Fidelidad al carisma, entre tradición y renovación
Por: Germán Sánchez Griese | Fuente: Catholic.net

El evangelio de la fidelidad.
El evangelio del domingo del quinto domingo de cuaresma del ciclo C (año 2006) nos habló de un hecho que aparentemente contradice la fidelidad, y sin embargo puede enseñarnos tanto al respecto. San Juan evangelista (Jn 8, 1 – 11) en pocas pinceladas sabe trazar magistralmente la escena, los personajes y sus sentimientos: Jesús que enseña en el templo, una mujer sorprendida en adulterio, algunos hombres que quieren apedrearla.
La fama de Jesús se había hecho ya sentir en todo Israel, nos encontramos en el ápice de su vida cuando es de todos conocido no sólo su persona, sino su mensaje, o mejor dicho, la novedad de su mensaje. Novedad que en algunos ha causado no cierto resquemor al ver venidas abajo muchas de las viejas creencias sobre las cuales apoyaban sus vidas. Y no precisamente su vida moral, sino su vida ritual que de alguna manera les permitía tener un cierto status de vida. La razón por la que llevan la mujer adúltera a Jesús es para meterlo en una trampa, de esta forma tendrían ya un pretexto para desacreditarlo delante del pueblo que comenzaba a seguirlo. “Si dice que conviene apedrearla, entonces su mensaje de misericordia, piedad y amor se desbarata. Si en cambio encuentra justificaciones o un álibi a la lapidación, se mostrará como contrario a la ley de Moisés y los profetas. Toda una trampa tendida con cálculo y con medida. ¿Qué dirá el maestro? La expectación es grande y sabemos ya la respuesta.
Pero centrémonos por un momento en la escena: Cristo, la pecadora delante de él y los hombres que con piedras en la mano exigen de Jesús una respuesta. Él, Jesús, el hombre anti-pecado se encuentra delante de un hecho incontestable. El pecado es precisamente no estar dónde Dios había diseñado al hombre que estuviera. Pecado, en una traducción del arameo es no dar en el blanco. El primer hombre, Adán, había sido diseñado para que estuviera en el paraíso. El Génesis nos relata como Dios visitaba a Adán, con la brisa de la tarde. Había un lugar de encuentro común. Después del pecado, Adán falta a la cita: “He oído tus pasos en el jardín, tuve miedo porque estoy desnudo y me he escondido” (Gen. 3, 10). El Señor Dios lo ha llamado: “¿Dónde estás?” (Gen. 3, 10). Pero Adán no ha dado en el blanco. Ha faltado a la cita.
Y más adelante esta historia se repetirá de nuevo con Caín. Los primeros descendientes de Adán y Eva habían encontrado su puesto en el mundo, un puesto querido y sancionado por Dios: “Abel era pastor de rebaños y Caín labrador de la tierra.” (Gen. 4, 2). Y nuevamente frente al pecado Dios reclama la presencia del hombre en el puesto en dónde lo había dejado y el hombre que peca, falta a la cita, no se encuentra ahí en dónde debería de estar: “Entonces el Señor dijo a Caín: ‘¿En dónde está Abel, tu hermano?’ Caín respondió: ‘No lo sé. ¿Acaso soy el guardián de mi hermano?’ ” (Gen. 4, 9). Esta historia del pecado como un no estar en el lugar en dónde Dios había dejado al hombre, se vuelve a repetir a lo largo de toda la historia Sagrada, reflejo de la historia humana. Así el pecado el pecado de Israel que adora el becerro de oro es el pecado de quien se aleja del Señor, de quien no está en el lugar en dónde el Señor lo había dejado (Es. 32, 1 – 35). El pecado de David cuando toma la mujer de Urías es un no estar en el lugar en dónde Dios lo había dejado. (2sam. 11, 1 – 27). Podemos por tanto resumir que el pecado es un traición a Dios, un traicionar el puesto y las acciones que Dios había diseñado para el hombre. La mujer adúltera que nos presenta la liturgia del quinto domingo de cuaresma es una representación de la traición a Dios y a los deberes maritales. La mujer debía estar con su marido, en las tareas propias de su estado de vida. Pero no se encuentra ahí. Ha traicionado a su marido: “Los escribas y fariseos le condujeron una mujer que había sido encontrada en flagrante delito de adulterio” (Jn. 8, 1 – 11). La narración es exacta y no deja lugar a dudas: la mujer no está en dónde debería de estar.
Y si esta mujer fuera la representación de la vida consagrada femenina después del Concilio, ¿a qué conclusiones llegaríamos?
Los orígenes de la traición de la vida consagrada femenina después del Concilio.
Si la vida consagrada hubiese sido lo que tenía que ser durante el período del Concilio, muchos descalabros y dolores de cabeza podrían haberse evitado. Sin afán de simplificar las cosas ni generalizar todas las situaciones, bien podemos hacer un análisis del camino que ha seguido la vida consagrada y constatar si ha traicionado o no a su Señor. No es fácil afirmar que la vida consagrada femenina ha traicionado al Señor, que no está en el puesto en dónde Dios la había asignado, pero debemos remitirnos a las pruebas y ver como en el día de hoy, el Señor vuelve a bajar al caer la brisa del día y dice: “Mujer consagrada, ¿en dónde estás?” Y como Adán, la mujer consagrada tenga que decir: “He oído tus pasos en el jardín de mi vida, tuve miedo porque estoy desnuda de frutos, no he dado los frutos que Tú me habías pedido, y me he escondido, he faltado a la cita que me habías dado. No he hecho lo que debía de hacer.” ¿Qué se esperaba Dios de la vida consagrada en estos cuarenta años de historia post-conciliar?
Comenzaremos a analizar la Iglesia, que con el Concilio Vaticano II había dado impulso a una reforma cuyo objetivo era el de acercarse más al hombre para colaborar más eficazmente con Cristo en la labor de la salvación del género humano. Este es y sigue siendo el objeto del Concilio. Por ello habría que renovar aquellas estructuras que no reflejaban adecuadamente su carácter salvífico. El entonces Cardenal Joseph Ratzinger había dicho “Renovación cristiana quiere decir renovación de aquello que es cristiano. Como renovación cristiana no quiere sustituir aquello que es cristiano con cualquier cosa diferente o mejor, sino sólo revalorizar precisamente el hecho cristiano en su propia novedad.”1 Hoy podemos tristemente darnos cuenta que muchos de los elementos cristianos, en lugar de haberse renovado, han sido sustituidos, cambiados, alterados y diluidos. Cabe preguntarse el porqué de esta alteración o degradación de dichos elementos.
