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Nuestro Carisma
En muchas partes del planeta la vida consagrada atraviesa por una crisis. Crisis de identidad, crisis por la falta de vocaciones, crisis por la falta de adaptación a un mundo que cambia constantemente y que no entiende el valor de la vida consagrada


Por: German Sanchez Griese | Fuente: Catholic.net



La vida consagrada está por desaparecer.
En muchas partes del planeta la vida consagrada atraviesa por una crisis. Crisis de identidad, crisis por la falta de vocaciones, crisis por la falta de adaptación a un mundo que cambia constantemente y que no entiende el valor y la funcionalidad de la vida consagrada. Trátese de la crisis que se trate no cabe duda que son momentos difíciles por los que se atraviesa y en muchos el futuro de la vida consagrada se hace incierto o dudoso.

Si bien es cierto que Dios no se guía por las estadísticas humanas, basta echar una mirada a los libros anuales de cada congregación religiosa, para darnos cuenta de la inexorable declinación en el número de miembros. Y parece ser que lo peor aún ha llegado. “En síntesis, desde el punto de vista sociológico, el futuro de la vida religiosa es preocupante. La mayor parte y la más representativa de los institutos religiosos masculinos está todavía decreciendo. Pero, en base a los parámetros de la sociología y a la garantía que éstos pueden ofrecer, el futuro de la vida religiosa debe darse por garantizado. Sin embargo la supervivencia de algunos institutos parece muy difícil.”1

Desde el punto de vista teológico, esto es, desde el punto de vista de Dios, el futuro de la vida consagrada está asegurado. Como don de Dios a la Iglesia, su futuro está asegurado. “La vida consagrada no sólo ha desempeñado en el pasado un papel de ayuda y apoyo a la Iglesia, sino que es un don precioso y necesario también para el presente y el futuro del Pueblo de Dios, porque pertenece íntimamente a su vida, a su santidad y a su misión. Las dificultades actuales, que no pocos Institutos encuentran en algunas regiones del mundo, no deben inducir a suscitar dudas sobre el hecho de que la profesión de los consejos evangélicos sea parte integrante de la vida de la Iglesia, a la que aporta un precioso impulso hacia una mayor coherencia evangélica.”2 Si bien la existencia de la vida consagrada está asegurada porque es una realidad que proviene de Dios, es necesario adaptarla a los tiempos actuales, especialmente en el periodo de la nueva evangelización que nos toca vivir.

Por ello, porque es necesaria una adaptación, la vida consagrada debe desaparecer. Sí, aunque esto nos duela y nos cauce un poco de resquemor. La vida consagrada, si quiere ser fiel al diseño de su fundador, a Cristo, debe desaparecer de las formas en las que ahora se ve sumergida. El conformismo, la superficialidad, el activismo están sofocando el verdadero espíritu de la vida consagrada. Las múltiples ocupaciones en las que se ven sumergidas las personas consagradas les roba el tiempo de lo que debería ser el elemento natural de si vida, esto es, el contacto asiduo con Dios a través de una vida intensa de contemplación basada en los sacramentos y la oración bien sea comunitaria o personal.

El peso de soportar estructuras ya obsoletas o decadentes en la vida consagrada quita el vigor y la lozanía de quien tendría que ser su amor a Cristo a través de las obras de caridad que durante años, quizás siglos, han llevado adelante con denodado esfuerzo. “Su existencia da testimonio de amor a Cristo cuando se encaminan al seguimiento como viene propuesto en el Evangelio y, con íntimo gozo, asumen el mismo estilo de vida que Él eligió para Sí.19 Esta loable fidelidad, aun no buscando otra aprobación que la del Señor, se convierte en «memoria viviente del modo de existir y de actuar de Jesús como Verbo encarnado ante el Padre y ante los hermanos».”3

El empeñarse por seguir a toda costa prácticas de piedad ancladas en el pasado y la aridez en las iniciativas por transmitir una verdadera vida del espíritu tiene que cambiar. No es posible concebir una vida consagrada apagada, marchita, seca en los momentos en que la Iglesia necesita de elementos y de fuerzas necesarias para llevar a cabo la tarea de la nueva evangelización.

La vida consagrada siempre ha sido primicia de aquellas iniciativas que más han favorecido a la humanidad. Instrucción, salud, espiritualidad son tan sólo algunos rubros en los que la vida consagrada ha iniciado un camino para beneficio de la humanidad. Y hoy se pide también a la vida consagrada que sea pionera en la nueva evangelización. Para recobrar su liderazgo característico debe dejar atrás estructuras que la atan al pasado y no la dejan estar al paso de los tiempos. Debe olvidar aquellas formas de vida que más recuerdan un atavismo cultural que la alegría de la donación total y fresca a Jesucristo. Si no queremos que la vida consagrada desaparezca verdaderamente de la faz de la tierra o que pierda su presencia verdadera, real y eficaz en el mundo, es necesario que recobre la capacidad de influir en el mundo. Y no a través de una influencia política o de poder, tal y como la entiende el mundo, sino una influencia que done al mundo la posibilidad de recobrar su espiritualidad, tal y como lo exige la nueva evangelización.

Y la vida consagrada, si no quiere desaparecer y quiere influir en esta labor de recuperación del espíritu, posee un medio por excelencia que es el carisma, el carisma de cada congregación que Dios suscitó en cada uno de los fundadores.


Errores en la consideración del carisma.
Hablar del carisma de cada congregación religiosa en nuestros días es relativamente fácil. Todos ahora dan por supuesto que cada congregación religiosa tiene un carisma, regalado por Dios a través del Fundador. Bien sabemos que antes del Concilio Vaticano II la acepción de carisma aplicada a la vida consagrada y a cada una de las congregaciones religiosas era un término peligroso o, para no exagerar, que no se aplicaba a la vida consagrada. En el siguiente subcapítulo hablaremos detenidamente del desarrollo semántico y conceptual de carisma aplicado a la vida consagrada. Ahora nos detendremos en dar a conocer cuáles son los errores en la concepción del carisma.

Comenzamos por la parte negativa, describiendo lo que no es el carisma, porque muchos de estos errores han influenciado grandemente el desarrollo de la vida consagrada a partir del Concilio Vaticano II. Y frente a la emergencia de la nueva evangelización, es necesario que las congregaciones religiosas y las personas consagradas tengan muy claro el concepto de carisma, pues como ya hemos afirmado, será una herramienta eficaz para la nueva evangelización.

Los errores o equivocaciones del concepto carisma y su aplicación a al vida consagrada, han quedado consignados en uno de los últimos documentos del Magisterio de la Iglesia para la vida consagrada, El servicio de la autoridad y la obediencia: “Las visiones excesivamente subjetivas del carisma y el servicio apostólico pueden debilitar la colaboración y la condivisión fraternas.”4 Son por tanto los puntos de vista personal los que originan las equivocaciones en torno al concepto de carisma y su aplicación a la vida consagrada.

