente vivir bajo la autoridad de un superior local, en una comunidad del instituto al que pertenece. Normalmente, también, la vida de comunidad lleva consigo el compartir la vida de cada día según unas estructuras concretas y las prescripciones de las Constituciones.”
Un segundo aspecto que la Perfectae caritatis recomienda en el ejercicio de la autoridad es el gobernar con respeto a la dignidad de la persona humana. Respeto que no significa abdicar al derecho – deber de seguir formando a las personas que se encuentran bajo la dirección de la superiora. Este respeto a la dignidad de la persona ha sido en algunas ocasiones malentendido. Respeto que no significa una renuncia a dirigir las almas hacia la consecución del fin común, es decir, el seguimiento de Cristo bajo una espiritualidad propia y la observancia de los consejos evangélicos. Respetar a la persona no significa dejar hacer a la persona, sino ayudar a que sea más persona consagrada, observando, eso sí, unas formas adecuadas que reflejen la caridad de Cristo. Respeto a la persona es tratarla como Cristo la trataría. Él no dejó la oveja descarriada, por respeto a su dignidad. Al contrario, por respeto a su dignidad salió, la buscó, la encontró y la cargó sobre sus hombros. Toda una lección educativa de ejercicio de la autoridad. Cristo, respetando la dignidad de la persona, no tuvo reparo en señalar los defectos y las faltas de los hombres, como en el caso de la samaritana. No le reprocha que haya tenido cinco maridos, ni se los echa en cara. Magistralmente, con amor, le hace ver sus errores, dejando en libertad a la mujer para que los acepte. Pero Cristo no renuncia a ejercer su autoridad y dar a conocer cuál es la verdad y por dónde puede llegar a vivir dicha verdad. Éste es el tipo de gobierno al que invita el número 14 de la Perfectae caritatis. No es un gobierno basado en el consenso de los súbditos, ni en el rol o función de la superiora, ni en sus dotes de liderazgo personal o comunitario. Es una autoridad basada en el amor de Cristo. Parangonando este número podemos decir que la superiora debe gobernar a los miembros de su comunidad con el mismo amor con el que Cristo los gobernaría.
Otro aspecto que debemos considerar y que ha originado no pocos problemas en la vida consagrada lo es sin duda la frase dedicada a la obediencia activa y responsable. El decreto encarece a los superiores que guíen a sus religiosos de tal manera que éstos cooperen con una obediencia activa y responsable en la aceptación de las iniciativas. El decreto utiliza un lenguaje perentorio en donde marca un ideal a conseguir, como lo es la obediencia activa y responsable. Para ello, debe guiar a los religiosos. No se trata simplemente de esperar que los religiosos lleguen a actuar espontáneamente en forma activa y responsable, sino que la Superiora debe guiar para que los religiosos respondan de la manera deseada. El guía no permanece a la expectativa de lo que pueda suceder. No espera un resultado sino que provoca el resultado. Muestra el ideal que se debe alcanzar, explica los medios necesarios para alcanzarlo, motiva y exhorta, lleva a cabo una labor de prevención avisando los posibles peligros que se pueden encontrar en el camino y la mejor formar de sortearlos. Guía es la antítesis de espectador. La Superiora debe guiar a la obediencia activa y responsable, debe procurarla y no quedarse de brazos cruzados si ésta no llega a darse.
Muchos quizás entendieron este tipo de obediencia en forma laxa: la Superiora debería buscar el consenso de la comunidad para lograr que obedecieran en forma activa y responsable, o cayendo en otro extremo, la Superiora no podía imponer nada pues cada uno de los súbditos debería actuar según su conciencia para así lograr la obediencia activa y responsable. Y sin embargo esta postura está tan alejada de la realidad pues el mismo número del decreto mencionara hacia el final que si bien los superiores deben esforzarse por lograr estas actitudes en sus súbditos, no deben renunciar al ejercicio de su autoridad: “quedando, no obstante, siempre a salvo su autoridad para determinar y mandar lo que debe hacerse.” Determinar y mandar lo que debe hacerse no supone un contentarse con lo que buenamente y en conciencia hayan decidido hacer los súbditos. Se trata de marcar las pautas de lo que debe hacerse, motivar de la mejor manera para lograr la obediencia activa y responsable (aquí viene incluida la escucha a los súbditos) para después marcar lo que debe hacerse. Los modos de este proceso deben cuidarse con delicadeza y esmero, pues el respeto a la persona humana exige también una educación y una corrección en la forma de poner en práctica el servicio de la autoridad.