La respuesta nos la dió Benedicto XVI, cuando en su discurso del 22 de diciembre de 2005 señala el motivo de las desviaciones en la interpretación del Concilio. Aunque la cita sea larga, vale la pena transcribirla, con el fin de conocer con exactitud qué fue lo que ha pasado durante estos 40 años de historia de la Iglesia. “La hermenéutica de la discontinuidad corre el riesgo de acabar en una ruptura entre Iglesia preconciliar e Iglesia posconciliar. Afirma que los textos del Concilio como tales no serían aún la verdadera expresión del espíritu del Concilio. Serían el resultado de componendas, en las cuales, para lograr la unanimidad, se tuvo que retroceder aún, reconfirmando muchas cosas antiguas ya inútiles. Pero en estas componendas no se reflejaría el verdadero espíritu del Concilio, sino en los impulsos hacia lo nuevo que subyacen en los textos: sólo esos impulsos representarían el verdadero espíritu del Concilio, y partiendo de ellos y de acuerdo con ellos sería necesario seguir adelante. Precisamente porque los textos sólo reflejarían de modo imperfecto el verdadero espíritu del Concilio y su novedad, sería necesario tener la valentía de ir más allá de los textos, dejando espacio a la novedad en la que se expresaría la intención más profunda, aunque aún indeterminada, del Concilio. En una palabra: sería preciso seguir no los textos del Concilio, sino su espíritu.
De ese modo, como es obvio, queda un amplio margen para la pregunta sobre cómo se define entonces ese espíritu y, en consecuencia, se deja espacio a cualquier arbitrariedad.”2
Podemos comenzar a entrever una de las razones de esta traición de la vida consagrada al darnos cuenta que el origen de las arbitrariedades cometidas en aras de la correcta aplicación e interpretación del Concilio tiene su origen en una falsa concepción del Concilio. No se debe interpretar el Concilio para aplicar verdaderamente su espíritu. Se debe aplicar el Concilio, de acuerdo a los textos mismos, sin dejar margen a la imaginación, a la pasión personal o a los propios deseos de innovación. No debemos olvidar que el hombre, el religioso y la religiosa incluida, no por su consagración religiosa están exentos del pecado original y por lo tanto sus pasiones pueden obnubilar su pensamiento. Quien piensa erigirse como rector del pensamiento de la Iglesia, antes que hacerse un análisis psicológico para conocer su estado mental, convendría que revisase su alma, para saber si la soberbia, el orgullo o la vanidad intelectual no se han apoderado de su ser, pretendiendo erigirse como centro y arbitrio del Papa o del Magisterio de la Iglesia. No en vano lo decía monseñor Rodé dirigiéndose a los religiosos y las religiosas presentes en el Congreso internacional de la vida consagrada de 2004: “Sin embargo, este esfuerzo por buscar la novedad no siempre se ha realizado siguiendo criterios evangélicos de discernimiento. A veces la "renovación" se ha confundido con la adaptación a la mentalidad y a la cultura dominante, con el peligro de olvidar los valores auténticamente evangélicos. Es innegable que "la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida" (1 Jn 2, 16), propias del mundo y de su cultura, han ejercido un influjo desorientador, originando conflictos graves dentro de las comunidades y de las opciones apostólicas, no siempre fieles al espíritu y a las inspiraciones originales del instituto. Como siempre en la historia, la Iglesia se encuentra situada entre el soplo del Espíritu, que abre nuevos caminos, y las seducciones del mundo, que hacen el camino incierto y pueden llevar al error.”3
Habiendo identificado el punto clave de la mala interpretación del Concilio, esto es, el libre albedrío nacido de una concepción inadecuada del Concilio, producto no del trabajo de los Padres conciliares sino de componendas que no expresaban el verdadero espíritu del Concilio, es fácil explicar el porqué de las interpretaciones personales que se han hecho durante estos cuarenta años, al margen de la Tradición y del magisterio de la Iglesia. Este hecho, unido a la debilidad de la carne, que se adueña del ser de quienes por excelencia deberían ser los transmisores e intérpretes fidedignos del Concilio, ha originado una desorientación en la Iglesia, y en nuestro caso, en la vida consagrada. La constatamos al leer la introducción al documento Elementos esenciales sobre la vida religiosa, en donde recalca el hecho de las desviaciones que se han dado en la vida consagrada: “El resultado ha sido una experiencia comprensiblemente compleja, con muchos aspectos positivos y algunos otros notablemente dudosos. Ahora, pasado el período de experimentación extraordinaria ordenado por Ecclesiae Sanctae II, muchos institutos religiosos dedicados a obras de apostolado están revisando sus experiencias. Con la aprobación de sus Constituciones revisadas y la entrada en vigor del nuevo Código de Derecho Canónico, se adentran en una nueva fase de su historia. En este momento de reiniciación, escuchan una vez más la llamada pastoral del Papa Juan Pablo II a « hacer una evaluación objetiva y humilde de los años de experimentación, de modo que puedan identificar los elementos positivos, así como las posibles desviaciones» (Disc. a la UISG 1979; a los Superiores Mayores de religiosos y religiosas en Francia 1980). Superiores religiosos y Capítulos han solicitado de esta Sagrada Congregación directrices para valorar el pasado y preparar el futuro. También algunos Obispos, debido a su especial responsabilidad en la promoción de la vida religiosa, han pedido orientaciones. Por todo ello, la Sda. Congregación para los Religiosos e Institutos seculares, siguiendo las indicaciones del Santo Padre, ha preparado esta síntesis de principios y normas fundamentales. Su intento es presentar una síntesis clara de la doctrina de la Iglesia acerca de la vida religiosa, en un momento especialmente significativo y oportuno. Esta doctrina se halla ya formulada en los grandes documentos del Concilio Vaticano II, particularmente en Lumen gentium, Perfectae Caritatis y Ad Gentes. Ha sido desarrollada posteriormente en la Exhortación Apostólica Evangelica testificatio de Pablo VI, en las alocuciones del Papa Juan Pablo II y en los documentos de esta Sda. Congregación para los Religiosos e Institutos seculares, especialmente en Mutuae relationes, Religiosos y promoción humana y Dimensión contemplativa de la vida religiosa Últimamente, esa riqueza doctrinal ha sido condensada en el nuevo Código de Derecho Canónico. Todos estos textos, basados en el rico patrimonio de la doctrina preconciliar, ahondan y afinan la teología de la vida religiosa, que vino desarrollándose y adquiriendo densidad durante los siglos pasados.”4
Así, este elemento de disensión del Magisterio de la Iglesia, leve o grave que haya sido, preparó como caldo de cultivo, el ambiente propicio para la inserción de elementos espurios a la espiritualidad cristiana y a la vida consagrada, cuyos hechos nos disponemos a analizar a continuación.
Los hechos de la traición: la identidad desfigurada y la pérdida de la esperanza.
