El reto de educar en un mundo relativo
Por: German Sanchez Griese | Fuente: Catholic net
La pasión por educar
El mundo religioso siempre ha tenido una pasión por educar. Desde los vestigios de la vida consagrada representada por anacoretas, monjes de clausura o las primeras congregaciones femeninas de vida activa, la nota característica ha sido la de transmitir una cierta visión de la vida a las generaciones futuras. “En la historia de la Iglesia, desde la antigüedad hasta nuestros días, abundan ejemplos admirables de personas consagradas que han vivido y viven la aspiración a la santidad mediante la labor pedagógica y que, a su vez, proponen la santidad como meta educativa. De hecho, muchas de ellas han alcanzado la perfección de la caridad educando. Este es uno de los dones más preciados que las personas consagradas pueden ofrecer hoy también a la juventud, brindándole un servicio pedagógico rico de amor, según la sabia advertencia de san Juan Bosco: «Los jóvenes no han de ser únicamente amados, sino que han de saber que son amados».”1 Una pasión que ha sido siempre nota característica y que ha empujado a muchos fundadores y fundadoras a dar su vida por la educación. ¿De dónde nace esta pasión desbordante por educar?
Sin querer dar una definición exhaustiva de lo que es la educación, asunto que tocaremos en otro de nuestros artículos, bien podemos decir que la persona que educa transmite algo. Y no sólo un bagaje de conocimientos, que bien podría hacerlo la inteligencia artificial como las computadoras o los medios que se ponen a disposición de las nuevas tecnologías, sino que es la transmisión de una experiencia de vida, que en nuestro caso es la experiencia del Espíritu. Quien vive del Espíritu y para el Espíritu, no puede menos que verse perneado en su persona de una visión de la vida muy especial. No se trata simplemente de convicciones teóricas o de vivencias emocionales pasajeras. Se trata más bien de un encuentro con una Persona2. Encuentro que se convierte en una experiencia de vida que penetra cada uno de los componentes de la persona y que, por la fuerza del encuentro, genera en la persona que realiza la experiencia, una respuesta y un dinamismo capaz de transformar la persona.
Esta experiencia no puede reducirse a la esfera de la interioridad o de la intimidad de la persona. Como experiencia espiritual, sobrepasa a la persona. Si el espíritu es quien genera la acción, recordando el viejo adagio latino “el actuar sigue al ser”, los actos de la persona que hace la experiencia espiritual son actos que nacen propiamente de esta experiencia y llevan connotaciones muy específicas. No es sólo una visión de la vida que nace de dicha experiencia. Es una forma de vida que se genera a partir de la experiencia. Esta forma de vida, además de servir de testimonio, es capaz de ser transmitida a otras personas por la fuerza del amor.
Las personas consagradas que a lo largo de los siglos se han dedicado a la educación, más que conocimientos han transmitidos un ethos, un camino, una forma de vida, porque han transmitido una experiencia del Espíritu. Y es esta experiencia espiritual la que los ha impulsado a la educación en una forma muy peculiar. Los consagrados y las consagradas descubren en la experiencia del Espíritu la verdadera sustancia sobre la cual debe construirse la vida3. Saben diferenciar lo esencial de lo accesorio. Conocer y vivir lo esencial en la vida, esto es, vivir para Cristo, da un impulso único a las personas consagradas. La vida se identifica con lo único necesario, hasta lograr decir con san Pablo <>. (Flp.3, 7 – 8). La búsqueda de lo único necesario, de aquello que no perece, da a la persona consagrada la capacidad de vivir una vida gozosa, plena, realizada, no exenta sin embargo de penas, trabajos y tribulaciones propias de cualquier persona en camino hacia la obtención de lo único necesario, lo que no perece. No es la posesión beatífica de una victoria cómoda, sino la lucha constante por hacer de la experiencia espiritual, una experiencia de vida.
Se posee por tanto un bien, una sustancia, la capacidad de distinguir lo accesorio de lo esencial. La capacidad de encontrar la verdadera felicidad. Y si la persona consagrada es coherente con este tipo de vida, con esta búsqueda, se da cuenta que la felicidad a la que está llamada no puede permanecer para sí sola. Como la mujer samaritana que ha encontrado a Cristo, el verdadero profeta: <> (Jn. 4, 28 – 30). O María Magdalena que ha visto a Cristo resucitado y corre para darlo a conocer a los demás: << Jesús le preguntó: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?». Ella, pensando que era el cuidador de la huerta, le respondió: «Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo iré a buscarlo». Jesús le dijo: «¡María!». Ella lo reconoció y le dijo en hebreo: «¡Raboní!», es decir «¡Maestro!». Jesús le dijo: «No me retengas, porque todavía no he subido al Padre. Ve a decir a mis hermanos: «Subo a mi Padre, el Padre de ustedes; a mi Dios, el Dios de ustedes». María Magdalena fue a anunciar a los discípulos que había visto al Señor y que él le había dicho esas palabras>> (Jn. 20, 15 – 18). O los discípulos de Emaús que con el corazón ardiente van a anunciarlo a los otros discípulos: <> (Lc. 24, 31 – 35). En fin, quien quiere seguir el mandato de Cristo de ir a predicar no una teoría, sino un verdadero estilo de vida, la persona consagrada se siente impulsada por naturaleza a transmitir este estilo de vida que ella vive y que la hace feliz.
No se trata de una imposición, de una tarea, sino de una urgencia que nace del corazón. Los misioneros que trajeron la fe a América y a otros muchos lugares lo hicieron porque estaban impulsados del encuentro apasionado con Cristo y sentían la urgencia de transmitir esa misma felicidad. Son dos movimientos únicos que nacen de la experiencia espiritual y que dan origen a la educación. En primer lugar la conciencia de la felicidad que se experimenta al poseer la verdadera felicidad, la sustancia, lo único necesario.Y en segundo lugar, la contemplación del mundo que se muere, que está apagado porque no posee esta felicidad. Amor es lo que quiere el Amado. De esta contemplación del mundo, nace el celo por transmitir la felicidad que se posee. De ahí nace el impulso a la educación que ha guiado a la vida consagrada durante la historia del cristianismo a dar su vida por transmitir una experiencia espiritual personal.
¡Abramos los ojos!