El servicio de la autoridad
El origen de la autoridad de la Superiora le viene por el Espíritu Santo. “Los Superiores ejercen su función de servicio y guía, dentro del Instituto religioso, de acuerdo con la índole propia del mismo. Su autoridad proviene del Espíritu del Señor en conexión con la sagrada Jerarquía que ha erigido canónicamente el Instituto y aprobado auténticamente su misión especifica.” Por lo tanto, la Superiora no actúa por sí mismo, sino en función de una autoridad que le viene delegada por el Espíritu Santo a través de los canales propios de cada Instituto o Congregación religiosa: Capítulo general, provincial, normas, constituciones. “Esa autoridad, característica de los institutos religiosos, no proviene de los miembros; es conferida por Dios mediante el ministerio de la Iglesia, al reconocer el instituto y aprobar sus constituciones. Es una autoridad de la que están investidos los superiores, mientras duren sus períodos de servicio, ya sea a nivel general, intermedio o local. Debe ser ejercida de acuerdo con las normas del derecho común y propio, con espíritu de servicio, respetando la persona humana de cada religioso como hijo de Dios (cf PC 14), estimulando la cooperación para el bien del instituto, pero siempre preservando el derecho de la Superiora de discernir y decidir lo que ha de hacerse (cf ET 25). Estrictamente hablando, esta autoridad religiosa no se comparte. Puede ser delegada, según la constituciones, para determinados fines, pero, normalmente, es ejercida por razón de oficio y es la persona del Superior la investida de autoridad.” De aquí que la base fundamental de este tipo de autoridad es la fe. Sin esta fe, la autoridad en la vida consagrada y la obediencia quedan reducidas a una caricatura. “La Iglesia considera ciertos elementos como esenciales para la vida religiosa: la vocación divina, la consagración mediante la profesión de los consejos evangélicos con votos públicos, una forma estable de vida comunitaria, para los institutos dedicados a obras de apostolado, la participación en la misión de Cristo por medio de un apostolado comunitario, fiel al don fundacional específico y a las sanas tradiciones; la oración personal y comunitaria, el ascetismo, el testimonio público, la relación característica con la Iglesia, la formación permanente, una forma de gobierno a base de una autoridad religiosa basada en la fe.”
Es necesario cuestionarnos sobre la esencia de la obediencia, indispensable para el ejercicio de la autoridad. ¿Por qué existe la autoridad en la vida consagrada y por qué se debe obedecer? Bien sabemos que la autoridad forma parte de los elementos esenciales de la vida consagrada. Pueden cambiar la forma en que se vive, pero su esencia no puede cambiar. “Los cambios históricos y culturales traen consigo una evolución en la vida real, pero el modo y el rumbo de esa evolución son determinados por los elementos esenciales, sin los cuales, la vida religiosa pierde su identidad.” La cuestión a tratar es saber el porqué la autoridad, el gobierno, la obediencia forman parte esencial de la vida consagrada.
Quien se consagra responde a la llamada de Dios para seguirlo más de cerca, a imitación de Jesucristo. “Es el Espíritu quien suscita el deseo de una respuesta plena; es El quien guía el crecimiento de tal deseo, llevando a su madurez la respuesta positiva y sosteniendo después su fiel realización; es El quien forma y plasma el ánimo de los llamados, configurándolos a Cristo casto, pobre y obediente, y moviéndolos a acoger como propia su misión.” Cristo es el obediente al Padre y nos enseña que el valor de la obediencia reside en la misión. Cristo obedece porque quiere ser fiel a la misión que el Padre le había encomendado. De aquí nace toda la obediencia en la vida consagrada. Se obedece y se ejerce la obediencia porque se quiere prolongar el ejemplo de Cristo. Así como Cristo obedeció al Padre en el cumplimiento de una misión, así la persona consagrada obedece a quien hace las veces de Cristo para llevar a cabo la misma misión que el Padre encomendó a su Hijo, misión que viene actualizada a través del carisma del propio Instituto. Se trata por tanto no de obedecer a una persona, sino obedecer al Padre, a ejemplo del Hijo en la persona de la Superiora a través del Espíritu Santo. Se establece por tanto la obediencia con su carácter trinitario. La obediencia no es sólo cuestión de factores humanos como podrían ser la personalidad, el carácter, la conveniencia, las dotes de liderazgo, sino, y sobre todo, es cuestión de misterio: es encarnar nuevamente la obediencia de Jesucristo preguntándose que haría Jesucristo en mi lugar. Las cualidades personas, sin duda alguna, ayudarán en la mejor ejecución de la obediencia, pero no deben ser el factor determinante para ejercer la autoridad. “La obediencia religiosa es al mismo tiempo imitación de Cristo y participación en su misión. Ella se preocupa de hacer lo que Jesús hizo y, al mismo tiempo, lo que él haría en la situación concreta en la que el religioso se encuentra hoy. En un instituto, se ejerza o no la autoridad, una persona no puede mandar ni obedecer, sin referirse a la misión. Cuando el religioso obedece, pone su obediencia en línea de continuidad con la obediencia de Jesús para la salvación del mundo. Por esto, todo lo que en el ejercicio de la autoridad o de la obediencia, sabe a compromiso, a solución diplomática o a presión, o a cualquier tipo de manejo humano, traiciona la inspiración fundamental de la obediencia religiosa que es la de conformarse con la misión de Jesús y actualizarla en el tiempo, incluso cuando se trate de un compromiso difícil.”
