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Despertar del Carisma
El carisma no actúa por sí sólo. No es la varita mágica que por sí misma, invocando su nombre y haciendo unos movimientos extraordinarios, soluciona todo rápida y eficazmente. Es necesario trabajar el carisma, hacerlo trabajar en nosotros


Por: German Sanchez Griese | Fuente: Catholic.net



¿Por qué es importante despertar el carisma?
El inicio del tercer milenio está siendo para la vida consagrada un momento de gran trascendencia. Se han dejado a un lado los aldabonazos de lo que fueron los inicios del período de la renovación, con todo lo que ello pudo traer de error o de extremismos. Dejados también ya a un lado los tiempos ad experimentum, los Capítulos extraordinarios para la revisión de las Constituciones a la luz de las disposiciones emanadas por el Concilio Vaticano II, se puede hacer el balance de lo acontecido.

Necesario, y triste por cierto, es conveniente también hacer el recuento de las bajas en el campo de batalla. Quitarnos de eufemismos y llamar las cosas por su nombre, es signo de madurez y de una voluntad que quiere buscar una solución a lo acaecido, cuando lo que ha ocurrido no debería nunca haber pasado, o por lo menos, no era necesario que hubiese sucedido. Así como también ver el futuro con esperanza, dando gracias por el pasado y viviendo con confianza el presente, es signo de una postura verdaderamente cristiana y de gran confianza en Dios, Padre providente.

Ponernos ante el presente sin añoranzas por el pasado, ni angustia por el futuro, es poner los ojos en las inmensas posibilidades que se abren a la vida consagrada en el Tercer milenio, tal como profetizaba Juan Pablo II. “¡Caminemos con esperanza! Un nuevo milenio se abre ante la Iglesia como un océano inmenso en el cual hay que aventurarse, contando con la ayuda de Cristo. El Hijo de Dios, que se encarnó hace dos mil años por amor al hombre, realiza también hoy su obra. Hemos de aguzar la vista para verla y, sobre todo, tener un gran corazón para convertirnos nosotros mismos en sus instrumentos.” Es también aceptar la situación tal y como se presenta, sin angustias, temores, pero con pleno realismo .

De frente a tal postura es posible decir que los retos que enfrenta la vida consagrada son la de mantenerse fiel a sí misma, después del vendaval. “Ser lo que tienes que ser” bien podría ser el lema sugerido a la vida consagrada para este perído de su historia. En la fidelidad a su esencia, es decir, en la fidelidad al seguimiento de Cristo a la manera del Fundador, se encuentra la clave para no sólo no sucumbir, sino para florecer y cumplir con la misión que Cristo y la Iglesia le han confiado.

Misión que bien podría resumirse en lo anotado en artículos anteriores: la invitación de Juan Pablo II a la vida consagrada para llevar a cabo la nueva evangelización en Europa es aún una tarea incipiente; la misión que tiene de aportar una esperanza a este mundo, está dando sus primeros pasos; el convertirse en verdaderos maestros y guías del espíritu, es un largo camino aún por recorrer; la adecuada gestión de las comunidades religiosas, en donde el gobierno debe ser sobretodo un gobierno de animación espiritual; la mayor participación e incidencia de las personas consagradas con los laicos.

Por lo tanto, nos encontramos con dos frentes: el de la identidad y el de los retos que debe afrontar la vida consagrada. Pero tenemos también un medio: el carisma.

Pero el carisma no actúa por sí sólo. No es la varita mágica que por sí misma, invocando su nombre y haciendo unos movimientos extraordinarios, soluciona todo rápida y eficazmente. Es necesario trabajar el carisma, hacerlo trabajar en nosotros. Es necesario que despertemos al carisma en nosotros mismos.

Cada uno de los elementos que conforman la consagración pueden estar informados por el carisma. Pero se requiere la libre participación y el libre ejercicio de la persona consagrada, para hacer que ella integre en su vida esos elementos de la vida consagrada, impregnados y vivificados por el carisma, de forma que sean los principios rectores de todo su ser y de todo su actuar. Sin esta libre participación no puede darse la persona consagrada, pues hablaremos entonces o de un títere a merced de sus pasiones, de sus sentimientos y de las circunstancias o de una persona forzada a hacer lo que no quiere. Es necesario que la persona quiera vivir el carisma, quiera hacer que el carisma cobre vida en ella misma e impregne todo su actuar. A este querer lo llamamos despertar del carisma.

