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Cruzando el Umbral de la Esperanza
Cruzando el Umbral de la Esperanza
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Por: Juan Pablo II | Fuente: Juan Pablo II
Por: Juan Pablo II | Fuente: Juan Pablo II

UN TELEFONAZO
Siento un especial afecto, naturalmente, por los colegas -periodistas y escritores- que trabajan en la televisión. Por eso, a pesar de repetidas invitaciones, nunca he intentado quitarles su trabajo. Me parece que las palabras, que constituyen la materia prima de nuestro quehacer, tienen consistencia e impacto diferentes si se confían a la «materialidad» del papel impreso o a la inmaterialidad de los signos electrónicos.
Sea lo que sea, cada uno es rehén de su propia historia, y la mía, referente a lo que aquí importa, es la de quien ha conocido sólo redacciones de periódicos y editoriales, y no estudios con cámaras de televisión, focos, escenografía.
Tranquilícese el lector: no voy a seguir con estas consideraciones más propias de un debate sobre los medios de comunicación, ni deseo castigar a nadie con desahogos autobiográficos. Con lo que he dicho me basta para hacer comprender la sorpresa, unida quizá a una pizca de disgusto, provocada por un telefonazo un día de finales de mayo de 1993.
Como cada mañana, al ir hacia mi estudio, me repetía interiormente las palabras de Cicerón: Si apud bibliothecam hortulum habes, nihil deerit. ¿Qué más quieres si tienes una biblioteca que se abre a un pequeño jardín? Era una época especialmente cargada de trabajo; terminada la corrección del borrador de un libro, me había metido en la redacción definitiva de otro. Mientras tanto, había que seguir con las colaboraciones periodísticas de siempre.
Actividad, pues, no faltaba. Pero tampoco faltaba el dar gracias a Quien debía darlas, porque me permitía sacar adelante toda esa tarea, día tras día, en el silencio solitario de aquel estudio situado sobre el lago Garda, lejos de cualquier centro importante, político o cultural, e incluso religioso. ¿No fue acaso el nada sospechoso Jacques Maritain, tan querido por Pablo VI, quien, medio en broma, recomendó a todo aquel que quisiera continuar amando y defendiendo el catolicismo que frecuentara poco y de una manera discreta a cierto «mundo católico»?
Sin embargo, he aquí que aquel día de primavera, en mi apartado refugio, irrumpió un imprevisto telefonazo: era el director general de la RAI. Dejando sentado que conocía mi poca disponibilidad para los programas televisivos, conocidos los precedentes rechazos, me anunciaba a pesar de todo que me llegaría en breve una propuesta. Y esta vez, aseguraba, «no podría rechazarla».
En los días siguientes se sucedieron varias llamadas «romanas», y el cuadro, un poco alarmante, se fue perfilando: en octubre de aquel 1993 se cumplían quince años del pontificado de Juan Pablo II. Con motivo de tal ocasión, el Santo Padre había aceptado someterse a una entrevista televisiva propuesta por la RAI; hubiera sido absolutamente la primera en la historia del papado, historia en la que, durante tantos siglos, ha sucedido de todo. De todo, pero nunca que un sucesor de Pedro se sentara ante las cámaras de la televisión para responder apresuradamente, durante una hora, a unas preguntas que además quedaban a la completa libertad del entrevistador.
Transmitido primero por el principal canal de la televisión italiana en la misma noche del decimoquinto aniversario, el programa sería retransmitido a continuación por las mayores cadenas mundiales. Me preguntaban si estaba decidido a dirigir yo la entrevista, porque era sabido que desde hacía años estaba escribiendo, en libros y artículos, sobre temas religiosos, con esa libertad propia del laico, pero al mismo tiempo con la solidaridad del creyente, que sabe que la Iglesia no ha sido confiada sólo al clero sino a todo bautizado, aunque a cada uno según su nivel y según su obligación.
En especial no se había olvidado el vivo debate -aunque tampoco su eficacia pastoral, el positivo impacto en la Iglesia entera, con una difusión masiva en muchas lenguas- suscitado por Informe sobre la fe, libro que publiqué en 1985 y en el que exponía lo hablado durante varios días con el más estrecho colaborador teológico del Papa, el cardenal Joseph Ratzinger, prefecto del antiguo Santo Oficio, ahora Congregación para la Doctrina de la Fe. Entrevista que suponía también una «novedad», y sin precedentes, para una institución que había entrado hacía siglos en la leyenda anticlerical, con frecuencia «negra», por su silencio y secreto, rotos, por primera vez, con aquel libro.
Volviendo a 1993, diré solamente, por ahora, que la fase de preparación -llevada con tal discreción que ni una sola noticia llegó a oídos de los periodistas- incluía también un encuentro con Juan Pablo II en Castelgandolfo.
Allí, con el debido respeto pero con una franqueza que quizá alarmó a alguno de los presentes -aunque no al amo de casa, manifiestamente complacido de mi filial sencillez-, pude explicar qué intenciones me habían llevado a esbozar un primer esquema de preguntas. Porque, efectivamente, un «Hágalo usted mismo» había sido la única indicación que se me había dado.