Este ejercicio de la autoridad queda limitado a unas competencias específicas. Si bien las personas consagradas se han donado completamente a Dios, en las manos de los superiores legítimos, es necesario que el gobierno en la vida consagrada tenga una forma específica de ejecutarse, es decir, unas funciones específicas. “Personas que han escogido vivir la obediencia consagrada como valor de vida; y, por ello, necesitan una forma de gobierno que exprese estos valores y una forma particular de autoridad religiosa.” Dichas funciones se establecen por analogía a las tres funciones del ministerio pastoral: enseñar, santificar y gobernar.
La función de enseñar
“Función de magisterio: los Superiores religiosos tienen la misión y autoridad del maestro de espíritu con relación al contenido evangélico del propio Instituto; dentro de ese ámbito, pues, deben ejercitar un a verdadera dirección espiritual de toda la Congregación y de las comunidades de la misma; lo cual procurarán llevar a la práctica en armonía sincera con el magisterio auténtico de la Jerarquía, conscientes de realizar un mandato de grave responsabilidad dentro del ámbito del área evangélica señalada por el Fundador.”
Asombra la forma en que el magisterio ha fijado la función de enseñar para los superiores. Todo acto educativo es un acto en el que se busca la transformación del individuo. En este caso el acto educativo no se reduce únicamente a una mera transmisión de conocimientos, sino a la transformación de la persona en su aspecto espiritual. La Superiora lo es por la función que tiene de ilustrar espiritualmente a sus súbditos. Su figura, por tanto, no se reduce a la de un mero coordinador de actividades, ni al aspecto meramente administrativo de la comunidad. “La Superiora desempeña en la comunidad un papel de animación simultáneamente espiritual y pastoral en conformidad con la "gracia de unidad" propia de cada Instituto. Aquellos que son llamados a ejercer el ministerio de la autoridad deben comprender y ayudar a comprender que, en esas comunidades de consagrados, el espíritu de servicio hacia todos los hermanos se convierte en expresión de la caridad con la cual Dios los ama.” . Por lo tanto la Superiora no debe sentirse lejano del desarrollo espiritual de sus súbditos. Al contrario, es maestro de espiritualidad de sus hermanos, que la Providencia le ha asignado, y debe velar para que el plan de Dios sobre cada persona se lleve a cumplimiento, de acuerdo al proyecto evangélico expresado en el carisma.
Son pues, varios los elementos que la Superiora debe tener en cuenta, si quiere realizar verdaderamente su función de enseñanza. El primero de ellos se refiere al proyecto carismático del Instituto o de la Congregación querido por el Fundador. No se trata de llevar a cabo una administración de bienes o de persona al estilo administrativo, sino de colaborar con el Espíritu para aplicar el carisma a las situaciones concretas no de la comunidad en general, sino de cada uno de los individuos que conforman la comunidad. Esta atención se realizará no sólo verificando los aspectos externos de estos individuos como pudieran ser el cumplimiento de sus deberes y obligaciones en el apostolado o en la comunidad, su estado de salud, sino sobretodo y en primer lugar, la conformación de su persona con el carisma del Instituto o Congregación, conformación que significa un progreso en la vida espiritual. Para llevar a cabo esta función de maestro espiritual, la Superiora cuenta con un medio recomendado por el Magisterio de la Iglesia, olvidado, menospreciado o tenido aparte. Nos referimos a la dirección espiritual: “También la dirección espiritual en sentido estricto merece recobrar su propia función en el desarrollo espiritual y contemplativo de las personas. De hecho, nunca podrá ser sustituida por inventos psíquico-pedagógicos. Por eso aquella dirección de conciencia, para la cual Perfectae caritatis reclama la debida libertad, habrá de ser facilitada por la disponibilidad de personas competentes y calificadas. Tal disponibilidad será ofrecida ante todo por los sacerdotes, pues ellos, por su misión pastoral específica, promoverán su estima y participación fructuosa. Pero también los otros superiores y formadores, consagrándose al cuidado de cada una de las personas que les han sido confiadas, contribuirán, si bien de otra manera, a guiarlas en el discernimiento y la fidelidad a su vocación y misión.” Podríamos hablar mucho sobre las características de dicha dirección espiritual, pero baste señalar en este espacio que dicha dirección espiritual se identifica con un diálogo sereno y armonioso entre tres personas, el director, el dirigido y el Espíritu Santo, para buscar en la persona la voluntad de Dios, de acuerdo al estado de vida consagrada y al carisma específico. Si bien esta dirección espiritual puede ser impartida por un sacerdote, el Magisterio deja la libertad para que la misma superiora pueda ser la directora espiritual de sus hermanas en comunidad, salvaguardando las prescripciones que el Derecho canónico prescribe para el fuero interno y el fuero externo.
