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En espíritu y en verdad

En espíritu y en verdad
El amor al Evangelio y la fe en Jesucristo han de llevarnos hacia un culto nuevo


Fuente: Catholic.net




semisiones@epm.net.co
www.tejasarriba.org



19 de marzo 2006
Tercer domingo de Cuaresma .




“Jesús echó a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas. Y les dijo: No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre”. San Juan, cap. 2.

Bueyes, cabritos y ovejas. Tórtolas y palomas. Negociantes de varios pelambres, que cambiaban dracmas griegas y denarios romanos por siclos judíos, mediante una pequeña comisión. Sólo en moneda limpia podría entregarse el tributo religioso.

Todo ello conformaba un complejo tumulto, abrumado de olores, aturdido de gritos, que había invadido el llamado Atrio de los Gentiles, en la explanada contigua al lugar santo. Tal mercado que surtía las ofrendas del templo, no parecía incomodar a los sacerdotes y levitas, acostumbrados además a otros negocios turbios.

San Juan nos da a entender que el Señor subió varias veces a Jerusalén con sus discípulos. Nada más lógico, siendo él un judío que celebraba religiosamente la Pascua. Lo hacía durante su vida oculta. Y san Lucas nos cuenta cómo se quedó en la ciudad santa sin advertirlo sus padres, cuando tenía doce años.

Ante aquella feria bulliciosa que ahogaba el lugar santo, Jesús se molestó con toda razón. Aquel soberbio edificio no era solamente el lugar de culto por excelencia, sino el símbolo de la continua presencia de Yavéh entre su pueblo.

El primer templo, muy suntuoso, fue construido por Salomón donde hoy precisamente se levanta la mezquita de Omar, para albergar el arca de la alianza. Destruido por Nabucodonosor, lo reedificó Zorobabel, como leemos en el libro Esdras. Éste fue más modesto y su “sancta sanctorum” permaneció vacío, pues el arca robada nunca volvió a encontrarse.

Ya el templo visitado por Jesús fue aquel ampliado y embellecido por Herodes el Grande, para ganarse el favor de los judíos, superior en todo a los anteriores. Una obra que movilizó millares de obreros y en sus días pudo emular las siete maravillas del mundo.

El gesto airado del Maestro apuntaba a poner orden cerca al lugar santo, pero a la vez significaba una solemne desautorización del culto en el templo.

Aunque a mañana y tarde se seguían ofreciendo numerosas víctimas, entre fervientes oraciones y humo de incienso, ya todo esto para Jesús no tenía sentido: “Haciendo un azote de cordeles, los echó a todos, ovejas y bueyes, y a los cambistas les esparció las monedas y derribó las mesas, diciendo: No convirtáis en un mercado la casa de mi Padre”.

Si comparamos aquel aparato ritual del viejo testamento con la liturgia cristiana, vemos que lo nuestro es muy distinto. Aquí han de primar las actitudes internas sobre lujosos edificios, o vistosos elementos exteriores. Nuestras ceremonias no pueden propiciar ninguna compraventa. Ni nuestra relación con Dios será un negocio. El amor al Evangelio y la fe en Jesucristo han de llevarnos más arriba. Hacia un culto nuevo, “en espíritu y en verdad” como explicaba el Maestro a la samaritana, junto al pozo de Siquem.
El mandato que nos dio Jesús, la víspera de su pasión, se resume en reunirnos, amarnos de corazón y compartir el pan y el vino, acordándonos de Él. De lo cual brota obviamente una conversión personal y una abundante generosidad hacia los pobres.

De lo contrario, el Señor estará pronto con un azote de cordeles entre sus manos y un airado reproche en sus labios.







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