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Fe y doctrina

Fe y doctrina
Donde la mala doctrina abunda se acaban las vocaciones sacerdotales y religiosas


Por: José María Iraburu | Fuente: Fundación Gratis Date



Falsificaciones y silencios

La difusión de los grandes errores sobre la fe y la moral viene producida no sólamente por falsificaciones de ciertas verdades, sino casi tanto o quizá más por los silenciamientos de las mismas. Un silencio largamente persistente sobre una verdad católica equivale muchas veces a una negación. «De la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12,34). No es posible que un cristiano sacerdote, catequista o educador crea en una verdad importante de la fe, y nada diga de ella en su ministerio durante años. La luz que no se pone en lo alto, para que alumbre a los de la casa, sino que se oculta en un cajón, viene a ser normalmente una luz apagada (+Mt 5,15).

Por otra parte, dada la íntima unidad que armoniza entre sí todas las verdades de la fe, no puede falsificarse o silenciarse-negarse una, sin que todas las otras se vean profundamente afectadas.


Numerosas desviaciones heréticas

En el año 1984, el cardenal Ratzinger, prefecto de la Congregación de la Fe, describe en su libro Informe sobre la fe (BAC pop., Madrid 1985), expresándose a título personal, el panorama sombrío que no pocas Iglesias de Occidente ofrecen con frecuencia. Y en los años siguientes a esa fecha no se han producido cambios decisivos en la situación.

Según Ratzinger, «gran parte de la teología» católica olvida que su trabajo es ante todo un servicio eclesial, y de ahí «se sigue un pluralismo teológico que en realidad es, con frecuencia, puro subjetivismo, individualismo que poco tiene que ver con las bases de la tradición común... con grave daño para el desconcertado pueblo de Dios... En esta visión subjetiva de la teología, el dogma es considerado con frecuencia como una jaula intolerable, un atentado a la libertad del investigador» (79-80).

«Después del Concilio se produce una situación teológica nueva: se forma la opinión de que la tradición teológica existente hasta entonces no resulta ya aceptable, y que, por tanto, es necesario buscar, a partir de la Escritura y de los signos de los tiempos, orientaciones teológicas y espirituales totalmente nuevas... La crítica de la tradición por parte de la exégesis moderna, especialmente de Rudolf Bultmann y de su escuela, se convierte en una instancia teológica inconmovible» (196).

De las premisas anteriores se sigue, pues, un «confuso período en el que todo tipo de desviación herética parece agolparse a la puertas de la auténtica fe católica» (114). Por eso, la descripción de todos y cada uno de los errores ampliamente difundidos en el pueblo cristiano resulta aquí una tarea imposible, por supuesto. En todo caso, señala el Cardenal, entre otros errores, el optimismo rousseauniano o teilhardiano en la visión del hombre, que quita todo sentido al dogma del pecado original (87-89, 160-161), el arrianismo actual en cristología, que acentúa la humanidad de Jesús, silenciando su divinidad o no afirmándola suficientemente (85), el «colapso» de la teología sobre la Virgen María (113), la errónea visión del misterio de la Iglesia (53-54, 60-61), la negación del demonio (149-158), la deformación de la redención, del misterio de la salvación, cuyo significado viene a reducirse a «caminar simplemente hacia el porvenir como necesaria evolución hacia lo mejor» (89), etc.


Efectos en catequesis y misiones

Los efectos de estas frecuentes confusiones y desviaciones teológicas han de ser muy graves.

-Catequesis. «Puesto que la teología ya no parece capaz de transmitir un modelo común de la fe, también la catequesis se halla expuesta a la desintegración, a experimentos que cambian continuamente. Algunos catecismos y muchos catequistas ya no enseñan la fe católica en la armonía de su conjunto», sino algunos aspectos del cristianismo que consideran «más cercanos a la sensibilidad contemporánea» (80). Ello produce «el resultado que comprobamos: la disgregación del sensus fidei en las nuevas generaciones» (81).

-Misiones. Habiendo «disminuído el carácter esencial del bautismo, se ha llegado a poner un énfasis excesivo en los valores de las religiones no cristianas, que algún teólogo llega a presentar no como vías extraordinarias de salvación, sino incluso como caminos ordinarios... Tales hipótesis obviamente han frenado en muchas la tensión misionera» (220; +152-154).

Así las cosas, «los cristianos son de nuevo minoría, más que en ninguna otra época desde finales de la antigüedad» (35). Juan Pablo II certifica el mismo dato: «el número de los que aún no conocen a Cristo ni forman parte de la Iglesia aumenta constantemente; más aún, desde el final del Concilio, casi se ha duplicado» (Redemptoris missio 3).


Efectos en las vocaciones

¿Es extraño que el árbol de una Iglesia local, regado unas veces con agua y otras con ácidos corrosivos, deje casi de dar el fruto de las vocaciones sacerdotales y religiosas? ¿Hay que considerar la ausencia de estas vocaciones como un misterio negativo sorprendente, acerca del cual no se sabe bien cómo actuar, pues no se conocen bien sus causas o se estima que no es posible actuar sobre ellas?...

Una vez descrita en síntesis la situación doctrinal en publicaciones, Seminarios, catequesis, ¿se alcanza a comprender por qué los niños y adolescentes de ciertas Iglesias, así adoctrinados, no se animan a dejarlo todo, para seguir a Cristo en la vocación apostólica?...

Nótese que todo error generalizado en la predicación tiende a producir en el pueblo cristiano deformaciones mentales y de conciencia más o menos graves. En estas circunstancias, la gracia del Señor ha de realizar obras realmente extraordinarias para llevar a buen término una vocación apostólica: 1º, tiene que hacerse oir en la conciencia del llamado, sin que muchas veces se den los medios ordinarios para ello; y 2º, tiene que rehacer completamente en el candidato un mente y una vida gravemente malformadas. Estamos así, con todo esto, fuera de las vías ordinarias por las que el Señor suscita las vocaciones en sus Iglesias.