La función de santificar.
“Función de santificación: es propio de los Superiores la misión y mandato de perfeccionar, con diversas incumbencias, en todo aquello que tiene relación con el incremento de la vida de caridad conforme al modo de ser del Instituto; y esto tanto por lo que se refiere a la formación, fundamental y continua de los cohermanos, como en lo referente a la fidelidad comunitaria y personal, a la práctica de los consejos evangélicos según las propias Constituciones. Una tal misión cumplida con exactitud será para el Romano Pontífice y los Obispos un auxilio precioso en el cumplimiento de su ministerio fundamental de santificación”
La función de santificar nos habla claramente de una participación activa en el gobierno. La Superiora no puede abdicar en la misión de santificar las almas a él encomendadas por la obediencia. Dicha santificación se realizará en tres niveles: en la vida de caridad, en la formación y en la fidelidad a los consejos evangélicos.
Queda claro que la santificación es una obra de la gracia de Dios que con la libertad y la cooperación del hombre acerca las almas a Él haciéndolas semejantes a Cristo. Es el triunfo de la gracia y de la libertad del hombre sobre el pecado, sobre Adán, el hombre viejo. Esta santificación requiere de algunos medios, de una estructura de vida y de algunas disposiciones personales. La labor de la Superiora no consistirá en imponer a los súbditos la vivencia de la santidad a toda costa, sino la propuesta sabia, prudente y oportuna de los medios más idóneos para alcanzar dicha santidad, a través de los tres niveles antes elencados. Su labor por tanto es el de motivar, el de animar. Pero dicha animación no es una renuncia a la capacidad que tiene de tomar decisiones y de verificar que éstas se lleven a cabo. Animar no consiste en ser un espectador pasivo de la lucha de los súbditos por alcanzar la santidad. Animar es saber dar una mano a quien no puede o no sabe pedir ayudar. Es estar al lado de la persona para alentarlo y mostrarle con el ejemplo y con la palabra la ruta de la santidad. “Una autoridad creadora de unidad es la que se preocupa de crear un clima favorable para la comunicación y la corresponsabilidad, suscita la aportación de todos a las cosas de todos, anima a los hermanos a asumir las responsabilidades y las sabe respetar, «suscita la obediencia de los religiosos, con reverencia a la persona humana», los escucha de buen grado y promueve su colaboración concorde para el bien del Instituto y de la Iglesia, practica el diálogo y ofrece momentos oportunos de encuentro, sabe infundir aliento y esperanza en los momentos difíciles, y sabe también mirar hacia adelante para abrir nuevos horizontes a la misión. Y, además, esta autoridad trata de mantener el equilibrio entre las diversas dimensiones de la vida comunitaria: equilibrio entre oración y trabajo, apostolado y formación, compromisos apostólicos y descanso.”
