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¡Oh Jerusalém!

¡Oh Jerusalém!
Jerusalén fascina, hechiza, emociona, conmociona, abruma, embarga. Sumerge en una atmósfera propia, exótica, singular, sacra, trascendente


Por: Jesús de las Heras Muela | Fuente: www.revistaecclesia.info



(Este peregrino ha regresado ya de su viaje, de su retorno a Tierra santa. Mi retina y su corazón conservan tantas imágenes y vivencias.

A pesar de ser la sexta vez que peregrina al País del Señor, conservo fresco, nuevo y agradecido el recuerdo y la experiencia, entristecidas en su retorno a España al ser de la muerte, tras una acción de la armada israelí, de un pescador de Gaza, y tras el atentado suicida en Netania con el saldo de cinco víctimas mortales. ¿Por qué será tan difícil la vida en el lugar más apasionante del mundo? ¿Por qué la paz no acaba de llegar suficientemente en la cuna y en el solar del Príncipe de la Paz? Oremos, trabajemos todos por la paz. Las peregrinaciones a Tierra Santa servirán, sin duda, a la paz.)


Pórtico


No leí la novela de Dominique Lapierre y John Collins "Oh Jerusalén" hasta después de la vuelta de mi tercer viaje a Tierra Santa. Su lectura se la recomiendo a nuestros internautas. Como también les invito a leer "La sombra del Galileo" de Gerd Theiser; las guías "Peregrinación a Tierra Santa" de los Franciscanos y "Tierra Santa. Impresiones de un peregrino" del agustino Antonio Salas. Una obra más reciente y también interesante es "Un viaje a Tierra santa" de la conocida periodista Covadonga O´Shea.


Dicho esto y desde mi memoria iluminada desde el Monte de Olivos sobre la ciudad santa de Jerusalén quiero ahora continuar con mi crónica anterior para adentrarnos en las entregas 12 y 13 en la evocación de la Pascua, de la historia más grande jamás contada y jamás acontecida, la razón más cierta de mi amor y del amor de tantos por Jerusalén y por la Tierra Santa.


Una ciudad amurallada y bien compacta


Una de las realidades que más me han llamado esta vez la atención de Jerusalén es su crecimiento urbano, urbanístico y, por ende, humano. En unos años escasos ha ganado más de doscientos mil habitantes. Ahora la ciudad supera los 700.000 habitantes. Desde la altura del Monte de Olivos se comprueba bien este crecimiento.


Jerusalén es la ciudad santa por excelencia. Es la ciudad de la paz. Es la hermosura de toda la tierra. No ha habido ni habrá en el mundo un lugar más emblemático, más amado, más odiado, más disputado como éste.


¡Oh Jerusalén...! Estás fundada como ciudad bien compacta, que reza el salmo. Bien compacta y bien abigarrada. Es ciudad amurallada, abierta por siete puertas. Eres ciudad de valles y de montañas. Eres ciudad hechicera y hechizada, ciudad cantada y versificada, ciudad sacra y ciudad maldita. ¡Oh Jerusalén!


15 veces destruida, 22 veces conquistada


La historia ha sido especialmente caprichosa y acre sobre Jerusalén. En la antigüedad fue ciudad inexpugnable. Fue el sueño de David, de Salomón, de Herodes el Grande, del emperador Adriano, del pueblo judío, del pueblo palestino, de miles y millones de peregrinos.


En el decurso de su historia ha sido quince veces destruida y veintidós veces conquistada. Ciudad jebusea, helena, romana, bizantina, persa, musulmana, cruzada, mameluca, otomana, inglesa, jordana, palestina, israelí. Ciudad universal e internacional. Y se estremece el corazón al contemplar como yo ahora desde el Monte de los Olivos, desde la Iglesia de la Ascensión, desde el Monte Scopus o el valle de Josafat. Tierra de nadie, esperanza de todos, anhelo de tantos...


¡Oh Jerusalén, qué destino el tuyo: ciudad que matas a los profetas, ciudad testigo de la vida, de la muerte y de la resurrección de Jesucristo, lugar donde fue arrebatado al cielo el profeta Mahoma, Sión soñada...! "¡Qué alegría cuando me dijeron vamos a casa del Señor! Ya están pisando nuestros pies tus umbrales Jerusalén!"


Jerusalén, hoy


Más de 700.000 personas habitan hoy día Jerusalén. Son judíos, moros y cristianos. Tres partes perfectamente diferenciadas dividen la ciudad: los aledaños, cada día más poblados; la ciudad occidental, moderna, ruidosa, cosmopolita y occidentalizada; y, ante todo y sobre todo, la ciudad amurallada, la ciudad santa, la ciudad vieja, la Jerusalén este de nuestros amores y de las disputas de tantos.


La Jerusalén amurallada, la ciudad santa y vetusta, es espacio urbano multicolor, genuino, empedrado, desordenado, sucio, oliente a especias y a aromas varios, oriental, inequívoca, inolvidable. Estrechas callejas fluyen como las arterias al corazón. Y el corazón de Jerusalén es un corazón partido: la Basílica del Santo Sepulcro para los cristianos, las mezquitas para los musulmanes y el muro de las lamentaciones para los judíos.


Entremezclado, abigarrado, caótico, ensordecedor, multirracial y siempre rebosante de vida se halla el Zoco de Jerusalén, el mercado variopinto, auténtico enjambre y amasijo humano. El Zoco de Jerusalén es expresión del más elemental espíritu comercial del ser humano y de su necesidad de relación y de encuentro. Allí se puede cambiar una cosa por otra, nada tiene precio fijo, el regateo es la única norma preestablecida y tácita y hasta... da igual un roto que un descosido. Allí en el Zoco se cala y se muestra la entretela más cierta y más íntima de los jerosolimitanos. Estoy seguro que el Zoco aporta a Jerusalén parte de su especial fascinación.


Cuatro barrios amurallados e iluminados


La ciudad vieja y santa de Jerusalén está divida en cuatro barrios: el judío, el árabe, el cristiano y el armeno. Es el escenario del asombro, de la fascinación y del sincretismo religioso. Un fluir constante de borbotones de vida en sus más variadas realidades y aspectos. Es el ámbito de los sonidos, de las plegarias, de las emociones, de los olores, de los colores.


Sí, también de los colores. Porque el color de Jerusalén aporta a la ciudad el tono de su fisonomía, su propio y singular rostro. Su luz verdadera y genuina. El sol de Jerusalén reviste y baña la ciudad de tonalidades específicas. Yo diría que es hasta un sol de intensidad cromática y tonalidad distintas... ¡Qué bellos son el alba y el crepúsculo en Jerusalén, ciudad de ciudades!


Jerusalén fascina, hechiza, emociona, conmociona, abruma, embarga. Sumerge en una atmósfera propia, exótica, singular, sacra, trascendente. Donde parece pesar una maldición y donde se puede ganar la vida eterna. Un espectáculo en suma que sólo viéndolo, viviéndolo y transmitiéndolo, llena, plenifica y sella. ¡Oh Jerusalén..., cuántas veces me "veo", me "siento" deambulando por tus callejas, presuroso camino del Santo Sepulcro, anhelante en búsqueda de Getsemaní! ¡Oh Jerusalén...! ¡Si me olvido de ti...!







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