Veamos, pues, ahora sólamente algunos temas concretos de la fe, falseados o silenciados. Nos asomaremos únicamente a tres temas. Otros habría más importantes, sobre Cristo y la Iglesia, la gracia y la libertad humana, etc. Pero estos tres que he elegido pueden ser objeto de una exposición más simple y rápida. Y como ejemplos, son suficientes para mostrar la verdad que ha de ser afirmada: que la escasez de vocaciones es causada principalmente por el falseamiento o el olvido de importantes verdades de la fe católica.


1. El demonio

Viene a dar lo mismo negar la existencia del demonio o silenciarla sistemáticamente durante decenios, excluyéndola de la teología, de la catequesis, de la espiritualidad y de la predicación. Es lo mismo para los efectos. Ahora bien, en los últimos años muchos maestros del pueblo cristiano han silenciado casi totalmente la fe católica sobre el demonio.

Concretamente, aquellos textos de espiritualidad cristiana, que sistemáticamente se permiten ignorar, negar o silenciar la raíz diabólica de la tentación y de todos los males del mundo, llevan en sí, aunque no lo pretendan, una no pequeña falsificación de la vida cristiana. Contradicen, por ejemplo, a San Pablo, para quien el combate cristiano tiene en el diablo un enemigo mayor aún que el que halla el hombre en su propio ser, pues «no es nuestra lucha contra la sangre y la carne, sino contra los espíritus malos» (Ef 6,12)

Con una parábola. Tras leer un libro muy amplio sobre Táctica y estrategia de la guerra, comprobamos, no sin sorpresa, que el autor no menciona en absoluto, o lo hace en un parrafito a pie de página, la aviación militar enemiga... Pero ¿no es ésta hoy, precisamente, la parte más poderosa y destructiva de un ejército? ¿Cómo es posible, pues, que no se trate de ella en un texto tan completo sobre estrategias bélicas? No caben sino tres explicaciones: 1, el autor no conoce la aviación de guerra; 2, niega su existencia; 3, la conoce, pero no se atreve a hablar de ella; no le parece oportuno. Transponiendo ya la parábola al campo teológico de la espiritualidad, habrá que pensar que aquel teólogo que escribe un libro de espiritualidad sin mencionar al demonio, es un ignorante, un hereje o un oportunista. Y en ninguno de los tres casos interesa leerle. Mejor dicho, interesa no leerle. Es un autor que, en un tema grave, se separa claramente de la Biblia y de la Tradición doctrinal y espiritual cristiana.

Sin la fe en el demonio no se entiende la gravedad de los males del mundo, se trivializa la redención obrada por Cristo Salvador, se deja en nada la necesidad de la gracia, de los sacramentos, de la oración de petición. Se acude al combate espiritual empleando unas armas de juguete, ridículas, y es casi inevitable caer en actitudes semipelagianas o pelagianas: el hombre puede salvarse por sus propias fuerzas. Es sólo cuestión de mejorar la educación, aplicar ciertos métodos, y organizar un poco mejor las cosas.

- Vocaciones. ¿Qué falta hacen, en ese cuadro cristiano falseado, los sacerdotes, los ministros de una salvación por gracia? Pero vengamos todavía a otra pregunta: quienes durante decenios silencian o niegan al demonio en su ministerio, desfigurando así tan gravemente el Evangelio, ¿se dan cuenta de que esa actitud es causa, con otras, de la escasez de las vocaciones -y de tantos otros males-?... Quizá ellos piensen que presentan así un cristianismo «más positivo» o, incluso, «menos primitivo», «más aceptable al hombre moderno». Pero están en un grave error. El Evangelio más positivo y aceptable para el hombre moderno es el Evangelio verdadero que predicó nuestro Señor Jesucristo. Y ése es el único que puede suscitar vocaciones.


2. Salvación o condenación

En las Iglesias sin vocaciones se pensó durante los últimos decenios que hablar mucho de la vida eterna traía consigo una devaluación de la vida terrena. Gran error. La verdad es justamente lo contrario. La vida terrena, formada de innumerables actos pequeños, aparentemente triviales, tan condicionados y contingentes, sólamente manifiesta toda su grandeza cuando por la fe se conoce que es ella la que decide una eterna salvación o una irremediable condenación, una vida eterna más o menos dolorosa o feliz. Por eso, una devaluación de la vida más allá de la muerte, un encerramiento mental en el tiempo presente, no consigue sino miserabilizar indeciblemente la vida temporal terrena.

Más claramente: la negación o el silenciamiento sistemático de una posible condenación eterna (infierno) y de una escatología intermedia de purificación (purgatorio), así como las escasas alusiones a la esperanza de la vida eterna (cielo) -que, por lo demás, se presenta con frecuencia como un happy end necesario-, son errores que dejan a los cristianos encerrados en un cristianismo falso, horizontal y secularizado, construído ante todo para mejorar en lo poco que se pueda esta precaria vida presente.

- Vocaciones. En esta perspectiva falseada del Evangelio, las vocaciones, como podemos comprobar, son prácticamente imposibles. Pero analicemos estas cuestiones con mayor atención.


-El infierno

El Catecismo observa que «Jesús habla con frecuencia de la gehenna y del fuego que nunca se apaga» (n. 1034). Es verdad. Jesucristo, con mucha frecuencia -en unos cincuenta momentos diversos de su Evangelio; es decir, casi siempre que enseña o exhorta-, da su mensaje señalando en forma explícita un posible final eterno de salvación o de condenación.