Para el primer nivel de santificación, el de la vida de caridad de acuerdo al proyecto del propio Instituto, la Superiora cuenta con un gran medio, como son las Constituciones, la regla y las disposiciones de los Capítulos generales. Para la persona consagrada todos estos medios representan la voluntad de Dios, por lo tanto garantizan la santificación de los miembros cuando se esfuerzan en cumplirla. La Superiora que quiera ser fiel a su misión y llevar a cabo esta función, hará muy bien en suscitar en el ánimo de sus súbditos una postura de escucha atenta a estos medios y de su puesta en práctica. Si hemos dicho que al superior toca la labor de animar al cumplimiento de estos medios, no es menos importante que verifique el cumplimiento de los mismos, exhortando a quien ha faltado o no se ha esforzado lo suficiente en el cumplimiento. Muy lejos del Magisterio de la Iglesia se encuentran aquellas posturas en las que la Superiora reduce su labor a la de un administrador de una pensión, contentándose con exigir el cumplimiento externo de un horario. El Magisterio siempre ha pensado en la Superiora como aquél que sabe animar en la caridad a una mayor santificación personal de cada uno de los miembros que componen la comunidad. “Este servicio de animación unitaria requiere, por lo tanto, que los superiores y superioras no se muestren ni ajenos y desinteresados frente a las exigencias pastorales, ni absorbidos por tareas simplemente administrativas, sino que se sientan y sean considerados en primer lugar como guías para el desarrollo simultáneo, tanto espiritual como apostólico, de todos y cada uno de los miembros de la comunidad.”
El segundo nivel de santificación se refiere a la formación. Ya el Decreto Perfectae caritatis preveía que la adecuada renovación sólo se llevaría a cabo si existía una adecuada formación en los miembros. Si bien es cierto que dicha formación puede y debe realizarse en varios niveles y que en muchos casos a Congregación o el Instituto religioso no puede proveer por sí sólo a dicha formación, es competencia de la Superiora asegurarse que los medios de formación puestos a disposición de los miembros de la comunidad sean los idóneos. No puede dejar al libre albedrío le decisión de escoger dichos medios, pues puede poner en juego la perseverancia en la vocación. “Los religiosos han de procurar ir perfeccionando cuidadosamente a lo largo de toda su vida esta cultura espiritual, doctrinal y técnica, y los Superiores han de hacer lo posible por proporcionarles oportunidad, ayuda y tiempo para ello. Es también obligación de los Superiores procurar que los directores, maestros de espíritu y los profesores sean bien seleccionados y cuidadosamente preparados.”
Por último mencionaremos el nivel de la fidelidad comunitaria y personal en la práctica de los consejos evangélicos, de acuerdo al espíritu de la regla. Aquí, como en el primer nivel, la labor de la Superiora puede centrarse en hacer que los miembros de la comunidad conozcan, asimilen y vivan lo indicado en la regla para los consejos evangélicos. La propuesta de estudio comunitario, de confrontación personal y de aplicación práctica de los consejos evangélicos bastará para que la Superiora cumpla con esta función.
La función de gobernar
“Los Superiores deben ejercitar el servicio de ordenar la vida de su propia comunidad, organizar los efectivos del Instituto en orden al fomento de la misión peculiar del mismo y a su inserción en la acción eclesial bajo la guía de los Obispos.”
Podemos observar tres niveles comprendido en la función de gobierno por parte de los Superiores: la organización de la vida de la comunidad, la organización de la vida de los miembros del Instituto (de la comunidad), el desarrollo del carisma.
Organización de la vida de la comunidad. La vida fraterna en comunidad forma parte de los elementos esenciales de la vida consagrada la vida comunitaria. “La Iglesia considera ciertos elementos como esenciales para la vida religiosa: la vocación divina, la consagración mediante la profesión de los consejos evangélicos con votos públicos, una forma estable de vida comunitaria, para los institutos dedicados a obras de apostolado, la participación en la misión de Cristo por medio de un apostolado comunitario, fiel al don fundacional específico y a las sanas tradiciones; la oración personal y comunitaria, el ascetismo, el testimonio público, la relación característica con la Iglesia, la formación permanente, una forma de gobierno a base de una autoridad religiosa basada en la fe.” No es accidental por lo tanto el que la Iglesia haya insistido durante los años de la renovación en el gobierno que deben ejercitar los superiores. Tal parece que en estos 40 años se haya establecido una especia de contraste entre autoridad, libertad, madurez personal. “El deseo de una comunión más profunda entre los miembros y la reacción comprensible hacia estructuras consideradas demasiado autoritarias y rígidas, ha llevado a no comprender en todo su alcance la misión de la autoridad, hasta el punto de ser considerada por algunos, incluso, como no necesaria para la vida de la comunidad, y, por otros, reducida al simple papel de coordinar las iniciativas de los miembros. De este modo, algunas comunidades se han visto inducidas a vivir sin una autoridad y otras a tomar todas las decisiones colegialmente. Todo esto lleva consigo el peligro, no sólo hipotético, de destruir la vida comunitaria, que tiende inevitablemente a favorecer el individualismo, y, al mismo tiempo, a oscurecer la misión de la autoridad, misión necesaria no sólo para el crecimiento de la vida fraterna en la comunidad, sino también para el itinerario espiritual de la persona consagrada.”