El carisma no es la repetición de lo que hizo el Fundador. Éste fue y es quizás uno de los errores más graves en la concepción y la interpretación del carisma. Creo que tiene su origen en una mala interpretación de la Perfecate caritatis, en dónde dice, “Redunda en bien mismo de la Iglesia el que todos los Institutos tengan su carácter y fin propios. Por tanto, han de conocerse y conservarse con fidelidad el espíritu y los propósitos de los Fundadores, lo mismo que las sanas tradiciones, pues, todo ello constituye el patrimonio de cada uno de los Institutos.”5 Las dos palabras que a mi juicio han causado un gran equívoco, no porque las palabras hayan sido equivocadas, sino porque se le ha dado una interpretación equivocada, son el espíritu y los propósitos del Fundador. Muchos han entendido estas dos palabras como algo inamovible en el tiempo, esto es, que el espíritu y los propósitos del Fundador se deberían cumplir a lo largo del espacio y del tiempo, sea cuáles fueren las circunstancias actuales del mundo en dónde tuviera que aplicase el carisma. “El estar constituidos como guardianes fieles e intérpretes auténticos del carisma ha impulsado muy frecuentemente a los religiosos y a las religiosas a considerar que el carisma fuese una especia de propiedad privada de la congregación, un patrimonio que se debería conservar, incluso un “depósito sacro” intocable. La instancia de fidelidad a las fuentes (de acuerdo a la frase <>) bloqueaba por tanto todo impulso de cambio y llevaba no raras veces a repetir o aplicar materialmente en el presente las decisiones del fundador o de la fundadora, pensadas y realizadas como respuesta concreta a las exigencias de los hombres y de las mujeres de otra época.”6

Si bien es cierto que es laudable el hecho de que muchas congregaciones se pusieron en camino después del Concilio Vaticano II para ir al encuentro del Fundador, que en muchos casos había sido olvidado, dejado de parte o incluso ignorado, es también cierto que se dieron graves exageraciones, fundadas quizás en un celo desmedido por el Fundador y una falta de experiencia sobre la forma de aplicar el carisma a las circunstancias actuales.

Como el Concilio Vaticano II buscaba de alguna forma la adecuada aplicación del evangelio a las cambiantes circunstancias del hombre y del mundo, las congregaciones religiosas buscaban aplicar este mismo principio a partir del espíritu y los propósitos del Fundador. La tarea para muchas congregaciones no era fácil. Habían pasado años, siglos en muchas congregaciones religiosas, sin que se hiciera mención explícita no digamos al espíritu y los propósitos del Fundador, sino a la misma persona del Fundador. Es lógico por tanto pensar que al descubrir la persona y el espíritu y los propósitos del Fundador, el entusiasmo y la falta de experiencia llevaran a posturas contrarias a lo que quería el Concilio Vaticano II. Muchas congregaciones, en lugar de tomar el espíritu y los propósitos del Fundador como plataforma de lanzamiento hacia la adecuada adaptación a los nuevos tiempos, se quedaron ancladas en le pasado, pensando precisamente que el descubrimiento del espíritu y los propósitos del Fundador llevarían automáticamente a la adaptación.

Sin embargo esta postura generó el efecto contrario. Quien hacía del espíritu y los propósitos del Fundador una piedra inamovible, es decir, un punto de referencia que se tenía que adaptar “al pie de la letra” a las circunstancias actuales, cortaba drásticamente el elemento dinámico del carisma para hacer de éste una pieza de museo. Un espíritu y unos propósitos que habiendo nacido en un pasado, que habiendo generado frutos precisamente por su novedad, en el momento en que deberían aplicarse al presente resultaban franca y netamente obsoletos. La fórmula “así lo quería el Fundador”, “así lo habría hecho el Fundador” es una equivocación garrafal si no se hacen las debidas adaptaciones a los tiempos actuales.

Lo que debe hacerse es sí, conocer el espíritu y los propósitos del Fundador, pero adaptarlas a las circunstancias actuales. El carisma nace, en la mayoría de las ocasiones, para dar respuesta a una necesidad muy particular de la Iglesia, en un tiempo y en unas circunstancias específicas. Perdiendo de vista la temporalidad del origen del carisma, y no yendo a rescatar lo que hay detrás de ese espíritu y esos propósitos, es decir la mente del Fundador, lo que quería en el fondo y cómo lo quería, la congregación o la persona consagrada puede quedar atrapada en la trampa de la fidelidad al Fundador, que no es otra cosa que una fidelidad a principios buenos y maravillosos en su tiempos, pero desfasados y anacrónicos para los tiempos actuales. Incluso, se puede ir en contra del Magisterio de la Iglesia que a lo largo del tiempo puede haber dado disposiciones muy en contra de los principios del Fundador. Entonces los seguidores del Fundador que a toda costa y sin tener en cuenta los cambios de los tiempos, se convierten en lo que podríamos llamar talibanes fundamentalistas que hacen del Fundador el centro de todas sus acciones, sin tomar en cuenta el Magisterio de la Iglesia y los cambios de los tiempos. Quedan anclados en el pasado creyéndose fieles al Fundador.


El carisma no es mimetizar al Fundador.Siguiendo con el análisis histórico del párrafo anterior podemos afirmar que al entusiasmo del descubrimiento de la persona del Fundador y su influencia en el espíritu, la vida y las obras de la congregación en algunos casos siguió un afán descomunal y desmedido por mimetizarlo. Atención al uso de las palabras. Estamos hablando de mimetizar y no de reproducir, palabra que utiliza Juan Pablo II cuando invita a los miembros de las congregaciones religiosas a “reproducir con valor la audacia, la creatividad y la santidad de sus fundadores y fundadoras como respuesta a los signos de los tiempos que surgen en el mundo de hoy.”7 Mimetizar es querer repetir hasta el mínimo detalle lo que los fundadores hicieron, llegando incluso al ridículo, la hipocresía o la disminución en la libertad y en la capacidad de razonar. Es lógico pensar que frente al primer hallazgo de la persona y las obras del Fundador, junto con el impulso y la importancia que el Concilio Vaticano II estaba dando a los fundadores para relanzar las congregaciones a una vivencia más espiritual de la vida consagrada y de esa forma incidir con más fuerza en la evangelización del mundo, junto con la falta de experiencia por poner en marcha la obra de la renovación de la misma vida consagrada, se pensara casi ingenuamente que una fórmula segura sería la mimetización de la persona del Fundador.