Despertar el carisma será hacer que el carisma actúe en la persona consagrada, en todos los niveles que conforman su persona, logrando que todo su obrar y su ser queden impregnados de una identidad clara y definida. Que su pensar y su querer sean el pensar y el querer de una persona consagrada, que el obrar sea el obrar propio de una persona consagrada. Para ello, es necesario que el carisma impregne, penetre y se llegue a configurar plenamente con la persona que vive el carisma, de forma que no haya una distinción entre carisma y persona, sin por esto suprimir las personalidades individuales. Al contrario, el carisma no sólo no cancelará dichas individualidades, sino que las potenciará y las elevará, pues al irlas purificando de todo aspecto ajeno a la consagración, hará que brille más el aspecto humano para beneficio del carisma.

Despertar el carisma en el nivel humano es motivar a la persona consagrada para que conozca el pensamiento del Fundador, y así asimile no sólo sus palabras, sino sus intenciones y las ponga en obra. Es adecuar el propio pensamiento al pensamiento del Fundador, no renunciando por ello a tener pensar por sí mismo sino a pensar siempre en sintonía con el Fundador. Es poner al servicio de este pensamiento, de este carisma, todos los dones propios y hacer que el pensamiento del Fundador cobre forma en la mente de la persona consagrada y se enriquezca con sus dones personales.

Despertar el carisma es aplicar este pensamiento del Fundador -enriquecido con el pensamiento propio-, a las situaciones actuales, en forma tal que la persona consagrada pueda desarrollar y aplicar el carisma en los tiempos actuales. Es un trabajo que requiere un doble conocimiento y amor: conocimiento del carisma y amor a él y conocimiento y amor a las situaciones actuales. La persona consagrada hace de las situaciones actuales un momento propicio para poner en práctica el carisma. No se angustia por el presente, ni añora el pasado, sino que se lanza para aplicar las líneas fundamentales del carisma en las circunstancias concretas del presente.

Despertar el carisma es tener un solo querer con el Fundador. Es ver la vida con los ojos del Fundador y querer lo que él quería, que no es algo diverso a lo que Cristo quiere. Si el carisma es la actuación práctica del amor de Dios al hombre en una situación específica y con unos medios específicos, despertar el carisma no será otra cosa que el buscar el querer de Dios en cada instante y situación de la vida. Se quiere lo que Dios quiere, porque se vive el carisma.

Despertar el carisma es sentir con el corazón del Fundador, que es el corazón de Cristo. Si los fundadores se han dejado enamorar de Cristo al grado que no hay ya ninguna diferencia entre los sentimientos de Cristo y los sentimientos del Fundador, la persona consagrada al despertar el carisma encuentra la forma para hacer que sus sentimientos sean los mismos sentimientos de Cristo. El Fundador ha dejado una escuela viviente de amor por Cristo y amor por los semejantes, escuela que puede ser seguida por la persona consagrada cuando hacer despertar en ella misma el carisma.

Despertar el carisma es vivir la madurez humana, “la cual se comprueba, sobre todo, en cierta estabilidad de ánimo, en la facultad de tomar decisiones ponderadas y en el recto modo de juzgar sobre los acontecimientos y los hombres.” Es asumir responsabilidades, llevarlas adelante, saber emitir juicios, pero teniendo siempre como base la opción que se ha hecho de seguir en todo el pensamiento del Fundador que ilumina en todo a la persona consagrada.

Despertar el carisma es importante para la persona consagrada que quiere encontrar una seguridad en esta vida y no dejarse zarandear por ningún viento: “Cuántos vientos de doctrina hemos conocido en estas últimas décadas, cuántas corrientes ideológicas, cuántas modas del pensamiento… La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos con frecuencia ha quedado agitada por las olas, zarandeada de un extremo al otro: del marxismo al liberalismo, hasta el libertinismo; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo, etc. Cada día nacen nuevas sectas y se realiza lo que dice san Pablo sobre el engaño de los hombres, sobre la astucia que tiende a inducir en el error (Cf. Efesios 4, 14). Tener una fe clara, según el Credo de la Iglesia, es etiquetado con frecuencia como fundamentalismo. Mientras que el relativismo, es decir, el dejarse llevar «zarandear por cualquier viento de doctrina», parece ser la única actitud que está de moda. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que sólo deja como última medida el propio yo y sus ganas”