La función de gobernar en su carácter específico de organizar la vida de la comunidad cobra importancia cuando analizamos la historia de la vida fraterna en comunidad durante el Post-concilio. Experimentos, nuevas experiencias, búsqueda de caminos para vivir la vida fraterna han marcado el derrotero de estos años. Si bien el balance es positivo, la perplejidad salta a la vista cuando leemos con claridad los puntos expresados por el Magisterio de la Iglesia en referencia a la vida comunitaria. La Superiora debe leer y aplicar lo dicho en esas páginas.
No es nuestro objetivo hacer un análisis exhaustivo del documento La vida fraterna en comunidad, pero señalaremos los aspectos que más hacen referencia a la comunidad, aspectos que la Superiora debe tomar en cuenta en el momento de ordenar la vida de la comunidad. En primer lugar, conviene repasar el concepto teológico de comunidad que se encuentra en el número 2 del documento en cuestión. Ahí se habla claramente de la comunidad como una dimensión mistérica, comunitaria, carismática y apostólica. Es importante que la Superiora comprenda que la comunidad es ante todo una realidad teológica, que tiene su origen en Dios y en la Iglesia. Que no es simplemente un agregado de persona que pueden ser gobernadas de acuerdo alas leyes de la psicología, la sociología o la administración de empresas. Dichas ciencias y las cualidades personales de liderazgo, de animación personal o de escucha (entre otras) no deben ser olvidadas pero siempre puestas en el plano que les corresponde, de conformidad con el plano de la realidad teologal a la que corresponde la vida comunitaria.
De ahí que la Superiora, si quiere ordenar la vida comunitaria, deberá entender a la comunidad como una realidad con características específicas y que debe ordenar todo su gobierno a la consecución del ideal que cada realidad comporta. Dichas realidades son: “a) La comunidad religiosa como don: antes de ser un proyecto humano, la vida fraterna en común forma parte del proyecto de Dios, que quiere comunicar su vida de comunión. b) La comunidad religiosa como lugar donde se llega a ser hermanos: los medios más adecuados para construir la fraternidad cristiana por parte de la comunidad religiosa. c) La comunidad religiosa como lugar y sujeto de la misión: las opciones concretas que la comunidad religiosa está llamada a realizar en las diversas situaciones y los principales criterios de discernimiento.”
La organización de la vida de los miembros del Instituto. Pero no basta con organizar las actividades de la vida comunitaria para que ésta sea un don, un lugar en donde se llega a ser hermanos y un lugar y sujeto de la misión. La Superiora que reduce su labor a este tipo de organización se asemeja al hotelero que revisa el buen funcionamiento de las actividades del hotel sin entrometerse en la vida de sus inquilinos. Debe organizar la vida de los miembros del Instituto no sólo para que puedan cumplir con un horario, desempeñar una misión específica y aprovechar unos medios espirituales para su crecimiento humano y espiritual.
Se trata más bien de ejercer efectivamente lo señalado por el Magisterio de la iglesia y convertirse en un verdadero animador espiritual de la vida comunitaria, como lo venía anunciando desde el Decreto Perfectae caritatis: “Mas los Superiores, que habrán de dar cuenta a Dios de las almas a ellos encomendadas, dóciles a la voluntad divina en el desempeño de su cargo, ejerzan su autoridad en espíritu de servicio para con sus hermanos, de suerte que pongan de manifiesto la caridad con que Dios los ama.” NO se es Superior si no se da cuenta de las almas, no solamente de las actividades externas que realizan las almas. Tal parece que el número quiere subrayar la importancia del papel espiritual que la Superiora deberá ejercer en su gobierno. Un gobierno espiritual que se verifica cuando la Superiora organiza no sólo las actividades de los miembros de la comunidad, sino la vida de los miembros, a través de una verdadera animación espiritual.
El desarrollo del carisma. “Vivir en comunidad es, en realidad, vivir todos juntos la voluntad de Dios, según la orientación del don carismático, que el Fundador ha recibido de Dios y ha transmitido a sus discípulos y continuadores. (…) La profunda comprensión del carisma lleva a una clara visión de la propia identidad, en torno a la cual es más fácil crear unidad y comunión. Ella permite, además, una adaptación creativa a las nuevas situaciones, y esto ofrece perspectivas positivas para el futuro de un instituto. La falta de esa claridad puede fácilmente crear incertidumbre en los objetivos y vulnerabilidad respecto a los condicionamientos ambientales y a las corrientes culturales, e incluso respecto a las distintas necesidades apostólicas, además de crear incapacidad para adaptarse y renovarse.”