En este sentido, el lenguaje de Cristo en el Evangelio es fuertísimo. Pero lo emplea porque sabe que es necesario para salvar a la humanidad, que Él ama hasta entregar por ella su sangre. Él sabe que los hombres están en un tremendo error: piensan que pueden hacer de su vida lo que les dé la gana, sin que pase nada. El Padre de la Mentira, por medio de esta falsedad, les mantiene fijos en la insolencia habitual de sus pecados. Creen que no hay Dios, o que Dios no es el Señor. Piensan, si no, que Dios, siendo tan bueno, perdona todo necesariamente, aunque los hombres no se arrepientan. Y por eso siguen pecando. Se puede, pues, tranquilamente dejar morir de hambre al prójimo, profanar el matrimonio, abortar los propios hijos, mentir o robar, aceptar, incluso legalmente, las uniones homosexuales, proclamándolas tan naturales como los matrimonios, independizar totalmente la vida social humana de la autoridad del Señor, etc.

Pues bien, Jesucristo, «la epifanía del amor de Dios hacia los hombres» (Tit 3,4), precisamente porque ama con toda su alma a los hombres pecadores, les dice: «yo os lo aseguro: si vosotros no os arrepentís, todos moriréis igualmente» (Lc 13,3). «¡Serpientes, raza de víboras! ¿Cómo podréis escapar de la condenación del infierno?« (Mt 22,33). Sabedlo, creedlo: al fin de los tiempos, el Señor «dará a cada uno según sus obras» (16,27), y «cuantos hicieron el bien saldrán para la resurrección de la vida; los que hicieron el mal, para la resurrección de la condenación» (Jn 5,29).

Ésta es la predicación de Cristo, la de los Apóstoles y la de toda la tradición de la Iglesia. La única que puede sacar al hombre de sus pecados. La que afirma claramente que cada uno de nosotros ha de comparecer finalmente ante «el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba conforme a lo que hizo durante su vida mortal, el bien o el mal» (2Cor 5,10). Por eso, puesto que «el Padre juzga a cada uno según sus obras, conducíos con temor durante el tiempo de vuestra peregrinación» (1Pe 1,17; +Ap 2,23).

Pues bien, si Cristo predica aludiendo con frecuencia la trágica y real posibilidad del infierno, y si ésta ha sido la predicación continua de la Iglesia -San Pablo, San Agustín, San Francisco de Javier, San Luis María Grignion de Monfort, todos-, ¿podremos hoy nosotros evangelizar, negando en la práctica o silenciando sistemáticamente una posible condenación eterna? ¿Una desfiguración tan grave del Evangelio podrá ser justificada por la pretensión de ofrecer un cristianismo más «atrayente», más «positivo», liberado de «dramatismos» innecesarios?

Y no vale decir: «Ahora no predicamos el infierno porque antes se predicó demasiado». Esa dialéctica es falsa. Una proposición excesiva del infierno dice la verdad de modo imprudente, pero un silenciamiento total transmite de hecho un error, una mentira.

Tampoco vale la hipótesis: «¿y si el infierno está vacío?». Ese supuesto es difícilmente conciliable con los anuncios proféticos de Cristo y con la tradición unánime de la Iglesia. Como recuerda el Catecismo, «Jesús anuncia en términos graves que "enviará a sus ángeles, que recogerán a todos los autores de iniquidad... y los arrojarán al horno ardiendo" (Mt 13,41-42), y que pronunciará la condenación: "¡alejáos de mí, malditos, al fuego eterno!" (25,41)» (n.1034). Por eso «la enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad» (n.1035).

Un padre del Concilio Vaticano II, solicitó que se declarase que hay condenados de hecho -es decir, que el infierno no es una mera hipótesis vacía-. Pero la Comisión Teológica le respondió que en el mismo texto conciliar (Lumen gentium 48d) ya se excluía esta interpretación meramente hipotética del infierno en las citas del Nuevo Testamento, aducidas en forma gramatical futura (saldrán, irán, etc.) (+C. Pozo, Teología del más allá, BAC 282, 19812, 555).


-El purgatorio

Nos dice la fe de la Iglesia que «cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular, bien a través de una purificación», etc. (Catecismo n.1022). La Iglesia ha enseñado siempre que esta purificación será más o menos larga y dolorosa según la mayor o menor impureza de los hombres a la hora de la muerte, y que cesa, por el ingreso en el cielo, «una vez que estén purificados después de la muerte» (Benedictus Deus, Dz 1000). Hay, pues, que orar y ofrecer misas y sufragios por los difuntos, para aliviar y acortar este proceso de santificación última, pasiva y dolorosa.

Pues bien, en las Iglesias que apenas tienen ninguna vocación, se ha extendido con relativa frecuencia la predicación funeraria, aparentemente optimista, de que «nuestro hermano, ya desde hoy, está en el cielo». Por lo visto, consta que nuestro hermano no necesita una purificación complementaria después de la muerte, y que ha muerto en perfecta disposición para la visión beatífica... De este modo, los mismos que se escandalizan de ciertas beatificaciones realizadas en pocos años, canonizan a los difuntos al día siguiente de su fallecimiento: «ya está en el cielo», les aseguran a los familiares afligidos. Y alguno irá aún más lejos, extendiendo al difunto el privilegio único de la Virgen Santísima, elevada en cuerpo y alma a los cielos: «nuestro hermano ya ha resucitado»...

La Escritura y la fe de la Iglesia dicen otra cosa. Pablo VI, en el Credo del Pueblo de Dios, atestigua, por ejemplo, que las almas del purgatorio y del cielo «constituyen el pueblo de Dios después de la muerte, la cual será totalmente destruída el día de la resurrección, en el cual las almas se unirán con sus cuerpos» (n.28). Y la resurrección se producirá «en la segunda venida de Cristo», cuando Él vuelva, en el último día.


-El cielo

Así como en las Iglesias sin vocaciones no suele hablarse nunca del infierno y del purgatorio, del cielo sí se habla algo, muy poco, pero dándolo como un destino seguro para todos. Otra cosa se estima inconciliable con la bondad infinita de Dios. Y se piensa también quizá que viene a ser mejor callar aquellos temas de la fe que podrían alejar a muchos de la Iglesia.