La vida consagrada siempre ha estado atenta a los retos que ofrece el mundo. Basta escuchar lo que dice el documento de Aparecida: “Los pueblos latinoamericanos y del Caribe esperan mucho de la vida consagrada, especialmente del testimonio y aporte de las religiosas contemplativas y de vida apostólica que, junto a los demás hermanos religiosos, miembros de Institutos Seculares y Sociedades de Vida Apostólica, muestran el rostro materno de la Iglesia. Su anhelo de escucha, acogida y servicio, y su testimonio de los valores alternativos del Reino, muestran que una nueva sociedad latinoamericana y caribeña, fundada en Cristo, es posible.”4
Desde el punto de vista teológico, la misión siempre ha empujado a las personas consagradas a no ser del mundo, pero a estar pendiente del mundo. Si la persona consagrada es la presencia viva de Jesús en medio del mundo, no puede ser indiferente a lo que sucede en el mundo. No se trata de identificarse con los valores del mundo, sino de conocer dicho mundo para hacer que Cristo, su Palabra y su estilo de vida se encarnen en el mundo. “El cumplimiento de esta misión requiere de la Iglesia que escrute los signos de los tiempos y los interprete a la luz del Evangelio, respondiendo así a los perennes interrogantes que se plantea el hombre.”5 Ahora nos encontramos con un reto por demás significativo. Un cambio de época que requiere de parte de todas las personas consagradas estar atentas a estos cambios. Muchas veces cuando se habla de cambios inmediatamente se tiende a pensar en los lamentos, pensar que otros tiempos fueron mejores. Desgraciadamente ha sido una postura que después del Concilio Vaticano II ha traído una parálisis a la vida consagrada. El pensar que otros tiempos fueron mejores ha negado la posibilidad a la vida consagrada de abrir los ojos y darse cuenta que la realidad ha cambiado. Añorando el pasado se ha perdido de vista lo bueno que tiene el presente y lo prometedor que es el futuro. No se trata de tener una visión ingenua, sino de saber que aún ahora la experiencia de la fe, la experiencia de Cristo puede ser transmitida a estas nuevas generaciones.
Se trata de poner en práctica lo que el documento Perfectae caritatis había sugerido a los religiosos desde hace casi ya medio siglo. “Promuevan los Institutos entre sus miembros un conocimiento adecuado de las condiciones de los hombres y de los tiempos y de las necesidades de la Iglesia, de suerte que, juzgando prudentemente a la luz de la fe las circunstancias del mundo de hoy y abrasados de celo apostólico, puedan prestar a los hombres una ayuda más eficaz.”6 Es ahora cuando el mundo religioso tiene que abrir los ojos y darse cuenta del mundo relativista que está pisando. En forma sintética bien podemos decir con Joseph Ratzinger lo que es el relativismo: “Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos.”7 Y esto no es para espantarse, sino para darse cuenta que el lenguaje, los valores y la forma de pensar han cambiado y que quizás distan años luz del lenguaje, los valores y la forma de pensar del mundo religiosos.
Lejos de amedrentarse las personas consagradas deberán recordar el ejemplo tan significativo y válido de los primeros misioneros en la América de 1492. Purificando en la memoria lo que tiene que ser purificado, hay que recordar los significativo de aquellos momentos. Hombres misioneros que con una fuerte experiencia del espíritu, se lanzaban a evangelizar una nueva tierra del todo desconocida para ellos8. No conocían el lenguaje, los valores y las formas de pensar del pueblo amerindio eran distintos a los del español peninsular del siglo XVI, inmerso en la Contrarreforma y cargado de los valores y formas de pensar propios de su tiempo. El detonante de la evangelización fue el amor de estos misioneros. Amor a Cristo y amor a las almas que debían de llevar a Cristo. Bien podemos reducir esta expresión de amor en una palabra: pasión. Pasión por Cristo y pasión por la humanidad, como bien rezaba el slogan de un congreso de la vida consagrada tenido en Roma no hace muchos años. La audacia, la sana ambición de conquistar almas a Cristo hicieron que estos hombres misioneros aprendieran lenguajes nuevos, se inculturizaran e inculturizaran la fe y sus costumbres, llegando a crear no sólo una gran corriente de fe, sino una nueva cultura y nuevas formas de vida, como la cultura latinoamericana.
Este puede ser quizás el panorama que hoy deben enfrentar las personas consagradas. Abrir los ojos al mundo nuevo. Los primeros misioneros no tomaron sus barcas y regresaron cuando abrieron los ojos al mundo nuevo9. No se escandalizaron porque las costumbres de los hombres y mujeres que encontraron eran diferentes a las suyas No se quedaron añorando la España en dónde habían nacido y crecido sino que con un celo apostólico se dedicaron a aprender el idioma, a conocer los valores y a habitar la nueva cultura. Un gran esfuerzo que necesitó primero la apertura de los ojos, de la mente y del corazón.
Estas tres posturas son las requeridas también en nuestros tiempos, Abrir los ojos a un mundo relativista no es huir de él ni anatematizarlo. Es conocerlo y ¿por qué no?, también quererlo, no por lo que de malo pueda tener, sino por la oportunidad que nos da para hacer fructificar en él las semillas del evangelio, como los primeros misioneros que hicieron germinar en el nuevo continente la fe de Cristo. Es también abrir la mente para cambiar esquemas predefinidos y estar abiertos a nuevas formas de evangelización. Pretender evangelizar el mundo relativista como se hacía hacia doscientos o más años es una ilusión y una quimera. Y por último es abrir el corazón para dejar que el clamor de las personas que, inmersas en el relativismo no saben o no pueden ir a Cristo. Si la persona consagrada no es tocada de esta necesidad, vano serán todos sus esfuerzos. Es un amor que nace no de un sentimiento, sino de una convicción, la de saber que esas almas están necesitando de Cristo, aunque ellas no lo sepan y busquen apagar esas ansias que tienen de felicidad en los sucedáneos que les brinda la cultura relativista. Es un amor que nace al ver las necesidades de los otros y sufrir con ellos.
¿Qué es el relativismo y cuáles son sus orígenes?