Se observaron entonces congregaciones que querían mimetizar al Fundador en su forma de vestir, en su forma de actuar, en su forma de rezar. Se dio entonces aquello que afirma Jesús Álvarez.: “Los religiosos no tienen que repetir lo que sus fundadores hicieron ni cómo lo hicieron. Cada religioso tiene que vivir sin copiarse con nadie, porque quien quiera compararse con otros, sean éstos los propios fundadores o un santo cualquiera, corre el riesgo de aborrecerse a sí mismo o, en el mejor de los casos, sentirse enormemente frustrado, porque nunca llegará a ser exactamente como el modelo que se ha propuesto mimetizar.”8 Quien decide hacer de su vida una mimetización de la vida de otro, automáticamente renuncia a su capacidad de libre albedrío, de pensar por sí mismo, con los peligros que esto conlleva para la salud psíquica de una persona. Dicha situación se agravó en algunas congregaciones religiosas cuando venía premiada dicha mimetización o cuando, quien no se alineaba a los estándares establecidos para mimetizar al fundador, venían castigadas. Se corrió el riesgo en muchos casos de asemejarse a una secta religiosa y no a una congregación religiosa.

El error en confundir el carisma con la mimetización del fundador radica a mi modo de ver en la confusión que se da entre la persona del Fundador y sus cualidades o virtudes que sin duda alguna cooperaron en forma importante en plasmar el carisma en las obras y en las primeras comunidades de la congregación. Así lo afirma el Magisterio de la Iglesia: “Las notas características de un carisma auténtico son las siguientes: a) proveniencia singular del Espíritu, distinta ciertamente aunque no separada de las dotes personales de quien guía y modera.”9 Se hace una diferencia entre carisma y las dotes personales, cualidades y virtudes, del Fundador. Dios se ha valido de toda la persona del Fundador como instrumento privilegiado para hacer llegar un carisma para el bien de la Iglesia. Utilizando las palabras con mucha cautela, bien podemos decir que el carisma, para nacer, necesita encarnarse en la persona del Fundador. Para ello, como el carisma es un don del Espíritu, es una criatura espiritual, necesita forzosamente si quiere ser de ayuda para la edificación de la Iglesia, de una persona que se preste a ser el vehículo portador del carisma. El Espíritu utiliza este vehículo portador aprovechando de las cualidades que ya posee el vehículo y también dotándole de nuevas cualidades o virtudes que se irán engendrando a lo largo de la vida del Fundador conforme lo requieran las circunstancias que darán nacimiento y forma al carisma.

Estas virtudes y cualidades son ciertamente para ser imitadas en la medida en que dichas cualidades y virtudes estén de acordes con la moral, con la sana doctrina de la Iglesia. Un fundador no por el hecho de ser fundador puede utilizar adecuadamente de todos los dones y las cualidades que Dios le ha dado, puede sin lugar a dudas hacer un mal uso de ellas. Pero como estas cualidades, dones y virtudes del Fundador pasan casi automáticamente a formar parte del patrimonio espiritual de la congregación10, es necesario constantemente una labor de purificación de forma tal que dichas cualidades, dones y virtudes sean cada vez más puras de forma que ayuden a alcanzar con mayor pureza de intención las metas que Dios ha fijado para el carisma.

Cuando no se da esta purificación constante, esta adecuación de las virtudes a la índole personal de cada miembro de la comunidad, es decir, en el respeto a su intimidad dejar que cada miembro se apropie de estas virtudes, las haga suyas y las exprese según su propio modo de ser y de pensar, se corre el riesgo de una uniformidad taxativa en la congregación en dónde cada miembro viene evaluado sólo en la medida en que mimetiza al fundador, llegando a vivir una caricatura de la vida espiritual11 o, mucho más peligrosamente, un fanatismo religioso semejante al de las sectas.

No se debe por tanto confundir el carisma con las cualidades, los dones y las virtudes del Fundador. El Espíritu se valió de ellas para engendrar un carisma. Si bien el carisma incluye estas cualidades, dones y virtudes que pasan a la congregación como parte del patrimonio espiritual, los miembros de una congregación no deben reducir el carisma a la mimetización de la persona del Fundador.


El carisma no son las obras de la congregación. Con el pasar de los años, el esfuerzo hecho en varias congregaciones por poner en práctica las directrices del Concilio Vaticano II y los documentos del Magisterio de la Iglesia para la vida consagrada, dieron como resultado el re-plantearse las obras en las que por muchos años, quizás siglos, se habían empleado los recursos humanos y los medios que la Providencia habían puesto a disposición.

Tácitamente fue surgiendo la idea de que el carisma se identificaba con las obras que la congregación había desempeñado a lo largo del tiempo. Pero esta forma de pensar caía muchas veces en serias contradicciones. Por un lado, si el carisma se identificaba con las obras de la congregación, no existía una explicación clara a dos hechos contrastantes.. Por un lado, ninguna congregación tenía la exclusiva en un cierto tipo de apostolado o de obra apostólica. Se daba el hecho de que cientos, sino es que miles, de congregaciones se daban a la tarea de la educación. Entonces, no podía hablarse de que el carisma fueran las obras apostólicas, pues esa aseveración llevaría al hecho, contradictorio, de que esos cientos o miles de congregaciones compartían todas el mismo carisma.

El segundo hecho contrastante es que en determinados casos, y eran muchos estos casos, la congregación religiosa desarrollaba diversas obras de apostolado, a veces muy diferentes unas de otras. Se hablaba por ejemplo de obras parroquiales, de labor educativa en las escuelas, la asistencia sanitaria en los hospitales o en las casas para ancianos. Eran y son verdaderamente pocas las congregaciones que se dedican casi exclusivamente a un tipo de apostolado y aún así, ese mismo tipo de apostolado permite desarrollar una variada gama de tareas.

Esta forma de concebir el carisma como las obras de apostolado tuvo quizás su génesis en una época en que se criticaba fuertemente el ser de la vida consagrada. Hablamos de un tiempo, incluso se da actualmente, en que el ser humano se mide por lo que hace, por la aportación que puede dar a la sociedad. Las congregaciones religiosas en la fase de revisión al que el Concilio Vaticano II las habían lanzado, se habían propuesto revisar su identidad y su aportación a las sociedades actuales. De ahí que se dejaran influenciar por la concepción utilitarista de la vida y de alguna forma con esta visión de carisma hubieran querido justificar su ser y su existir en una sociedad que cambiaba a grandes pasos y que no podía comprender el desperdicio de una vida dedicada únicamente al Señor. De alguna forma Juan Pablo II se hace eco de esta tendencia cuando escribe: “No son pocos los que hoy se preguntan con perplejidad: ?Para qué sirve la vida consagrada? ?Por qué abrazar este género de vida cuando hay tantas necesidades en el campo de la caridad y de la misma evangelización a las que se pueden responder también sin asumir los compromisos peculiares de la vida consagrada? ?No representa quizás la vida consagrada una especie de « despilfarro » de energías humanas que serían, según un criterio de eficiencia, mejor utilizadas en bienes más provechosos para la humanidad y la Iglesia?Estas preguntas son más frecuentes en nuestro tiempo, avivadas por una cultura utilitarista y tecnocrática, que tiende a valorar la importancia de las cosas y de las mismas personas en relación con su « funcionalidad » inmediata.”12 Había que justificar la existencia y qué mejor modo que el de justificarlo a través de las obras asistenciales, buenas y laudables en sí mismas, pero que no podían abarcar todo el don que Dios había regalado a la Iglesia a través del carisma de la congregación.