Tampoco, por otra parte, se llega casi nunca a recordar que en la felicidad de la vida eterna hay grados muy diversos, pues en la Casa del Padre «hay muchas moradas» (Jn 14,2), y que «el que escaso siembra, escaso cosecha; pero el que siembra con largueza, con largueza cosechará» (2Cor 9,6). En efecto, como enseña el Concilio de Florencia, todos los bienaventurados «ven claramente a Dios mismo, Trino y Uno, tal como es; unos sin embargo con más perfección que otros, conforme a la diversidad de los merecimientos» (1439: Dz 1305; +1582).

- Vocaciones. Según lo hasta aquí expuesto, si el infierno es impensable, si el purgatorio no existe, y si el cielo es un destino seguro e igual para todos ¿quién se animará a dejar familia y trabajo, para ser sacerdote o religioso, dedicando la vida con Cristo para la salvación de los hombres? ¿Para qué, si están ya todos salvados?

Consideremos esto con un ejemplo. Veamos la acción de un sacerdote sobre una persona que está desesperada, al borde del suicidio, a causa de su situación económica. Precisemos, en primer lugar, que su desesperación suicida tiene por causa su falta de confianza en la Providencia divina, y como ocasión su posible ruina. Pues bien, supongamos que ese sacerdote le procura al desesperado una ayuda económica, y le devuelve la tranquilidad: con eso le ha hecho un bien-terreno-material, apreciable, pero muy limitado, pues la persona queda igual, con la misma desconfianza en Dios, e igualmente vulnerable a futuras desesperaciones. Supongamos que, además de ese bien material -o si no puede procurárselo, en vez de él-, el sacerdote, con la gracia de Dios, le comunica un bien-terreno-espiritual inmenso: le enseña a confiar siempre en la Providencia, también en las angustias económicas, de modo que esta persona pasa ya para siempre de las continuas preocupaciones o una confianza inalterable. Este bien espiritual, sin duda, es mucho mayor que el primero. Y aunque sus buenos efectos se ven ya en la vida presente, sus beneficios sin duda mayores son invisibles, pues se producen más allá de la muerte: la acción sacerdotal ha ayudado a ese desesperado a evitar el infierno -la desesperación suicida puede ser un pecado gravísimo-, a disminuir el purgatorio -pues la persona muere vestida del hábito limpio de la santa esperanza, no ensuciado por la desconfianza-, y a acrecentar su cielo.

En resumen, allí donde la acción apostólica transmite a los hombre bienes terrenos -materiales y sobre todo espirituales- y con ellos bienes en la vida eterna -evitar el infierno, disminuir el purgatorio, agrandar el cielo-, se manifiesta a los fieles como algo tan verdaderamente grandioso, que hay vocaciones. ¿Cómo no va a haberlas? Las hay de hecho.

Por el contrario, el ministerio sacerdotal, allí donde se ha suprimido infierno y purgatorio, y se ha asegurado a todos un cielo igual, queda reducido a una asistencia benéfica temporal, que viene a unirse en el mismo nivel -si no más abajo- a las demás profesiones seculares: médicos, asistentes sociales, psiquiatras, etc. ¿Cómo va a haber así vocaciones apostólicas? No las hay. Faltan casi en absoluto. ¿Cómo va a haberlas? En realidad, si se falsifica tan gravemente el Evangelio, no tienen éstas por que surgir.


3. La secularización

En otro estudio he descrito la secularización de la vida laical, de las obras de caridad, de la acción pastoral y misionera, la secularización de la liturgia, la secularización, en fin, de los fines y medios propios de la Iglesia de Cristo. Todas esas modalidades de la secularización, evidentemente, están entre las causas que más eficazmente influyen en la escasez de vocaciones apostólicas. Pero, como es obvio, de una manera especial influye en esa escasez la secularización de la vida y acción de sacerdotes y religiosos. Me dispenso, pues, aquí, para ser breve, de describir estos procesos que en ese libro analizo (+Sacralidad y secularización).

Señalo, sin embargo, aquí otra manera de la secularización que, en grados más o menos acusados, se da con frecuencia en las Iglesias más debilitadas; y es la secularización de la educación católica. En las Iglesias sin vocaciones los colegios católicos apenas dan educación católica. Y esto, a veces, no sólo de hecho, sino en principio.

Hace poco, en un congreso de 1996, se establecía este plan para la educación católica:

«Los educadores cristianos estamos convocados a evangelizar, desde la educación, las culturas de nuestro tiempo. Esta llamada exige lucidez para detectar lo que ocurre en la realidad circundante, capacidad crítica para analizarlo y toma de postura desde los criterios del Evangelio.

«Ante una concepción de educación escolar exclusivamente como transmisora de saberes es preciso pensar, programar y realizar una educación comprometida con la causa del ser humano como persona. Una educación que, en todos los procesos de enseñanza-aprendizaje, tenga como referente de comprensión, de interpretación y de actuación a la persona como valor fundamental. Una educación que, por ser personalizadora, ha de ayudar al desarrollo de todas las dimensiones y capacidades del ser humano. Para ello, junto a otros muchos contenidos educativos, ha de hacer presente la propuesta de valores de sentido de la propia existencia.

«A la educación personalizadora, enraizada en la valoración de cada persona, hay que incorporar la dimensión social de la educación. Una educación insertada en el proceso global de transformación de la sociedad.

«Esta propuesta educativa nos lleva:

-«A desarrollar el potencial de valoración de los alumnos de modo que les capacite para hacer opciones libres y conscientes en la vida.

-«A ayudarles en el proceso de maduración en ámbitos básicos de su personalidad: la dimensión cognitiva, la dimensión afectiva y la dimensión de la libertad. La experiencia nos confirma que sólo en lo profundo de una personalidad madura pueden germinar y crecer los valores trascendentes.

-«A asumir operativamente la dimensión social de la educación y la formación de la conciencia social de los alumnos, promoviendo en los centros educativos acciones concretas: programas cooperativos en favor de la solidaridad, los derechos humanos, la paz, la tolerancia, el diálogo; colaboración en proyectos sociales dirigidos a las personas y los grupos desfavorecidos, excluidos o marginados.