Para las personas consagradas, abrir los ojos a este mundo relativista significa conocerlo. Un tratado amplio del relativismo nos llevaría muchísimas páginas. Bástenos mencionar una breve definición, su explicación y las causas que lo han originado, con el fin de tener una visión completa de esta realidad que engloba todos los sectores del mundo, incluso amplios sectores de la vida consagrada. Un acercamiento a una definición nos la da Benedicto XVI, cuando compara el racionalismo con el relativismo, en el marco de las celebraciones del santo cura de Ars: “Queridos hermanos y hermanas, a los 150 años de la muerte del santo cura de Ars, los desafíos de la sociedad actual no son menos arduos; al contrario, tal vez resultan todavía más complejos. Si entonces existía la "dictadura del racionalismo", en la época actual reina en muchos ambientes una especie de "dictadura del relativismo". Ambas parecen respuestas inadecuadas a la justa exigencia del hombre de usar plenamente su propia razón como elemento distintivo y constitutivo de la propia identidad. El racionalismo fue inadecuado porque no tuvo en cuenta las limitaciones humanas y pretendió poner la sola razón como medida de todas las cosas, transformándola en una diosa; el relativismo contemporáneo mortifica la razón, porque de hecho llega a afirmar que el ser humano no puede conocer nada con certeza más allá del campo científico positivo. Sin embargo, hoy, como entonces, el hombre "que mendiga significado y realización" busca continuamente respuestas exhaustivas a los interrogantes de fondo que no deja de plantearse.”10 Una definición general nos la da Joseph Ratzinger en la misa para elegir al Romano Pontífice cuando afirma que: “No deberíamos seguir siendo niños en la fe, menores de edad. ¿En qué consiste ser niños en la fe? San Pablo responde: significa ser «llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina...» (Ef 4, 14). ¡Una descripción muy actual! ¡Cuántos vientos de doctrina hemos conocido durante estos últimos decenios!, ¡cuántas corrientes ideológicas!, ¡cuántas modas de pensamiento!... La pequeña barca del pensamiento de muchos cristianos ha sido zarandeada a menudo por estas olas, llevada de un extremo al otro: del marxismo al liberalismo, hasta el libertinaje; del colectivismo al individualismo radical; del ateísmo a un vago misticismo religioso; del agnosticismo al sincretismo, etc. Cada día nacen nuevas sectas y se realiza lo que dice san Pablo sobre el engaño de los hombres, sobre la astucia que tiende a inducir a error (cf. Ef 4, 14). A quien tiene una fe clara, según el Credo de la Iglesia, a menudo se le aplica la etiqueta de fundamentalismo. Mientras que el relativismo, es decir, dejarse «llevar a la deriva por cualquier viento de doctrina», parece ser la única actitud adecuada en los tiempos actuales. Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos.”11
Bien podemos entonces afirmar que el relativismo es la negación de la verdad del hombre y de la verdad del mundo. Por una incapacidad para conocer objetivamente la verdad, según esta ideología, el hombre pierde la capacidad de conocerse a sí mismo en su verdad y de conocer al mundo también en la verdad. Las consecuencias de esta ideología se dan en el campo práctico. Si no existe una verdad objetiva esto significa que cada hombre posee un pedazo de la verdad y cada hombre debe ser respetado en su verdad. De esta postura práctica nacen el individualismo y una concepción subjetiva de la libertad, en donde cada hombre es centro del universo y en dónde también la libertad se traduce en la posibilidad de hacer, en la capacidad de decidir, independientemente de analizar hacia dónde me lleve la elección. Como en el relativismo desaparece el bien y el alma, cada acción se juzga por sí misma en relación a los criterios de la persona y no en relación a la verdad o al bien objetivos12.
Para la educación esta concepción de la vida tendrá consecuencias dramáticas. Si no existe la verdad objetiva y el hombre no puede conocerla ni alcanzarla, no existen por tanto finalidades en la vida. Se cae en un nihilismo devastador de la persona, pues le prohíbe pensar en metas que todo ser humano debe alcanzar. Le prohíbe concebir un ser humano tipo ya que cada ser humano busca su propia verdad. Le prohíbe en fin tender hacia un bien común, ya que no se puede hablar ni de bienes ni de comunes. Todo está dejado a merced de cada hombre. Nadie puede imponer nada a nadie. Y digámoslo francamente. Como una de las muchas conclusiones del relativismo la escuela viene reducida a una mera transmisión de informaciones. Nadie puede formar a nadie, porque no se conoce o no se puede conocer quién es el hombre, ya que cada uno posee una parte de la verdad del hombre y proponer una visión del hombre viene a ser considerado como imposible o como fundamentalista.
Una vez que hemos establecido lo que es el relativismo, bien vale la pena conocer las posibles raíces que han originado esta ideología. No pretendemos abarcarlo todo, ni hacer un profundo estudio sociológico, como hemos mencionado ya renglones arriba. Simplemente mencionaremos aquellos factores que más han incidido en el nacimiento de la dictadura del relativismo a la que hoy estamos asistiendo.
Quizás un factor histórico ha sido el nacimiento de varias corrientes de pensamiento que surgieron poco después de finales de la II Guerra Mundial. Cuando acaba dicho conflicto, Europa se da a la tarea de la reconstrucción de su pueblo, no sólo material sino moral. Figuras de grande espesor como de Gasperi en Italia, Adenauer en Alemania se lanzan a la epopeya de crear la unidad europea como esperanza de un mundo mejor, la posibilidad de instaurar la civilización del amor. Al mismo tiempo Pío XII desde el Vaticano, junto con sus colaboradores más cercanos trabaja infatigablemente por la reconstrucción espiritual de Europa y del mundo. Se establece por tanto una generación que emana energía y esperanza. Ya a finales de la década de los cincuenta y apenas entrada la década de los sesentas esta generación entrega la estafeta de la historia a otra caracterizada por su cinismo y su crítica acercada a todo y a todos sin, con o poco fundamento. Su crítica se basa en la idea de que dos mil años de cristianismo han producido poco o casi nada. Sólo guerras y la posible destrucción del mundo, con la amenaza de una posible Tercera Guerra Mundial, que sería una guerra nuclear, recordando los incidentes de bahía de Cochinos en Cuba en abril de 1961 o la crisis de los misiles entre agosto y octubre de 1962, sostenida entre Estados Unidos y Rusia con el apoyo de Cuba.
La década de los sesenta se observa como un periodo de revolución de los esquemas de pensamiento en el Mundo. Principalmente por lo que se refiere a la población joven, protagonista en todos los conflictos que se generaron en esos años13.
Los antecedentes inmediatos a esta revolución de valores se encuentran en los movimientos por la paz que desde finales de los años cincuenta recorrieron Europa, particularmente Gran Bretaña y la República Federal Alemana, centrados en la denuncia y la movilización ciudadana contra el peligro de una guerra nuclear; a la vez que en la aparición del tercermundismo.
Al calor de los procesos de descolonización y del descrédito entre amplios sectores de la izquierda occidental del comunismo soviético se generó un malestar que encontró en la revolución cubana, la guerra de Argelia y, sobre todo, en la guerra de Vietnam los elementos movilizadores de una incipiente nueva izquierda.
Los movimientos de liberación nacional y las guerrillas en Latinoamérica desarrollaron una crítica radical de las sociedades opulentas del bloque liderado por los Estados Unidos. Pero fueron igualmente puestos en cuestión los burocratizados y dictatoriales regímenes de socialismo. Comenzó así la búsqueda de una tercera vía que parecía apuntar con el nacimiento del movimiento de los países no alineados. En el contexto europeo los cambios políticos en Checoslovaquia hicieron cifrar en este país la esperanza de una nueva opción social que se concretó en el momento conocido como La primavera de Praga.
