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¡Qué bien se está aquí!

¡Qué bien se está aquí!
Necesitamos la montaña. Necesitamos el Tabor. Necesitamos esos encuentros profundos, prolongados e íntimos con Jesús


Por: Jesús de las Heras Muela | Fuente: www.revistaecclesia.info



El monte Tabor es uno de los lugares más atractivos, hermosos y evocadores de Tierra Santa. Se eleva a 586 metros sobre el nivel del mar, en la llanura de Esdrelón, en el corazón de la Galilea.

En los días bien luminosos y despejados del estío o de la primavera, desde su "altura hermosa", se divisan algunos de los otros montes bíblicos y una panorámica de sobrecogedora belleza y fecundidad. Su asentamiento sobre la ya citada llanura de Esdrelón hace honor a la denominación hebrea de esta llanura: tierra sembrada por Dios, tierra fertilizada por Dios. Y la vegetación surge exuberante y ubérrima por doquier.


La montaña sagrada


No consta en el evangelio que el Tabor -que asemeja un cono, un flan, poblado de vegetación y vida, riquísima en árboles, en flores y en frutos- fuera exactamente el monte de la Transfiguración. Pero la tradición así lo ha querido. Jesús subía a una montaña alta, acompañado de tres de sus apóstoles -Pedro, Santiago y Juan- y allí se retiró con ellos. Y allí experimentaron lo bien que se estaba. Pedro hasta desea permanecer en este lugar e invita al Señor a hacer tres tiendas. En el relato evangélico aparecerán después Moisés y Elías. Se aúnan en torno a Jesús el Antiguo y el Nuevo Testamento. Y allí, en este lugar donde se está tan bien, Jesús se transfigura en medio de ellos. Una nube luminosa lo cubrió y una voz desde la nube proclama la identidad y la misión de Jesucristo.


La montaña ha sido siempre en la literatura bíblica el lugar donde habita la divinidad. "Levanto mis ojos a los montes. ¿De dónde me vendrá el auxilio? El auxilio me viene del Señor que hizo el cielo y la tierra", exclama el salmista. En la Biblia varias montañas son sagradas: el Hermón, el Sinaí, el Monte Menor, el Garizim... La montaña sagrada de Jesús será ya para siempre el Tabor. Como lo es también el montículo de las Bienaventuranzas sobre el lago de Tiberiades. Como lo será, sobre todo y ante todo, el monte Calvario.


Laudes a la hora de sexta


Esta ha sido la quinta vez que he peregrinado al Tabor. En dos ocasiones anteriores celebré en su cumbre la Eucaristía y una de ellas subí y bajé a pie esta montaña santa. Hoy he llegado al Tabor en el corazón de la jornada. Pasaban las 12 del mediodía cuando alcanzaba la cumbre santa. Estaba ya cerrado el recinto. Tras conversar con el padre franciscano de esta Custodia de Tierra Santa, el benevolente padre francés Gerard, pude acceder al Santuario y divisar sus horizontes de montañas, de llanuras y de valles. Y lo reconozco: qué bien se estaba allí. Habría 22/24 grados de temperatura. Lucía el sol, ligeramente enmarañado por la neblina. No había apenas nadie. La vegetación y la naturaleza cantaban su himno de alabanza de la hora sexta al Creador. Y recordé, como no, las palabras de Pedro: "¡Qué bien se está aquí!" Y no pensé en hacer tres chozas o tres tiendas sino en encontrar -quién sabe cuando- el lugar adecuado para las siempre necesarias jornadas de retiro.


Y es que el Tabor es, en efecto, una invitación a la paz, al sosiego, a la contemplación, al parar el reloj de las urgencias, de las prisas y de los afanes. Y recalar en lo que verdaderamente sí es importante y necesario.


Una nube luminosa


Pero el Tabor para ser fiel a su misma identidad no acaba en sí mismo. Jesús no se quedó allí con sus apóstoles predilectos y con Elías y Moisés. Jesús no se conformó con la epifanía de la nube luminosa y de la voz profética que de ella emanaba. Jesús se transfiguró a sus apóstoles en la montaña y después bajó con ellos al valle, descendió, de nuevo, al quehacer y a la misión. Confió y conformó a sus apóstoles en el sentido y destino verdadero y completo de su misión. Se mostró en realidad como en realidad es. Pero la gloria de la Transfiguración era preludio y anticipo de la gloria definitiva de la Resurrección. Y a ella, a la Resurrección, sólo había un camino para llegar: la misión, que era también pasión y muerte.


El Tabor me habla a mí también de la armonía precisa en la vida cristiana entre la contemplación y la acción. La montaña es expresión y símbolo de la siempre necesaria dimensión orante y trascendente del discípulo, del seguidor de Jesús. Es el "fogonazo" del encuentro y de la experiencia transformante y transformadora con el Señor. Pero no para el éxtasis continuado y permanente -y menos aún para el gozo egoístico y exclusivista- sino para el servicio y para la vida.


Y es preciso "bajar de la montaña" a la llanura y al valle del afán nuestro. Transfigurados en prenda, radiantes en el alma, ardientes en el corazón, apasionados en la consagración, impacientes en el ministerio. Pero en el valle y en la llanura de los gozos y de las sombras cotidianas.


La montaña y el valle


Necesitamos la montaña. Necesitamos el Tabor. Necesitamos esos encuentros profundos, prolongados e íntimos con Jesús. Pero sólo los certificamos en verdad en el valle, que ojalá, como la llanura de Esdrelón, sea tierra sembrada y fertilizada por Dios para alabanza de su nombre y para el uso y disfrute de nuestros hermanos los hombres. No era posible que Jesús permaneciera en el Tabor, sólo con Pedro, Santiago y Juan. ¿Qué habría sido de los otros apóstoles y discípulos? ¿Qué habría sido de las gentes que esperan pan de sus manos, esperanza de sus labios, amor de su corazón?


La montaña es la antesala del cielo. Su puerta luminosa, su ventanal diáfano, su espejo radiante. Y el cielo no puede esperar. Pero el cielo sólo lo ganamos en la tierra: en la montaña y en el valle; en la contemplación y en la acción; en el destello de la Transfiguración del Señor y en la transformación de nuestra vida y de las vidas de nuestros hermanos los hombres. Así el monte Tabor y la llanura de Esdrelón serán la tienda del encuentro y la tierra sembrada, fertilizada y florecida por Dios. (Jesús de las Heras Muela - Director de ECCLESIA - Enviado especial)







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