Toda traición, todo pecado, tiene su origen en una identidad desfigurada y una falsa o débil esperanza. Adán, Caín, el pueblo de Israel, el rey David y la mujer adúltera tiene en común una identidad débil o desfigurada en el momento de la traición y la puesta de su esperanza en una falsedad, en un sofisma. Sucedería como si en esos momentos estas personas se hubieran olvidado de ser lo que eran, para querer ser lo que no eran, poniendo su esperanza en una ilusión, pasajera o falaz. Así, Adán se ha olvidado de que es criatura de Dios y ha querido ser como Dios, una vez que ha oído la invitación de la serpiente, traída a sus oídos por Eva: “¡No, no moriréis! Dios sabe muy bien que cuando comáis se abrirán vuestros ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal.” (Gen. 3, 4 – 5). Adán sabía bien lo que era: una criatura de Dios, salida de sus manos, plasmada del barro e infundida de aliento divino. Su identidad era clara hasta que se presenta el tentador. En ese momento duda de su identidad, pierde de vista lo que es para querer ser lo que no puede ser, en este caso, Dios. Pone entonces su esperanza en aquella mentira que se presenta como verdad apetecible, seréis como dioses.
La memoria de la identidad es lo que permite al hombre ser lo que es y llegar a ser lo que debe de ser. Se olvida de que es polvo y que al polvo debe tornar (Gen. 3, 19). El pueblo de Israel se olvida que ha sido sacado de Egipto por la mano poderosa de Dios, guiado por Moisés y se construye el becerro de oro (Es. 32, 1 – 35), poniendo en él su esperanza. Su identidad como pueblo elegido se ve diluida junto con el oro que utiliza para fundir el becerro y se olvida de dónde viene y hacia dónde va. Lo mismo el rey David que desde su terraza ve a la mujer de Urías y perdiendo su identidad como elegido y ungido del Señor (1 Sam. 1 – 13) traiciona al Señor, poniendo su esperanza en un placer pasajero. Por último, la mujer adúltera pierde su identidad de mujer casada y se lanza al adulterio, poniendo su esperanza en los brazos de un hombre que no es su marido.
La memoria de la identidad, de los hechos, es importante para mantenernos en lo que somos. Sin una memoria de la identidad, se cae en el olvido y quién no sabe lo que es, no sabe de dónde viene, ni a dónde va. No en vano, Jesucristo formuló su deseo vehemente de conservar su memoria en la Eucaristía, una memoria que no sólo recuerda un hecho, sino que, por la virtud sacramental, lo hace presente: “Haced esto en memoria mía.” (1 Cor. 11, 23 – 25).
A la vida consagrada le ha sucedido algo semejante en estos cuarenta años. Ha perdido su identidad y a puesto su esperanza fuera de Cristo. Podemos hablar por tanto del fenómeno de una identidad desfigurada y una esperanza falsa, como la de Adán, la del pueblo de Israel, la de el rey David, o la de la mujer adúltera. Si bien la identidad de la vida consagrada en el Magisterio de la Iglesia se ha mantenido a lo largo del periodo de renovación fiel a como Cristo, su fundador, la ha querido, se han dado interpretaciones que han desfigurado su identidad.
Nos preocupa el hecho, no tanto que se hayan dado esas voces en la disidencia, sino el hecho que muchas mujeres consagradas (superioras generales con sus consejos) hayan dado oídos a esas voces y se hayan planteado y replanteado, sin necesidad alguna, la identidad de su vida consagrada, llegando en algunos casos, a vivirse la consagración en una forma del todo desfigurada.
Esta no es una apreciación personal, sino algo que trasluce en las palabras del Santo Padre cuando se dirige a las religiosas en el documento Ecclesia in Europa. “El testimonio de las personas consagradas es particularmente elocuente. A este propósito, se ha de reconocer, ante todo, el papel fundamental que ha tenido el monacato y la vida consagrada en la evangelización de Europa y en la construcción de su identidad cristiana.) Este papel no puede faltar hoy, en un momento en el que urge una «nueva evangelización» del Continente, y en el que la creación de estructuras y vínculos más complejos lo sitúan ante un cambio delicado. Europa necesita siempre la santidad, la profecía, la actividad evangelizadora y de servicio de las personas consagradas. También se ha de resaltar la contribución específica que los Institutos seculares y las Sociedades de vida apostólica pueden ofrecer a través de su aspiración a transformar el mundo desde dentro con la fuerza de las bienaventuranzas.”5
Si las religiosas hubieran sido lo que tendrían que haber sido durante el período que siguió al Concilio, esta invitación de Juan Pablo II podría no haberse dado. En efecto. El Papa comienza reconociendo el papel que las religiosas han desempeñado a lo largo de casi dos milenios en la evangelización de Europa y a nuestra mente nos vienen la cantidad de instituciones fundadas por santas y admirables congregaciones religiosas que a través de la educación, el arte, las obras de caridad cristianas y muchas otras, supieron injertar en la cultura los valores del evangelio. Y por contraste nos preguntamos también sobre las obras que no han puesto en pie las mujeres consagradas en estos últimos 40 años, para hacer frente a los retos del mundo moderno, respondiendo así a la invitación del Concilio para renovarse y renovar el mundo. Y esto es así, puesto que el Papa vuelve a urgir a las consagradas lo que desde hace 40 años deberían haber hecho y el Concilio, en boca de Pablo VI, había sugerido: “Promuevan los Institutos entre sus miembros un conocimiento adecuado de las condiciones de los hombres y de los tiempos y de las necesidades de la Iglesia, de suerte que, juzgando prudentemente a la luz de la fe las circunstancias del mundo de hoy y abrasados de celo apostólico, puedan prestar a los hombres una ayuda más eficaz.”6
Pero si quien podría haber ayudado al hombre de finales del siglo XX e inicios del XXI a encontrar el sentido de su vida en el evangelio, comenzaba ella misma a preguntarse –y a veces a perder- el sentido de su propia identidad, resulta muy difícil que ella ayudara a construir en otros lo que no tenía, lo que creía no tener, o lo que estaba perdiendo o aparentemente estaba perdiendo: su identidad como persona consagrada. En cuarenta años podría haberse hecho tanto. No son ya tiempos antiguos en los que para poner en pie una obra se necesitaban años y a veces quizás hasta siglos. Hoy hubieran bastado mujeres que teniendo una visión profética, como la que Juan Pablo II ha venido señalando desde el inicio de su Pontificado hasta estos últimos años7 , se hubieran lanzado a poner en práctica lo dicho por el Concilio y así llevar el mensaje salvador de Cristo a Europa, que desde mediados de los años sesentas, era urgente re-evangelizar. Tan sólo hubiera sido necesario, a partir de los Capítulos Generales Extraordinarios8 sugeridos por la Santa Sede, el proponer al mundo el carisma originario del fundador y continuar la labor que aquellos hombres habían hecho en su tiempo9 .