Por otra parte, la elevación de los niveles de vida y el creciente consumismo asociado al desarrollo de los medios masivos de comunicación, a la par que la generalización de los sistemas educativos con la consiguiente masificación de las universidades, y la incorporación de las mujeres al mundo del trabajo, transformaron los valores de la sociedad; particularmente de las jóvenes generaciones nacidas después de la Segunda Guerra Mundial.
Estados Unidos, por ejemplo, se embarcó en una campaña con la intención de crear la Gran Sociedad que permitiera a todos los ciudadanos disfrutar de la prosperidad y de las libertades. Así, las leyes de 1965 extendieron el sistema de salud pública y reforzaron el sistema educativo; otras más se expidieron en ese mismo periodo tendientes a garantizar la libertad de expresión y de asociación.
No obstante, a mediados del decenio de los felices sesenta el malestar comenzaba a corroer a determinados sectores de estas sociedades desarrolladas; los jóvenes empezaban a mostrar síntomas de rebeldía. Una excelente vía de identificación colectiva fue encontrada en los nuevos ritmos musicales del pop y el rock and roll propuesta por músicos y cantantes como los Beatles, los Rolling Stones, Janis Joplin o Jimmy Hendrix. En el campo literario los autores favoritos fueron los poetas de la llamada "Generación Beat": Jack Kerouac, Allen Ginsberg y William Burroughs.
Uno de los principales cauces para las nuevas inquietudes juveniles fue el movimiento hippie, el cual encontró un espacio de expresión y convivencia en los conciertos; entre ellos, quizás el más célebre fue el festival de Woodstock de agosto de 1969, en el que se propuso el inmortal lema "Peace and love". En México la contraparte fue el "Festival de Avándaro" realizado en 1971.
En el ámbito universitario proliferaba un radicalismo político. Los procesos de descolonización avivaron el interés por el estudio de otras formas civilizadoras distintas de la occidental, impulsando el desarrollo de la etnología y la antropología. Fueron fundamentales para ello los estudios de Claude Lévi-Strauss que le llevaron a plantear la irreductibilidad de la naturaleza humana. El punto climático de este proceso se presentó en los movimientos estudiantiles europeos; entre los que destaca el de Mayo del 68 en Francia donde se plantearon preceptos claves para entender los sucesos de México en meses posteriores.
La liberalización de las costumbres fue el trasfondo del cambio de valores que se generó en esta época. Especialmente en las relaciones entre sexos. La liberación sexual caminó de la mano con el nuevo papel que las mujeres reivindicaban en la sociedad. Su incorporación masiva al mundo del trabajo, puso en cuestión los tradicionales roles asignados a la mujer como madre de familia y esposa, al tiempo que comenzó a cultivar su autonomía e independencia; a reivindicar la capacidad de decidir sobre su propio cuerpo y sexualidad. El control de la maternidad fue determinante en este sentido (en 1960 se iniciaba en los Estados Unidos la comercialización de la píldora anticonceptiva).
Hablamos propiamente del momento en que nace el movimiento feminista como tal; marcando un cambio cualitativo respecto del discurso, el eco y apoyo social de los movimientos sufragistas de principios de siglo. Se inician las campañas en favor del divorcio, del derecho de aborto, de la igualdad de salarios; la no discriminación por razones de sexo.
En términos generales el nuevo horizonte cuestionaba los planteamientos lineales de la ideología del progreso; dando lugar a un contexto problemático, cargado de ambigüedades, donde se fundía el malestar de las nuevas generaciones respecto de los valores dominantes.
Los sucesos de 1968, tanto del mayo francés como de Checoslovaquia, dejaron importantes secuelas en la izquierda occidental a corto y medio plazo. Los partidos comunistas occidentales acentuaron el distanciamiento respecto de Moscú, particularmente el Partido Comunista Italiano y el Partido Comunista Español.
Los movimientos sociales del 68 fueron frenados; "fracasaron" en el sentido de que no lograron la sustitución radical del viejo orden. Esto respondió, a juicio de los grupos izquierdistas, a la ausencia de una organización capaz de dirigir el proceso revolucionario, en vista de la falta de acción de la izquierda tradicional. La tarea del momento residía en construir el partido de la revolución. La frustración de las esperanzas llevó a algunos, influidos por la mitificación de las luchas guerrilleras de Latinoamérica, a postular estrategias de guerrilla urbana que coadyuvaron, en varios países, a la formación de grupos terroristas, como las Brigadas Rojas en Italia o el RAF -fracción del ejército rojo- en la República Federal Alemana, durante la siguiente década.
Junto con este análisis social no debemos olvidar también la revolución de la pedagogía. Las pedagogías permisivas como Summer-hill en Inglaterra, rompían de pronto el sentido de la educación de la voluntad, el sentido de la ética misma.
Por otra parte y después de muchos años, la caída del muro de Berlín en noviembre de 1989 supuso otra fuerte ruptura en el orden establecido que tendría también grandes consecuencias en la secularización de la sociedad. Muchos esperaban el retorno casi en masa de los pueblos detrás de la cortina de hierro. Sin embargo no tomaron en cuenta que los años de dominación comunista habían casi borrado del alma de esos hombres y mujeres sus ansias de eternidad, de una vida espiritual. Antes que lanzarse a la religión, se lanzaron al consumismo occidental, dejándose encandilar por las luminarias que les ofrecía la economía de mercado, prometiéndoles el paraíso que el caído régimen comunista nunca pudo otorgarles. Con cinismo los pueblos de Europa Oriental hicieron ver a Occidente que su esperanza había sido adormecida por el materialismo. En pocos años muchas de esas naciones pasaron rápidamente a la secularización de sus costumbres, olvidando sus raíces cristianas. Este paso en la historia lo explica Benedicto XVI de la siguiente forma. “La segunda ruptura tuvo lugar en 1989. Tras la caída de los regímenes comunistas no se produjo, como podía esperarse, el regreso a la fe; no se redescubrió que precisamente la Iglesia con el Concilio auténtico ya había dado la respuesta. El resultado fue, en cambio, un escepticismo total, la llamada "posmodernidad". Según esta, nada es verdad, cada uno debe buscarse la forma de vivir; se afirma un materialismo, un escepticismo pseudo-racionalista ciego que desemboca en la droga, en todos los problemas que conocemos, y de nuevo cierra los caminos a la fe, porque es muy sencilla, muy evidente. No, no existe nada verdadero. La verdad es intolerante; no podemos seguir ese camino.”14
Juntando todas estas tendencias, tenemos como resultado el relativismo exasperado que vivimos hoy y al que los consagrados tienen que abrir los ojos para evangelizarlo.
La emergencia educativa en el mundo relativo o una historia de amor.
