El Dinamismo Interno del Carisma.
Por: Germán Sánchez Griese | Fuente: Catholic.net
Resonancia.
El piano ha dejado de sonar, pero los acordes permanecen aún en nuestros oídos. Es la resonancia de las notas que vuelve una y otra vez en nuestra mente, aún ya pasados los momentos emotivos de la ejecución. Y no es un recuerdo pasado, sino una evocación presente la que constantemente nos hace traer a la memoria los acordes musicales para hacerlos nuestros.
Resonancia. Ecos y reflexiones de lo ya escuchado, no para recordarlo, sino para hacerlo nuevo y ponerlo en práctica, todos los días. Para hacer de lo novedoso lo perenne y del pasado el futuro. Tal es el objetivo que procuraré alcanzar, si puedo, en este artículo. Traer a nuestra mente el pasado del Congreso Internacional de la vida consagrada , no como una re-evocación, sino como un material que debe ser reflexionado, rumiado, asimilado.
Han sido días en los que se ha hablado y reflexionado mucho sobre la vida consagrada. Sobre su futuro, sobre sus retos y sus esperanzas. Se han dado pistas para poder solucionar graves problemas, para tener una mayor incidencia en el mundo actual, para llevar adelante el interminable y apasionante programa de la renovación, iniciado ya hace cuarenta años con el Concilio Vaticano II. Pero no basta sólo con saber que existió el Congreso, ni haber rezado por el buen éxito de éste. No basta tampoco con haber leído las actas del Congreso, publicadas en forma expedita por una casa editorial italiana. No. Es necesario que cada consagrado se fije la tarea de reflexionar sobre lo que se dijo en el Congreso. Las personas consagradas, como hijos también de este mundo y de esta cultura, corremos el riesgo de no asimilar nada. Hoy más que nunca podemos decir que vivimos en un mundo informado, pero no en un mundo formado. No es lo mismo saber mucho, que reflexionar mucho. Somos bombardeados de noticias, de encuentros formativos, de congresos y simposiums. Pero, ¿cuánto de este material pasa por la criba de nuestra inteligencia? Poco, muy poco. Nos contentamos con estar informados, pero no en ser formados. Y somos nosotros, como adultos consagrados, los que nos debemos interesar en primera persona por nuestra formación. No aceptar todo indiscriminadamente. Razonarlo. Dios nos ha dado un cerebro precisamente para formarnos un juicio propio, en base a una conciencia bien formada, regida por unos principios que provienen de la ley natural y de la verdad revelada.
Por ello, mi propósito no es otro que el evocar algunas memorias del Congreso Internacional de la vida consagrada con el fin de que los consagrados hagan sus juicios y saquen sus conclusiones, uniendo mi esfuerzo al esfuerzo del Congreso de “contar a muchos lo que pocos han vivido” . Las riquezas de las ponencias son una mina que debe ser explotada. No se obtiene un diamante con sólo excavar en la mina. Es necesario trabajar el carbón, purificarlo, pulirlo, hasta sacar el brillo, los quilates y las dimensiones y formas propias de la piedra preciosa. El material con el que contamos es, repito, una mina. Pero depende de cada persona consagrada el saberlo trabajar. Hacer un trabajo de reflexión y análisis para hacer juicios, sacar conclusiones, poner en práctica. Es una labor, repito, personal e insustituible.
Hablar del Congreso en general es no llegar a nada en particular. Por ello seguiré una ruta para no perdernos. Analizaré los retos que el Congreso ha propuesto a la vida consagrada y propondré para el estudio personal el carisma como instrumento para llevar a cumplimiento estas metas.
Les deseo por tanto buen estudio y buena resonancia.
Abiertos al futuro
A partir del Vaticano II la Iglesia ha lanzado la vida consagrada a la aventura de la renovación. Aventura que de alguna u otra forma ha sido tomada por el Congreso como título: “Pasión por Cristo, pasión por la humanidad.” Una renovación que ha traído tantos cambios, gracias a Dios la mayoría de ellos positivos. Sin embargo, con el correr de estos cuarenta años podemos haber olvidado el sentido y la finalidad del Concilio. Nos encontramos ya embarcados en el período de la renovación y como llevados por las olas de un maremoto, podemos dejarnos arrastrar por ellas, sin saber de dónde vienen y hacia dónde nos llevan. Por ello conviene recordar con Fabio Ciardi que “la renovación propuesta del Concilio Vaticano II es la respuesta a la exigencia de adaptación a las situaciones cambiantes de la Iglesia y de la sociedad.” Una adaptación que exigía llevar a cabo algunas reformas y cambios que fueron propuestas, primero en los capítulo V y VI de la Constitución Dogmática Lumen Gentium y posteriormente con mayor especificidad en los Decretos Perfectae caritatis y Ecclesiam suma (II parte).
El Congreso viene a inserirse en este tiempo de renovación y ha querido ser un nuevo esfuerzo para ayudar a las personas consagradas a seguir en esta empresa. Una empresa que sobretodo llevaba a estar abierta al futuro, a los retos que significaban adaptarse a la sociedad cambiante para seguir siendo luz y guía de esa sociedad.
Estos retos y cambios de la sociedad se han sucedido a lo largo de todos los tiempos. No podemos decir que la época de la post-modernidad sea diversa a otros tiempos, simple y sencillamente porque ahora se dan cambios y antes no se daban. No sería ni justo ni científico tal juicio. En todos los tiempos se han dado cambios de todo tipo que han influido en gran manera a la sociedad. Bástenos pensar en lo que pudo significar de revolucionario el redescubrimiento de las fuentes clásicas griegas y latinas en la Edad Media. O el saber de la existencia de una nueva tierra, hasta antes desconocida, como era la América en tiempos de Colón. Los avances sociales que supuso la Revolución Francesa. O el impacto de la Revolución Industrial sobre el mundo agrícola y su respectiva contraparte en la creación de un mundo urbano y una clase social, la burguesía. Por lo tanto, siempre han existido cambios que han influido grandemente en la sociedad. Y de alguna manera la Iglesia ha estado presente en esos cambios para dejar la impronta del mensaje evangélico y así ser fermento en la masa. Fermento que de alguna manera transformó la sociedad.
No son por tanto los cambios patrimonio exclusivo de nuestro tiempo. Lo que sí es característico de nuestro tiempo es la velocidad con la que se dan los cambios. Pensemos que hasta el siglo XIX, han dicho los sociólogos, un cambio que influía en la sociedad se llevaba a cabo cada 25 años aproximadamente. Ahora, en los albores del tercer milenio esos cambios pueden verificarse cada 25... segundos. Pensemos en el mundo de la técnica y su gran influencia en la sociedad. Internet, teléfonos celulares, sólo por mencionar algunos ejemplos, han transformado y siguen transformando las costumbres y el modo de vida de la sociedad, haciendo una nueva cultura. Tan sólo mientras leemos estos renglones se están dando ya cambios tecnológicos no sólo en el Internet o en los teléfonos celulares, sino en otros muchos ámbitos que seguramente influirán decisivamente en la cultura actual.