La comunidad vive inserta en la vida de la Iglesia no en forma indiferenciada. Posee un carisma propio, es decir, una forma peculiar de vivir el evangelio, querida por el fundador, aprobada por la Iglesia y desarrollada a lo largo del tiempo por todos los miembros de la Congregación o del Instituto. Esta forma de vida imprime un carácter muy específico a cada una de las comunidades esparcidas en cualquier parte del mundo, pero unidas por el mismo carisma. La Superiora de comunidad tiene el encargo en su gobierno de desarrollar el carisma en la comunidad específica que el preside. Carisma que se explicita en los horarios, la forma de rezar, los apostolados que realizan los miembros, pero sobretodo a través de las relaciones interpersonales de los miembros en la comunidad y la tensión sana por vivir y hacer vivir el ideal del Fundadores sus diversas vertientes personales, comunitarias y de apostolado. La Superiora deberá en consecuencia buscar los medios más adecuados para desarrollar el carisma, como podrá ser la lectura atenta y la aplicación práctica en comunidad de las Constituciones, la vigilancia cercana y fraternal del desarrollo espiritual de cada miembro de su comunidad, especialmente a través de la dirección espiritual, la vigilancia de la aplicación del carisma en cada una de las obras apostólicas encomendadas a la comunidad, la celebración en comunidad de ciertas fiestas propias de la Congregación, los tiempos fuertes de estudio de la espiritualidad y el carisma específico, la promoción de una adecuada comunicación con los Superiores mayores y con todos los miembros de la Congregación o del Instituto, la transmisión de noticias de otras comunidades, especialmente de los logros en el apostolado.
Aspectos de la autoridad
Si bien el Magisterio de la Iglesia no es un manual de aplicación práctica, puede darnos algunas pautas sobre los aspectos en que los Superiores pueden ejercer su autoridad. Nos referiremos concretamente al número 50 del documento La vida fraterna en comunidad, y que menciona tres aspectos de la autoridad: la autoridad espiritual, la autoridad creadora de unidad y la autoridad que sabe tomar la decisión final y garantiza su ejecución.
Nuevamente tenemos que hacer mención que el paso de estos 40 años de renovación postconciliar ha dejado su huella en el ejercicio de la autoridad. Si en 1994 fue necesario que el Magisterio de la Iglesia dedicara un documento entero a la vida fraterna en comunidad era debido a los abusos y desvíos que se habían dado en este elemento de la vida consagrada. En repetidas ocasiones el Magisterio venía hablando sobre este aspecto, pero es con el documento de La vida fraterna en comunidad dónde quiere zanjear la cuestión y dar las pautas para el futuro desarrollo de las comunidades. Vida consagrada retomará el argumento sólo para reafirmar lo dicho por La vida fraterna en comunidad: “Si bien es cierto que la autoridad debe ser ante todo fraterna y espiritual, y que quien la detenta debe consecuentemente saber involucrar mediante el diálogo a los hermanos y hermanas en el proceso de decisión, conviene recordar, sin embargo, que la última palabra corresponde a la autoridad, a la cual compete también hacer respetar las decisiones tomadas.”
Una autoridad espiritual. “Si las personas consagradas se han dedicado al servicio total de Dios, la autoridad favorece y sostiene esta consagración. En cierto sentido se la puede considerar como «sierva de los siervos de Dios». La autoridad tiene la misión primordial de construir, junto con sus hermanos y hermanas, «comunidades fraternas en las que se busque a Dios y se le ame sobre todas las cosas».” La lógica de este número, reflejo del canon 619 del Derecho canónico, enmarca claramente la importancia que la autoridad debe dar al aspecto espiritual de la comunidad y que generará el tono con el que debe actuar en el ejercicio de su oficio. Es una autoridad que actúa guiada sólo por la lógica del espíritu. Todo en la vida comunitaria, desde los aspectos más prácticos como pueden ser los horarios y su fiel cumplimiento, hasta aspectos más delicados como la vivencia de los consejos evangélicos de acuerdo al propio carisma, pasando por los resultados en el apostolado, tiene como finalidad que la comunidad busque y ame a Dios sobre todas las cosas. este aspecto es preponderante en el ejercicio de la autoridad por parte de la superiora, y podemos afirmar que las funciones que hemos arriba estudiado deberán estar penetradas de este sentido espiritual. La pregunta que debe hacerse la superiora en todo momento es la de verificar si tal mandato, tal disposición, tal permiso se hacen para lograr que Dios sea más amado por la comunidad y por cada uno de sus miembros en particular.