«Percibimos la necesidad de una educación moral de nuestros alumnos y alumnas que parta del reconocimiento de la dignidad de toda persona. Esto nos lleva a ofrecer el mensaje cristiano como horizonte para la realización del ser humano, para la mejora y humanización de la sociedad.

«En este contexto, la propuesta de educación integral debe dirigirse hacia la formación de personas autónomas que saben quiénes son y hacia dónde se orienta su existencia, capaces de darse un proyecto personal de vida valioso y de llevarlo libremente a la práctica».

Un portavoz autorizado declaraba que este planteamiento de la educación católica se producía «en la perspectiva de la Nueva Evangelización». Y tan nueva...

Poco más tarde, un Obispo, en el funeral de dos policías asesinadas por unos delincuentes, señalaba que «la fe y la esperanza en Jesucristo son las únicas que pueden hacer posible que nuestros corazones no se dejen llevar a su vez, ante la brutal injusticia y la violencia, al odio, a la venganza, es decir, a más violencia y ruina de nuestras vidas». En efecto, «hasta los valores éticos, que en teoría parecen evidentes, pierden su consistencia y su carácter vinculante, y sobre todo, el corazón pierde la energía para adherirse a ellos, antes hechos como éste». Es evidente: «entre la pérdida de la fe cristiana y el crecimiento de la violencia, de la injusticia y de la pérdida del respeto a la vida, hay una relación directa... Una sociedad de espaldas a Dios, donde Dios no cuenta, es una sociedad que se vuelve inhumana, es una sociedad donde proliferan toda clase de plagas sociales». Éste es, sin duda, el verdadero lenguaje de la educación católica del pueblo y de la nueva evangelización.

Por lo demás, si unos creen que, en un mundo tan secularizado, es inevitable limitarse a una educación en valores éticos universales, ya que no es posible dar una educación católica -que ellos no dan-, y hay otros, en cambio, que, en ese mismo mundo secularizado, creen que es posible dar una educación católica -que ellos dan-, ¿a cuál de los dos testimonios convendrá que demos crédito?

Que le pregunten, por ejemplo, si es posible en el mundo de hoy la educación católica, en el sentido fuerte del término, a FASTA (Fraternidad de Agrupaciones de Santo Tomás de Aquino), asociación canónica privada de fieles, fundada en Argentina, en 1962, por el dominico Aníbal E. Fosbery, que tiene en Argentina, Uruguay, Chile, Perú, Estados Unidos y España, un buen número de colegios, escuelas de niños, institutos, residencias universitarias, casas de espiritualidad y centros de servicios educativos. Y a este ejemplo, gracias a Dios, podrían añadirse otros en muchas regiones de la Iglesia actual.

- Vocaciones. Para infundir en los hombres «la fe y la esperanza en Jesucristo», como única salvación de personas y pueblos, hay y habrá siempre vocaciones sacerdotales y religiosas. Pero para propugnar la solidaridad, la tolerancia, el diálogo y la paz, no las hay ni las habrá. Ni tiene por qué haberlas en la Iglesia de Dios. Para eso, nadie será capaz de «dejarlo todo y seguir a Cristo». Esto puede comprenderse teóricamente, pero basta la experiencia práctica para asegurarse de su verdad.

Y ya que estamos en ello, notaré de paso que, entre los distintos grupos de institutos religiosos, el brusco descenso de las vocaciones se ha producido de modo especial en las familias religiosas educativas, a pesar de ser ellas las que tienen un contacto más directo y frecuente con la juventud.


Los sabios necios y los ignorantes sabios

Hemos visto, en fin, brevemente, sólo tres temas doctrinales, en que la enseñanza católica de la Iglesia es torcida o silenciada con frecuencia. Y hemos señalado su nexo causal evidente con la ausencia de vocaciones. En otros cien objetos de la fe, de más compleja descripción y análisis, hubiéramos llegado a las mismas conclusiones: todo falseamiento o silenciamiento de verdades de la fe tiene fuerza para acabar con las vocaciones. Esta afirmación es muy grave y muy importante, y merece el complemento de cuatro observaciones.


1.- El pueblo cristiano guarda la fe, aunque en las alturas de la Iglesia se produzcan escándalos morales. En tantas ocasiones a lo largo de la historia de la Iglesia, se ha podido comprobar que los pecados personales de los miembros de la Iglesia, incluso de los más altos, no eran capaces de destruir la fe de los cristianos. Y que éstos continuaban yendo a Misa, para pedir unánimes al Señor: «no tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia». Lo mismo que seguían también surgiendo vocaciones.


2.- El pueblo cristiano tampoco pierde la fe cuando él mismo peca. Eso sí, la pone en peligro: «mantén el buen combate, con fe y buena conciencia. Algunos que la perdieron naufragaron en la fe» (+1Tim 1,18-19).

Es posible, por ejemplo, que un feligrés en un mal momento se propase con su novia, y quebrante la ley de Cristo. Tendrá que arrepentirse, confesarse, y hacer propósito de la enmienda; y aún con eso, es posible que tenga otras recaídas. De todos modos, en esa y otras materias, cojeando, cayendo y levantándose, con el favor de Dios, mejor o peor, irá caminando por el Evangelio del Señor. Lo que no es probable es que este cristiano corriente, pierda la fe en temas de castidad, es decir, se atreva a suprimir la ley de Cristo o a cambiarla, que viene a ser igual.


3.- El pueblo pierde la fe cuando es engañado por los falsos profetas. Sin éstos, aunque sea precariamente, guarda la fe. Para cambiar o suprimir la ley de Cristo hace falta la soberbia de una autosuficiencia que rara vez se encuentra en los feligreses sencillos, pero que por desgracia se da hoy con demasiada frecuencia entre los estudiosos de las Iglesias sin vocaciones.