El problema para la Iglesia se presenta en su adaptación a estos cambios. Antes, por el ritmo de los tiempos, la Iglesia se adaptaba a esos cambios y podía ofrecer su punto de vista, que más que punto de vista, son los valores evangélicos perennes. Tenía tiempo para adaptarlos a la situación de cambio y así se insertaba en el mundo, siendo testigo de Cristo y ofreciendo rutas de aplicación para los principios evangélicos acordes con el cambio. Lo vemos por ejemplo en el descubrimiento de América, como supo estar siempre a la vanguardia de los acontecimientos y dirigió, no sin algunos tropiezos, la gran empresa de la evangelización de un continente. O como, en la Revolución Industrial, adelantándose al marxismo, establecía las ayudas necesarias a los obreros en las recientes concentraciones urbanas.
Pero ahora los cambios se suceden en forma tan rápida que ni la misma sociedad tiene tiempo para reponerse de un cambio, cuando ya le viene otro encima. Es el efecto avalancha en el que no se busca tanto adelantarse al impacto, sino poder sobrevivir. Por ello, la Iglesia pide la renovación en forma constante a las Congregaciones religiosas, para que estén en posibilidad de dar una respuesta a las situaciones cambiantes de la sociedad.
Los esfuerzos se han hecho y se siguen haciendo, aunque, lo sabemos bien, no han sido del todo correctos, como ha dicho en el Congreso Mons. Franc Rodé: “A veces se ha confundido la renovación con la adaptación a la mentalidad y a la cultura dominante, con el riesgo de olvidar los valores auténticamente evangélicos. Es innegable que <> (1Jn. 2, 16), que son las características del mundo y de su cultura, han ejercitado su influencia desorientadora, generando graves conflictos al interno de las comunidades y de las elecciones apostólicas que no siempre son fieles al espíritu y a las inspiraciones originarias de los Institutos. Como siempre se ha dado en el curso de la historia, la Iglesia se coloca entre el soplo del Espíritu, que abre nuevos caminos, y las seducciones del mundo, que hacen incierto el camino y pueden inducir al error”.
Y esta quiero que sea una primera idea para guardar en nuestra mente, como resonancia que después deberá ser rumiada, a través de los ecos y reflexiones de nuestro razonamiento. Por un lado se ha dado la exigencia de la renovación, pero por otro, como cualquier realidad humana y espiritual, se dan las asechanzas del maligno para no llevarla a cabo en forma adecuada. Bástenos recordar aquí la genialidad de Paulo VI cuando describió la forma terrible en que el maligno parecía que tomaba las riendas de la renovación, al decir que los humos del infierno se habían infiltrado en la Iglesia.
Estar abiertos al futuro, dialogar con el mundo, adaptarse a él, no significa dejar de ser lo que se es. Lo que se es, la identidad consagrada no cambia. Cambian o debían cambiar tan sólo las formas externas para expresar mejor al mundo la identidad. Y así lo expresó el Decreto Ecclesiam suam, cuando definió lo que era obsoleto y tenía que cambiar: “Para procurar el bien mismo de la Iglesia, los Institutos religiosos perseveren en el esfuerzo de conocer exactamente el propio espíritu de origen, con el fin de que, manteniéndolo fielmente en las adaptaciones que deberán hacer, la misma vida religiosa sea purificada de los elementos externos y de aquellos caídos en desuso. Es necesario considerar caídos en desuso los elementos que no constituyen la naturaleza y los fines del Instituto y que, habiendo perdido su sentido y su fuerza, no ayudan realmente a la vida religiosa.”
Es muy fácil quedar desilusionados al no ver los resultados de la renovación. Se puede caer en la desesperanza cuando a la espalda sólo vemos monasterios vacíos, envejecimiento paulatino –o no tanto- de Congregaciones e Institutos que en otros tiempos eran florecientes, cierre de obras, redimensionamiento de las provincias... Todo ello no apunta más que al fallo de no haber podido entablar en forma eficaz y prontamente, un diálogo con la sociedad. Puede que se crea que se ha hecho la renovación, pero los resultados desmienten las creencias. Gerald A. Arbuckle, sm, en su libro Out of Chaos hace una revaloración de la renovación al decir que no son las Constituciones, las circulares o los Capítulos generales los que llevan a cabo la renovación. Son las personas mismas quienes deben renovarse primero, para conjuntamente renovar la Congregación. Y esto también lo señalaba Paulo VI cuando decía que “es necesaria la colaboración de todos, Superiores y miembros, para renovar la vida religiosa en ellos mismos, para preparar el espíritu del Capítulo, para llevar a cumplimiento la propia tarea, y para que las leyes y las normas promulgadas de los capítulos sean fielmente observadas.”
Por lo tantos, lejos de caer en un caos, debemos re-pensar si hemos llevado a cabo la renovación con el espíritu que el Concilio Vaticano II había invocado, especialmente si uno de los fines era el de renovarse para poder entablar un diálogo con el mundo. Tal parece que el efecto haya sido el contrario. Lejos de acercarse al mundo, las personas consagradas se han alejado de él. Antes del Concilio parecería que los religiosos y las religiosas estaban más cercanos al mundo. Ahora parece como si se viviera en esferas diferentes. Quizás nos hemos olvidado de aquello que decía Unamuno: “Los religiosos no deben vender pan, sino ser levadura”.
Para no perdernos en el caos, debemos conocer cuáles son los retos que el mundo pide ahora a la vida consagrada, de forma que no nos perdamos en la nada, sino que apuntemos nuestras miras en aquella dirección. Tres son, según Mons. Rodé las situaciones que interpelan a la vida consagrada: afirmar el primado de la santidad, reforzar el sentido eclesial y testimoniar la fuerza de la caridad de Cristo. Y uno es el medio, propuesto por él, para continuar en el camino de la renovación, o quizás, para hacer efectiva la renovación: la re-apropiación del carisma.
Los retos de hoy
Una de las claves para distinguir a un consagrado renovado es su sentido de esperanza. Me ha sucedido que durante el trabajo de investigación que sobre la vida religiosa femenina en Italia vengo realizando desde hace cinco años, el encontrarme con innumerables congregaciones que han cerrado o están por cerrar algunos colegios. Y entre todas esas congregaciones sólo se ha dado el caso de una que en el curso 2004 – 2005 ha abierto una escuela elemental y media. Sociológicamente no es posible sacar conclusiones, se adelantarán a decirme los más escépticos. Quizás es verdad. Pero también sociológicamente hablando, la situación por la que atraviesan las Congregaciones en Italia es la misma para todas. Si una Congregación ha tomado el riesgo de afrontar las dificultades que comporta la apertura de una escuela, significa que la Congregación ve al futuro con esperanza. Las dificultades se convierten en ese momento en retos, porque en el futuro se tiene una meta, un ideal que llevar a cabo.