Introducción: la difícil pero apasionante tarea de educar.
¿Es verdad que nunca como hasta del día de hoy ha sido difícil la educación?
Escuchemos algunas de las críticas que se hacen a la juventud.
“La juventud de hoy en día está podrida hasta lo más profundo, es irreligiosa y perezosa, no será jamás como la juventud del pasado y será incapaz de preservar nuestra civilización.”
“Los jóvenes de hoy aman el lujo, están mal educados, desprecian la autoridad, no tienen ningún respeto por los mayores, charlan en lugar de trabajar…”
“Los jóvenes tienen fuertes pasiones y suelen satisfacerlas de manera indiscriminada. De los deseos corporales, el sexual es el que más los arrebata y en el que evidencia falta de autocontrol. Son mudables y volubles en sus deseos, que mientras duran son violentos, pero pasan rápidamente (…) Creen que lo saben todo y se sienten muy seguros de ello; este es, en verdad, el motivo de que todo lo hagan en exceso. Si dañan a otros es porque quieren rebajarlos, no provocarles un daño real… adoran la diversión (…)”
“Ojalá que no hubiera edad entre los diez y los veintitrés, o que la juventud pasara ese tiempo durmiendo, ya que no sirve para otra cosa que para embarazar a las muchachas, agraviar a los ancianos, robar y pelear.”
Todas estas citas en alguna manera pueden reflejar la situación de nuestros adolescentes y jóvenes.
Sin embargo lo más sorprendente son los autores de estas citas. Los mencionamos en el mismo orden en que aparecen las citas. El primer autor, es una cita de una tablilla babilónica escrita 3,000 años antes de Cristo, por lo que podemos pensar fácilmente que tiene una antigüedad de 5,000 años. La siguiente cita es de Sócrates, seguida por una de Aristóteles. La última se refiere a una parte del “Cuento de invierno”, acto segundo de William Shakespeare. Si Sócrates se lamentaba del comportamiento suave y poco exigente de los jóvenes, como Aristóteles lo hacía de su falta de capacidad de autocontrol era porque ambos tenían una idea clara del tipo de hombre, hoy diríamos de la identidad de hombre, que se quería formar. Y si Shakespeare desea que no hubiera adolescentes y jóvenes entre los diez y veintitrés años, se debe al hecho de que su conducta va en contra de un código aceptado como bueno y adecuado por la sociedad. Los conceptos de identidad, ética, civilización son los que se barajan en esas citas. Conceptos que muy difícilmente hoy podemos encontrar en la lista de prioridades de nuestras escuelas públicas o privadas y por privadas entiendo también las católicas. Nos damos cuenta por tanto que la educación siempre ha sido un problema para la sociedad y para la humanidad, tanto así que los antiguos romanos preferían asignarla a los expertos griegos, los pedagogos. Sin embargo, lo que las citas anteriores tienen en común y al mismo tiempo las hacen diferentes de nuestra situación actual es la visión clara y definida del objetivo que están buscando para los jóvenes.
Si la educación ha sido siempre un arte difícil, hoy día lo es más por el hecho de quien debe educar vive en un mundo relativizado y de alguna manera se ha empapado de esta cultura que vive alejada de dios y sin puntos de referencia claros, como señalábamos al inicio de este capítulo. No tiene clara ni su propia identidad, ni la identidad del educando, ni el tipo de sociedad o de civilización que se quiere formar por una futura generación. Para seguir citando a los latinos, decía Platón que para quien no tiene definido un puerto a dónde llegar, cualquier viento que sopla le es indiferente. Alicia en el país de las maravillas, le pregunta al conejo, cuál es el mejor camino que debe seguir para salir de una encrucijada. El conejo le dice que todo depende del lugar al que ella quiere llegar. Como ella no sabe a dónde quiere ir, y así se lo da a conocer al conejo, el conejo le contesta entonces que cualquier camino que elija es bueno, pues cualquier camino le llevará a cualquier lugar. Y cualquier lugar es bueno para quien no sabe a dónde ir.
En nuestros días la educación se presenta como una emergencia educativa, caracterizada por una falta de metas claras de lugares a los que se quiere llegar. Sobrepasados por la técnica y la tecnología, se pensaba que ésta traería al mundo la felicidad o por lo menos haría encontrar al hombre la vida un poco menos pesada. Pero nos damos cuenta que no es ni la mucha o poca tecnología lo que hace al hombre feliz o infeliz. No es tampoco los pocos o los muchos medios económicos los que llevan al hombre a la felicidad. Es más bien la postura que se pone frente a la vida y la respuesta que da a esa gran incógnita. Se ha pensado en llenar el estómago de los hombres, en cubrir sus cuerpos, en darles un lugar habitable, pero se ha olvidado de alimentar su espíritu.
Benedicto XVI recientemente ha indicado las raíces del problema de la educación. Éstos se dan en un falso concepto de autonomía, en la autodeterminación del hombre, en el escepticismo y en el relativismo.
La generación de padres del ’68, la que actualmente está terminando de educar a una generación que comienza a asomarse a la primera juventud, se encontraba en torno a los 20 años cuando oía slogans y frases como “La fantasía al poder” o “Prohibido prohibir”, Jesucristo sí, Iglesia no”. Una generación que se fue educando en dos principios basilares: el derecho primordial, y desgraciadamente unilateral de la libertad humana y en otro principio que se desprende de esta casi culto a la libertad. Me refiero al principio del escepticismo. Como cada ser humano tiene derecho a pensar de la manera que quiera, y tiene derecho a ser respetado, entonces es difícil establecer una serie de valores que puedan ser compartidos por la comunidad de todos los hombres. A lo mucho, se puede establecer una sana tolerancia, pero se debe siempre respetar el modo de pensar del otro, porque puede ser que el otro tenga algo de la verdad. Y con esta forma de pensar se llega al principio del relativismo, excluyendo a priori la posibilidad de que exista la verdad y que pueda ser compartida por todos.