No es ser fundamentalista, sino radical. Despertar el carisma no es otra cosa que atreverse a “reproducir con valor la audacia, la creatividad y la santidad de sus fundadores y fundadoras como respuesta a los signos de los tiempos que surgen en el mundo de hoy ,” con el fin de tener un norte seguro dónde apuntar en la vida consagrada y contar con un medio seguro y eficaz que el Espíritu Santo otorgó a la Iglesia a través del Fundador. Por ello, para vivir con radicalidad la vida consagrada, hay que lanzarse a despertar el carisma.


¿Cómo despertar el carisma en la persona consagrada?
Despertar el carisma no es una cuestión intelectual, es una cuestión del corazón, entendiendo por corazón la facultad del hombre por buscar en la libertad lo mejor para el amado. El proceso que lleva al alma consagrada a hacer del carisma el centro de su vida y así fundamentar en él su pasado, presente y futuro, comienza en el momento en que el consagrado o la consagrada se cuestiona la fidelidad y la radicalidad en su propia consagración. Inicia cuando quiere poner en práctica las directrices del Concilio sobre la adecuada renovación y buscar aplicar los lineamientos antes citados de la Perfectae caritatis . Podemos decir por tanto, que el despertar el carisma es un proceso inherente a la reforma de la vida consagrada, sugerida por el Concilio y auspiciada en los últimos tiempos por Benedicto XVI . No es más que un camino de ayuda para “reproducir con valor la audacia, la creatividad y la santidad de sus fundadores y fundadoras como respuesta a los signos de los tiempos que surgen en el mundo de hoy” , pues la persona consagrada “tiene (...) una gran historia que construir.”

Para despertar el carisma la persona consagrada debe llevar a cabo un proceso que contempla tres momentos importantes. El primero es un proceso de conocimiento. El segundo es un proceso de asimilación o vivencia y el tercero lo es de transmisión. No son tres momentos aislados, sino que son tres etapas de un mismo proceso. Etapas estrechamente unidas entre sí, de forma que no puede entenderse una sin las otras dos. Tampoco puede entenderse estas tres partes del proceso como una sucesión cronológica por etapas. Deben entenderse como un proceso único en el tiempo, pero que por motivos pedagógicos es necesario explicarla por etapas.

Aunada a esta división, que se hace por necesidades pedagógicas, es conveniente tomar en consideración que estamos hablando de una realidad espiritual. No debemos olvidar que el carisma es un don del Espíritu con el fin de edificar a la Iglesia. Por ello, debemos siempre considerar que, como parte de la Iglesia, se adecua siempre al desarrollo de Ella, en conformidad a unos parámetros muy bien definidos por Cristo, cabeza de la Iglesia. Cristo es el dador del carisma, por medio del Espíritu Santo. Él suscita el carisma y suscita también su desarrollo, contando con la libre colaboración del hombre. El trabajo que humanamente lleve a cabo la persona consagrada para despertar el carisma, deberá siempre estar animado por el Espíritu Santo. Por tanto, ese necesario trabajar siempre dejando campo abierto a la acción el Espíritu. Querer hacerlo todo sin dejar el campo a la acción del Espíritu Santo puede ser un signo de un afán de protagonismo que llega a reducir al carisma a una realidad meramente humana, alejándose del verdadero don de Dios para la Iglesia .

Para despertar el carisma la persona consagrada debe hacer propia la triple experiencia con la que el Espíritu sugirió al Fundador el nacimiento del Instituto o congregación religiosa. Esta triple experiencia corresponde al triple movimiento del que hemos ya hablado: conocer, vivir y transmitir el carisma, que en este caso se aplican directamente al Fundador. El fundador conoció qué era lo que Dios le pedía, esto es, el carisma; el Fundador vivió lo que Dios le pedía en el carisma; el Fundador transmitió lo que Dios le pedía en el carisma.