Sin embargo, para ello, para seguir construyendo en esta tierra el Reino de los Cielos se necesita tener una identidad clara, apoyada en una gran esperanza10 . No es fácil tener encendida la luz del corazón y saber que todo lo que se es y se hace es para que venga el Reino de los cielos. Sin esperanza no pueden leerse los signos de los tiempos para entender que todo tiempo es favorable para el advenimiento del reinado de Cristo y continuar, hasta la eternidad, la labor iniciada por el Fundador. Sin esperanza decae el ánimo y la lucha por la santidad se hace siempre como cuesta más arriba. Sin esperanza no puede entenderse la identidad de la vida consagrada y su quehacer en el mundo convulso en el que vive Europa11 . Y este tiempo especialmente difícil requiere de una gran esperanza para vivirlo, tal y como previene el Papa en el icono-guía de la Exhortación apostólica post-sinodal Ecclesia in Europa12 . Es la esperanza la que mantiene viva la fe y la que permite considerar todo desde la prospectiva de la historia de la salvación, de forma que sobre la mentalidad de la fe nace la nueva esperanza13 .
Y muchas veces la esperanza es lo que más hace falta a las mujeres consagradas en Europa. ¿Quién les robó la esperanza?
El robo de la esperanza y la identidad desfigurada.
El Concilio Vaticano II hizo un llamado al seguimiento de Cristo, como ideal que debía conseguir todo fiel cristiano y específicamente la persona consagrada14 . Ideal que de alguna manera ha sido corroborado por Juan Pablo II . Para seguir a Cristo, se necesita tener un gran amor a Él. Pero cuándo se pone en duda la identidad de la propia vida, cuándo no se sabe quién se es en la vida, para qué sirve su existencia en este mundo, el amor, que es una potencia del alma, no puede expresarse. La voluntad busca un objeto que amar, pero es la inteligencia quien le debe proponer dicho objeto. Si la mujer consagrada no sabe presentar a su voluntad es decir, a su corazón el objeto de Cristo como la persona amable, la persona a quien amar, estamos hablando entonces de una crisis del corazón originada por una supuesta crisis de identidad. Si yo no sé quién soy, mucho menos sabré a quién y cómo debo amar. Asistimos por tanto a una crisis no tanto de identidad –la identidad siempre ha existido-, sino a una crisis en el seguimiento de Cristo: “Puesto que todo cristiano recibe un bautismo en Cristo, todo cristiano tiene la responsabilidad vocacional de hacer a Cristo presente en el mundo. Aunque esa responsabilidad se vive de muchas maneras distintas, toda vocación cristiana comienza con el bautismo y con el compromiso bautismal de que la vida de cada uno sea conforme a Cristo…Todo cristiano está llamado a ser santo. Más aún, todo cristiano debe convertirse en un santo si es que quiere disfrutar de la vida eterna junto a Dios. Se necesita ser una clase muy especial de persona para vivir con Dios para siempre, hay que ser un santo… Todo cristiano yerra en el camino a la santidad. Algunos de nosotros fallamos a menudo, y muchos de nosotros fallamos estrepitosamente. Los hombres y las mujeres que han encontrado de verdad al Cristo Resucitado en la transfiguradota experiencia de la conversión (una experiencia que puede llevar toda una vida) viven un tipo de vida diferente: llevan la vida de un discípulo. Todos podemos y debemos esperar que nadie será llamado a la vida consagrada si no está dispuesto a dar fe pública de ese compromiso con Cristo, en todo momento, sin importar cuáles sean las dificultades… (Lo contrario) es una crisis de seguimiento de Cristo.”16
La mujer consagrada en Europa, debería haber seguido a Cristo, teniendo siempre su corazón volcado en Él. Y de ahí hubiera nacido una gran esperanza, en Cristo, en ella misma y en los resultados de su apostolado. Pero algo ha fallado en estos cuarenta años, algo no ha andado bien. Algo que no debió haber sido, y sin embargo sucedió. Alguien que robó su esperanza. Analizaremos este robo de la esperanza siguiendo la línea magistral de Juan Pablo II que relata lo sucedido… de una forma indirecta.
En la primera parte de Ecclesia in Europa el Papa describe la situación de Europa. A primera vista podría parecer la descripción del mundo laico y materializado de este Continente y pudiéramos muy bien correr el riesgo de no aplicarlo al caso de la vida religiosa. Sin embargo, por la fragilidad del hombre, y por las heridas que ha recibido la vida consagrada en este período del post-concilio, es sumamente válido la aplicación de la situación Europea a la vida consagrada femenina.
Podemos resumir la situación de la vida consagrada femenina, de la misma forma que el Papa Juan Pablo II describe la situación en Europa: “pérdida de la memoria y de la herencia cristiana, agnosticismo práctico, indiferentismo religioso, la dificultad de vivir la fe en un contexto social y cultural actual, miedo para afrontar el futuro, fragmentación de la existencia, prevalece un gran sensación de soledad, se multiplican las divisiones y las contraposiciones, crisis familiares, conflictos étnicos y raciales, egocentrismo, cuidado exagerado de los propios intereses y privilegios, se da una disminución de la solidaridad interpersonal, se busca fundar una antropología sin Dios y sin Cristo, una cultura de los medios de comunicación contraria al Evangelio, un relativismo moral y jurídico, se dejan a un lado los valores del evangelio en la formación de la Europa.”17
Explicaremos la forma en que algunas de estas circunstancias –las más significativas- han venido erosionado el corazón de la mujer consagrada en Europa, después de haber quedado vulnerado por una falta de vivencia en la identidad misma de la consagración.
Pérdida de la memoria y de la herencia cristiana.
Los años que siguieron al Concilio fueron años en que por un mal entendido concepto de renovación se quería buscar afanosamente lo más nuevo. Había que renovarse, pero renovarse era, antes que nada ir al evangelio y a las fuentes, al origen de la Congregación, es decir, al carisma del Fundador18 . Algunas congregaciones no lo entendieron de esa forma y pensaron que renovarse era despojarse de conceptos atávicos de la vida consagrada. Es cierto, con el paso de los años se habían mezclado muchos rasgos que no eran netamente pertenecientes a la idea originaria de la consagración, según el evangelio y según la mente del Fundador. Pero, en lugar de hacer una criba entre lo que era esencial y lo que era secundario, se optó por hacer tabula rasa de todo y, supuestamente, comenzar desde el principio, para inventar, de esta forma, un nuevo concepto de vida consagrada.
De esta forma se fueron introduciendo en no pocos institutos elementos ajenos a la gran herencia cristiana que el monaquismo había dado a Europa durante la formación de su identidad cultural y más recientemente, la aportación que en siglo XIX e inicios del XX, muchas órdenes dieron al saber combinar magistralmente la vida contemplativa con la vida activa en innumerables obras de ayuda a la sociedad.
Todo desapareció en pocos años. Y de esa manera se fueron introduciendo en la liturgia, en la vida ordinaria, en la disciplina, en los horarios, en los votos algunos elementos de otras religiones, usos y costumbres que con un afán de inculturación, iban dejando a un lado lo esencial de la vida consagrada, al grado que hoy muchas mujeres consagradas no saben lo que son ni lo que buscan, por haber perdido la memoria, precisamente de lo que son y de lo que deben buscar19 .