Expliquemos brevemente el origen de estos dos principios considerados esenciales para la generación del ’68. Después de la Segunda Guerra Mundial surgió en Europa principalmente una corriente fuerte de pensamiento liderada por una generación que salía desencantada de la Segunda Guerra Mundial15. Frente a esos desencantos busca la creación de un nuevo mundo, de un mundo que debe comenzar desde cero. No es nuevo este esfuerzo del hombre, podemos decir, de cada generación, por buscar un mundo nuevo, un mundo mejor. Pero a diferencia de los movimientos anteriores que de alguna manera recibían de la generación pasada un mundo aún por construir y buscaban mejorarlo, la generación de los jóvenes del ’68 se dedicó a de-construir16. Su plan era desmontar las bases anteriores para construir un mundo nuevo. Sin embargo en la agenda de trabajo no había un mundo nuevo. El mundo nuevo estaría siempre por hacerse, identificándose muchas veces tan sólo con una quimera. Lo que importaba era el cambio. El cambio por el cambio. Tal parecería que era el orden radical de aquel movimiento del ’68. Cambio en la educación, cambio en la visión de la sexualidad, cambio en la Iglesia. Abajo los antiguos ídolos, abajo la sociedad. Y es verdad, cada generación tiene que superar a la que la precede, porque ve en el horizonte una sociedad mejor. El problema de la generación del ’68 es que no veía ningún tipo de sociedad. Y entonces deja como herencia un desencanto total y el derecho indiscutible a la libertad del hombre. Derecho que desgraciadamente no trae como consecuencia los deberes. Si todo derecho implica un deber, la generación del ’68 proclamaba la libertad sin deberes. Un derecho total a la autonomía, perdiendo de vista que la libertad del hombre no es como la de los animales, movida por los instintos. “La libertà umana non è della stesa natura della spontaneità animale. La libertà umana è un auto-determinarsi, e quindi un scegliere in base alla conoscenza di ciò che scelgo. È la verità circa il bene e il male la radice della libertà. Il pensare che la libertà della persona possa nascere come per generazione spontanea da un terreno incolto, e che pertanto vada evitata ogni coltivazione della persona, è ignorare completamente i grandi dinamismi dello spirito.”17
La autonomía predicada por la generación del ’68 hacía perder de vista los ideales que se querían construir. Lo único que contaba era la espontaneidad, la genuinidad, la propia determinación. De esta manera se pierden los horizontes del tipo de hombre que se quiere construir y del tipo de sociedad en la que ser quiere vivir.
Algo se perfilaba quizás con el marxismo y el socialismo. Pero en 1989, con la caída de los regímenes comunistas que para algunos prometían ese otro tipo de sociedad ideal, surge entonces el desencanto, el escepticismo, la época así llamada de la postmodernidad. Y entonces frente al desencanto de la caída del muro de Berlín, con las promesas que supuestamente escondía este tipo de sociedad, surge el nihilismo, el vacío existencial. El hombre pierde una dimensión esencial para su vida, son sólo sobrenatural, sino para su vida humana. No sabe ya esperar, no sabe confiar, no sabe poner su futuro en las manos de nadie o de nada. Surge entonces el relativismo o el escepticismo. No hay futuro, no vale la pena esforzarse por nada. Vivamos el momento actual, que mañana será tarde. Carpe diem! Sí, aprovechemos el momento, pero pensando en el futuro. Pero al negar el futuro niega también su presente. Y como el hombre no puede vivir sin futuro, sin esperanza, entonces pone su esperanza en cualquier cosa. La sustancia de sus días termina por ser cualquier banalidad. Y como el hombre es lo que es su corazón, termina por ser una banalidad, por negarse a sí mismo. “Pero, como han subrayado los Padres sinodales, « el hombre no puede vivir sin esperanza: su vida, condenada a la insignificancia, se convertiría en insoportable ». Frecuentemente, quien tiene necesidad de esperanza piensa poder saciarla con realidades efímeras y frágiles. De este modo la esperanza, reducida al ámbito intramundano cerrado a la trascendencia, se contenta, por ejemplo, con el paraíso prometido por la ciencia y la técnica, con las diversas formas de mesianismo, con la felicidad de tipo hedonista, lograda a través del consumismo o aquella ilusoria y artificial de las sustancias estupefacientes, con ciertas modalidades del milenarismo, con el atractivo de las filosofías orientales, con la búsqueda de formas esotéricas de espiritualidad o con las diferentes corrientes de New Age.”18
Esta es, a grandes rasgos la generación del ’68 que a su vez ha educado una generación. Una generación, como dice el P. Amedeo Cencini, que es la última generación que obedeció a sus padres y la primera generación que obedece a sus hijos. Un grupo de hombres y mujeres que ahora están en torno a los 65 años, en 1968 estarían hacia los 25 años y que deja como herencia a la humanidad, entre otras cosas, una emergencia educativa. ¿Por qué?
La relación educativa es difícil, cuando no hay respuestas que dar.
Desde el punto de vista fenomenológico estamos asistiendo a una relación atípica en lo que se refiere a la educación. En toda relación sana, las dos personas aportan algo a la relación, de forma que al final ambas partes resultan aventajadas. Los psicólogos sistémicos19 lo saben muy bien en el momento de describir la patología de la relación, en dónde un partner es débil, o en dónde busca dominar, o en dónde los dos aportan sus deficiencias en la relación, pensando encontrar un alivio a la misma, cuando en verdad lo único que hacen es agravar la misma situación.
En la relación del adulto con el niño, se deben establecer ciertos fundamentos de forma que la relación se establezca saludablemente.
Como primera condición observamos que todo acto educativo, es un acto de amor. Se educa porque se ama. Detrás de cada acto de educación está un acto de amor, es decir, el buscar el bien de la persona amada, que en este caso es el niño, el joven o el adolescente. Y más correctamente deberíamos decir que es primero el amor que el acto educativo, si se quiere hablar verdaderamente de una relación sana. Porque se ama, se genera a un hijo. Porque se ama, se educa al niño, al adolescente o al joven en una escuela, en un equipo deportivo o en una parroquia. Parte de la crisis actual de la educación radica en que las personas que son los educadores o no aman, o no lo saben hacer o aman otras cosas además del sujeto que hay que educar. Pensemos por ejemplo en los padres de familia que a toda costa quieren un hijo y lo engendran por cualquier medio que la ciencia pone a su alcance. ¿Qué es lo que ahí se ama? ¿Al hijo o a lo que se piensa que es un derecho de tener un hijo? Y esta es parte de la herencia que nos ha dejado la generación del ’68. Una generación que veía sólo el derecho a tener un hijo. Lo resultados de esta forma de pensar saltan ante nuestros ojos. La cantidad de abortos o de abandonos de hijos, porque no cumple con los deseos de los padres o no estaba en la agenda de ellos el tener el hijo a tan temprana edad o el hecho de que a pesar de la edad avanzada de la madre se desea el hijo a toda costa, como un derecho inalienable.
Como segunda condición, el acto educativo no es la relación de dos personas que transmiten información, sino de una persona que ha hecho una experiencia de vida y la quiere transmitir a otra persona, porque quiere el bien de esa persona. El educador, al haber hecho la experiencia de vida en su propia piel, sabe que esto es lo que le conviene al educando, porque comparten ambas una misma naturaleza, la naturaleza humana.
