Te doy para que me des
Por: Carlos Portillo Scharfhausen | Fuente: Catholic.net
Desde que nos casamos, antes no, Mario es terrible Siempre me está “intercambiando” “cosas”. Todo lo vende por el precio de lo que le gusta.
Como ayer, fuimos al cine, - mi gusto, hoy vamos a la playa, su gusto, su surf, su fútbol. Con exigencia.
Me acordé de traerte el pan, como si él no comiera, y tu no me compraste la crema de afeitar. Yo te beso, te acaricio, y tu como un palo. Ni te gusto ni me deseas. Y en la cama no digamos: vende cada caricia, cada beso, cada roce, cada... bueno lo vende todo por el mismo gesto hacia él y hacia su cuerpo “gitano”. Cuando no exige aún más de lo que él está dando.
Ven a buscarme, espérame, no te olvide de traer... esta noche veremos juntos el fútbol,
el sábado vamos a casa de mis padres,...
Es un comerciante nato, le gusta vender y lo vende todo, hasta por un plato de lentejas...
“Te doy para que me des, te quiero para que me quieras, te acompaño para que me acompañe, (que mala es la soledad no amada ni aceptada, impuesta) vivo contigo para que vivas conmigo, te amo para que me ames.” Todo se compra, todo se vende.
Esta brutal falta de generosidad, en vez de amor, ¿no es puro egoísmo? Así, ¿no se quiere sólo él así mismo por encima de mí y ninguneándome totalmente, en lugar de quererme?
Estoy asustada. No pensaba antes de casarnos que él fuera así. De novios parecía muy generoso. O disimuló mucho y muy bien.
Efectivamente no podemos exigir “nada a cambio” cuando amamos de verdad. Con ello convertimos el amor en un comercio, nuestra persona en mercader, y rebajamos la persona amada de persona a cosa, de ser humano a mercancía, de igual a máquina de expender lo que mediante nuestra moneda, pagándolo, compramos.
Sepamos valorar el como una entrega generosa a fondo perdido. La más maravillosa aventura al entregarnos en la confianza y esperanza de ser correspondido, pero sin exigencia alguna.
El amor ni es ciego, ni es tonto. Sí, las personas que aman, somos a veces ciegas y tontas. Pero el amor, no.
Claro que a veces tenemos la tentación de comercializar con el amor, de intercambiar amor como si fuera una mercadería porque el hombre en lo más profundo de su ser siente y tiene una necesidad imperiosa e insatisfecha, casi insaciable, de ser amado.
Pero esa necesidad, inherente y consustancial del ser humano, imagen y semejanza del Dios que ama y quiere ser correspondido, - no hay verdadero amor sin deseo y esperanza de correspondencia del ser amado, - precisamente tiene que ser saciada en la libertad del amado, para que por propia elección se convierta en amante. ¿Qué valor tendría un amor exigido, obligado en el otro?
Es precisamente la donación en libertad de la pareja, del amante- porque le nace y le nace porque ama, - la que proporciona la mayor felicidad en el amado. No tengo la obligación de darle nada, nada me exige, simplemente me ama.
¿Hay mayor felicidad en el amor que ser amado así, “sin exigencia alguna?”
Dios es el ser que más nos ama. No hay amor como su amor. Y sin embargo nos deja en plena libertad para la correspondencia. Siempre, sí, tiene su mano extendida hacia nosotros, pero nunca no agarra si nosotros primero no nos agarramos a Él o hacemos el gesto deseoso de agarrarnos. Nadie jamás nos ha dejado más libre que Dios, nuestro Creador. ¿Acaso puedes recordar un solo instante en que Dios te haya obligado a algo?
¿Te acuerda de la parábola del Hijo Pródigo? Con qué generosidad el Padre da la mitad de la herencia al hijo aventurero y viajero aún a sabiendas, cómo no lo iba a saber Dios, como no lo iba a intuir un Padre, de que sería desparramada y tirada en francachelas, despilfarrada en vicios y mujeres y gastada en banquetes y juergas.
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