Las tres metas que Mons. Rodé refirió en el Congreso, servirán de guía, de norte, de punto de llegada en la medida en que las personas consagradas tengan esperanza. Si la primer reacción que se tiene al leer estas tres metas es la desilusión, la imposibilidad, el darse por vencida, el saber que ya otras veces se ha intentado, entonces la revisión debe hacerse sobre la propia vida, sobre el proceso de renovación interno y personal en el que se ha embarcado. Quizás la barca ya no camina más porque le falta el viento del futuro, el viento de la esperanza...
Los retos de hoy para la vida consagrada que menciona Mons. Rodé engloban la totalidad de la misma. En el proceso de renovación se corre el peligro de renovar por una parte los aspectos internos y por otro, los aspectos externos. La profesora Elena Marchitielli fa, ha dicho que la renovación no es una cuestión de acortar la falda de los hábitos. Y es cierto. No se trata de hacer una renovación sólo de los elementos externos. Es necesario renovar la globalidad de la vida consagrada.
Analizaremos con detenimiento cada uno de estos retos.
- Afirmar el primado de la santidad.
¿Qué tiene que ver la santidad con los retos del mundo? Mientras la civilización occidental se debate cada día más en un discurso laicista en donde lo sacro tiende a desaparecer, en donde la materia se convierte en el dios cotidiano, alcanzar la santidad podría parecer una estupidez o un paso hacia atrás en el periodo de la renovación. Si la Iglesia ha pedido a las personas consagradas su participación en el mundo, sería lógico pensar que las personas consagradas buscaran formas más adecuadas y válidas para hablar con el mundo y transmitir de esta manera los valores evangélicos.
Esta aproximación hacia nuestro mundo, tomada por sí misma, sin tomar en cuenta el contexto espiritual en el que se mueve la vida religiosa, es buena en sí misma, pero carece de realismo antropológico. Puede ser una de las tentaciones mencionadas renglones más arriba, por Mons. Rodé. Me refiero a la soberbia de la vida. El fin es bueno: llevar el mensaje evangélico a todos los hombres. El medio, puede estar viciado de soberbia al pensar que con sólo mejorar los canales de la comunicación, puede lograrse el fin deseado.
Podemos pensar que el fallo hasta este momento se debe a la falta adecuada de la transmisión del mensaje y nos olvidamos de la centralidad del mensaje. Nos quedamos en los elementos periféricos del mensaje por olvidarnos de la centralidad del mensaje. La centralidad del mensaje nos viene tanto del hombre moderno como de la esencia de la consagración religiosa. Dos elementos que se unen en uno sólo: la santidad.
El hombre contemporáneo, y especialmente el hombre que vive en Europa, es un hombre que vive sin esperanza . Pone su esperanza en las cosas materiales, puesto que no puede vivir sin esperanza. Sin embargo, llamado a vivir el Trascendente, el hombre se da cuenta que esas cosas en las que ha puesto su esperanza, no le satisfacen, no le pueden dar la felicidad completa. Y está condenado a vivir los días de su existencia, poniendo su esperanza en las cosas. Pasando de una desilusión a otra. Podemos hablar quizás de la adicción a la desesperanza. Por ello, cuando se da cuenta que hay personas que viven felices permanentemente, sin eximir las dificultades que el vivir significa, es para él un testimonio que llama su atención.
Y es una lógica que proviene de la psicología. Una persona enferma busca una persona sana para superar su enfermedad. Si el enfermo de desesperanza ve una persona sana en la esperanza, se sentirá atraída por ella. Nunca puede ser tan fuerte la desesperanza que no perciba la luz que irradia de una persona que vive en la esperanza. O mejor. Es tan fuerte la luz de la esperanza que irradia la persona que la vive, que puede servir de faro para su vida.
Estas personas que pueden llamar su atención son aquellas que han puesto su esperanza en aquello que no desilusiona, en aquello que no pasa, en lo que es permanente. En una palabra, ponen su esperanza en Dios. Y las personas por excelencia que han puesto, o deberían poner su esperanza en Dios, son las personas consagradas, de acuerdo a lo que la Vita consecrata define por consagración: “(la consagración es) Un testimonio ante todo de la afirmación de la primacía de Dios y de los bienes futuros, como se desprende del seguimiento y de la imitación de Cristo casto, pobre y obediente, totalmente entregado a la gloria del Padre y al amor de los hermanos y hermanas” . Al poner su esperanza sólo en Dios, las personas consagradas apuestan toda su existencia en Dios, sin permitirse nada que pueda llamar su atención fuera de Dios. Este vivir sólo para Dios está destinado a ser una fuerte llamada de atención para las personas que viven sin esperanza. Casi en forma instintiva, tienden a ver en las personas consagradas algo especial, algo que las hace diferentes.
Pero esta diferencia sólo será real y sólo será efectiva, es decir, será un reclamo para el cambio, en la medida en que la persona consagrada viva con radicalidad su consagración. Y vivir con radicalidad la propia consagración no es otra cosa que la santidad.
Juan Pablo II en la carta apostólica Novo millennio ineunte recuerda a todos los fieles que uno de los frutos del Jubileo ha sido el de santidad, aspirar a la santidad. Conviene por tanto recordar con claridad que el concepto de santidad no está reservado a unos pocos, sino que es patrimonio que todos los bautizados están llamados a alcanzar. El concepto de santidad que hacía ver a las personas santas como personas ya fuera de este mundo, como personas inaccesibles que desde esta vida habitaban en otra esfera, persona que despreciaban las realidades de esta vida, debe dar paso al verdadero concepto de santidad que no es otro que la vivencia radical de la vida cristiana. Ya decía Santa Teresa de Jesús que santo es aquel que hace las cosas ordinarias en forma extraordinaria por amor de Dios.
Y esta es la santidad que las personas consagradas están llamadas a vivir. No se les pide cosas raras, ni que huyan del mundo, sino que vivan con radicalidad su consagración. Viviendo con radicalidad su consagración, serán personas santas que podrán llamar la atención de otras personas, especialmente las que viven si esperanza. Con una lectura atenta a las Constituciones, nos damos cuenta que la mayoría de ellas invitan a sus miembros a seguir un programa personal de santidad, apoyándose y aprovechando los medios que el Instituto o la Congregación ponen a su disposición. Además Juan Pablo II en Vita consecrata resume la vida consagrada como un programa de vida que debe tender siempre a la santidad: “(poner cita VC, 93)”
Aquí es en donde se da la unión entre santidad y diálogo con el mundo. No basta lanzarse a dialogar con el mundo. No basta tan sólo buscar las mejores técnicas de comunicación, conocer el mundo en el que vivimos. Junto con esas técnicas y esos conocimientos que no deben ser despreciados, debemos tomar conciencia que viviendo la santidad, atraeremos las personas a nosotros. La santidad, por otra parte, no nos permite ser personas estáticas. La santidad, entre otras cosas, busca llevar a Dios al mayor número de almas posibles. La santidad no se contenta con ir sola al cielo. Quiere compartir esta felicidad. Por ello, una persona santa, verdaderamente santa es la que no se cansa en ensayar fórmulas nuevas para llevar más personas a Cristo, porque ha puesto en Cristo su ilusión y su esperanza. Afirmar el primado de la santidad no es más que decir que la vida se aprovecha como una gran oportunidad, hecha de pequeñas y diarias oportunidades, para acercar más almas hacia Cristo. Es uno de los principios básicos de la vida espiritual, pues nadie puede transmitir lo que no tiene.