Este principio que acabamos de expresar en forma clara y sintética, es incapaz de ser comprendido por la generación del ’68 y por lo tanto, no ha sido capaz de transmitir principios de vida a la siguiente cultura. Hemos dicho que esta generación niega la posibilidad de la educación desde el momento en que piensa que el hombre puede alcanzar por sí solo su felicidad. Torna a nuestra mente y a la mente de la generación que ha educado a los jóvenes que actualmente están entrando a la primera juventud, que el hombre podía encontrar por sí sólo la felicidad, algo así como la teoría del buen salvaje de Rousseau20 en dónde el hombre libre es bueno por naturaleza. No debemos tampoco olvidar la influencia de los psicólogos humanistas como Maslow y principalmente Carl Rogers que también de alguna manera influyen en la generación del ’68 para hacer ver que el hombre posee en sí mismo todas las fuerzas para ser feliz, sin ayuda de los otros.
Olvidan por tanto que el acto educativo es esencialmente un compartir el destino del otro. No se trata de imponer un destino al otro, sino la de transmitir una experiencia de vida. Una experiencia de vida no es aprender un concepto de memoria. No es decirle al niño o al joven lo que es la vida, lo que el mundo espera de él, cuál puede ser su lugar en el cosmos o en la sociedad. No. La experiencia de vida, como dice y expresa la palabra experiencia en griego, umbral, pasar a través de… o en latín, experimento, prueba, intento, significa “una lúcida autoconciencia, o si se quiere, una percepción sensibilísima, aplicada en nuestro caso, a la vida.”21 Es saber lo que es la vida, porque se ha vivido experimentalmente la vida.
Pero cuando la generación del ’68 no ha vivido experimentalmente la vida, sino que ha sobrepasado la vida, poniendo su esperanza en realidades efímeras, no puede dar una respuesta clara y contundente. Como dijo Oriana Fallacci en su libro Niente e così sia, a su hermanita Elisabetta que le preguntaba Ma.. che cosa é la vita? Y la respuesta de Oriana que podría ser la respuesta de toda esta generación, dice así: Niente e così sia! Con esta respuesta podemos imaginarnos que toda una generación ha quedado narcotizada para dar una respuesta contundente a lo que es la vida. Y por lo tanto se ha visto imposibilitada para hacer la experiencia de lo que es la vida. Se ha roto la respuesta que una generación daba a la otra sobre el misterio de la vida. No tanto porque no supiera dar respuestas a esta pregunta, sino porque no había vivido la vida.
Una tercera condición del acto educativo es el principio de autoridad. La propuesta de vida que hace el educador al educando no es una imposición. Porque se ama al educando, como hemos dicho, el educador busca dar lo mejor de sí mismo al educando. Lo mejor de sí mismo es aquello que el educador ha encontrado para ser feliz. Por lo tanto el acto educativo se establece no entre dos iguales. El educador tiene una autoridad que consiste en dos aspectos que determinan el mismo acto educativo: la experiencia de la vida y la posibilidad de documentar dicha experiencia con la propia vida, es decir con el propio testimonio de vida. Se establece una autoridad, no autoritarismo, en base no a una superioridad aleatoria, sino a la diferencia natural entre quien posee una verdad o busca por poseerla y dejarse poseer por ella, y quien está en busca de esa verdad. Autoridad no es imposición, sino es el servicio de quien quiere proponer una verdad. Se deja siempre en libertad al educando de que él escoja por sí mismo y viva por sí mismo la verdad que se le propone. Cuántos son los casos en los que se demuestra que la posesión de la verdad es sólo un acto individual y que el educador se limita a proponer con su vida, esta verdad. Se dan casos de hijos de personas que creen y viven una propuesta de vida fundadaza en valores trascendentes y que han tratado de educar a sus hijos en esa propuesta de vida y sin embargo los hijos, por el uso de su libertad no adhieren a esa propuesta de vida. O ase da también el caso contrario en el que padres que no proponen ningún estilo de vida, se encuentran con hijos que es su libertad adhieren a una propuesta de vida cargada de valores trascendentes. Es por tanto el acto educativo una propuesta de vida en la libertad que se establece entre dos personas, la cual una de ellas está investida de autoridad por la propuesta de vida que hace y por el testimonio que de ella hace en su propia vida.
La generación del ’68 es incapaz de comprender el concepto de la autoridad. Ha buscado por todos los medios a su alcance el derrumbar lo que según ellos han llamado los mitos de la autoridad. Para ellos todos son iguales y todos deben ser tratados de la misma forma. Como la verdad para ellos no puede ser conocida, y de ahí el nacimiento del escepticismo que estamos viviendo en nuestra época, toda autoridad se ve con desdén y a lo mucho es un mal que debe ser tolerado en vista a una mejor convivencia social. Por ello los educadores pertenecientes a esa generación han hecho todo menos que educar, porque para ellos, educar era imponer. Ha sido una generación que ha crecido sola, al amparo de la televisión, el Internet y los videojuegos. Ellos han sido los que han cubierto el vacío de la autoridad creado por la ideología del ’68. Y aunque parezca inverosímil, esta misma ideología se ha infiltrado no sólo en la escuela, sino en la Iglesia. Cuántas veces me he encontrado con congregaciones religiosas que el principio de autoridad, que debería estar basado en una visión sobrenatural fundamentado en la fe, ha venido a diluirse en un mero concepto sociológico del manager o del líder que busca a toda costa el consenso del grupo para poder hacer una propuesta o sugerir una iniciativa o aplicar una norma.
Como cuarta condición del acto educativo podemos decir que es la libertad. El acto educativo verdadero se genera sólo en la libertad de las personas. Libertad del educador para hacer la propuesta de vida que él cree conveniente para el educando. Y libertad por parte de educando para adherir o no a la propuesta de vida que le hace el educador.
La generación del ’68 ha creado la ideología de la pluralidad. Es cierto que nuestro mundo globalizado da cabida a una sana convivencia entre diversidad de culturas, de ideologías, de doctrinas y de religiones. Comenzando desde la igualdad de sexos, el mundo de hoy ha ido ganando terreno para lograr la equiparación en los derechos de todas las personas, independientemente de sus diferencias culturales. Sin embargo la ideología pluralística va más allá de este simple reconocimiento de las diferencias. Trata de borrar las diferencias entre todas las personas y con ello va en contra de la misma naturaleza humana. Cada persona nace al interno de una cultura y de una tradición. Se realiza por tanto en su humanidad a través de cada cultura. La convivencia entre las persona no se obtiene eliminando las diferencias, sino reconociéndolas y respetándolas. Quien quisiera eliminar las diferencias culturales para querer crear un hombre aséptico de cultura, como lo pretende la Constitución europea, sería semejante a la locura de querer eliminar los idiomas considerándolos como ajenos a la cultura del hombre, buscando imponer un solo lenguaje.