Agnosticismo práctico
Si por agnosticismo entendemos toda actitud que declara inaccesible al entendimiento humano todo conocimiento de lo divino y de lo que trasciende a la experiencia, podríamos considerar que esta actitud estaría completamente descartada de una persona que se ha donado totalmente a Dios. Sin embargo, nuevamente las interpretaciones desviadas del Concilio han hecho lo suyo en este campo, especialmente cuando hablamos del campo de la psicología.
El Concilio hizo una invitación para dialogar con el hombre, para poder conocerlo mejor y así ayudarlo a alcanzar a Dios20 . Muchos creyeron erróneamente que este conocimiento debía basarse sobretodo en la Psicología. No cabe duda que la Psicología bien aplicada al conocimiento del hombre, nos da las bases para un mejor entendimiento de lo que es él y así ayudarlo mejor a alcanzar la salvación. Desafortundamente algunas personas no tomaron en cuenta que varias escuelas de pensamiento psicológico estaban fundadas en una antropología contraria a la visión cristiana del hombre, negando sobretodo la apertura al trascendente y el libre albedrío. De esta forma, con el pretexto de aplicar únicamente los medios e instrumentos psicológicos, se fueron introduciendo teorías, métodos, estudios que han ido llevando a crear en ciertas consagradas la idea de que todo puede resolverse en forma exclusiva por la Psicología y, en algunos casos, incluso se ha dado una falsa contradicción entre espiritualidad y psicología.
Por eso hablamos de que un cierto agnosticismo práctico se ha introducido en las mujeres consagradas de Europa, al pensar que todo puede hacerse por medios humanos y se abandona, se duda o se niega el valor fundamental de la espiritualidad. De ahí que no resulte extraño el que el Magisterio remarque la necesidad de volver a Cristo como centro de toda la vida consagrada21 .
Dificultad de vivir la fe en un contexto social y cultural actual.
El Concilio había pedido la renovación a las Congregaciones religiosas para que pudieran adecuarse a los constantes cambios del mundo y del hombre, con el fin de adaptar precisamente a esas circunstancias el evangelio y así ayudar mejor a la salvación de los hombres. Las actividades apostólicas, después de cuidadosos estudios del mundo actual y a la apropiada adaptación del carisma tendrían que haber servido de trampolín de lanzamiento de una serie de actividades tendientes a conseguir el objetivo propuesto por el Vaticano II. Sin embargo en muchas congregaciones no sucedió de esta manera, dándose desviaciones en dos vertientes.
Hubo quienes interpretaron el Concilio y su invitación a buscar nuevos apostolados, como un olvidarse del pasado o considerarlo como ya superado, y sin necesidad alguna de recurrir de él. En lugar de estudiar el carisma del Fundador, cómo se había desarrollado a lo largo del tiempo y desempolvar lo que había que desempolvar para mantener lo esencial y ver el derrotero que había seguido a lo largo del tiempo, aprendiendo incluso de la labor realizada por las hermanas de la Congregación en tiempos pasados, se sucedieron actividades que buscaban tan sólo la promoción del hombre. Se descuidó el carácter espiritual de los apostolados y la misma formación espiritual de los hombres. Se habló de opción fundamental por los pobres, promoción de la justicia y la paz como sinónimos de estar a la vanguardia en los apostolados de la Iglesia. De esta manera, la vivencia de la fe en el contexto social y cultural se fue abandonando o diluyendo en un cierto tipo de lucha social o e reivindicación de las masas. Como consecuencia, la vivencia de la fe en el contexto social y cultural actual se fue abandonando por considerarla ya superada o innecesaria para la labor que se quería hacer de adaptación del carisma.
Por otro lado se dieron casos en que la mujer consagrada no se abrió a este diálogo con el mundo, quizás, por un temor al ver lo que sucedía en otras Congregaciones e Institutos religiosos, o por la falta de visión profética al no considerar necesaria la adecuada renovación que pedía el Concilio. Como resultado de estas dos vertientes nos encontramos con una Europa que en casi 40 años ha dejado de ser evangelizada, bien sea porque quienes debieron evangelizarla –las mujeres consagradas, entre otras- estuvieron y están haciendo promoción de la justicia social, bien sea porque se replegaron en actividades apostólicas que no eran ya del todo necesarias para el momento histórico por el que pasaba Europa. Es por ello que el Papa, reconociendo lo que hicieron las mujeres consagradas por Europa, constata que aún no se ha hecho lo que debía hacerse e invita por tanto a una acción verdaderamente evangelizadora de la Europa23 superando así la tentación de creer que la fe no tiene ya nada que hacer en el contexto socio cultural de la actual Europa24 .
Miedo por afrontar el futuro
En este campo se dieron varios fenómenos que pueden haber influenciado muchísimo a la mujer consagrada de Europa, de tal forma que comparte con sus congéneres del continente el miedo por afrontar el futuro.
De un lado muchas mujeres consagradas se preguntaron por el sentido de una vida totalmente consagrada a Dios en una sociedad materializada y secularizada como Europa. No fueron pocos los que pensaron que las transformaciones pedidas por el Concilio harían surgir un nuevo tipo de consagración diverso a como hasta entonces había existido. Hay algunos que siguen creyendo en que aún está por nacer un nuevo tipo de vida consagrada a través del concepto de la refundación25 .
Hay quienes también se han dejado llevar por la desesperanza al ver la gran baja de vocaciones sufrida en su consagración, de forma que el futuro de la misma se presenta realmente sombrío, haciéndose un sinfín de cuestionamientos, llegando siempre a la conclusión de una incertidumbre cada vez más creciente sobre el futuro.
Queda también el análisis que muchas hacen de la efectividad de sus apostolados en una sociedad posmoderna como la europea, en donde ya nadie parece necesitar la ayuda y el testimonio de la vida consagrada.
Todos estos fenómenos se reflejan en algunas mujeres consagradas que viven más en la incertidumbre, con la nostalgia del pasado y con el miedo a saber lo que el futuro les depara cayendo en un inmovilismo exasperante que las lleva sólo a esperar la extinción de la propia congregación. La pastoral vocacional en muchas congregaciones es un vocablo del todo desaparecido no sólo en los capítulos generales sino en la mentalidad de las religiosas. La eutanasia en la vida consagrada se cubre de eufemismos como fusión y unión, que en algunos casos no es más que resignación26 .
Se busca fundar una antropología sin Dios y sin Cristo.
El Concilio pidió las religiosas que tuvieran un conocimiento profundo del hombre con el fin de comprenderlo y así llevarle el mensaje de la salvación27 . Este conocimiento del hombre también se aplicaba por extensión, a las candidatas a la vida consagrada. Comenzó a utilizarse la psicología, junto con otras ciencias humanas y sociales, para conocer y acercarse más al hombre. Sin embargo, algunos extrapolaron este conocimiento y, en lugar de integrarlo, jerarquizarlo y armonizarlo, lo absolutizaron. Las desviaciones fueron dándose no por culpa de las ciencias sociales, sino de aquellos que sin un discernimiento adecuado, las trataron de aplicar indiscriminadamente a cuanta realidad se les presentaba28 . Sin duda alguna la Psicología es de gran ayuda para entender los problemas de la personalidad, especialmente cuando la formadora debe acompañar en el camino de la santidad a las candidatas para la vida consagrada. Un conocimiento equilibrado de caracterología, de la psicología del desarrollo, de las principales enfermedades mentales que pueden aquejar a la vida consagrada, le ayudará enormemente en su trabajo como pedagoga y guía espiritual. Los problemas se dan cuando se quiere reducir todo a un psicologismo exacerbado en donde Dios, la gracia y la libertad humana no cuentan para nada, fruto de una antropología quiere fundarse sin Dios y sin Cristo.