Una obra apostólica refleja el carisma, pero no puede contenerlo todo en sí mismo. Reducir el carisma a la obra de apostolado es cortar las alas del espíritu al carisma, es quitarle la libertad y la capacidad de adaptación que tiene para responder a las necesidades actuales en todos los tiempos. Es condenarlo a vivir siempre en el pasado, pensando siempre que otros tiempos fueron mejores13.

Cabe hacer la aclaración sin embargo de que hay obras apostólicas que expresan con mayor autenticidad el carisma14. Pero ello no obsta para se pueda hacer una identificación automática entre carisma y obras de apostolado. Es necesario un trabajo de discernimiento para poder distinguir las obras en las que el carisma se expresa con mayor vigor. Este discernimiento puede llevarse a cabo correctamente en la medida en que se conoce con certeza el carisma y se aplica a las necesidades actuales en cada tiempo.

Una palabra final sobre este tema. Identificar el carisma con las obras de apostolado puede llevar al peligro de valorar más a las obras que a las personas que dirigen y trabajan en las obras. Este tipo de pensamiento utilitarista valora más los resultados materiales que el trabajo que se lleva a cabo a través de las obras de apostolado. Se exige casi en forma despiadada y sin tomar en cuenta las fuerzas y la idiosincrasia personal, el mantener y acrecentar las obras de apostolado, “pues así lo quiso y así lo pensó el Fundador”. Son congregaciones que se asemejan más a un ejército militar que a una congregación religiosa en dónde el don del Espíritu, que es el carisma, debe ser fomentado a través de las obras. Las personas que forman parte de este tipo de instituciones se ven más como fuerza de trabajo que como hombres o mujeres consagradas. Existe en la mente de los superiores la idea de que lo que importan son los números, las obras, la eficacia. Hacen muchas veces suya la canción de un cantante español de moda en los años setenta, cuando dice: “… al final, las obras quedan la gente se va, otros que vienen las continuarán… la vida sigue igual.”


El carisma no es una fórmula, “unas pocas palabras”. Hacia los años noventas, una vez apaciguadas las aguas del cambios desenfrenados y sin el debido discernimiento15, las congregaciones religiosas se daban a la tarea de ir poniendo las bases de una nueva estructura en la congregación. Las heridas y los descalabro sufridos, reflejados en las pérdidas de vocaciones, pérdidas de identidad, desfiguración de la misión apostólica, poca capacidad de atraer a la juventud a vivir el estilo de vida que proponía el Fundador combinándolo con los nuevos tiempos, fue generando en las congregaciones religiosas la capacidad de ir a lo esencial, es decir, a la verdadera reforma espiritual, tal y como lo había ya auspiciado el Concilio Vaticano II en el decreto Perfectae caritatis: “Ordenándose ante todo la vida religiosa a que sus miembros sigan a Cristo y se unan a Dios por la profesión de los consejos evangélicos, habrá que tener muy en cuenta que aun las mejores adaptaciones a las necesidades de nuestros tiempos no surtirían efecto alguno si no estuvieren animadas por una renovación espiritual, a la que, incluso al promover las obras externas, se ha de dar siempre el primer lugar.”16

Comenzó por tanto una época en que las congregaciones religiosas comenzaron a buscar las formas de poner en práctica lo aprendido en el pasado buscando de aplicar dicho conocimiento a una reforma espiritual profunda en la congregación. Las obras apostólicas fueron una de las manifestaciones de esta adecuada reforma, ya que vieron cambios profundos en el orden de la eficiencia administrativa y la capacidad de transformar verdaderamente la vida de las personas que usufructuaban de los servicios de dichas obras de apostolado.

El mejor servicio ofrecido en las obras de la congregación, la mayor capacidad técnica unida a la preparación espiritual y científica de quienes colaboraron en la obra, dieron también un tinte nuevo a la vida de la congregación misma. Se comenzó a hablar en el ámbito de la congregación y no sólo de las obras de apostolado, de planeación estratégica, de metas a corto y largo alcance, de prioridades, de medios, cronogramas. Todo un nuevo lenguaje que representaba una nueva forma de pensar y de vivir la vida consagrada.

Bajo esta influencia, siempre positiva, se fue colando también una visión demasiado “empresarial” de la congregación, visión que tendría una fuerte incidencia en la forma de concebir el carisma. No se negaba la importancia del carisma ni su influencia en la vida de la congregación y en las obras de apostolado, pero se le quería “encasillar” dentro de las categorías de una planeación estratégica. Muchas de estas congregaciones, especialmente las que provenían del mundo anglosajón comenzaron a concebir el carisma como una categoría más de la planeación. El carisma sería algo semejante a la visión o a la misión de una gran empresa. De ahí nació el imperativo de enunciar el carisma en pocas palabras, en unas pocas líneas. La pregunta “¿cuál es tu carisma?” pareció ser ahora un imperativo de moda. Y quien no lograba expresar el carisma en unas pocas líneas, se le consideraba desfasado o una persona perteneciente a una congregación que poco o nada había hecho por poner al día, renovar la congregación religiosa a las exigencias de los tiempos actuales.

El carisma, como criatura espiritual, es un don de Dios y por lo tanto es eminentemente dinámico. No es algo que se pueda meter en una jaula. Es necesario tomar esto en consideración en el momento de querer definir el carisma. Uno de los principales expositores de la teología del carisma, sino es que el pionero de esta ciencia, Fabio Ciardi, dijo una vez en una clase magistral en la Universidad Urbaniana de Roma que el carisma era una historia de amor entre el Fundador y Dios y que cada persona consagrada era la encarnación o la prolongación de esta historia de amor. El carisma es por tanto una historia de amor que se relata con la vida, por lo tanto, es muy difícil, sino imposible, de resumirla en unas pocas líneas. Decir “el carisma es…” puede ser muy peligroso, pues obliga a todos los miembros de la congregación a someterse a un esquema rígido e inamovible.