La santidad será otro elemento que nos servirá a nuestra posterior reflexión. Bástenos por el momento recordar que en la figura del Fundador/a la persona consagrada tiene un modelo accesible de santidad que puede y debe imitar.
- Reforzar el sentido eclesial.
Podemos afirmar que dentro de los aspectos que han sufrido una mayor transformación en el periodo de la renovación ha sido el de la vida fraterna en comunidad. El desarrollo social del último siglo ha dejado como herencia la centralidad del hombre como parte de un todo. No puede y no debe concebirse al hombre como centro del Universo, sino que se le debe referir siempre a un algo que los englobe. “La identidad de los miembros de la Iglesia ya no se define a partir de ellos mismos, sino a través de las relaciones eclesiales y de los modos específicos de participar en la única misión de Cristo y de la Iglesia.”
Mucho se ha escrito sobre la forma en que las personas consagradas deben establecer estas relaciones eclesiales y los modos específicos de participar en la misión de la Iglesia. Uno de los documentos más extensos y mejor logrados lo es sin duda el de “Vida fraterna en comunidad”, de la Congregación para los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica que en 1990 propuso las directrices para enfrentar la problemática y las nuevas situaciones que se daban en la vida comunitaria, a partir de los cambios originados por el Concilio Vaticano II . Vino después el documento Mutuae relaciones en donde se daban pistas seguras para una cooperación segura y fructífera entre el obispos y los religiosos establecidos en una diócesis. Le siguió la exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata que de alguna manera recoge e incluye muchos de los pasajes anotados por Congregavit nos (“Vida fraterna en comunidad”). Últimamente se ha dado un mayor impulso a la vida fraterna en comunidad en la carta apostólica Novo millennio ineunte en donde el Papa hace un trazado de lo que deberá ser la espiritualidad de comunión. Y por último el documento Ripartire da Cristo, también de la Congregación para los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica, afirma categóricamente la importancia de la vida fraterna en comunidad, a partir del testimonio que se debe dar del Amor.
Y sin embargo fueron muchos los que durante el Congreso apuntaron cierta desilusión sobre los resultados de la vida fraterna en comunidad, proponiendo modelos alternativos a los que hasta ahora se habían ensayado . De hecho el mismo Mons. Rodé no duda en dar algunas pistas de solución para estas desilusiones: “El camino recorrido en estos últimos años en el estudio de la identidad de la vida consagrada es seguramente notable; sin embargo los temas contenidos en los documentos del Magisterio, en particular en la Exhortación apostólica Vita consecrata y en las dos Instrucciones de nuestro Dicasterio, Vida fraterna en comunidad y Ripartire da Cristo, no parecen haber penetrado en la conciencia de las personas consagradas ni en la de las comunidades cristianas.”
En mi camino de investigador de la vida consagrada no dudo en afirmar la triste de situación que constato en muchas comunidades religiosas: la escasa atención que se pone a los documentos emanados por la Sede apostólica, bien sea por el propio romano Pontífice, o a través de los diversos dicasterios que ayudan al Papa en la Curia romana. En muchas ocasiones se lee más a autores de moda con una teología dudosa, que los escritos del Papa.
Si a este hecho, ya de por sí lamentable, unimos la escasa capacidad que se da de asimilar lo que se lee, podemos explicarnos el desencanto que nota el Prefecto de la Congregación para los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica. Es fácil entonces explicar el porqué del desencanto en tantas personas consagradas al observar en sus comunidades una vida fraterna de muy poca o baja calidad y una inserción poco fructuosa en la realidad diocesana. Además de que no se han leído, o no se han leído bien los documentos del Magisterio de la Iglesia en lo que se refiere a la vida fraterna en comunidad, esta lectura no ha calado en la conciencia de los individuos, es decir, no se ha hecho una operación de razonamiento, como había señalado al inicio de este artículo. No se ha utilizado la capacidad crítica para saber analizar, sacar conclusiones y aplicaciones prácticas de un escrito. Bien sabemos que los documentos de la Iglesia, por su riqueza teológica, son profundos y requieren un estudio serio y adecuado. Y después del estudio, es necesario hacerlos propios. No basta saber, sino hay que convencerse de las propuestas que en ellos se hace. A veces preferimos guiarnos por comentarios dudosos de esos documentos, que recurrir a las fuentes mismas, es decir a los mismos documentos. Podemos hablar entonces de una pereza mental en la vida religiosa que no permite elaborar un juicio crítico frente a lo que se lee.
Junto con esta lectura reflexiva, atenta y crítica debe tenerse en cuenta la visión de fe en la espiritualidad de comunión: “Espiritualidad de la comunión significa ante todo una mirada del corazón sobre todo hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado. Espiritualidad de la comunión significa, además, capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico y, por tanto, como <>, para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad.” Sin esta visión de fe, los esfuerzos por lograr la espiritualidad de la comunión pueden quedar en un mero esfuerzo humano, social o psicológico, sin alzarse al plano espiritual que es el nivel en donde se realiza la verdadera comunión, para, a partir de ahí, bajar a detalles prácticos y ayudarse, ahora sí, de los aportes que puedan darnos las ciencias humanas, sociales o psicológicas.
No hay que olvidar que esta visión de fe puede sustentarse muy bien a través de la eucaristía, ya que es a partir de ahí de donde parte el misterio de la comunión. Si se cree verdaderamente en la presencia real de Cristo en la eucaristía, se sabrá que todas las personas que participan de ella, viven unidas por el mismo Cuerpo y la misma Sangre. Nadie que <> puede ser indiferente ante otro hermano/a que come de la misma Carne y bebe de la misma Sangre. No son ya los lazos de la carne los que nos unen, sino los lazos del Espíritu, que nos hace ver en el hermano/a a otro Cristo: “Si la Eucaristía es el surtidor de la unidad eclesial, ella es también su máxima manifestación. La Eucaristía es epifanía de comunión.”
Este aspecto de la comunión eclesial será el segundo elemento de estudio en nuestro artículo.
- Testimoniar la fuerza y la caridad de Cristo.