Todo carisma nace de una necesidad. El Espíritu hace ver al Fundador la existencia de una urgencia en la Iglesia. Esta urgencia puede ser variada en su carácter. Puede tratarse de una urgencia material, como por ejemplo, la necesidad de curar a los enfermos, o de dar de comer a los hambrientos, o de atender a los inmigrantes. Puede ser también una urgencia espiritual, como la de ofrecerse por la reparación de los pecados, o por la salvación de las almas del Purgatorio, o impulsar un amor grande a la Eucaristía o al Divino corazón. Esta necesidad, material o espiritual, es también una necesidad apremiante en la Iglesia.

Existen diversas formas para solucionar esta necesidad. Dios puede suscitar a las personas diversas formas de salir al paso de estas dificultades o apremios. Pueden darse, por ejemplo, soluciones de tipo meramente material, como la construcción de hospitales, dispensarios médicos, centros de acogida, escuelas o universidades, por mencionar tan sólo unas pocas respuestas a esas necesidades. Para las necesidades espirituales también el Espíritu puede hacer surgir iniciativas como grupos de adoración y/o reparación, grupos de oración, personas que promuevan el rezo del rosario, de novenas.

Pero a unas personas Dios les hace ver dichas necesidades y su solución, insertadas en el mismo Cristo. Las necesidades materiales o espirituales no aparecen a los ojos de estas personas como necesidades materiales o espirituales en el cuerpo místico de Cristo –la Iglesia-, sino como necesidades materiales o espirituales en el mismo Cristo y encuentran la solución o la inspiración a la solución en un misterio de la vida de Cristo. Ahora el problema fundamental no son ya las necesidades materiales o espirituales, sino la persona de Cristo. La solución material, como podría ser la construcción de una escuela o de un orfanatorio no es la solución principal, sino que es una manifestación secundaria de la intención principal del Fundador. La intención consiste principalmente en aliviar la necesidad corporal o espiritual en el mismo Cristo. Quien por ejemplo construye una escuela, no lo hace sólo para dar instrucción a un grupo de niños o jóvenes analfabetas, sino para ayudar a Cristo que requiere de ser instruido. Su intención no es solamente enseñar, sino ayudar a Cristo a aprender. Y para ello, Dios le hace experimentar en una forma del todo original, un misterio de la vida de Cristo. Es esta experiencia del misterio de Cristo en forma original la experiencia del Espíritu, que dará origen al carisma.

Cristo aparece como centro de todo lo que se debe de hacer, a partir de haberlo experimentado bajo una característica específica. Esta experiencia del Espíritu origina en el Fundador toda una espiritualidad, toda una forma de vivir el misterio de Cristo y el misterio de la Iglesia y una forma muy peculiar de hacer apostolado . Esta experiencia del Espíritu no deja indiferente la persona del Fundador. Ha experimentado de manera peculiar y original a Cristo. La vida misma del Fundador queda trastocada de esta experiencia, y lo que antes era una prioridad –la solución apremiante de una necesidad-, pasa a ser elemento secundario, como hemos dicho. Se trata ahora de la persona misma de Cristo, de dar una solución personal a ese Cristo que ha experimentado en forma particular. El Fundador comienza a vivir una relación personal con Cristo, en formas muy específicas y novedosas, dando origen a una espiritualidad. La espiritualidad será la manera de relacionarse con Dios, a partir de la experiencia del Espíritu.

Con esta nueva visión y experiencia que el Fundador ha hecho de Cristo, lo que eran las necesidades apremiantes, pasan a un segundo plano. Ahora se ve a Cristo en esas necesidades apremiantes. El Fundador penetra y va más allá del aspecto meramente material o externo de lo que pudo estar al origen de todo este movimiento del Espíritu, para ver prioritariamente a Cristo que sufre en esa necesidad, ya sea espiritual o material. Ahora el impulso del Fundador se dirige más bien a Cristo, que se encarna en la necesidad. Solucionará sí, la necesidad, pero teniéndola como trasfondo. El papel principal es ahora ayudar a Cristo, a la misma persona de Cristo. Para el Fundador, Cristo se presentará en la necesidad peculiar. Sin embargo, ya no es la necesidad lo que hay que paliar, ahora el objetivo es aliviar el sufrimiento de Cristo que se presentan de una forma muy especial en la necesidad que ha dado origen a todo este proceso. Este movimiento de querer ayudar a Cristo en la necesidad particular, será la intención del Fundador, que se equipara a la intención de la Congregación. El Fundador al querer solucionar el problema del Cristo que sufre específicamente en una necesidad, tiene una intención muy específica. Esta intención dará origen al nacimiento de una Congregación o instituto religioso. Esta forma de solucionar el problema da origen a las intenciones del Fundador, intenciones que miran no sólo al aspecto material de la situación, sino, sobretodo, al aspecto espiritual. Su intención primaria es aliviar a Cristo que sufre de alguna manera.

