Espíritu de Cuerpo en la Congregación
Por: Germán Sánchez Griese | Fuente: Catholic.net
¿A qué me he comprometido?
El ingreso a nuestra Congregación podría parecer un hecho perdido en el tiempo, o un recuerdo que ha quedado en el baúl de nuestro imaginario personal. Sin embargo es un hecho que nos trasciende y que tiene consecuencias no sólo para nuestra vida terrena, sino para la vida eterna. Con nuestro sí, hemos respondido a la invitación que el Amor nos ha hecho a vivir del amor y para el amor. La vida consagrada no se puede circunscribir al corto radio de acción de nuestra persona. No somos voluntarios, empleados asalariados que nos contentamos con hacer más o menos bien los trabajos y las responsabilidades encargadas, y después encerrarnos en nuestro mundo.
La consagración comporta también un filón comunitario, que no en vano viene así reclamado por el Magisterio de la Iglesia: “La consagración religiosa establece una comunión particular entre el religioso y Dios y, en El, entre los miembros de un mismo instituto. Este es el elemento fundamental en la unidad de un instituto. Tradición compartida, trabajos comunes, estructuras racionales, recursos mancomunados, constituciones comunes y espíritu de cuerpo, son todos elementos que pueden ayudar a construir y a fortalecer la unidad; pero el fundamento de la unidad es la comunión en Cristo, establecida por el único carisma fundacional.” De tal forma es fuerte este vínculo de unión entre todos los miembros de una congregación que el Magisterio llama a los religiosos, expertos en comunión: “los religiosos, comunidad eclesial, están (...) llamados a ser en la Iglesia y en el mundo los expertos en comunión, testigos y artífices de este proyecto de comunión que se encuentra en el vértice de la historia del hombre según Dios »22 y esto por la profesión de los consejos evangélicos, que libera de todo obstáculo el fervor de la caridad y los convierte en signo profético de la comunión íntima con Dios amado soberanamente y por la experiencia cotidiana de una comunidad de vida, de oración y de apostolado, componentes esenciales y distintivos de su forma de vida consagrada, que los hace signo de comunión fraterna.”
Esta comunión, que nace de la unión que establece Cristo con cada uno de los miembros de la congregación y que a su vez cada consagrado establece con los otros consagrados de su propia congregación a través de la persona de Cristo, comporta a vivir un amor agápico entre ellos, tal y como lo ha definido en la encíclica Deus caritas est, el Papa Benedicto XVI: “De este modo se ve que es posible el amor al prójimo en el sentido enunciado por la Biblia, por Jesús. Consiste justamente en que, en Dios y con Dios, amo también a la persona que no me agrada o ni siquiera conozco. Esto sólo puede llevarse a cabo a partir del encuentro íntimo con Dios, un encuentro que se ha convertido en comunión de voluntad, llegando a implicar el sentimiento. Entonces aprendo a mirar a esta otra persona no ya sólo con mis ojos y sentimientos, sino desde la perspectiva de Jesucristo. Su amigo es mi amigo.” Este amor que se establece, o debe establecerse entre todos los miembros de la Congregación desemboca necesariamente en un interés total hacia todas las personas, de forma que no existen individualismos, regionalismos o preferencias, porque en el amor a la Congregación se ama a todas las personas y en el amor que se tiene a una persona se ama a toda la Congregación.
La consagración comporta por tanto este compromiso de amar a Cristo no en una forma teórica, sino en una forma práctica, forma que se trasluce en el amor al prójimo, comenzando sobre todo del amor a todos los miembros de la Congregación. Es un compromiso que nace del mismo amor a Cristo, que no viene impuesto, sino propuesto por Él. « Si alguno dice: ‘‘amo a Dios´´, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve (1 Jn 4, 20).
Este amor a Dios, reflejado en el prójimo comporta aspectos concretos. No en vano Pablo hace el elenco en sus cartas de todos aquellos pecados que atentan a la caridad, de forma que ésta puede muy bien ejercitarse en aspectos prácticos. El ejercicio de todas estas virtudes y manifestaciones prácticas de la caridad, harán nacer en toda la congregación un cuerpo compacto, formado de personas que realmente se aman. Este único amor se proyecta, sobretodo externamente en la misión. Las personas consagradas comparten no sólo un estilo de vida común, unos horarios comunes y una forma de espiritualidad común. Comparten un mismo carisma que se refleja en un apostolado común: “Por esta razón, la actividad apostólica de tales institutos no es simplemente un esfuerzo humano para hacer el bien, sino « una acción profundamente eclesial» (EN 60) que hunde sus raíces en la unión con Cristo, enviado por el Padre para realizar su obra y que expresa una consagración por parte de Dios, que envía a los religiosos para servir a Cristo en sus miembros de determinadas maneras (cf EN 69), de acuerdo con los dones fundacionales del instituto (cf MR 15).”
