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Tras la búsqueda, el encuentro con el Salvador
Encuentro que fue un verdadero compromiso: dar a conocer y comunicar este gran hallazgo: Cristo Salvador.


Por: P Antonio Rivero LC | Fuente: Caholic.net





Dios premia siempre, tarde o temprano, toda búsqueda sincera. ¡Cuánto más si a quien se busca es a Dios!

Fue un encuentro en la fe sencilla y desnuda de aditamentos y elucubraciones científicas. Eran sabios, pero supieron unir ciencia y fe; es más, pusieron su ciencia al servicio de la fe y, al mismo tiempo, sus investigaciones venían iluminadas por la fe y desde la fe en ese Dios Creador del Universo, que había dejado su huella en la creación. Prueba tangible de su fe es que, apenas entraron en el establo, supieron descubrir, a Dios a través de los vagidos y lágrimas de ese bebé inerme, inocente.

¿Sorpresa? Sí, pero nunca duda ni razonamientos inútiles. ¡Dios es desconcertante, pero nunca irracional! Y quien tiene fe sabe admirarse y dejarse envolver por las desconcertantes sorpresas de Dios.


Este encuentro en la fe desembocó en sincera adoración. "Y entrando en la casa, vieron al niño con María, y postrándose le adoraron" (Mat 2,11). El Concilio de Trento cita expresamente este pasaje de la adoración de los magos al enseñar el culto que se debe dar a Cristo en la Eucaristía: "Todos los fieles de Cristo en su veneración a este Santísimo Sacramento deben tributarle aquel culto de latría que se debe al verdadero Dios...Adórenle todos los ángeles de Dios, a quien los magos postrándose le adoraron..." . La adoración brota siempre de un corazón puro, limpio, no contaminado por los vahos inmundos de la ambición, la vanidad, el orgullo, la impureza. Quien es limpio de corazón y de ojos, sabe descubrir, más allá de las apariencias sensibles de unos sencillos pañales, a todo un Dios, que merece adoración.

También fue un encuentro en la esperanza gozosa y ahora recompensada con la posesión del Unico Bien necesario, Cristo. Habían dejado muchos bienes, buenos y lícitos, antes de ponerse en camino: su familia, sus amistades, su bienestar, sus recreaciones, sus intereses personales...Y ahora, todo ese desprendimiento viene super pagado con el encuentro más importante y trascendental de la vida: el encuentro con el Salvador.

Un encuentro en el amor oferente, generoso y desinteresado. Le regalan oro, incienso y mirra; los dones más preciosos del Oriente; lo mejor, para Dios. Dirá san Juan Crisólogo: "Y, al verlo, lo aceptan sin discusión, como lo demuestran sus dones simbólicos: el incienso, con el que profesan su divinidad; el oro, expresión de la fe en su realeza; la mirra, como signo de su condición mortal". De sus corazones brota este gesto delicado. Nosotros los cristianos también debemos tener a Jesús como rey de nuestra vida, para que él ejerza su reinado de justicia, de santidad y de paz sobre nuestras almas. Debemos ofrecerle el incienso, ese perfume que impregna nuestra vida piadosa y nuestras acciones honestas, justas; perfume éste que sube a Dios y es de su agrado, como era el sacrificio que Abel ofrecía a Yahveh cada día.

La mirra es el sacrificio que unimos a la cruz de Cristo, esas pequeñas renuncias, sinsabores, contrariedades y dificultades en nuestra vida cristiana, esos minúsculos vencimientos: sonreír a quien nos importuna, negar al cuerpo caprichos de bienes superfluos, acostumbrarnos a escuchar a los demás, hacer rendir el tiempo que Dios pone a nuestra disposición.

Encuentro en la humildad. Tuvieron que bajarse de su cabalgadura, agachar la cabeza, desprenderse de mucho ropaje que llevaban para poder entrar en esa cueva. Algunas mentes son demasiado orgullosas para agacharse, y de este modo pierden el gozo que hay dentro de la cueva.

Los pastores y los magos fueron lo suficientemente humildes para agacharse, y cuando lo hicieron encontraron que no se hallaban propiamente en una cueva, sino en otro mundo donde vivía una hermosa mujer con el sol encima de su cabeza, la luna debajo de sus pies, y en sus brazos el bebé, bajo cuyo diminuto cuerpecillo reposaba la tierra misma donde vivimos.


Encuentro que fue un verdadero compromiso: dar a conocer y comunicar este gran hallazgo: Cristo Salvador. Cuando llegaron a su tierra, ¿qué no narrarían? A todos harían partícipes de esa alegría inmensa que desbordaba su alma y que amenazaba por salirse del pecho. A todos contagiarían ese profundo gozo que inundaba su interior. A todos hablarían de lo que habían visto y oído. A todos les llevarían la gran noticia, la única buena noticia que necesi¬tan oír los hombres de ayer, de hoy y de siempre: HA NACIDO NUESTRO SALVADOR Y NUESTRO MESIAS. Y ha nacido para todos. "Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida...os lo anunciamos" (1 Jn 1, 1-3).

El trayecto de regreso se les hizo fácil y llevadero; apenas sintieron el cansancio y la fatiga. Era tal la alegría de sus ojos y la fe teologal apenas estrenada de sus corazones que ya no veían a su alrededor montañas escarpadas o inhóspitos desiertos sino el paraíso, el paraíso interior que brillaba en sus almas e iluminaba su vida toda.








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