En un siguiente paso, el Fundador toma de la experiencia del Espíritu, aquellos elementos de la espiritualidad que Dios le está haciendo vivir en su vida personal y los aplica a la necesidad que dio origen a todos estos movimientos. Con esta experiencia del Espíritu, el Fundador ilumina, ahora sí, la necesidad que dio origen a dicha experiencia, y con todo aquello que ha experimentado, con todo aquello que ha visto en la oración, se lanza a dar una solución al problema, pero que será ante todo, una solución a una carencia espiritual, no meramente material, como hemos ya antes explicado. Nacen entonces las obras de apostolado y las maneras de llevar a cabo dichas obras de apostolado, siempre surgidas por la experiencia del Espíritu.


Este triple movimiento, conocer, vivir y transmitir, comienza cuando se comparte la experiencia del Espíritu que hizo el fundador y que es el origen del carisma. Una vez que se comparte esta experiencia, la persona consagrada no permanece indiferente, nace en ella un deseo de vivir lo experimentado, para después comunicarlo y transmitirlo a los demás. Estos tres momentos no se dan simplemente por un mero proceso humano o intelectual, requieren de la participación de la voluntad, del corazón. Querer conocer lo experimentado por el Fundador, querer vivirlo y querer transmitirlo, es algo muy distinto que un simple conocimiento intelectual. Es necesario, claro que sí, tener un conocimiento preciso, pero es más necesario también implicar la voluntad en este proceso. Hay que bajar de las ideas a los actos de la voluntad. Hay que pasar del conocimiento teórico al conocimiento experimental, de la vivencia impersonal a la vivencia práctica del día a día. De la transmisión mecánica a la transmisión cordial. Y para ello, es necesario aplicar en cada uno de estos procesos una mística, entendida aquí como la fuerza interior o ímpetu espiritual que procede de la fe y del amor, la mística mueve a una persona hacia los ideales que el carisma le propone. Donde hay mística, hay un conocimiento experimental del carisma, hay una vivencia fiel y personal a todo lo que propone el mismo carisma y hay frutos apostólicos en la transmisión del mismo. Por ello, junto con los procesos de conocer, vivir y transmitir el carisma, es necesario que la persona consagrada cree una mística del conocimiento del carisma, una mística de la vivencia de dicho carisma y por último una mística en la transmisión del carisma. En cada uno de los artículo subsecuentes, dedicaremos un apartado para explicar cada uno de estos aspectos de la mística.