Las manifestaciones del espíritu de cuerpo en el apostolado.
Compartir un mismo carisma es compartir una misma forma de ver el mundo y de actuar en él. El carisma, la experiencia del Espíritu que ha hecho el fundador, como lo ha establecido el documento Mutuae relaciones, da la posibilidad a todos los discípulos del fundador de compartir la visión que tienen del mundo y de Dios. Dios permite a un fundador el experimentar una necesidad práctica en la Iglesia. Esta necesidad desencadena en la persona del fundador unas acciones e intenciones que lo llevan a buscar un remedio a dicha necesidad práctica. El remedio definitivo lo encontrará en la forma concreta de llevar el amor a Cristo a esas personas, a través de una espiritualidad específica, contemplando un misterio de Dios o del evangelio. Estas acciones e intenciones dejarán una huella indeleble en el alma del fundador que se convertirán en la experiencia del Espíritu. De ahí que las intenciones del fundador deban se conocidas y resguardadas por toda el Instituto, pues de ahí brotan las características específicas del Instituto como puede ser el apostolado y la espiritualidad.
Esta experiencia del Espíritu brinda a los discípulos del fundador una visión unitaria del mundo, en dónde la raíz es la necesidad apremiante que debe quedar satisfecha. Si bien es cierto que dicha necesidad puede tomar formas culturales específicas a lo largo de todos los tiempos, la intención original del fundador para solucionar la necesidad específica, debe ser conocida, “vivida, custodiada, profundizada y desarrollada constantemente en sintonía con el Cuerpo de Cristo en crecimiento perenne.” Estas intenciones del fundador serán el origen y la fuerza que debe unir a todos los miembros de la congregación en un solo cuerpo, evitando la dispersión de fuerzas y de acciones. Cuando existe esta unión en la diversidad de los miembros, se vive el espíritu de cuerpo, porque se vive para proseguir en la historia el carisma del Fundador reflejado en la misión del Instituto.
Cada uno de los miembros buscará actuar en unidad con todos, de forma que puede hablarse de un cuerpo que desarrolla diversas funciones para lograr un mismo objetivo. Espíritu de cuerpo no significa realizar el mismo trabajo, sino llevar a cabo diversas tareas especializadas con un fin único. Esta finalidad, llevar a cabo las intenciones del Fundador, es el factor de unión entre todos las personas consagradas, que comienzan a verse a sí mismas como parte de un cuerpo, sin perder sus características específicas. Se tiene una mente única, una única visión de la realidad, pero se trabaja en forma distinta. Del conocimiento específico, claro y uniforme del carisma brotará el espíritu de cuerpo en la misión, de forma que se actúe con una sola mente, con una sola voluntad y con sólo corazón. La unidad genera por tanto el espíritu de cuerpo en la triple vertiente, reflejando las potencias del hombre: mente, voluntad, afectividad.
Cuando se conocen las intenciones del fundador y se actúa guiado por el gobierno central que no busca imponer su autoridad sino obedecer al carisma y poner a disposición de los miembros de la congregación los elementos idóneos para poner en práctica el carisma y alcanzar las intenciones que había formulado el Fundador, se vive con tranquilidad y con gozo la propia misión, porque se sabe que toda la congregación va en una sola dirección.
Espíritu de cuerpo en la mente porque todos piensan como piensa el fundador. No es que se deba renunciar a tener un propio pensamiento, a hacer una análisis de la realidad, a proponer nuevas iniciativas. Se trata más bien de ver y juzgar de acuerdo a las prioridades que el carisma requiere en cada época. Es el cuerpo que busca un solo fin y que actúa para lograr tal fin. San Pablo utiliza la imagen del cuerpo que bien puede aplicarse a nuestro argumento. No todos los miembros en la Congregación ejercen las mismas funciones, como los miembros del cuerpo que no todos son el mismo miembro. Pero todos forman parte del cuerpo para ejercer las funciones prioritarias al cuerpo. Todos coadyuvan a tal fin, porque hay una mente que los dirige. De la misma manera, el carisma hace de cerebro rector de forma que dirige, suscita y coordina las operaciones que tiendan a alcanzar la finalidad prefijada por el carisma. Todos los consagrados comienzan a moverse en la misma dirección y, sin renunciar a su propio pensamiento, se adecuan en su trabajo específico a las directrices del carisma, de forma que piensan de la misma manera para llegar a obtener las finalidades que ha propuesto el carisma.