Volviendo al ejemplo último: no pocos expertos en teología moral, partiendo de sus conocimientos y títulos académicos, y usando delicadísimas herramientas semánticas, hermenéuticas, filosóficas y teológicas, llegan a descubrir a veces lo que nunca se le hubiera ocurrido al pobre pueblo cristiano ignorante: que «a partir de una visión meramente personalista del amor no se puede afirmar taxativamente que las relaciones sexuales prematrimoniales sean enteramente y en todas circunstancias descartables». Es posible, eso sí, discernir el criterio de «la negatividad moral de las relaciones sexuales prematrimoniales. Pero, al mismo tiempo, el criterio no indica que siempre sean en sí mismas éticamente rechazables»...

Leo este texto de un teólogo católico, publicado por una editorial católica, en una librería católica. Pero, con pocas excepciones, en cualquier librería católica de las Iglesias debilitadas, también en las diocesanas, pueden hoy adquirir los novios cristianos informaciones semejantes sobre tan «alentadora» enseñanza.


4.- La generalización de la mala doctrina, que se registra en los pueblos descristianizados de Occidente, y que es capaz de acabar con la fe y con las vocaciones, ha venido impulsada ante todo por los eclesiásticos y religiosos más ilustrados. Así ha sido casi siempre, por lo demás. Ya sabemos que el Señor se complace en manifestar a los humildes pequeños lo que oculta a los sabios autosuficientes (+Mt 11,25).

Y quien se extrañe de que puedan darse en las Iglesias tan grandes errores, olvida las profecías de Jesucristo: «saldrán muchos falsos profetas y extraviarán a la gente» (Mt 24,11; +7,15-16). Estos maestros del error, al servicio del enemigo -según explica Cristo- son los que siembran la cizaña en el campo del Señor, «mientras todos dormían» (Mt 13,25), especialmente los que tenían por encargo vigilar la heredad de Dios.

Ésta es, propiamente, la acción del Padre de la Mentira, o como dice el Apocalipsis, la actividad propia de la Bestia segunda (Ap 13,2.12-17). Es el empeño incesante de los falsos profetas, cuya fisonomía y modos de actuar conocemos perfectamente, no sólo por la experiencia presente, sino porque son muy numerosos los avisos y las descripciones que los Apóstoles dan sobre ellos (1Tim 1,7; 6,4-6.21; 2Tim 2,17-18; 3,1-13; 4,4.15; Tit 1,10-16; 3,11; Sant 3,15; 2Pe 2; 1Jn 2,18.26; 4,1.5-6; Jud 3-23).

Podemos visualizar esto con una parábola-acertijo. Dos hermanos, cristianos practicantes, se ven sacudidos por una gran desgracia: su padre ha sido atropellado por un conductor imprudente. Ambos han procurado los más extremos cuidados clínicos a su padre, que está ahora entre la vida y la muerte, y sólo queda esperar si reacciona. En esta situación, un hermano acepta la desgracia como permitida por la Providencia divina; y suplica a Dios, encargando misas y por la intercesión especial de un santo, que sane a su padre, lo que vendría a ser un milagro, si así conviene. El segundo hermano ironiza con amargura sobre todo eso, pues él niega que la Providencia divina tenga nada que ver con un mínimo accidente causado por un imprudente; no cree en la intercesión de los santos, ni en la eficacia de las misas ofrecidas por una intención; como tampoco cree en la posibilidad de un milagro que altere en un punto las leyes universales. El primer hermano defiende sus actitudes espirituales recurriendo al Catecismo universal de la Iglesia. El segundo comenta que el mayor defecto del citado Catecismo es haber sido escrito. El acertijo es éste: ¿cuál de los dos hermanos estudió recientemente en un seminario, un noviciado o un centro teológico?... En la mayor parte de las Iglesias que van a menos la respuesta es obvia.


5.- No pocas veces, las mismas Iglesias y familias religiosas que no tienen fuerza para suscitar vocaciones, tampoco la tienen para dar buena formación en sus seminarios y noviciados a aquellas pocas que, a través de movimientos, familias cristianas o personas concretas -muy poco de su agrado-, Dios les da, en su gran misericordia. Sus Centros de formación vocacional adolecen de graves deficiencias en doctrina y espiritualidad. Lo cual es causa también de la escasez de vocaciones.


6.- Por último, donde la mala doctrina abunda, se debilita la fe y la vida moral del pueblo cristiano, y se acaban las vocaciones sacerdotales y religiosas.


La primacía de los teólogos sobre los pastores

En un pueblo descristianizado es lógica la primacía de los teólogos sobre los pastores. Por eso, precisamente, es un pueblo descristianizado: porque no «persevera en escuchar la enseñanza de los apóstoles» (Hch 2,42).

Y entonces, cuando un buen número de teólogos se contrapone al Magisterio apostólico, y se hace hábilmente con la guía práctica de los cristianos -cuando, por ejemplo, entre los autores más promovidos en las librerías católicas, también en las diocesanas, están durante decenios un Hans Küng o un Leonardo Boff-, el pueblo se divide, y muchos van a la ruina. O con otro ejemplo: poco crédito se dará a unas encíclicas como la Humanæ vitæ o la Familiaris consortio, allí donde tantas librerías católicas, también las diocesanas, difunden sobre todo libros de teólogos que las contradicen abiertamente en temas graves.

Es normal que el mundo protestante, careciendo de sucesión apostólica, de sacerdocio sacramental y de santidad canonizada, dé la primacía de la enseñanza a los teólogos. Eso es lógico. Pero la Iglesia católica confía la guía de los cristianos no a los más listos, o a los que más gritan, o a los que reciben más apoyos del mundo, sino a los pastores, sacramentalmente ordenados, «puestos por el Espíritu Santo para apacentar la Iglesia de Dios» (+Hch 20,28), los cuales, contando con la fiel colaboración de los teólogos, aseguran a los cristianos los buenos pastos. En efecto, la buena doctrina es primordialmente, con la Escritura, la didascalia apostolorum y la enseñanza de los santos. El orden, pues, es éste, y no debe ser alterado: «primero los apóstoles, segundo los profetas, tercero los doctores» (1Cor 12,28). Es decir: primero los Obispos, segundo los santos, y tercero los teólogos.

