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Educar en Libertad

Educar en Libertad
No podemos conformarnos con mandar al hijo al colegio pensando que es allí donde me lo van a educar.


Por: Alberto Sánchez León, profesor de filosofía del colegio Ahlzah | Fuente: Arvo




La educación de los hijos es algo que hoy en día cuesta más porque se ha cedido en cosas en las que no había por qué ceder. Por tanto, es ahora en estos tiempos que corren donde se hace imprescindible una virtud capital que, tanto profesores como padres, deben conquistar: la fortaleza. Es por ello que la educación se presenta hoy como un reto, como algo que merece la pena esmerarse especialmente pues nos estamos jugando la felicidad de nuestros hijos, y, por eso mismo también la nuestra.

La educación de los hijos requiere en primer lugar tiempo. No podemos conformarnos con mandar al hijo al colegio pensando que es allí donde me lo van a educar. Pensar así, es decir, identificar la educación como algo meramente pasivo es, en el fondo, no querer educar. El colegio es una gran ayuda, pero la última palabra reside en los padres y en el entorno de la vida familiar.

Para educar a alguien es necesario estar-con-él, de lo contrario resultaría imposible, pues el mero hecho de estar con los hijos es el primer paso para que nazca en esa relación algo fundamental, a saber, la confianza. De hecho, la confianza no se impone, se inspira. Y sólo puede inspirarse en un ambiente hogareño, familiar, alegre, etc...

La confianza es cuestión de tiempo y es el password para entrar en el mundo del otro. Si no tratamos a nuestros hijos, la poca relación que cabe es fría y casi violenta. Ahora bien, para dedicar tiempo a los hijos debemos de ser fuertes y rechazar, en ocasiones, propuestas de trabajo, reuniones extralaborales, salidas con nuestros amigos de trabajo, etc. Por tanto, lo primero es adquirir la virtud de la fortaleza con nosotros mismos, y después, ser fuertes también a la hora de decir que no a las propuestas de nuestros hijos que no les convienen.

Sólo podemos conocer a alguien cuando “gastamos tiempo” en tratarle. A veces, nos puede pasar que creemos que sabemos cómo son nuestros hijos y muchas veces el tiempo nos demuestra que no era como pensábamos. ¿Por qué razón pasa esto? En la mayoría de los casos es porque no los conocíamos del todo. Sólo el trato, o el tiempo, hace posible –junto con la confianza- que conozcamos bien a alguien. Susana Tamaro decía en Donde el corazón te lleve que “para comprender bien a una persona es necesario antes andar durantes tres lunas con sus mocasines” (no es literal).

Confiar en nuestros hijos es abrirles posibilidades, y, en última instancia, en esto radica, precisamente, el educar en libertad. Cuando confío en alguien lo que estoy haciendo es exponerme a una alternativa, y, en toda alternativa existe un riesgo. El riesgo que se corre es el de que esa posibilidad que se le ha abierto le haga peor persona, y, por ende, peor hijo, o, por lo contrario le haga mejor hijo. En el primer caso lo que sucede es el origen de la deslealtad. Ante la deslealtad del hijo caben dos posturas: el castigo o la corrección dialogada.

El castigo tiene una connotación negativa, ya que puede crear en el educando la idea de que lo que tiene que hacer es no volverlo a hacer, pero no porque le está haciendo peor persona y mal hijo, sino por el daño que le ocasiona el mismo castigo. El castigo debe ser una norma de excepción, pero en ningún caso una pauta a seguir de modo habitual. Corregir siempre con el castigo es una imagen falsa de la autoridad y es una de las fuentes mayores de la falta de motivación.

Por el contrario, la corrección dialogada exige el trato, y por lo tanto el tiempo, el conocimiento del hijo, y, posteriormente –si se hace bien- se conquista la confianza en los padres.

Hacerle ver al hijo que una determinada acción no le conviene es darle razones, es motivarles, es, al fin y al cabo, lo propio de la educación en sí. Sin embargo, el castigo parece ser la forma más fácil para los padres, pero no lo hace fácil al hijo. El castigo se hace casi siempre enfadado y, cuando uno se enfada normalmente pierde la objetividad. El castigo, además, no requiere fortaleza, aunque sí una fortaleza aparente, porque es precisamente la manera más fácil de hacer las cosas, pero ya hemos dicho –al menos lo hemos insinuado- que la educación hoy no es nada fácil.

Fortaleza, tiempo (trato) y confianza son notas importantísimas en la educación, pero no podemos olvidarnos de la paciencia. Y la paciencia es, en cierto modo, una forma de ser fuertes. En efecto, sin paciencia, sin constancia no se puede perseverar en la tarea educativa, y, por lo tanto, se hace incompleta. Tirar la toalla es educar a medias, y esto es peor que no educar.

No podemos pretender que nuestros hijos sean mejores personas ya y ahora. Pensar así sería trivializar la educación. Por eso no es bueno alarmarse ante los pequeños fracasos. No podemos olvidar que nosotros hemos sido pequeños alguna vez.

Educar es sonreír en la ejemplaridad. Es esencial que nuestros hijos nos vean alegres, y sobre todo que nos vean alegres cuando venimos del trabajo (aunque hayamos tenido una jornada difícil), cuando haya que echar una mano en cualquier asunto. De lo contrario, si nos ven tristes y con caras largas (¡se dan cuenta!) les hacemos daño, pues, como decía San Josemaría Escrivá, “la tristeza es aliada del enemigo”.

El peligro para el que educa consiste en no acompañarles en el camino hacia la madurez. De este modo, debemos saber qué es lo que nuestros hijos ven en la tele, qué buscan cuando se “enganchan” a Internet, por qué se interesan de un modo obsesivo y excesivo en las marcas de la ropa, cuánto se gastan cuando salen con sus amigos, a dónde van cuando salen, si fuman, si... Si les acompañamos en ese camino es muy posible que no nos demos tantos sustos.







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