Bibliografia,
En este sentido traigo a colación unas palabras que justamente quieren reflejar la situación actual de la vida consagrada, que muchas veces, cubriéndola de eufemismos, no nos deja enfrentar a ella con toda la crudeza a la realidad: “Se usan eufemismos para enmascarar una realidad que hace daño: redimensionamiento de las obras, para no decir que se ha visto obligado a cerrar conventos, casas, instituciones; cualificación de las vocaciones y apertura a la internacionalidad para compensar la baja desmesurada de los nuevos ingresos; restructuración de las unidades territoriales para no confesar que las provincias no se pueden sostener por sí mismas y que progresivamente van a desaparecer.” Fabio Ciardi, Inutilità, distrazione, vulnerabilità: punti forti della vita consacrata, en Dove ci porta il Signore, Paoline editoriale libri, Roma, 2005, p. 62. O como decía también una superiora provincial del norte de Italia, que su trabajo consistía ahora en animar a las casas de reposo que tenía la Congregación en la provincia, porque habían desaparecido las escuelas y los hospitales que antes tenían en esa área.
Juan Pablo II, Carta apostólicaNovo Millennio Ineunte, 6.1.2001, n. 58.
“Si tuviese que resumir (la actitud teológica y espiritual que debemos tener) en una frase, que no quiere ser irónica, sino profundamente espiritual, yo diría ésta: ¡Calma! La situación es solamente grave. En otras palabras, es grave –y estoy convencido que en el próximo futuro, desde el punto de vista numérico, lo será aún más- pero mantengamos las cosas en orden. Recuerdo las palabras del entonces prefecto de la Congregación de los religiosos, cardenal Hamer, cuando vino a hacernos una visita durante el Capítulo general de los claretianos en 1985: <>. Creo que dichas palabras sean perfectamente válidas hoy también. Preocuparse es signo de responsabilidad; angustiarse, en cambio, sería signo de falta de fe en el Señor que, suceda aquello que suceda (incluida la posible desaparición de la comunidad, la provincia o el Instiuto), guía la historia.” José Rovira, La vita consacrata in Europa: realtà e atteggiamento teologico-spirituale, en Dove ci porta il Signore, Paoline editoriale libri, Roma, 2005, p. 40.
Concilio Vaticano II, Decreto Optatam totius, 20.10.1965, n. 11.
Card. Joseph Ratzinger, Momilía en la misa por la elección del Sumo Pontífice, 18.04.2005.
Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata, 25.3.1996, n. 37.
“Los Superiores de los Religiosos tienen la obligación grave que han de considerar de primaria importancia, de fomentar por todos los medios a su alcance la fidelidad de los religiosos al carisma del Fundador, promoviendo al mismo tiempo la renovación que prescribe el Concilio y exigen los tiempos. Harán todo lo que esté en su mano para que los religiosos sean orientados eficaz y apremiantemente a la consecución de dicho fin: y, ante todo, procurarán que los religiosos se preparen para ello con una formación adecuada y que responda a las exigencias de los tiempos.” Sagrada Congregación para los religiosos e institutos seculares, Mutuae relationes, 14.5.1978, n. 14.
No podemos ocultar nuestra perplejidad ante el uso que se ha hecho de este y otros términos referidos a la renovación que buscaba el Concilio. Utilizamos el término reforma, dentro del contexto de la adecuada hermenéutica o clave de lectura que se debe dar al Concilio. Una clave de lectura de continuidad, no de ruptura, con el fin de desarrollar los elementos esenciales de la vida consagrada. Desarrollo no es cambio, sino descubrimiento de lo esencial, supresión de lo accesorio y aplicación a la vida actual.
Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata, 25.3.1996, n. 37.
Ibidem. n. 110.
“La Iglesia es llamada tempo del Espíritu porque el Espíritu Santo vive en el cuerpo que es la Iglesia: en su cabeza y en sus miembros; Él además edifica la Iglesia en la caridad con la Palabra de Dios, los sacramentos, las virtudes y los carismas.” Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, Asociación de editores del Catecismo, Madrid, 2005, n. 159.
“Ante todo se pide la fidelidad al carisma fundacional y al consiguiente patrimonio espiritual de cada Instituto. Precisamente en esta fidelidad a la inspiración de los fundadores y fundadoras, don del Espíritu Santo, se descubren más fácilmente y se reviven con más fervor los elementos esenciales de la vida consagrada.” Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata, 25.3.1996, n. 37.
Mons. Franc Rodé, c.m., prefecto de la congregación para los Institutos de vida consagrada y sociedades de vida apostólica, en su intervención al Congreso de la vida consagrada en el 2004, ha acuñado este término. Creemos oportuno utilizarlo como una forma que expresa el concepto que queremos transmitir, puesto que no basta un contacto con el carisma, sino que es necesario incorporarlo a la propia vida, en todos los niveles que la vida consagrada comporta. Franc Rodé, c.m. La vita consacrata alla scuola della Eucaristía, en Passione per Cristo, passione per l’umanità, Paoline editoriale, 2005, p. 239.
Conviene aquí recordar las características esenciales de todo carisma: “a) proveniencia singular del Espíritu, distinta ciertamente aunque no separada de las dotes personales de quien guía y modera; b) una profunda preocupación por configurarse con Cristo testimoniando alguno de los aspectos de su misterio; c) un amor fructífero a la Iglesia, que rehuya todo lo que en ella pueda ser causa de discordia.” Sagrada Congregación para los religiosos e institutos seculares, Mutuae relationes,23.4.1978, n. 51.
 

 

 

 

 



 

 

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