De nuevo un ejemplo, esta vez histórico. Cuando a comienzos del siglo V el semipelagianismo se va difundiendo en torno de algunos monasterios de las Galias, los futuros santos Próspero e Hilario acuden a la Sede apostólica del Papa Celestino I, denunciando que no pocos sacerdotes están enseñando en temas de gracia contra la verdad católica. San Celestino I (431) escribe entonces una larga carta a los Obispos de las Galias, en la que casi más que de rechazar los errores, se ocupa de reprocharles que no hayan sabido hacer valer su autoridad apostólica docente, y que en sus Iglesias hayan prevalecido así las enseñanzas de aquellos a quienes corresponde un tercer puesto en la Iglesia (cum sit eius tertius locus intra Ecclesiam deputandus). Expresa luego sus dudas acerca de si los Obispos no serán cómplices de aquellos errores que no condenan (timeo ne connivere sit, hoc tacere). Ordena que no siga alzándose la novedad contra la antigua tradición (desinat incessere novitas vetustatem), de modo que la Iglesia pueda vivir en paz y sin confusión. Manda que los presbíteros se sujeten a los Obispos (sciant se, si tamen censentur presbyteri, dignitate vobis esse subjectos). Y finalmente termina su corrección diciéndoles: nam quid in ecclesiis vos agitis, si illi summam teneant prædicandi? ¿Qué hacéis, pues, en vuestras Iglesias, si son otros los que dan la suprema doctrina?... (ML 50, 528-537; 67, 267-278).


«Las herejías se agolpan»... y acaban con las vocaciones

No pocas Iglesias pasan por «un confuso período en el que todo tipo de desviación herética parece agolparse a las puertas de la auténtica fe católica». Esta afirmación del Cardenal Ratzinger, que citaba más arriba, no se limita a ciertos Centros teológicos, profesores o publicaciones especializadas. Vale también, en no pocas Iglesias, para las parroquias y catequesis, reuniones y revistas más populares. Para mostrarlo, y teniendo sólo en cuenta el campo de los sacerdotes con ministerio pastoral, podría fácilmente coleccionarse un anecdotario siniestro...

-«Hoy, en la homilía, ha dicho el cura que a la muerte de Cristo no hay que echarle tanta mística -un "sacrificio", ofrecido para "redención de los pecadores", etc.-; y que fue, simplemente, como sigue ocurriendo hoy, la muerte de un defensor de pobres y marginados, ordenada por ricos instalados en el poder». -«Vengo de una celebración penitencial. Al acabar las lecturas y la predicación, nos ha explicado el sacerdote que por el hecho de reunirnos en una liturgia penitencial, ya quedaban perdonados nuestros pecados; pero que si alguno quería pasar a confesarlos individualmente, podía...» etc. -«¿Recuerdas a aquel joven que hace unos años le abandonó su esposa? El otro día un religioso le ha dicho que así no puede seguir, que vaya pensando en rehacer su vida con alguna buena mujer, que no es posible que, a su edad, Dios le pida...» etc.

En una Iglesia local, maleada en doctrina y disciplina, estas anécdotas se multiplican indefinidamente, hasta el punto que ya ni siquiera se almacenan en la memoria. Llegan un día tras otro, y a veces varias en un solo día. No afectan, a veces, es cierto, a la mayoría del clero y del laicado; pero crean efectivamente en muchos, a veces en la mayoría, una oscura y difusa confusión, en la que casi todo resulta más o menos opinable, y en la que el Magisterio apostólico viene a ser «una línea» más de pensamiento y acción, respetable, sin duda, pero que, por supuesto, no obliga estrictamente en conciencia. Ésta, sin duda alguna, ha de ser puesta siempre por delante.

Ese continuo anecdotario, herético y sacrílego, forma en esas Iglesias un tal ambiente morboso, que podría recordarnos al de una región altamente insalubre, en la que nubes de mosquitos inoculasen en la población unas fiebres malignas, de las que no pocos murieran. Esa zona sólo podría sanearse fumigándola desde arriba, y acometiendo obras importantes de infraestructura para sanear las ciénagas nocivas. Otro remedio no hay.

Podrá discutirse el aspecto cuantitativo del maleamiento doctrinal y práctico en esas Iglesias: si esos errores y abusos se dan con mucha o no tanta frecuencia. Y no será fácil dar con un criterio objetivo de medida. Pero hay, sin embargo, en esta cuestión un aspecto cualitativo, difícilmente discutible, y que es claramente significativo: en esas Iglesias ya apenas se denuncian al Obispo o a otras autoridades pastorales tan frecuentes «desviaciones heréticas» o tan numerosos «sacrilegios» (sacrilegio es «tratar indignamente los sacramentos y las otras acciones litúrgicas», según el Catecismo de la Iglesia Católica, n.2120). Y es que los cristianos fieles se han resignado ya a ese mal, abrumados por su frecuencia: «¿Qué adelantaríamos con denunciarlos?, dicen. Todo esto sucede públicamente en bastantes lugares hace muchos años, y el Obispo tiene que saberlo de sobra. Será que no se puede hacer nada»... Este aspecto cualitativo, fácilmente verificable, certifica, pues, la realidad del aspecto cuantitativo, que algunos pudieran poner en duda.