No debemos olvidar que cada miembro de la congregación se apropia del carisma para vivirlo y enriquecerlo, según lo ha establecido el Magisterio de la Iglesia para la vida consagrada en el docuemtno Mutuae relationes cuando dice: “El carisma mismo de los Fundadores se revela como una experiencia del Espíritu (Evang. test. 11), transmitida a los propios discípulos para ser por ellos vivida, custodiada, profundizada y desarrollada constantemente en sintonía con el Cuerpo de Cristo en crecimiento perenne.”17 Querer resumir el carisma en unas cuantas líneas es matar al carisma quitándole la espontaneidad propia al Espíritu. “El viento sopla donde quiere: tú oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Lo mismo sucede con todo el que ha nacido del Espíritu.” (Jn. 3, 8). Cada miembro de la congregación está llamado a enriquecer el carisma dándole un color especial, aumentando su versatilidad y por lo tanto su eficacia para ayudar en la construcción de la iglesia, que es la finalidad propia y característica del carisma. Quien no lo vive de esta manera puede ser que algunos en la congregación se hayan apropiado indebidamente de una posesión que no les corresponde. El carisma no es propiedad del Consejo general ni de quien con ellos colabora. Si bien toca a ellos ser los guardianes del carisma, también les corresponde velar por el justo y adecuado desarrollo del carisma. Cuando una congregación vive agrapada a definiciones, a normas, ritos, fórmulas establecidas, cuando unos solos son los que supuestamente tienen la capacidad de dictar las formas de aplicación del carisma en determinadas obras de apostolado, bien podemos decir que estamos asistiendo a la muerte por sofocamiento del carisma. O también podemos decir que existe un gran miedo de parte de los superiores de dejar que el espíritu se exprese en diversidad de formas. Hay que recordar que el espíritu es el que da la vida, la letra mata.



El carisma no es una espiritualidad. Las congregaciones religiosas fueron acercándose a un enfoque más espiritual de la adecuada renovación que habían auspiciado los padres conciliares, hasta darse cuenta que ninguna reforma tendría efecto si no era fundamentada en una verdadera renovación espiritual. La verdadera espiritualidad de una congregación, sofocada durante años y quizás por siglos, por prácticas exteriores que se traducían muchas veces en ritos y costumbres que debían seguirse casi ciegamente y en cuyo cumplimiento hacían consistir prácticamente la formación y la vivencia de la vida consagrada, la verdadera espiritualidad comenzaba a salir a flote mientras se re-descubría la figura del Fundador y su influencia en la vida de la congregación.
Comenzó a comprenderse que la espiritualidad es la vida del Espíritu en las personas, de tal forma que se hacían propios los sentimientos de Cristo. La contribución del Fundador era precisamente que, gracias a la inspiración del Espíritu, había inaugurado una nueva vía, un nuevo camino para vivir la vida del Espíritu. Es parte de la novedad que aporta cada carisma a la Iglesia. “Todo carisma auténtico lleva consigo una cierta carga de genuina novedad en la vida espiritual de la Iglesia, así como de peculiar efectividad, que puede resultar tal vez incómoda e incluso crear situaciones difíciles, dado que no siempre es fácil e inmediato el reconocimiento de su proveniencia del Espíritu.”18 Comienza entonces en muchas congregaciones un gran movimiento por conocer, asimilar y vivir la espiritualidad dejada por el Fundador. Una espiritualidad que de algún modo estaba latente en la vida de la congregación, ya que sin una espiritualidad, esto es, sin un camino que lleva a Dios, a vivir la vida del Espíritu, la vida de la congregación y la vida de sus miembros hubiera sucumbido o hubiera permanecido en un estado de mediocridad.

En este gran movimiento se experimenta un renovado vigor, como lo había auspiciado ya Pablo VI al decir: “En lo que se refiere a nuevos empeños y actividades, prescindid de todo lo que no responda a la misión de vuestro Instituto o a la mente de vuestro Fundador. Pues los Institutos religiosos tienen vigor y florecen mientras permanece y alienta en la vida y costumbres de sus religiosos el espíritu del Fundador.”19 La espiritualidad de laguna forma debe cubrir y permear toda las vida, las obras y las personas que conforman la congregación religiosa.

Sin embargo, el carisma no es tan sólo la espiritualidad. Es una parte constitutiva del carisma, porque anima la vida misma de la congregación, pero no lo es todo. Encerrar al carisma o identificar al carisma con la espiritualidad es dejar a un lado otros elementos importantes20 del carisma como pueden ser la naturaleza del Instituto –todo aquello que lo caracteriza desde un punto de vista jurídico como instituto de vida consagrada en la Iglesia: ser Instituto de vida consagrada religioso o secular, clerical o laical, etc.-, el fin o el objetivo por el cual surge y se aprueba el Instituto-, un espíritu que bien puede identificarse con la espiritualidad y que proviene de la naturaleza y del fin del Instituto-, la índole que es la fisonomía o la identidad misma del Instituto-, las sanas tradiciones que no son costumbres o hábitos que datan de la época del Fundador, sino que son costumbre y hábitos que se relacionan con la naturaleza, el fin, el espíritu y la índole del Instituto y que han sido aprobadas por la autoridad competente en la Iglesia.

Reducir el carisma de una congregación a su espiritualidad corre el riesgo de desencarnar la congregación de las realidades temporales en las que debe actuar. Sería dejar incompleta la obra de la congregación pues no permitiría que la congregación se adaptara a las cambiantes circunstancias de las culturas, de las sociedades y de los hombres. La espiritualidad debe dar vida y debe justificar todas las obras de la congregación, pero no debe reducirse el carisma sólo a ella. Sería sólo un fantasma viviente, sin una aplicación práctica a la vida real.

El carisma no es ni un fenómeno místico ni una experiencia mística. Los esfuerzos por vivir el carisma, de acuerdo a lo que pedía el Concilio Vaticano II y los documentos del Magisterio posteriores al Concilio, generaron una corriente de fuerte investigación hacia la persona del Fundador. Muchas de las congregaciones no conocían y por lo tanto no habían valorado adecuadamente la figura del Fundador en la historia de la congregación. Debemos recordar que nos encontramos en las inmediatas posteridades del Concilio, cuando aún la clericalización es muy fuerte en la Iglesia. Por ello. Muchas congregaciones a lo largo de su historia no podían comprender que una persona humilde, sencilla y laica en los inicios de la historia de la congregación pudiera haber sido la depositaria de un carisma, o la iniciadora de la congregación. Por ello, la historia, o quienes manipulaban la historia, daban el crédito de la fundación a un obispo, un párroco, un sacerdote, aunque si éste poco o nada había tenido que ver con el nacimiento y el desarrollo de la congregación. Siendo que la mayoría de las congregaciones hasta el momento del Concilio Vaticano II era de origen europeo, continente fuertemente clericalizado, se buscaba siempre una figura sacerdotal que respondiera de la fundación de la congregación. Las jóvenes laicas que en un momento determinado habían prestado sus personas, sus cualidades y su experiencia espiritual, quedaban relegadas a un segundo plano, o eran consideradas como figuras de poco relieve en la historia de la fundación. Se exaltaba y a veces se exageraba al obispo y al sacerdote que aparecía muchas veces enmarcado en una aureola de santidad inaccesible.