“... pasión por la humanidad” es la segunda parte del lema del Congreso Internacional de la vida consagrada. Y no podía ser otro, ya que la vida consagrada nace del seguimiento de Cristo para seguir sus huellas: consagrados para la misión.
El Congreso ha tenido la genialidad de poner el dedo en la llaga al hacer un elenco pormenorizado de la situación por la que pasa el mundo, un mundo, no debemos jamás olvidar, que debe ser transformado por la levadura de los valores evangélicos. “Nos encontramos en un cambio de época,, marcado por: grandes progresos de la ciencia y de la tecnología, pero incapaces de resolver los grandes problemas de la humanidad; potentes medios de comunicación que colonizan nuestro espíritu; mundialización y globalización que nos hacen interdependientes, pero al mismo tiempo dañan las identidades particulares; aconteceres que nos sorprenden y nos confunden y que sin embargo expresan a Dios como el Señor de la historia; la sed y la crisis de “sentido”, por las que se ofrecen miles propuestas y promesas.” También fueron señaladas la falta de un lugar dónde habitar, la falta de una historia propia y la cultura dominante, contraria al evangelio .
Los consagrados nos hemos vuelto expertos en el análisis de la situación. A cuantos congresos y pláticas habremos de asistir o hemos asistimos, sabemos que invariablemente se hará un análisis de la situación. Tal parece que nuestros programas pastorales han naufragado en el análisis de la situación, porque no hemos pasado a la práctica, al punto concreto. Seamos sinceros con nosotros mismos y reflexionemos el tiempo que hemos dedicado a poner en obra los propósitos de nuestros programas pastorales. Sin duda alguna nos ha faltado una verdadera Pasión por la humanidad que se traduce en una fantasía de la caridad que nos permita no sólo ver los nuevos rostros de la pobreza (¿cuántas veces hemos oído esta frase?), sino poner la solución. Podemos correr el riesgo de caer en un “horizontalismo” que aleja en lugar de acercar las personas a Cristo. La verdadera Pasión por la humanidad debe lanzarnos a hacer a Cristo visible en el mundo. No debemos replegarnos en nosotros mismos, en nuestra debilidad o falta de imaginación. La esperanza, que tanta falta hace a la vida consagrada, es la única virtud capaz de hacer mover nuestra voluntad . Si con la esperanza somos capaces de soñar un futuro para la humanidad, una humanidad re-cristianizada, ganada para Cristo y los valores del evangelio, entonces es posible que la pongamos en práctica. Y para soñar una vida de ese cariz, necesitamos ir a la Eucaristía. “La vida consagrada encuentra la fuerza (en la Eucaristía) para salir de los bloqueos, para superar las barreras, para vencer los ensimismamientos, para iluminar las lecturas unilaterales de la realidad.”
Si nos somos capaces de cambiar después de leer esto, quiere decir que no hemos frecuentado la Eucaristía y no hemos sido capaces de soñar con Cristo una vida diferente a la que vivimos hoy. Quien frecuenta a Cristo en la Eucaristía, quien de verdad se da cuenta que se encuentra delante del Señor de la vida y de la historia, no puede menos que ver en un futuro una vida más cristiforme. Y amando esta vida cristiforme, podrá mover su voluntad, de forma que haga presente la fuerza y la caridad de Cristo en nuestro mundo. Quien teme, quien se repliega en los sofismas de la edad, la cultura, la dificultad, está diciendo que no conoce a Cristo, que no lo ha frecuentado, tal y como ha invitado Mons. Corti en los últimos Ejercicios espirituales predicados al Papa y a la Curia romana. Se debe frecuentar para amar. Se debe frecuentar al Amado para sacar de ahí las fuerzas necesarias.
Este será el tercer elemento de estudio.
El dinamismo del carisma.
Los retos que nos ha propuesto el Congreso Internacional de la vida consagrada son ingentes: afirmar el primado de la santidad, reforzar el sentido eclesial de la vida consagrada y testimoniar la fuerza y la caridad de Cristo.
Podemos quedarnos con un estudio intelectual y quedarnos simple y sencillamente en un conocimiento teórico de lo que ha ocurrido. Nos sucede como quien estudia geografía y se apasiona por los nombres de los ríos, los mares y las montañas, pero no sale de la estrechez de su banco de estudio para explorar lo estudiado en un libro o en un aula de clases. No se trata por tanto de saber lo que se dijo en el Congreso, sino de ponerlo en práctica. El Papa, el prefecto de la Congregación para los Institutos de Vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica, junto con otros oradores, han dado las pautas de acción, pautas que vienen a confirmar lo dicho por el Magisterio en el periodo de la renovación de la vida consagrada.
Aquí se pone en juego la capacidad crítica de las personas consagradas. Después de la información viene la formación. Es necesario hacer una labor de reflexión y análisis, de resonancia, para entender y poner en práctica las directrices de este Congreso. Propondré a continuación, siempre sujeta a discusión y análisis –que de eso de trata-, una herramienta que pueda ayudarnos a tener una capacidad crítica frente al Congreso Internacional de la vida consagrada.
El Congreso, por boca de Mons. Rodé, nos ha lanzado los tres retos ya mencionados. Creo que un primer paso es buscar la aplicación de estos tres retos en mi mundo particular: en mi persona, en mi comunidad religiosa donde habito y en la realidad eclesial en donde desarrollo mi apostolado. Sin esta reflexión y aplicación personal, todo lo que se diga o se haga será infructuoso para la puesta en práctica del Congreso. Las preguntas ¿cómo puedo reforzar la santidad, personal, comunitaria y eclesial? ¿De qué manera puedo vivir la espiritualidad de comunión? y ¿Cómo puedo testimoniar la fuerza y la caridad de Cristo? deben estar en la base de la reflexión personal y comunitaria.
Pero aquí corremos el riesgo de caer en una inflación documentaria. Si al programa personal, comunitario y eclesial (parroquial o de la diócesis) debo añadir el programa que emanará de esta reflexión, podemos perdernos entre tantos programas. Los planes tenderán a ahogarnos, sin lograr que aterricen y se lleven a la práctica. Debemos por tanto buscar un medio, una forma que nos permita aplicar los retos que el Congreso nos propone a lo que ya estamos viviendo.
Pienso que un medio podría ser la revisión de nuestros programas a la luz de los retos del Congreso. Sin embargo, puede ser que caigamos en el problema de la duplicidad. Al revisar los programas podemos comenzar a hacer añadidos para poner en obra las indicaciones del Congreso. Y quizás podamos llegar a anular los programas anteriores porque no se adecuan ya a lo dicho en el Congreso.