Relativismo moral
El relativismo moral anunciado por Paulo VI29 , se presenta hoy con mayor fuerza y así lo denuncia Juan Pablo II30 . Si bien queda claro que frente a los ojos de las religiosas no hablamos de un relativismo moral absoluto, bien se han podido introducir formas de pensamiento que dejan a un lado la fuerza de la verdad para relativizarla conforme a la ley máxima de la libertad. Se cae por tanto en un individualismo y personalismo tal que reduce la actividad apostólica a la mera presentación de actividades humanas. Se duda sobre la verdad absoluta de la religión católica, equiparándola con otras pseudos-religiones o movimientos sectarios. Se titubea de la fuerza del Espíritu y se dan pensamiento paralelos, y hasta contrarios, al Magisterio de la Iglesia31 .
Recuperar la identidad perdida.
El panorama al que se enfrenta la vida consagrad no es fácil ni halagüeño. La pérdida de la identidad supone en una persona no saber quién es, su proveniencia y su destino. No se vive, sino que se sobrevive. Se tiene la impresión de haber caído en una trampa sin salida en dónde la única solución es pasar los años que quedan con un cierto decoro.
La vida consagrada ha perdido la ilusión de vivir. Se vive como si no se viviera, como si las circunstancia actuales fueran apocalípticas, precursoras del fin. Muchas congregaciones se preguntan por su futuro, y encuentran sólo como respuesta la incertidumbre y el temor. Otras, al enfrentar los retos modernos y no encontrar en sí mismas los recursos necesarios para afrontarlos, se dejan morir, esperando que la última en irse lo haga al menos con dignidad. Hay quien piensa que Dios se ha olvidado de la vida consagrada porque ha llegado el tiempo de los laicos o porque Él hará surgir nuevas formas de vida consagrada, tal y como lo ha sugerido la exhortación apostólica post-soinodal Vita consecrata: “La perenne juventud de la Iglesia continúa manifestándose también hoy: en los últimos decenios, después del Concilio Ecuménico Vaticano II, han surgidonuevas o renovadas formas de vida consagrada”, y “El Espíritu, que en diversos momentos de la historia ha suscitado numerosas formas de vida consagrada, no cesa de asistir a la Iglesia, bien alentando en los Institutos ya existentes el compromiso de la renovación en fidelidad al carisma original, bien distribuyendo nuevos carismas a hombres y mujeres de nuestro tiempo, para que den vida a instituciones que respondan a los retos del presente. Un signo de esta intervención divina son las llamadas nuevas Fundaciones, con características en cierto modo originales respecto a las tradicionales.” Sin embargo olvidan lo que más adelante dice la misma Vita consecrata: “Estas nuevas asociaciones de vida evangélica no son alternativas a las precedentes instituciones, las cuales continúan ocupando el lugar insigne que la tradición les ha reservado.”32 El celo y ardor apostólico por transmitir el amor de Dios a los hombres ha caído en el olvido y hasta se ve con recelo a las congregaciones que aún mantienen viva la consigna de los fundadores por transmitir el evangelio a los hombres. Incluso los hay que los tachan de fundamentalistas, de querer imponer su verdad, coartando la libertad de las personas. Sabemos sin embargo, que el agua del evangelio cuando no corre, se encharca y el agua encharcada se pudre y huele mal, porque quien ha sido llamada para ser luz del mundo ha preferido esconderse detrás de las paredes del convento, de sus propias preocupaciones y miserias. Por último, y como muestra preclara de la situación, quien no sabe quién es ni a dónde va, no puede guiar a otros. La escasez de las vocaciones, entre otros muchos factores se debe a la falta de identidad. La pastoral vocacional, más que fruto de estrategias y de medios, es fruto de una gozosa y clara conciencia de saber quién se es y lo que se busca en esta tierra: “Y es indispensable que los sacerdotes mismos vivan y actúen en coherencia con su verdadera identidad sacramental. En efecto, si la imagen que dan de sí mismos fuera opaca o lánguida, ¿cómo podrían inducir a los jóvenes a imitarlos?”33
Y surge la voz de Dios, como eco de aquella que dirigió a Adán en el Paraíso: “Vida consagrada, ¿en dónde estás?” La vida consagrada, es triste, pero debemos admitirlo, ha faltado a la cita con el Señor de la historia. “La vida consagrada por la profesión de los consejos evangélicos es una forma estable de vivir en la cual los fieles, siguiendo más de cerca a Cristo bajo la acción del Espíritu Santo, se dedican totalmente a Dios como a su amor supremo, para que entregados por un nuevo y peculiar título a su gloria, a la edificación de la Iglesia y a la salvación del mundo, consigan la perfección de la caridad en el servicio del Reino de Dios y, convertidos en signo preclaro en la Iglesia, preanuncien la gloria celestial.”34 Dios no ha encontrado a la vida consagrada en el lugar en que la había dejado, cumpliendo con aquello que debía cumplir. La vida consagrada, como la mujer adúltera, se ha entregado a otros amores que no son el Amor de Dios y por ello ahora viene juzgada. La vida consagrada, en esta última etapa de cuaresma, se reconoce pecadora y el Señor Jesús le lanza una mirada de misericordia para que se recupere, se restablezca y sea lo que tiene que ser. La vida consagrada puede aún recuperar su identidad para no traicionar al Señor, que la ha creado.
Cuando una persona se encuentra perdida en una ciudad, en un pueblo, en una casa, lo primero que hace es buscar puntos de referencia de forma que la puedan orientar. Si la vida consagrada ha perdido el rumbo, porque ha olvidado su identidad, tiene de nuevo que volver a encontrar esos puntos firmes, esos puntos seguros. Tiene que recuperar la memoria de lo que es y no dejarse envolver por lo que hace o por sus sentimientos y angustias: “Los consagrados y las consagradas, incluso desempeñando muchos servicios en el campo de la formación humana y en la atención a los pobres, en la enseñanza o en la asistencia a los enfermos, saben que el objetivo principal de su vida es « la contemplación de las cosas divinas y la unión asidua con Dios ». La contribución esencial que la Iglesia espera de la vida consagrada es más en el orden del ser que en el del hacer.”35 Y la memoria de lo que es le viene por el carisma.