Serán necesario que pasen muchos años y que se den muchas investigaciones hasta que se rompa el trauma de querer idealizar a toda costa la figura del fundador y no presentarla aureolada de santidad ni enmarcada en una vida tan llena de fenómenos o experiencias místicas que parecería que vivía ya en la visión beatífica.

Será necesario un ulterior desarrollo de la teología del carisma para comprender que cualquier persona puede recibir un carisma de fundación y así ponerlo a disposición de la Iglesia. En los últimos años, este desarrollo profundizado de la teología del carisma lo ha expresado el cardenal Velasco de Paolis cuando afirma: “Los carismas, en la doctrina de la Iglesia, son dones extraordinarios que el Espíritu Santo concede a un fiel para beneficio de la comunidad. Es una gracia gratis data, como enseña la teología. El carisma puede existir incluso sin amor, es decir sin la gracia santificante.”21 Es decir, que no se necesita estar en gracia para recibir un carisma. Esta aseveración dada por uno de los exponentes más cualificados de la vida consagrada en nuestros días, hecha por tierra aquellas teorías, o deseos escondidos de algunos, de pensar que el carisma de una congregación religiosa dependía de la santidad de su fundador. De ahí las prisas, casi el frenesí en lograr la pronta canonización del fundador. Mientras más santo fuera el fundador, mejor podría fundamentarse la congregación.

Esta teología es revolucionaria incluso en nuestros tiempos en dónde aún hoy en día muchos quieren ver la vida del fundador como una vida llena de experiencias y fenómenos místicos, de forma que pueden de alguna manera justificar su existencia. Santa Teresa de Ávila, reformadora y fundadora del Carmelo es una figura digna de estudiar para corroborar nuestro pensamiento. Teresa de Cepeda y Ahumada recibió visiones y fenómenos místicos no para reformar o fundar el Carmelo, sino a título personal. Las gracias que recibió en sus visiones o en la transverberación no tenían como objeto el propiciar la reforma del Carmelo. Santa Teresa reforma el Carmelo porque recibe un carisma especial que consistirá en una visión de Cristo muy personal que le permite vivir con mayor frescura el evangelio. Y puede invitar a otras personas, monjas del Carmelo no reformado en un inicio y después cualquier chica o mujer que quiera vivir esta especial donación a Dios, a vivir esta misma experiencia de darse totalmente a Dios. Sus éxtasis místicos, sus visiones, lo que oía en el interior de su corazón eran gracias de otra índole que no debían ser fundamentales para la reforma del Carmelo.

Hemos querido utilizar este ejemplo para que en una forma sencilla nos quedara claro como una cosa son los fenómenos y las experiencias místicas y otra cosa es la experiencia de Dios, la experiencia cristiana o la experiencia del espíritu22 que es como viene definido el carisma por parte del Magisterio de la Iglesia. Ésta será una definición a la que volveremos más tarde con el fin de explicar detenidamente lo que es el carisma. Por el momento podemos afirmar que reducir el carisma a un fenómeno o a una experiencia mística lleva a un doble peligro. Primero, a desencarnarlo de las necesidades para las cuales fue otorgado por parte de Dios. Un fenómeno místico o una experiencia mística son siempre permitidos por Dios para el bien de la persona que los recibe, mientras que en el carisma el beneficiario es siempre la comunidad eclesial, como ha venido afirmando la Teología del carisma desde el Concilio Vaticano II.

El siguiente peligro que se tiene al considerar el carisma como un fenómeno o una experiencia mística, es el de ligarlo demasiado a la persona del fundador. Si bien es cierto que los “ … nn” no por ello quiere decir que todo el desarrollo del carisma debe ligarse exclusivamente a la figura del Fundador. Es necesario saber distinguir las dotes personales del Fundador, de las cuales Dios mismo se sirve para hacer llegar el carisma, de la experiencia del espíritu propia del carisma y que es un patrimonio colectivo, patrimonio espiritual dirá la Perfectae caritatis, de toda la congregación, y por lo tanto todos tienen la posibilidad de acceder a él y de enriquecerlo.

Una vez que hemos tratado de analizar las principales desviaciones del carisma, es conveniente ahora analizar aquellos elementos que bien pueden ayudarnos a comprender mejor lo que es nuestro carisma, esto es, el carisma de cada congregación o instituto de vida consagrada.


Lo que puede considerarse como el carisma.
No hay nada tan fascinante en la vida consagrada como hablar del carisma de la congregación, propio o ajeno. En los pocos años que llevo de investigación sobre esta materia, Dios me ha permitido ver las ansias que existe a nivel de toda la congregación o a nivel personal por conocer, vivir y transmitir el carisma. Y no es para menos, ya que en la vivencia del propio carisma está en juego la identidad personal, la de la congregación y el futuro mismo de la vida consagrada. Por ello, el Magisterio de la Iglesia para la vida consagrada ha dicho: “La profunda comprensión del carisma lleva a una clara visión de la propia identidad, en torno a la cual es más fácil crear unidad y comunión. Ella permite, además, una adaptación creativa a las nuevas situaciones, y esto ofrece perspectivas positivas para el futuro de un instituto. La falta de esa claridad puede fácilmente crear incertidumbre en los objetivos y vulnerabilidad respecto a los condicionamientos ambientales y a las corrientes culturales, e incluso respecto a las distintas necesidades apostólicas, además de crear incapacidad para adaptarse y renovarse.”23

El conocimiento del carisma, su conservación, desarrollo y aplicación debe formar parte de la vida ordinaria de todo instituto de vida consagrada. Han sido grandes los esfuerzos que se han desarrollado a partir del Concilio Vaticano II para que cada congregación pudiera de alguna manera llegar a conocer con perfección su identidad a partir del propio carisma. Del desarrollo de la teología del carisma han nacido libros, artículos en revistas, conferencias, toda un movimiento de acciones e iniciativas que han tenido como único objetivo precisar el significado de la palabra carisma aplicado a la vida consagrada. Resulta curioso como una palabra clave para la vida consagrada pueda tener significados equívocos, distintos y muchas veces contrapuestos entre ellos mismos. No queremos en este pequeño espacio dedicar mucho tiempo a explicar los avatares que la palabra carisma ha debido sufrir a lo largo de la historia. Otros autores mucho más preparados que nosotros ya lo han hecho. Lo que pretendemos hacer es un repaso histórico de las diferentes declinaciones que esta palabra ha tenido a lo largo del tiempo y luego dedicarnos a buscar aquellos elementos señalados por el Magisterio de la Iglesia que bien pueden representar el carisma.

Comenzaremos sin embargo con una aclaración pertinente que puede servir de guía iluminativa para entender el todo momento el significado de la palabra carisma.