Sin embargo, prosiguiendo en el análisis que siempre debemos hacer como personas críticas, nos damos cuenta que los tres retos del Congreso –santidad, espiritualidad de la comunión y testimoniar la fuerza y la caridad de Cristo- no se sobrepone a nuestros programas, antes bien, refuerzan los programas. No se trata por tanto ni de una revisión de los programas a la luz de estos tres retos, ni de crear programas especiales para ponerlos en práctica, sino de vivir los tres retos en el marco de lo que ya estamos viviendo. Vivir de forma tal que podamos responder a los tres retos lanzados por el Congreso. De esta forma no deberemos añadir nada a nuestros programas ni crear un programa especial. Debemos tan sólo vivir nuestra esencia de consagrados en clave de santidad, espiritualidad de comunión y testigos de Cristo. No es por tanto ya la dispersión de las fuerzas, sino el vivir nuestra identidad de consagrados buscando cumplir estos tres retos.
Por otra parte, los elementos que involucran los retos lanzados en el Congreso los podemos catalagar en retos a nivel humano, retos a nivel cristiano y retos a nivel de consagración. Son retos a nivel humano, ya que para alcanzar la santidad, lograr el espíritu de comunión y testimoniar a Cristo en nuestro mundo es necesaria una base humana fuerte, madura y sólida. Siguiendo al Aquinate, “la gracia supone la naturaleza, no la suprime”, podemos establecer que quien quiera aspirar a la santidad deberá tener primero la suficiente madurez humana para saber ser fiel a esta decisión. No basta sólo el querer ser santo, es necesario poner los medios para ponerlo por obra. Y poner los medios implica una gran madurez humanal madurez, que definida por el Concilio como “la capacidad para tomar prudentes decisiones” , nos lleva a saber elegir no sólo el ideal, sino también los medios para llevarlo a cabo.
Madurez humana no sólo para afirmar el primado de la santidad en nuestra vida, sino también para vivir el espíritu de comunión al saber renunciar muchas veces al propio juicio para hacer espacio al hermano. Saber salir de nosotros mismos en un éxodo constante para lograr vaciarnos de nuestras viejas creencias y revestirnos del hombre nuevo, abierto siempre al otro, porque sabemos ver en el otro, el rostro de Cristo.
Y madurez humana requerida para no desfallecer en la búsqueda de los medios más eficaces, más idóneos para testimoniar a Cristo en un mundo que muchas veces está alejado de los valores del evangelio y a veces repele cualquier invitación a seguirlo. Madurez humana para no tirar la toalla (gettare la spugna) ante los fracasos, que serán muchos y muy variados. Madurez humana para buscar alternativas, siempre con la ilusión de la meta: testimoniar la fuerza y la caridad de Cristo, no replegándonos en nuestro mundo.
Pero los retos implican también tener o adquirir un nivel cristiano fuerte. Y por nivel cristiano me refiero a la vivencia del seguimiento de Cristo. La santidad, el espíritu de comunión y testimoniar a Cristo, no se pueden entender y vivir si no se ha hecho de Cristo el centro de la vida. “Es el Espíritu quien nos hace reconocer en Jesús de Nazaret al Señor (cf. 1Co 12, 3), el que hace oír la llamada a su seguimiento y nos identifica con él: «el que no tiene el Espíritu de Cristo, no es de Cristo» (Rm 8, 9). (...)Es necesario, por tanto, adherirse cada vez más a Cristo, centro de la vida consagrada, y retomar un camino de conversión y de renovación que, como en la experiencia primera de los apóstoles, antes y después de su resurrección, sea un caminar desde Cristo.”
Y por último, para vivir estos tres retos es necesario también un gran nivel de vida consagrada, es decir, el seguimiento especial de Cristo con una forma muy bien definida, con una forma podríamos llamar carismática.
La esencia de nuestra consagración, “especial seguimiento de Cristo” lo encontramos sin duda alguna en el carisma: “el carisma lo abraza todo: en el estilo de vida y en la personalidad; en la totalidad y originalidad de sus actitudes y comportamientos; en su oración; en su modo de acercarse a los otros; en el empeño y en la seriedad con las que interpreta el trabajo; en la libertad de tomar la vida con humorismo; en el saber convivir.” El carisma por tanto es la fuerza aglutinante de la persona consagrada. Se es persona consagrada porque se ha decidido seguir especialmente a Cristo, pero con una forma, con un estilo particular. Se es persona consagrada porque se quiere llevar adelante un proyecto de vida de acuerdo a una identidad muy bien definida, identidad que viene siempre a través del carisma.
El carisma no es sólo un accidente espiritual en el seguimiento de Cristo. Por el carisma la persona aprende a ser adulto, a ser cristiano y a ser consagrado. El carisma por tanto engloba, como hemos ya dicho, a toda la persona. Y esto es así porque el carisma representa una fisonomía y unas funciones específicas propias .
Me parece que hemos encontrado por tanto en el carisma el factor aglutinant para vivir los retos que se nos han propuesto en el Congreso Internacional de la vida consagrada. Sin embargo debemos probar nuestra hipótesis, para no correr el riesgo de imponer sin un justo y adecuado razonamiento. Queremos proponer a la mente, de forma que la razón presente a la voluntad una idea y sea la voluntad quien guíe a la persona para ejecutar lo que la razón ha visto como un ideal.
¿Por qué el carisma es factor aglutinante de la persona consagrada?
Comencemos nuestro discurso tratando de definir términos. Debemos dejar muy en claro que entendemos como carisma, para después justificar el porqué el carisma es factor aglutinante de la persona consagrada.
La palabra carisma tiene diversas acepciones. La expresión paulina se refiere siempre a un don, “un don particular de la gracia divina operado en el creyente por medio del Espíritu Santo para la utilidad común de la Iglesia.” Pero a nosotros no nos interesa cualquier carisma, sino el carisma de una congregación religiosa. Aunque aquí también se dan diversos significados, especialmente por las divisiones que se hace de la palabra carisma, entendida como carisma del fundador, carisma congregacional o carisma de fundador, bástenos para nuestro estudio tomar en consideración aquella definición que nos ayude a entrever las peculiaridades que una determinada familia religiosa tiene para seguir de manera especial a Cristo, a través de los consejos evangélicos. Buscamos por tanto, lo más peculiar, lo que distingue a una Congregación de otra, si bien todas participan del seguimiento de Cristo a través de los consejos evangélicos. Este aspecto peculiar lo podemos encontrar en las obras apostólicas, en la regla de vida, en las Constituciones, pero éstas no son sino las expresiones externas de una realidad más profunda, que es el carisma. Podemos tomar las siguientes definiciones de Giuseppe Bucellato, apenas antes citado: “El carisma del fundador es el don personal y no transmisible que un hombre o una mujer reciben del Espíritu y que lo/la pone al origen de una familia religiosa (...) es aquel don personal que, estando al origen de la experiencia de la fundación, traza los lineamientos espirituales esenciales que caracterizan la identidad propia del Instituto, su misión en la Iglesia y su peculiar espiritualidad.”