Espíritu de cuerpo en la voluntad cuando se pone en juego la facultad volitiva, no sólo operativa de la persona. El consagrado no es una máquina programable ni mano de obra barata a disposición del gobierno general. Es un ser que posee la facultad de querer, de hacer propio los ideales y las intenciones que les presentan otras personas. En la manera en que los consagrados de una congregación quieran lo que el fundador quiere, en esa medida vivirán el espíritu de cuerpo en su querer, porque dispondrán su voluntad a ejecutar lo que ha querido el Fundador para el instituto religioso. No es renunciar al propio querer, sino que es someter libremente el querer al querer de quien le ha precedido en el tiempo y le ha dejado una misión muy concreta. De esta forma todos los miembros de la comunidad querrán lo que ha querido el fundador y lo querrán de la misma manera. Así, podrá hacerse realidad el deseo de Juan Pablo II: “Se invita pues a los Institutos a reproducir con valor la audacia, la creatividad y la santidad de sus fundadores y fundadoras como respuesta a los signos de los tiempos que surgen en el mundo de hoy.” Del espíritu de cuerpo en la voluntad surgirá un modo de querer simétrico, sin renunciar al aporte de los quereres individuales que aportarán riqueza al querer del fundador. Esta riqueza es la que origina la creatividad en la fidelidad al fundador, ya que aporta la visión individual pero canalizada por el querer común del Instituto. La visión individual o colectiva de los miembros de la comunidad genera el desarrollo del carisma, a partir de la adaptación de las líneas fundamentales del carisma a los casos particulares. Querer con una sola voluntad es querer con el espíritu de cuerpo y generar la creatividad para la resolución de los problemas particulares, generando el desarrollo del carisma, requerido por las líneas de renovación para la vida consagrada dictadas por el documento conciliar Perfectae caritatis: “Redunda en bien mismo de la Iglesia el que todos los Institutos tengan su carácter y fin propios. Por tanto, han de conocerse y conservarse con fidelidad el espíritu y los propósitos de los Fundadores, lo mismo que las sanas tradiciones, pues, todo ello constituye el patrimonio de cada uno de los Institutos.”
El espíritu de cuerpo en el corazón se alcanza cuando todos los miembros del Instituto sienten la misión con un mismo corazón. Nos referimos no a una postura sentimentalista, sino a la capacidad de sentir como propia la misión, es decir de apropiarse la misión y tenerla en el centro de los propios afectos, de los propios deseos, incluso de los propios sentimientos. Podemos parangonar a San Pablo de forma que pueda decirse que ya no es la persona que vive y siente, sino que es el carisma que vive y siente a través de la persona. Como el carisma es una criatura espiritual que actúa en la medida en la libertad del hombre le deje actuar y actúa en todas las potencias, los miembros de una congregación podrán llegar a sentir con un solo corazón. De esta manera en la misión queda asegurada el espíritu de cuerpo desde el punto de vista de los afectos. Los consagrados no se dejarán guiar por los sentimientos personales, sino que actuarán en base al querer de la congregación que será el querer del fundador. Se dejan a un lado los particularismos, los puntos de vista y sentimientos personales para actuar, pensar y sentir como un solo cuerpo .
Podremos entrever que los obstáculos y peligros más graves que atentan contra el espíritu de cuerpo son la falta de espíritu de fe para ver en el carisma la voluntad de Dios, y la soberbia manifestada en un individualismo obtuso que pone su opinión y su punto de vista por encima de las directrices de la congregación. Pero de estos obstáculos hablaremos en un futuro.
CITAS BIBLIOGRÁFICAS:
Sagrada Congregación para los religiosos e institutos seculares, Elementos esenciales de la doctrina de la Iglesia sobre la vida religiosa, 31.5.1983, n. 18.
2 Congregación para los Institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, Orientaciones sobre la formación en los institutos religiosos, 2.2.1990, n. 25.
3 Benedicto XVI, Deus caritas est, 25.12.2005, n. 18.
4 Rm 1, 29 – 31; 13, 13; 1 Cor 5, 10 11; 6, 9 – 10; 2 Cor 12, 20 – 21; Gal 5, 19 – 21; Col 3, 5 – 8.
5 Sagrada Congregación para los religiosos e institutos seculares, Elementos esenciales de la doctrina de la Iglesia sobre la vida religiosa, 31.5.1983, n. 12.
6 Sagrada congregación para los religiosos e institutos seculares, Mutuae relaciones, 23..4.1978, n. 11.
7 Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata, 25.3.1996, n. 37.
8 Concilio Vaticano II, Decreto Perfectae caritatis, 28.10.1965, n. 2b.
9 “De este modo, « la mirada progresivamente cristificada, aprende a alejarse de lo exterior, del torbellino de los sentidos, es decir, de cuanto impide al hombre la levedad que le permitiría dejarse conquistar por el Espíritu »,y posibilita así ir a la misión con Cristo, trabajando y sufriendo con El en la difusión de su Reino.” Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata, 25.3.1996, n. 36.
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