La vida consagrada no se injerta en la Iglesia sólo a través de unos elementos esenciales como pueden ser la consagración por unos votos, la disciplina, una cierta ascesis, una forma de autoridad, una misión y una relación específica con la Iglesia36 . Su inserción pasa necesariamente a través de una forma muy específica de vivir dichos elementos. Se es consagrado porque se vive un carisma. El carisma es la memoria de lo que se es, de acuerdo a lo que ha vivido y querido el fundador o la fundadora para sus discípulos. En el carisma se encuentra el pasado y el futuro de cada Instituto religioso y es prenda de vigor y entusiasmo en la vida ya que los institutos religiosos florecerán y tendrán vigor mientras permanezca y aliente en ellos el Espíritu del fundador: “Todos han de observar con fidelidad la mente y propósitos de los fundadores, corroborados por la autoridad eclesiástica competente, acerca de la naturaleza, fin, espíritu y carácter de cada instituto, así como también sus sanas tradiciones, todo lo cual constituye el patrimonio del instituto.”37
El carisma se revela por tanto como memoria de lo que se es: “El carisma no es sólo un modo de entender y de interpretar el Evangelio para dejarse plasmar, sostener y guiar en la respuesta a las necesidades del mundo actual; el carisma es sobretodo un modo de entrar personalmente en el misterio de Cristo, de volverlo a vivir y de prolongarlo en sí mismo y, por tanto, algo que especifica y define nuestro yo profundo y ayuda a descubrirlo. El carisma, por tanto, orienta y define la misión, pero al mismo tiempo plasma y forma la persona en su identidad más profunda. De aquí el deber de serle fiel.”38
El carisma, de acuerdo al Magisterio de la Iglesia: “se revela como una experiencia del Espíritu (Evang. test. 11), transmitida a los propios discípulos para ser por ellos vivida, custodiada, profundizada y desarrollada constantemente en sintonía con el Cuerpo de Cristo en crecimiento perenne.”39 Es la memoria de lo que se es, que hunde sus raíces en la historia de la congregación, pero que se lanza hacia el futuro a través de la vida de los discípulos del fundador. Si se quiere recuperar la propia identidad, conviene conocer el carisma, pues de ese conocimiento se podrá ser lo que se debe de ser.
Conocer lo que debemos ser: la memoria del pasado.
El conocimiento del carisma no se reduce a la memoria anecdótica de la biografía del Fundador. Hay que hacer un estudio histórico, científico para llegar a encontrar las intenciones del Fundador. Éstas serán las que hagan de hilo conductor a lo largo de la historia pasada y futura de la Congregación. No son las obras de la Congregación las que dan la respuesta al origen, ya que éstas tan sólo reflejan lo que es el carisma. Es necesario adentrarse en las obras y descubrir en ellas las motivaciones profundas, las intenciones y la espiritualidad que dieron origen a dichas obras, ya que estos elementos deberán permanecer como puntos clave y de sostén para el futuro de la congregación. El carisma no es la obra, pero lo comprende. Intentemos dar un esbozo de lo que es el carisma, cuáles son sus elementos constitutivos, de manera que podamos extraer de ellos la linfa que permita vivir la propia identidad en los tiempos actuales40 .
Partiremos de una definición del Magisterio ya mencionada anteriormente, que ha servido como base para todos los documentos posteriores que manejan el término carisma: “Los Institutos religiosos en la Iglesia son muchos y diversos, cada uno con su propia índole (cfr. PC 7, 8, 9, 10); pero todos aportan su propia vocación, cual don hecho por el Espíritu, por medio de hombres y mujeres insignes (cfr. LG 45; PC 1, 2) y aprobado auténticamente por la sagrada Jerarquía. El carisma mismo de los Fundadores se revela como una experiencia del Espíritu (Evang. test. 11), transmitida a los propios discípulos para ser por ellos vivida, custodiada, profundizada y desarrollada constantemente en sintonía con el Cuerpo de Cristo en crecimiento perenne. Por eso la Iglesia defiende y sostiene la índole propia de los diversos Institutos religiosos (LG 44; cfr. CD 33; 35, 1, 2, etc.). La índole propia lleva además consigo, un estilo particular de santificación y apostolado que va creando una tradición típica cuyos elementos objetivos pueden ser fácilmente individuados.”41
El Magisterio identifica en este texto el carisma con la índole propia de cada instituto o congregación religiosa. Hablar de carisma es hablar por tanto de las notas características y específicas que tiene cada congregación o instituto religioso para seguir más de cerca a Jesucristo. Usando un término de la genética moderna, podemos comparar nosotros al carisma con el código genético de la congregación. Ahí está inscrito la identidad de la congregación, conteniéndose en dicha identidad, aunque con la necesidad de un posterior desarrollo, su patrimonio espiritual, su pasado y su futuro, ya que el carisma no es algo estático, sino en continuo desarrollo.
Definir la índole propia puede ser un trabajo arduo para cada congregación o instituto religioso. Cuando el Concilio Vaticano II pedía el retorno a los orígenes de la vida consagrada y a las fuentes originarias de cada congregación o instituto religioso, invitaba precisamente a la identificación de los elementos más propios que configuraban a la congregación. Esta índole propia no proviene necesariamente de las obras de apostolado específicas de la congregación, ni del modo de ser o de actuar de sus miembros, sino de una experiencia del Espíritu que vivió el fundador o la fundadora y que fue capaz de transmitir, en primer lugar a los primeros discípulos de la congregación o instituto religioso42 , y después a todos los discípulos que habrán de venir a lo largo del tiempo.
Las obras de apostolado, el estilo de vida, la forma de vivir los consejos evangélicos son expresiones concretas de la experiencia del Espíritu. “Las diversas formas de vivir los consejos evangélicos son, en efecto, expresión y fruto de los dones espirituales recibidos por fundadores y fundadoras y, en cuanto tales, constituyen una experiencia del Espíritu, transmitida a los propios discípulos para ser por ellos vivida, custodiada, profundizada y desarrollada constantemente en sintonía con el Cuerpo de Cristo en crecimiento perenne.”43 Podemos decir por tanto que “en el carisma está constituido no sólo la finalidad específica del Instituto sino la conformación espiritual, humana y social de la persona consagrada.”44
Para explicar con más detalle en qué consiste esta experiencia del Espíritu, intentaremos una descripción del proceso histórico de ella. Dios permite al fundador o a la fundadora experimentar fuertemente una necesidad en su mundo, un contraste entre los planes de Dios y la realidad concreta. Para hacer frente a esa realidad Dios otorga la gracia al fundador o a la fundadora de hacer una lectura del evangelio en forma novedosa, de tal manera que la realidad viene iluminada con una nueva luz, una nueva interpretación que ya no queda circunscrita a las condiciones de espacio tiempo que la vieron nacer, sino que, como criatura del Espíritu se expande a todos los tiempos y lugares. Nace así la experiencia del Espíritu del fundador, como un don de Dios para la Iglesia, don que puede compartirse y desarrollarse por otras muchas personas, a lo largo del espacio y del tiempo.