Es por tanto el carisma quien define la identidad no sólo del Instituto religioso, sino de cada uno de los miembros. La experiencia del fundador se transmite de generación en generación a todos los miembros como una forma de especial seguimiento de Cristo, bajo la experiencia particular del Fundador. Experiencia que se materializa en todos los aspectos de la persona. Se es miembro de una congregación porque se participa del carisma, carisma que engloba, como hemos dicho a repetidas veces, a toda la persona.
Esta idea de que el carisma engloba o aglutina a toda la persona, no es meramente una expresión infundada. El carisma, al ser un modo peculiar del seguimiento de Cristo, forma una impronta en toda la persona. Su forma de ser, de pensar, de actuar y hasta sus mismos sentimientos, vienen formados por el carisma. No se trata de una expropiación de la persona. La persona consagrada seguirá poseyendo su carácter y personalidad propias, pero al dejarse modelar por el carisma, adquirirá características peculiares muy específicas que se irán infiltrando en su ser, hasta revestirla de este peculiar estilo de vida, llegando a afirmar con San Pablo <>.
Y este englobar o aglutinar a toda la persona, se hace en forma natural. La identidad de la persona consagrada no es otro que seguir en forma especial a Cristo. El carisma le dará las formas peculiares de este seguimiento. Si una característica del especial seguimiento de Cristo en la consagración son los consejos evangélicos, el carisma le señalará cómo vivir esos consejos evangélicos. Y a su vez, la vivencia de los consejos evangélicos requiere y forman en el hombre una peculiar madurez humana. Vivir la obediencia, la pobreza o la castidad al estilo que el Fundador ha vivido, implica una actitud muy especial frente a las criaturas, ya sean éstas los bienes materiales, el dinero, las personas del propio sexo o del sexo contrario, el propio juicio y la voluntad. La forma en que la persona consagrada se relaciona con estas realidades le viene dado por las Constituciones, la regla de vida, es decir, por el carisma. Así, cada vez que la persona libremente vive el carisma en la vivencia de los consejos evangélicos, la persona forma en sí mismo un peculiar estilo de vida, estilo de vida que formará su identidad de persona consagrada .
Pero esta formación engloba a toda la persona. No es nada más la parte espiritual la que queda comprometida en la vivencia de los consejos evangélicos. Actúa el hombre en su totalidad. Por ejemplo, al depender del superior para un permiso, está actuando no únicamente la parte espiritual para ver la voluntad de Dios en la persona ante la que se debe depender, se está actuando también la voluntad humana para elegir ir al superior y no actuar por cuenta propia. Se refuerza también la madurez humana al hacer una decisión ponderada y no actuar por sentimiento o por impulsos. En fin, es toda la persona la que se involucra al vivir el carisma.
¿Por qué el carisma hace vivir los retos del Congreso?
El carisma posee un dinamismo interno que permite a la persona consagrada vivir su consagración y progresar en todos los aspectos que conforman su vida, como brevemente lo hemos explicado en el inciso anterior. No podemos decir, por tanto, que quien viva fielmente el carisma, se quede anclado y no avance en una plena realización humana, cristiana y consagrada.
Por tanto, los tres retos pueden ser afrontados, sin necesidad de la multiplicidad de programas, en la medida en que la persona viva el carisma de la consagración. Procedamos al análisis de esta aseveración.
El primer reto es el afirmar el primado de la santidad. “Todos vosotros, consagrados y consagradas, estáis llamados a seguir más de cerca de Cristo, a tener en el corazón sus mismos sentimientos (Fil., 2, 5), a aprender de Él, manso y humilde de corazón (Mt. 11, 29), a cumplir junto con Él la voluntad del Padre (Jn. 6, 28), a seguirlo en el camino de la cruz.” Esta santidad no es algo intangible, no es algo teórico, es algo que se debe programar . Es algo por tanto, al alcance de la mano. Algo que se alcanza con el fatigar de todos los días, si se saben descubrir en todos los días las oportunidades para alcanzar la santidad. Más que la exención de pruebas, dificultades o tentaciones, la santidad consiste en aprovechar todas las circunstancias cotidianas para transformarlas en gracia, en material adecuado para acercarse a Cristo y acercar las almas a Cristo.
Y las personas consagradas tienen la inmensa facilidad de acceder a la santidad a través del carisma, especialmente en dos vertientes, que lleva al mismo fin: a través de la imitación del Fundador/a y a través de la vivencia del mismo carisma. Quien vive el carisma en forma radical, esto es, en sus más mínimas consecuencias y libremente elige llevar a cabo todo aquello que el carisma le indica, no está haciendo otra cosa que santificarse e imitar a su Fundador/a. La figura del Fundador/a no deberá ser alguien lejano, pretérito, inaccesible. Debe ser alguien a quien se pueda conocer, amar y seguir, como una persona que ha precedido a la persona consagrada en el camino de la santidad. De esta forma sus ejemplos, sus luchas, sus fracasos, sus triunfos serán nuestros en la medida que nos decidamos a imitarlos en las situaciones actuales. No es ni más ni menos que la fidelidad creativa a la que llama constantemente el Papa, desde la exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata: “Se invita pues a los Institutos a reproducir con valor la audacia, la creatividad y la santidad de sus fundadores y fundadoras como respuesta a los signos de los tiempos que surgen en el mundo de hoy. Esta invitación es sobre todo una llamada a perseverar en el camino de santidad a través de las dificultades materiales y espirituales que marcan la vida cotidiana. Pero es también llamada a buscar la competencia en el propio trabajo y a cultivar una fidelidad dinámica a la propia misión, adaptando sus formas, cuando es necesario, a las nuevas situaciones y a las diversas necesidades, en plena docilidad a la inspiración divina y al discernimiento eclesial. Debe permanecer viva, pues, la convicción de que la garantía de toda renovación que pretenda ser fiel a la inspiración originaria está en la búsqueda de la conformación cada vez más plena con el Señor.”
Quien vive radicalmente el carisma, está llamada a la santidad. No tiene otra escapatoria. Viviendo su vida con fidelidad creativa al carisma del Fundador/a, tiene la garantía de que está afirmando el primado de la santidad. No deberá multiplicar los programas, las acciones, deberá tan sólo centrarse en aquello que el Fundador le ha mandado. Desde laudes hasta vespro tiene la vida guiada por un ejemplo del Fundador.