- Vocaciones. Pues bien, cuando la confusión en algunos graves temas de la fe se generaliza en una Iglesia local, cuando ciertos errores importantes pueden allí afirmarse en formas estables sin que ocurra nada especial, es muy improbable que se den vocaciones sacerdotales y religiosas. Por muchas razones, de las que sólo señalaré dos:

1ª. Comprendamos que estas vocaciones apostólicas implican una opción personal muy audaz y arriesgada, que sólamente puede fundamentarse en la Roca firme de una fe verdaderamente católica. Un cristiano va sin miedos al matrimonio y al trabajo, aunque su fe esté vacilante: en todo caso, aunque fallara la fe, el matrimonio y el trabajo siguen teniendo un sentido natural pleno, y no tienen por qué derrumbarse. Pero un cristiano no puede ir a la vida sacerdotal o religiosa sino partiendo de una fe absolutamente firme: éstas son formas de vida que, si vacila la fe, se vienen abajo por su propio peso. No se sostienen en motivaciones naturales, o si en ellas se apoya sólamente, habrá de ser con enormes amarguras y contradicciones, hipocresías y sacrilegios.

2ª. Entre los miembros del clero diocesano o de la familia religiosa donde se dan estos errores y graves abusos en diaria abundancia, hay necesariamente terribles divisiones. Sólamente puede haber unidad -no sólo de disciplina, sino también de caridad fraterna- donde la obediencia a la doctrina y disciplina de la Iglesia tiene un nivel suficiente. Pues bien, un cuerpo social muy dividido en forma alguna atrae a ingresar en él.

Por eso, en una Iglesia local, gravemente maleada en doctrina y disciplina, un Consejo para la Doctrina de la Fe que funcione, tiene mucha más fuerza para suscitar vocaciones que un Consejo para la Pastoral Vocacional, por bien que éste trabaje. Aunque, volviendo a lo mismo: el Consejo Doctrinal será también inoperante allí donde la libertad de expresión y de acción, entendida al modo liberal de la sociedad civil, sea más apreciada que la ortodoxia doctrinal y disciplinar de la Iglesia Católica.


Los países ricos descristianizados, escándalo para los países pobres

La apostasía moderna se ha producido ante todo en países ricos de antigua filiación cristiana, allí precisamente donde hoy es mayor la escasez de vocaciones. Es en esas naciones donde ha nacido la mayor parte de las actuales falsificaciones del cristianismo. Y así, las mismas regiones que hasta hace poco, con sus misioneros y publicaciones, irradiaban al mundo fe y costumbres cristianas, hace ya decenios que más bien van difundiendo ateísmo, nihilismo y degradación moral.

«No es posible cerrar los ojos, decía Juan Pablo II, ante la oleada de materialismo, hedonismo, ateísmo teórico y práctico, que desde los países occidentales se ha volcado sobre el resto del mundo» (21-3-1981). O como dice Ratzinger: «es infernal la cultura de Occidente cuando persuade a la gente de que el único objetivo de la vida son los placeres y el interés individual» (Informe 209).

Un ejemplo reciente. Los organismos internacionales dominados por los países ricos de Occidente, intentan en la Conferencia de la ONU sobre población y desarrollo (El Cairo, 1994) difundir a nivel mundial el aborto, la sexualidad prematrimonial o las uniones diversas al matrimonio. De resistir ese potentísimo influjo siniestro han de encargarse no los grandes países de antigua cultura católica -que tienen gran fuerza en el conjunto de las naciones-, sino el mínimo Estado del Vaticano, con los países islámicos y Malta, y nueve países católicos de Hispanoamérica, encabezados por Argentina. Son hechos que dan mucho que pensar.

Por lo demás, como hace notar Ratzinger, es indudable que «determinada "contestación" de ciertos teólogos lleva el sello de las mentalidades típicas de la burguesía opulenta de Occidente. La realidad de la Iglesia concreta, del humilde pueblo de Dios, es bien diferente de como se la imaginan en esos laboratorios donde se destila la utopía» (24). Esto se ve, por ejemplo, con especial claridad en «la teología de la liberación, que en sus formas conexas con el marxismo, no es ciertamente un producto autóctono, indígena, de América Latina o de otras zonas subdesarrolladas, en las que habría nacido y crecido casi espontáneamente, por obra del pueblo. Se trata en realidad, al menos en su origen, de una creación de intelectuales; y de intelectuales nacidos o formados en el Occidente opulento» (207).

Y algo semejante habría de decirse respecto de la african theology: «muchísimo de lo que es presentado como africano es en realidad una importación europea, y tiene mucha menos relación con las auténticas tradiciones africanas que con la misma tradición cristiana clásica. Esta última, en realidad, se encuentra más próxima a las ideas fundamentales de la humanidad y al patrimonio básico de la cultura religiosa humana en general, que a las tardías construcciones del pensamiento europeo, con frecuencia distanciadas de las raíces espirituales de la humanidad» (215-216).

La aversión a «Roma», la repugnancia hacia los dogmas y hacia la gran disciplina de la Iglesia, el olvido de la Cruz y del sacrificio, la negación de la validez universal de las normas morales objetivas, la arbitrariedad en la sagrada liturgia, la supresión indebida de los signos sensibles distintivos en las personas, cosas o lugares especialmente sagrados, la anticoncepción generalizada y la falsificación de la moral prematrimonial y conyugal, la eliminación por principio de la autoridad de Dios en el curso de la vida política, la destrucción de la unidad interna de las naciones, etc., todo eso ha nacido en los países ricos descristianizados.

En estas naciones descristianizadas, de antigua tradición cristiana, están situados, todavía hoy, los principales centros teológicos, y allí se escribe y edita la mayor parte de cuanto se lee en la Iglesia universal. Ese enorme poder de difusión doctrinal unas veces, es cierto, está al servicio de la fe y de la caridad eclesial; pero con demasiada frecuencia sirve para escandalizar a las Iglesias locales jóvenes de los países pobres o menos desarrollados, haciéndoles vacilar a veces en su fe más reciente.

JOSE MARIA IRABURU: "Causas de la escasez de vocaciones".

-. Índice de temas


-. Introducción

1. Las vocaciones en los últimos 50 años

2. Fe y doctrina

3. Espiritualidad y disciplina

4. Los caminos de perfección

5. La pastoral vocacional


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