Precaución que hay que tomar al estudiar el carisma.La primera vez que aparece en el Magisterio de la Iglesia una definición de la palabra carisma aplicado a la vida consagrada, la encontramos en el documento Mutuae relationes de 1978 que dice: “El carisma mismo de los Fundadores se revela como una experiencia del Espíritu (Evang. test. 11), transmitida a los propios discípulos para ser por ellos vivida, custodiada, profundizada y desarrollada constantemente en sintonía con el Cuerpo de Cristo en crecimiento perenne.”24

La precaución pertinente sobre la que queremos llamar la atención se refiere a las palabras se revela25. Por lo tanto las palabras se revela dan a entender que no se está hablando de una definición, sino de una aproximación. Se dice que el carisma ser revela como y no el carisma es, o el carisma se define como. Esto quiere decir cuando se trata del carisma sólo se puede hablar de una aproximación del mismo. No se puede dar una definición exacta. Sucede lo mismo cuando se habla de la identidad de una persona. Por más estudios psicológicos que puedan aplicarse a una persona, aunque ésta venga observada por muchas personas que conviven con él, jamás podrá darse una definición exacta de quién es y cómo es esa persona. Muchos elementos quedan ligados al misterio de Dios que vive en esa persona. De la misma manera podemos nosotros hablar del carisma. Como es un don del Espíritu, no está sujeto a variables que pueda manejar el hombre.

Con esto no se quiere decir que el carisma pueda ser interpretado en forma subjetiva o personal, como bien lo haya advertido la Congregación para los Institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica: “Sin embargo, considerando algunos elementos del presente influjo cultural, hemos de recordar que el deseo de autorrealizarse puede entrar a veces en colisión con los proyectos comunitarios; y que la búsqueda del bienestar personal, sea éste espiritual o material, puede hacer dificultosa la entrega personal al servicio de la misión común; y, en fin, que las visiones excesivamente subjetivas del carisma y el servicio apostólico pueden debilitar la colaboración y la condivisión fraternas.”26 El carisma no es algo que puede ser interpretado libremente, dejándolo a la subjetividad de cada individuo. El carisma tiene unos lineamientos muy claros, pero al mismo tiempo posee una gran libertad que le permite agilidad de movimientos y una enorme posibilidad de adaptación a todas las circunstancias y lugares.

Esta flexibilidad le viene por parte del Espíritu. Al ser un don del Espíritu, en forma de experiencia del Espíritu, el carisma no está sujeto a una definición exacta como la matemática. No se sujeta a las leyes del hombre, sino a las leyes del Espíritu. Por ello no puede encuadrársela en una definición. Por otro lado, como una experiencia, posee ciertos elementos muy personales, incapaces de ser descritos o transmitidos con simples palabras, aunque no por ello, dejan de ser reales y verdaderos. Expresar lo que para un hombre es la oración, o estar media hora delante del Santísimo sacramento en adoración, puede serle muy difícil, y sin embargo esta experiencia aunque es difícil de ser descrita en palabras, no por ello deja de ser real y verdadera.

Quede por tanto en nuestra mente la dificultad y hasta cierto punto la inutilidad de encerrar el carisma en una definición, como ya habíamos mencionado en el apartado anterior de este capítulo. Las definiciones que demos de carisma, las descripciones que demos del mismo basado en los elementos que lo componen, es sólo una aproximación de lo que es en realidad, es decir, una aproximación de lo que es una experiencia del Espíritu. Por la importancia que tiene para el estudio del carisma entender lo que es una experiencia del Espíritu, pasaremos a continuación a desarrollar este concepto.

El carisma como experiencia del Espíritu. Aquí comienzan los verdaderos problemas, pues los mismos autores de tratados de espiritualidad no se ponen de acuerdo en la utilización de los términos. Será muy importante aclarar estos dos términos, experiencia y del Espíritu, porque serán puntos fundamentales para entender cabalmente el carisma.

He encontrado en mi investigación diversos autores que han tratado de explicar estos dos términos, basándose lógicamente en la Filosofía, para explicar la palabra experiencia, y en la Teología espiritual para explicar el concepto completo de experiencia del Espíritu. No ha sido nada fácil, ya que son dos términos difíciles de definir y que además, al unirse, dan a entender un concepto muy rico en significado. Además existe una profusión de términos para expresar la misma realidad. Se puede entonces hablar de experiencia del Espíritu y de experiencia espiritual, experiencia cristiana, experiencia religiosa y estar tratando aproximadamente de la misma realidad.

Los estudios realizados por Moioli en su libro L’esperienza spirituale, Lezioni introduttive27, en donde dedica una investigación completa y exhausta a analizar lo que es para el cristiano una experiencia espiritual. A partir de la definición de lo que es cristiano. Moioli dice que la experiencia del espíritu no es sino la toma de conciencia del dato cristiano, esto es, del pertenecer a Cristo. Como el dato cristiano es algo objetivo, supera al dato posiblemente subjetivo de la experiencia. Se establece por tanto la posibilidad de entablar un verdadero estudio y sistematización de la experiencia espiritual ya que se parte del dato objetivo de la fe, dato revelado por Jesucristo.

Federico Ruiz hace también importantes aportaciones al concepto de experiencia espiritual. Una cita importante de su libro Le vie dello spirito, Sintesi di Teologia spirituale28 es aquella en la que hace una clarificación de la experiencia espiritual al separarla netamente de lo que es un mero sentimiento religioso. “Para comprender y sacar provecho de la experiencia espiritual en su significado teologal, es necesario superar y evitar una mentalidad muy difundida que entiende la experiencia como gusto, como una relación gratificante con Dios, con las personas y con sus cosas. La experiencia es un contacto vivo y sentido con la realidad misma, gozosa o dolorosa, tal como se presenta. Incluye por tanto experiencia de pobreza, de frío, de comunidad conflictual, de enfermedad, de dolor, de oscuridad no programada, de un Dios lejano y de desconcertante.”29

Por ello, la experiencia del Espíritu no la podemos reducir a un mero gustillo espiritual o a un momento pasajero de emoción religiosa. Aquí nos conviene hacer un paréntesis para recordar lo que habíamos mencionado en el inciso precedente cuando afirmamos que la experiencia del Espíritu no es ni un fenómeno místico ni una experiencia mística.