El segundo reto es el de vivir la espiritualidad de la comunión para reforzar el sentido eclesial.Todas las personas consagradas participan de unos ideales comunes que vienen recogidos en el carisma. La actividad apostólica, las relaciones con las personas laicas, con las demás personas de Iglesia, la vida fraterna en comunidad debería ser la expresión del amor a Cristo, expresado y querido por cada Congregación a través de formas específicas, dictadas por el carisma. En la base de todos los vínculos que se establecen, humanos y espirituales, está Cristo como el centro. Cristo como modelo a seguir para quienes lo han elegido como Esposo a través de unos vínculos específicos y una forma de vida muy peculiar y radical, a la manera de los apóstoles . Pero el Cristo no en una forma etérea o abstracta. El Cristo real de la Eucaristía, como dice el Papa, “Si la Eucaristía es fuente de la unidad eclesial, ella es también su máxima manifestación.” Un Cristo por tanto que sea no sólo el centro de la comunidad, sino la fuerza que aglutine a todos los miembros de la comunidad. Todas las personas consagradas participan cada día del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Esta participación es real y las hace cada día más semejantes a Cristo. Cada persona consagrada se convierte por tanto en más Cristo y en más hermano/a de la comunidad, por su participación en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. De aquí deberían brotar dos consecuencias para la vida fraterna en comunidad. La primera es la toma de conciencia que el hermano/a que tengo a mi lado es ahora más Cristo. Si bien es cierto que aún tiene sus miserias por la participación en la naturaleza humana, todos en la comunidad deberían tratarlo/a de una manera en que se pudiera en evidencia esta participación divina. Es por ello que el hermano/a se convierte en más hermano/a, pues deja de ser ella misma y se convierte en más Cristo, por su participación en el sacramento de la Eucaristía.
La segunda consideración brota del hecho mismo de la Eucaristía. No cabe duda que ver a la hermano más hermano/a requiere un acto de fe. No es fácil ver a Cristo en aquella persona que tiene tantas debilidades y que precisamente se convierte en un obstáculo para la vida fraterna en comunidad. Se requieren grandes dosis de fe. Dosis que sin duda alguna no se adquieren por una gracia infusa, sino que provienen de la gracia santificante que nos da la Eucaristía. Ver en la persona consagrada a otro Cristo no debería ser sólo una bella imagen para alegrar los ratos de recreación en la comunidad. Debería ser todo un programa de trabajo para mejorar la calidad de la vida fraterna en la comunidad. Y sólo se puede tener acceso a esta visión de fe, cuando el alma se alimenta de la Eucaristía, pues ella permite ver en la otra hermana a un alma que participa del mismo Cuerpo Sangre de Cristo, convirtiéndose así en otro Cristo.
Podría argumentarse que esta visión carece de realismo al ser demasiada idealista, pues no toma en cuenta los defectos de las personas consagradas. Nunca hemos negado los defectos de las personas consagradas. El participar de la Eucaristía no quita los defectos ni a la persona que comulga el Cuerpo de Cristo ni al religioso/a que ve al hermano/a comulgar. Comunidad de santos y pecadores permaneceremos mientras Dios permita pasar nuestros días en esta tierra. Pero esta visión de fe, si en verdad es real y si en verdad quiere ser agente transformador de la vida fraterna en comunidad, deberá de llevar a la persona consagrada a conceptualizar a su hermano/a en religión (y por extensión, a todas las hermano/as de su comunidad) como una santo/a, a pesar de esos defectos y deficiencias. Visión audaz pero realista de la naturaleza humana, caída en el pecado, pero redimida por el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
El último reto es el de testimoniar la fuerza y la caridad de Cristo: “De frente a una sociedad en que el amor a menudo no encuentra espacio para expresarse con gratuidad, los consagrados y las consagradas están llamados a testimoniar la lógica del don desinteresado: su elección se traduce en <>.” El carisma se expresa genialmente en las obras apostólicas. Las hay de la más diversa índole. Parecería que la imaginación de los Fundadores/as no tuviera frontera. El Espíritu ha soplado verdaderamente sobre de ellos y así, puede decirse que han cubierto todas las miserias humanas: físicas, psíquicas, espirituales, sociales. Ningún hombre, ninguna mujer han quedado al margen de algún carisma que el Espíritu ha suscitado a la Iglesia, a través de los Fundadores/as.
La persona consagrada que quiera testimoniar la fuerza y la caridad de Cristo en nuestro tiempo no tiene más que realizar un solo trabajo: aplicarse en la vivencia del carisma. Cada carisma comporta obras específicas, delineadas por el Fundador/a y aprobadas por la Iglesia. No debe pasarse la vida sopesando su oportunidad, pues tal duda puede venir del maligno. Si cuentan con la bendición de la Iglesia, si el Fundador/a las ha querido, no queda más que vivirlas y ponerlas en práctica, con la fidelidad creativa que implica el don personal, la imaginación de la caridad y la adecuada aplicación a las circunstancias actuales. El carisma es como una avalancha, que una vez vivido, arrasa con todo. Las almas generosas que se deciden a vivirlo en radicalidad, encontrarán fuentes inagotables de inspiración para hacer presente a Cristo en nuestro mundo. Quien vive el carisma es portador de esperanza. El carisma es la respuesta de Dios a las necesidades del hombre del siglo XXI. Si el carisma es una realidad viva y dinámica , toca a cada persona actualizar la vivacidad y la dinamicidad del carisma en cada situación en la que la obediencia le ha destinado.
¿Cómo puedo vivir el carisma?
Si no damos pistas para poner en práctica lo que hasta el momento hemos sugerido, la vivencia radical del carisma, podemos caer en el error de inflacionar los escritos sobre la vida consagrada. Nuestro objetivo era el de ayudar a crear una resonancia en las personas consagradas para reflexionar críticamente sobre el Congreso Internacional de la vida consagrada. Hemos recogido y reflexionado sobre los retos del Congreso y hemos propuesto a consideración el carisma como factor para vivir los retos del Congreso. La pregunta permanece, ¿cómo puedo vivir el carisma?
Para vivir hay que frecuentar y para frecuentar hay que conocer. Conocer el carisma de la congregación debe ser la primera tarea. Esta es una invitación lanzada por el Concilio Vaticano II hace ya casi medio siglo. Han sido grandes los esfuerzos que muchas congregaciones han hecho por delimitar lo que es el carisma de la Congregación. No se trata de hacer un esfuerzo para tratar de averiguar lo que es el carisma. Se debe hacer un verdadero trabajo científico, como algunas congregaciones han hecho. Sacrificando personal, tiempo y porqué no decirlo, recursos económicos, han logrado, después de 10, 15 o 20 años, descubrir el carisma de la congregación. Se dice fácil, pero requiere mucho sacrificio el llevar esta empresa adelante. Sólo mediante el estudio asiduo, sistemático y científico se llega a circunscribir el carisma a una realidad común, palpable, cierta. Es así como se descubre lo que es esencial de lo que es accesorio, lo que es perenne de lo que es pasajero, lo que es verdaderamente espiritual de lo meramente cultural, lo que es real de lo que es meramente ficticio y había caído en desuso. Sólo de esta manera se puede ir a los orígenes, como tantas veces han insistido los Sumos Pontífices Pablo VI y Juan Pablo II, al igual que los documentos de la Congregación para los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica. De lo contrario se puede caer en una renovación de fachada, puramente externa, porque o se ha tocado con la mano el verdadero espíritu del Fundador/a, su carisma, su patrimonio espiritual.
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