De esta ideología de la pluralidad ha nacido una imposición de ciertas verdades secularizantes que buscan crear un nuevo tipo de hombre, ajeno a todo valor trascendente, considerándolos simplemente como valores del pasado o a lo más costumbres que pueden desarrollarse sólo en el ámbito privado, sin ninguna influencia en el devenir del hombre y de la sociedad. El acto educativo que debería ser libre, viene impuesto por la ley o por programas que deben cumplirse, a condición de no sufrir penalizaciones de carácter económico o de otra índole.
Una cierta normalidad…
El reto que hoy en nuestros días comporta la educación, nos hace trasladarnos al mundo de la relación entre el niño, el adolescente y el adulto. Al tratar el problema de la educación estamos tocando dos situaciones de por sí difíciles en nuestros días. Por un lado nos encontramos propiamente con una emergencia, la así llamada emergencia educativa. Y por otro lado estamos hablando de una relación entre un adulto y un niño, una relación que no es solamente periférica, sino que de alguna manera toca un proceso importante de la persona como es su educación.
La emergencia educativa comporta la difícil relación entre el mundo del adulto y el mundo del niño. Una relación en la que se establece el contacto de dos generaciones: una generación que ya está hecha, o que por lo menos tiene unas bases sólidas y consolidadas que le permiten afrontar con garbo los avatares de la cotidianidad, además del hecho de poder llevar a la sociedad y a la cultura hacia fronteras más solidares, más fraternas, más de acuerdo con su calidad de cultura humana. Y una generación que está por hacerse, que como un papel blanco posee la capacidad de poder imprimir en sí misma cualquier mensaje, y de esta manera llevarlo a cumplimiento a la lo largo de la vida.
Al tratar el tema de la emergencia educativa, debemos tratar por fuerza el tema de la relación, ya que la educación no se establece entre dos máquinas, sino entre dos seres humanos, ambos dotados de las mismas capacidades de intelecto, libertad y afectividad. Por ello debemos describir esta relación antes de proseguir nuestro discurso.
Toda relación comporta un cierto estatuto de normalidad. Bien sabemos que cuando en una relación una de las personas está enferma, o padece una patología, la relación no puede ser sana. El afán por buscar la salud en las relaciones humanas puede llevarnos al hecho de olvidar que el ser humano no es impecable y que cierta “anormalidad” es aceptable, dentro de los límites que lo permite la condición humana. Se pide hoy en día que los padres o los formadores sean personas modelo, impecables y nos podemos olvidar que por la condición humana, dichos formadores no existen. Se establece por tanto la necesidad, antes de seguir adelante con nuestro discurso, de establecer cuál es la normalidad en el ser humano que le permitirá tener una adecuada relación con el niño. Juan Pablo II, al hablar de la normalidad mencionaba: “Quindi, mentre per lo psicologo o psichiatra ogni forma di psicopatologia può sembrare contraria alla normalità, per il canonista, che si ispira alla suddetta visione integrale della persona il concetto di normalità e cioè della normale condizione umana in questo mondo, comprende anche moderate forme di difficoltà psicologica, con la conseguente chiamata a camminare secondo lo Spirito anche fra le tribolazioni e a costo di rinunce e sacrifici. In assenza di una simile visione integrale dell’essere umano, sul piano teorico la normalità diviene facilmente un mito e, sul piano pratico, si finisce per negare alla maggioranza delle persone la possibilità di prestare un valido consenso.”22
Gracias a Dios que existe un cierto grado de anormalidad, o un cierto grado de normalidad en la persona humana, de lo contrario todos estaríamos padeciendo alguna patología y haríamos más famosos y más ricos a los psicólogos y psiquiatras. Este “grado de normalidad” tira abajo el tabú de nuestros días de pensar que no podemos educar o formar porque no somos perfectos o porque no tenemos todas las respuestas y certezas a disposición.
Contra la primera afirmación podemos aclarar que la antropología cristiana, enriquecida por las ciencias de la psicología y de la psiquiatría, considera la persona humana en todas sus dimensiones, la terrena y la eterna, la natural y la trascendente. Según esta visión integral el hombre históricamente existente aparece herido por el pecado y redimido por el sacrificio de Jesús.
El hombre por lo tanto lleva en sí mismo el germen de la vida eterna y por ello puede conocer, apropiarse y transmitir los valores trascendentales. No necesita inventarlos, no necesita crearlos. Están ahí, a su disposición. Lo que tiene que hacer es reconocerlos y hacer la experiencia de ellos. Experiencia viene de la palabra griega ex péirao, salir fuera de sí mismo para cruzar un umbral, para hacer un recorrido. El hombre cuenta por tanto con la capacidad de poder salir de sí mismo, de su mundo cerrado y así, al salir de sí mismo, poder apropiarse de esos valores, poder hacerlos suyos y vivirlos. Los puede no sólo conocer, sino apropiarse de ellos y vivirlos, gracias a la experiencia que puede hacer de ellos.
El problema de la emergencia educativa se juega precisamente en esta capacidad de conocer, apropiarse y trasmitir los valores trascendentales. Si por educación entendemos no sólo la transmisión de conocimientos, que sería meramente información, sino sobretodo, como dice Benedicto XVI: “la formación de las nuevas generaciones, por su capacidad de orientarse en la vida y de discernir el bien del mal, y por su salud, no sólo física sino también moral”23, los valores trascendentales juegan el papel principal. Sin ellos, la educación corre el riesgo de no transformar verdaderamente las personas.
Nos encontramos por tanto con el primer punto firme de la relación en la educación. El adulto que educa debe ser una persona que ha hecho la experiencia de los valores trascendentales. Una experiencia que le haya permitido permear su vida con dichos valores trascendentales en forma tal que su persona sea de por sí una vivencia de los valores trascendentes. Y con ello respondemos a la segunda objeción de nuestros tiempos al pensar que no se tienen las certezas necesarias para poder formar las futuras generaciones.
El mundo de la última mitad del siglo XX ha vivido en una de las más grandes incertidumbres que se han dado a lo largo de toda la humanidad. Le ha sido negada la capacidad de creer en valores absolutos y trascendentales. Ha hecho del cambio el valor supremo y por ello ha venido echando por tierra ideas y estructuras que habían sido sostén y columna de la sociedad. La revisión necesaria para adaptarse a los tiempos modernos, ha sido en muchos casos privada de todo discernimiento. Y en el afán de adecuarse a los tiempos actuales ha perdido de vista los valores trascendentales que debía haber mantenido, adecuando su vivencia a los tiempos actuales.
No resulta entonces extraño que se hable de emergencia educativa cuando por todas partes se ve la incapacidad
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