Para ello, el mismo documento de Vida fraterna en comunidad nos da la clave de actuación: “Es necesario, por tanto, que sea, ante todo, una persona espiritual, convencida de la primacía de lo espiritual, tanto en lo que se refiere a la vida personal como en la edificación de la vida fraterna; es decir, que sea consciente de que, cuanto más crece el amor de Dios en los corazones, tanto más se unen esos mismos corazones entre sí. Su misión prioritaria consiste, pues, en la animación espiritual, comunitaria y apostólica de su comunidad.”
Una autoridad creadora de unidad. El mismo documento dará un programa de trabajo para que la superiora de comunidad sea un factor de unidad. Conviene recalcar algunos aspectos. Esta unidad se ejecutará o sólo a nivel horizontal, es decir sólo entre los miembros de la comunidad. Es también necesario que la superiora fomente esta unidad a nivel vertical y a nivel interno. A nivel vertical, proponiendo la unidad con las Superioras mayores (provincial y general) y con el obispo y la curia diocesana. Y a nivel interno, procurando la unidad de la persona entre su ser consagrado y su actuar como consagrado. “Una autoridad creadora de unidad es la que se preocupa de crear un clima favorable para la comunicación y la corresponsabilidad, suscita la aportación de todos a las cosas de todos, anima a los hermanos a asumir las responsabilidades y las sabe respetar, «suscita la obediencia de los religiosos, con reverencia a la persona humana»(65), los escucha de buen grado y promueve su colaboración concorde para el bien del Instituto y de la Iglesia(66), practica el diálogo y ofrece momentos oportunos de encuentro, sabe infundir aliento y esperanza en los momentos difíciles, y sabe también mirar hacia adelante para abrir nuevos horizontes a la misión. Y, además, esta autoridad trata de mantener el equilibrio entre las diversas dimensiones de la vida comunitaria: equilibrio entre oración y trabajo, apostolado y formación, compromisos apostólicos y descanso. La autoridad de la Superiora y de la superiora se ordena a que la casa religiosa no sea simplemente un lugar de residencia, un grupo de individuos, cada uno de los cuales vive su propia vida, sino una «comunidad fraterna en Cristo».”
Una autoridad, que sabe tomar la decisión final y garantiza su ejecución. Como colofón de este artículo, podemos decir que este número del documento Vida fraterna en comunidad, resume el devenir de la autoridad religiosa en comunidad a lo largo de estos 40 años y le da un cauce muy específico para el futuro. Si bien la superiora debe ejercer la autoridad con respeto a la persona, no debe renunciar a tomar la decisión final y debe buscar los medios adecuados, en el pleno respeto al individuo, para que le decisión de lleve a cumplimiento. De esta manera se asegura que la obediencia, como elemento esencial de la vida consagrada, brille con una nueva luz, la luz de la caridad de Cristo. Tratará a sus hermanas como Cristo las trataría, ayudándolas a amar a Dios en comunidad.
Bibliografía
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Ibidem.n. 49.
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Plenaria SCRIS, La dimensión contemplativa de la vida religiosa, marzo de 1980, n. 16
Ibidem, n. 11
Congregación para los religiosos e institutos de vida secular, Mutuae relationes, 14.5.1978, n. 13b.
Congregación para los religiosos e institutos de vida secular, Vida fraterna en comunidad, 2.2.1994, 50b.
Plenaria SCRIS, La dimensión contemplativa de la vida religiosa, marzo de 1980, n. 16
Concilio Vaticano II, Decreto Perfectae caritatis, 28.10.1965, n. 18.
Congregación para los religiosos e institutos de vida secular, Mutuae relationes, 14.5.1978, n. 13
Congregación para los religiosos e institutos de vida secular, Elementos esenciales de la vida religiosa,31.5.1983, n. 4.
Congregación para los religiosos e institutos de vida secular, Vida fraterna en comunidad, 2.2.1994, 48.
Ibidem, n. 7.
Concilio Vaticano II, Decreto Perfectae caritatis, 28.10.1965, n. 14.
Congregación para los religiosos e institutos de vida secular, Vida fraterna en comunidad, 2.2.1994, n. 45.
Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Vita consacrata, 25.3.1996, n. 43.
Congregación para los religiosos e institutos de vida secular, Vida fraterna en comunidad, 2.2.1994, n. 50.
Ibidem.
Ibidem.
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