Para hacer frente a la necesidad que Dios le ha permitido experimentar, el fundador o la fundadora, bajo la experiencia del Espíritu, fija su atención en algún aspecto específico de la figura de Cristo, del evangelio o de los misterios de Dios como el medio más idóneo, sugerido por el Espíritu para paliar dicha necesidad. No se excluyen otros medios, o, expresado en forma más clara, todos los demás medios de los que pueda echar mano el fundador o la fundadora surgen de su anhelo por solucionar la necesidad apremiante de la Iglesia mediante el aspecto específico de la persona de Cristo, que el Espíritu le ha sugerido. Para el fundador o la fundadora, solamente Cristo puede aliviar la necesidad apremiante que él ha visto y experimentado. Su vida estará dedicada a configurarse lo más posible con el aspecto específico del Cristo que ha experimentado45 . Nace por tanto una forma original y novedosa de seguir a Cristo en la Iglesia.
Un último aspecto del carisma es el de saberse insertado dentro de la Iglesia. El fundador o la fundadora han aceptado seguir el camino que el Espíritu les ha marcado en su experiencia inicial no para hacer un camino separado de la Iglesia, sino para ayudar a la Iglesia a cumplir con su misión. Los carismas sólo pueden ser entendidos y justificados en la Iglesia, para la Iglesia y desde la Iglesia. De esta forma podemos entender también el carisma como “el don particular de la gracia divina operado en el creyente por parte del espíritu Santo para la común utilidad de la Iglesia.”46
Nos centraremos en el carisma como la experiencia del Espíritu que Dios da al Fundador para el bien de la Iglesia, englobando en esta definición todos los pasos que se han dado para dar a luz este don, pasos que bien pueden incluirse en lo que se conoce como carisma del fundador, carisma de fundar, carisma de fundación, carisma del Instituto47 . Hemos dicho, junto con Antonio Romano, que son pasos connaturales para que se diera el carisma. “Las notas características de un carisma auténtico son las siguientes: a) proveniencia singular del Espíritu, distinta ciertamente aunque no separada de las dotes personales de quien guía y modera; b) una profunda preocupación por configurarse con Cristo testimoniando alguno de los aspectos de su misterio; c) un amor fructífero a la Iglesia, que rehuya todo lo que en ella pueda ser causa de discordia.”48
Fidelidad al carisma, entre tradición y renovación.
Quien quiera recuperar la propia identidad está llamada necesariamente a recuperar la memoria del pasado, analizar el presente y proyectar el futuro. “¡Vosotros no solamente tenéis una historia gloriosa para recordar y contar, sino una gran historia que construir! Poned los ojos en el futuro, hacia el que el Espíritu os impulsa para seguir haciendo con vosotros grandes cosas.”49 Recuperar la propia identidad no consiste en añorar las glorias del pasado o recordar un tipo de vida que ya ha sido superado por la cultura. Recuperar la identidad es actualizar el don que ha sido donado por Dios para el bien de la Iglesia. Y este don se actualiza en la medida en que se tiene una memoria activa de él, una memoria que no sólo es recordar, sino profundizar y vivir, tal como viene sugerido por el documento Mutuae relaciones: “…para ser por ellos vivida, custodiada, profundizada y desarrollada constantemente en sintonía con el Cuerpo de Cristo en crecimiento perenne.”50 Vivir, custodiar, profundizar y desarrollar son verbos que se refieren a una actividad de constante escucha al carisma, de un dejarse interpelar constantemente por el carisma para llevarlo a la vida. Son verbo que hace de unión entre un pasado histórico, un presente actual y un futuro real. Verbos que reclaman a su vez una actitud esencial frente al carisma: fidelidad.
Fidelidad, etimológicamente quiere decir observancia de la fe que alguien debe a otra persona. Es por tanto una actitud que va del pasado, de la tradición y se proyecta hacia el futuro, en una constante renovación. Tradición y renovación no se excluyen, son términos que se llaman y se necesitan mutuamente. No se es fiel a un pasado obsoleto y no se puede ser fiel sino se proyecta al futuro. La fidelidad reclama la tradición, porque en ella se encuentra la esencia del carisma, pero a su vez la fidelidad lanza a la persona a vivir el presente para proyectar el futuro, enfrentando los nuevos retos que se presentan en la vida, puesto que no se es fiel para salvaguardar celosamente un patrimonio, sino para hacerlo fructificar. Se establecen por tanto diversas modalidades de fidelidad que comprenden el amplio arco entre tradición y renovación.
Está por tanto la fidelidad carcelaria. Es aquella que cuida celosamente el patrimonio espiritual del fundador, pero no lo deja salir, no lo deja ser él mismo. Es la fidelidad del carcelero que frente al prisionero no lo deja moverse, casi no lo deja respirar. El carcelero conoce perfectamente a la persona que debe cuidar. Ha estudiado su historial y lo conoce de memoria. El carcelero se convierte en el dueño del prisionero y no lo deja moverse. Le tiene contado sus pasos, controla incluso su alimentación. El prisionero llega el momento en que o muere por inanición o se convierte en un ser de vida latente. Tal es el espectáculo que ofrecen muchas personas consagradas de frente al carisma. Lo han convertido en su prisionero. Son fieles, sí, pero con una fidelidad que ahoga y asfixia al propio carisma y que también ahoga y asfixia a las misma personas. Lo conocen perfectamente, pero no lo han dejado desarrollarse. Lo han ahogado y con la excusa de serle fiel, lo han matado. Para ellos el mundo moderno con sus retos, no tienen nada que ver con su vida. Han ahogado la fuente de quien podría haberles guiado en la interpretación adecuada de los signos de los tiempos y ahora permanecen al margen del mundo. Ha sido una fidelidad inquebrantable al pasado, pero que las ha fijado para siempre en el pasado.
La fidelidad del lazarillo. Es la de aquel amigo o animal que guía a un ciego en su camino. Lo mantiene alerta de los acontecimientos, estableciendo un diálogo entre ellos, pero al fin y al cabo, el lazarillo termina haciendo lo que quiere el ciego. La capacidad de movimiento y de libertad se reduce al corto radio de acción de la cadena. Se es fiel, se es autónomo, se interpretan los signos de los tiempos, pero sólo dentro de un preciso radio de acción. La inflexibilidad para ser la norma de acción de estas personas. Son aquellas que han hecho la renovación del carisma, pero sólo de una forma externa, pensando que la renovación era cambiar sólo los detalles, pero permaneciendo inmóvil dentro. No es la fidelidad del carcelario que no deja moverse al carisma. Esta fidelidad del lazarillo permite moverse al carisma, pero dentro de un radio de acción prefijado de acuerdo con los criterios de las personas consagradas, criterios que muchas veces van en contra de la misma dinámica del carisma. Es una fidelidad infantil en dónde aparentemente el niño goza de cierta libertad, pero al final sabe que su libertad queda reducida al radio de acción que le fija la madre. Son congregaciones que se mantienen fieles a la tradición y que se convencen a sí mismas que han enfrentado airosamente la renovación porque han sido ca
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