Más adelante Federico Ruiz perfila mejor lo que es la experiencia del Espíritu cuando aclara su fundamento histórico. “La experiencia religiosa religiosa (espiritual, diríamos nosotros) forma parte de la Revelación. La Aleanza aporta todo el material y el dinamismo de la experiencia. Implica el sentirse interpelado por Dios, tomar conciencia de su presencia activa e interpelante, responder personalmente a esta llamada y vocación.”30

Es de notar como el mismo autor de esta obra de Teología espiritual y que sirve en muchas universidades y ateneos como libro de base, equipara y agrupa en una misma categoría los términos experiencia religiosa y experiencia espiritual. Por ello, cuando se lean obras de autores místicos o espirituales que estén hablando de la experiencia del Espíritu, habrá que clarificar si están hablando de una experiencia religiosa –equiparable con una experiencia espiritual-, o más bien de una experiencia mística o de un fenómeno místico. Dios no deja de actuar a través de la historia. La respuesta activa del hombre conforma precisamente el material de la experiencia del Espíritu. La respuesta humana al plan divino es ya parte de la experiencia del Espíritu. Es humana, por lo que se habla de experiencia. Es divina –Dios es el que llama-, por lo que es espiritual. Se establece entonces una relación personal inequívoca de la persona que percibe un llamado de Dios y la respuesta que el hombre ofrece. Es una dinámica que se establece entre Dios que interpela al hombre y la forma en cómo éste responde. Será la forma un elemento crucial para entender el carisma. La forma en que los fundadores han respondido a la acción provocativa de Dios, será la base sobre la que se construirá el carisma. Por ello, la experiencia espiritual del Fundador dejará una huella indeleble en toda la congregación. Los miembros de dicha congregación, al responder a Dios a través del carisma de la congregación, aceptan y se proponen ser configurados a Dios a través de la forma establecida por el carisma. Una forma, como hemos dicho, que es dinámica en el tiempo.

Más adelante el mismo Federico Ruiz precisa aún más esta experiencia espiritual, cuando Cristo es el agente que produce dicha experiencia. “La comunión de Cristo con el creyente transforma su ser y su vivir, da origen a una consciente reciprocidad que llamamos <>. Forma parte del desarrollo normal de la gracia cristiana en sus diferentes fases (…). Hablamos de experiencia ya sea en sentido pasivo que en sentido activo: conciencia teologal de la salvación que Dios opera en la vida del creyente; conciencia de la vida del cristina que se renueva gracias a la acción transformadora del Espíritu Santo.”31 Por ello, cuando los fundadores hablan de su experiencia con Cristo, bien podemos afirmar que se habla de una experiencia del Espíritu. Todo lo que se encuentre en dicha relación con la persona de Cristo, formará parte de la experiencia del Espíritu.

Estos y otros autores hablan siempre en general del concepto de experiencia del espíritu, por lo se deben siempre leer con ojos muy críticos, antes de hacer las adaptaciones necesarias para aplicar dicho término a la definición de carisma, según el documento ya antes citado de Mutuae relationes. En caso de no hacerlo se corre el peligro de no comprender bien lo que el Magisterio de la Iglesia ha tenido en mente para el carisma de cada congregación religiosa.

He encontrado sin embargo que hay un autor que habla en forma muy específica de la experiencia del Espíritu aplicado al carisma. Se trata de Mario Midali32 que enumera todas los elementos del carisma de acuerdo con el concepto de experiencia del Espíritu. Por la claridad y profundidad de su pensamiento y pensando que puede ser de mucho provecho a todos los consagrados y las consagradas que quieren conocer con mayor precisión el carisma de su congregación religiosa, para luego vivirlo en la práctica, procederé a explicar los conceptos que Midali trata en su artículo.

- Experiencia. Este es el primer término que debe aclararse, porque se ha prestado mucho a confusión en la vida consagrada, como veíamos en el inicio de este capítulo. La experiencia conlleva algo de personal, pero no por ello debe de ser algo puramente subjetivo. Si ya de por sí es difícil explicar la forma en que diversas personas pueden experimentar una misma realidad física, podemos imaginarnos lo difícil que será explicar la forma en que una persona puede experimentar la realidad del Espíritu. Por ello lo primero que debemos explicar es el término experiencia.

Dice Midali que “la experiencia surge de la conciencia de deseos y de tendencias ante una situación de hecho y que indica un proceso muy complejo con el cual la persona se sitúa de frente al mundo y a los otros, y que con estos elementos se configura en su universo personal.”33 Vemos entonces como el elemento principal o detonante de la experiencia, cualquiera que ésta sea, es la situación de hecho, a la que se enfrenta la persona. Esta situación de hecho genera en la persona una toma de conciencia de sus deseos y tendencias que ha generado dicha situación de hecho. Quien quiera por lo tanto estudiar primero para vivir después el carisma de su congregación, debe individuar esta situación de hecho que da origen a una toma de conciencia o postura de frente a este hecho por parte del Fundador. La experiencia nace por tanto no tanto del hecho aislado, sino de dos factores que van unidos entre sí, pero que aisladamente no comportan la experiencia. Por un lado la resonancia que tiene el hecho en la persona y segundo, la toma de conciencia que la persona tiene de esa resonancia. Todas las personas, de acuerdo a su mundo, sea éste afectivo o intelectivo, reaccionan frente a los diversos hechos que se van presentando. Para que se dé dicha respuesta, es necesario que la persona tome conciencia de la forma en que sus deseos y tendencias se han modificado a partir del hecho en cuanto tal. Cuando no se toma conciencia de esta modificación en el ser, no se puede hablar de experiencia. A lo mucho se podrá hablar de emoción, sentimiento o afecto. No es la duración ni el grado de modificación en la vida de la persona lo que genera la experiencia. Es más bien la toma de conciencia de esa modificación en el ser, lo que genera la experiencia.

De esta manera, la experiencia del Espíritu hecha por los fundadores se realiza cuando el fundador toma conciencia de la forma en que se ha modificado su mundo interior a partir de una situación de hecho, de un hecho determinado. El estudioso del carisma o quien quiera vivir el carisma debe individuar el hecho que modificó o tocó de alguna manera definitiva la vida dell fundador. Este hecho, como ya hemos dicho más arriba, no tiene que ser necesariamente un fenómeno místico o una experiencia espiritual. Puede ser un hecho material o incluso un sentimiento o una intuición que el fundador tiene, aunque sea sólo humanamente. Muchos han pensado que este hecho tendría que ser necesariamente espiritual, o ligado a la santidad del fundador. Esto no tiene que ser necesariamente de esa manera. No importa lo espiritual que sea el hecho que detone la experiencia del Espíritu. Lo importante es que logre cambiar la vida del fundador, comenzando primero por la toma de conciencia de esta modificación.

Muchas confusiones se deben al término experiencia del Espíritu. Por llevar el nombre del Espíritu, se piensa que la experiencia tiene que ser forzosamente espiritual. No es así, como hemos visto. La experiencia nace por un hecho determinado, de cualquier naturaleza. Ya después irá tomando forma la parte del Espíritu. Lo importante en este primer momento es reconocer cuál ha sido el hecho que provocó en el fundador un cambio en su vida. Como dice Midali, este cambio debe centrarse en la toma de conciencia de los deseos y tendencias y que generan una forma de ver el mundo de manera especial.

- Forma de ver el mundo. Para que el hecho modifique realmente la persona del fundador y pueda así hablarse de una verdadera experiencia, es necesario que el fundador cambie su forma de ver el mundo. A lo largo de la vida de la persona se dan experiencias de muy diverso tipo, que influir&a

 

 

 

 

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