UN IMPREVISTO
El mismo Papa, sin embargo, no había tenido en cuenta el implacable cúmulo de obligaciones que tenía programadas para septiembre, fecha límite para llevar a cabo las tomas y conceder al director y los técnicos el tiempo necesario para «trabajar» el material antes de emitirlo. Ahora me dicen que la agenda de trabajo del Pontílce, aquel mes, ocupaba treinta y seis apretadas páginas escritas en el ordenador.
Eran compromisos tan heterogéneos como ineludibles. Además de los viajes a dos diócesis italianas (Arezzo y Asti), antes estaba la visita del emperador del Japón al Pontífice de Roma, y antes estaba la visita a los territorios ex soviéticos de Letonia, Lituania y Estonia, con la necesidad de practicar, al menos un poco, esas difíciles lenguas, deber impuesto al Papa por su propio celo pastoral, su ansia de «hacerse entender» al predicar el Evangelio a todos los pueblos del mundo.
En resumen, resultó que a aquellas dos primicias -la nipona y la báltica- no había posibilidad de añadir una tercera, la televisiva. Tanto más cuanto que la buena disposición de Juan Pablo II le había llevado a prometer cuatro horas de tomas, y a conceder al director -el conocido y apreciado cineasta italiano Pupi Avati- la elección de la mejor hora televisiva. Luego todo concluiría en un libro, completando así la intención pastoral y catequística que había inducido al Papa a aceptar el proyecto; pero el cúmulo de trabajo al que me he referido impidió, en el último momento, realizarlo.
En cuanto a mí, volví al lago a reflexionar, como de costumbre, sobre los mismos temas de los que hubiera tenido que hablar con el Pontífice, pero en la quietud de mi biblioteca.
¿Acaso Pascal, cuyo retrato vigila el escritorio sobre el que trabajo, no ha escrito: «Todas las contrariedades de los hombres provienen de no saber permanecer tranquilos en su habitación»?
Aunque el proyecto en el que había estado envuelto no lo busqué yo, y además, no fue una contrariedad, ¡sólo faltaría! Sin embargo, no quiero ocultar que me había creado algunas dificultades.
Sobre todo, y como creyente, me preguntaba si era de verdad oportuno que el Papa concediese entrevistas, y además televisivas. A pesar de su generosa y buena intención, al quedar necesariamente involucrado en el mecanismo implacable de los medios de comunicación, ¿no se arriesgaba a que su voz se confundiese con el caótico ruido de fondo de un mundo que lo banaliza todo, que todo lo convierte en espectáculo, que amontona opiniones contrarias e inacabables parloteos sobre cualquier cosa? ¿Era oportuno que también un Supremo Pontífice de Roma se amoldase al «en mi opinión» en su conversación con un cronista, abandonando el solemne «Nos» en el que resuena la voz del milenario misterio de la Iglesia?
Eran preguntas que no sólo no dejé de hacerme, sino también -aunque respetuosamente- de hacer.
Más allá de tales cuestiones «de principio», consideré que la competencia que podía yo haber adquirido durante tantos años en la información religiosa, probablemente no bastaba para compensar la desventaja de mi inexperiencia en el medio televisivo, y menos en una ocasión semejante, la más comprometida que pueda imaginarse para un periodista.
Pero incluso sobre este punto otras razones se contrapusieron a las mías.
En todo caso, la operación «Quince años de papado en TV» no se realizó, y era presumible que, pasada la ocasión del aniversario, no se hablase más de ella. Por lo tanto, podía volver a teclear en mi máquina de escribir y seguir con la debida atención la palabra del Obispo de Roma, pero -como había hecho hasta ese momento- a través de las Acta Apostolicae Sedis.
UNA SORPRESA
Pasaron algunos meses. Y he aquí que un día, otro telefonazo -de nuevo totalmente imprevisto- del Vaticano. En la línea estaba el director de la Sala de Prensa de la Santa Sede, el psiquiatra español convertido en periodista Joaquín Navarro-Valls, hombre tan eficaz como cordial, uno de los más firmes defensores de la conveniencia de aquella entrevista.
Navarro-Valls era portador de un mensaje que, me aseguraba, le había cogido por sorpresa a él el primero. El Papa me mandaba decir: «Aunque no ha habido modo de responderle en persona, he tenido sobre la mesa sus preguntas; me han interesado, y me parece que sería oportuno no abandonarlas. Por eso he estado reflexionando sobre ellas y desde hace algún tiempo, en los pocos ratos que mis obligaciones me lo permiten, me he puesto a responderlas por escrito. Usted me ha planteado unas cuestiones y por tanto, en cierto modo, tiene derecho a recibir unas respuestas... Estoy trabajando en eso. Se las haré llegar. Luego, haga lo que crea más conveniente.»
En resumen, una vez más Juan Pablo II confirmaba esa fama de «Papa de las sorpresas» que lo acompaña desde que fue elegido; había superado toda previsión.
Así fue como, un día de finales de abril de este 1994 en que escribo, recibía en mi casa al doctor Navarro-Valls, quien sacó de su cartera un gran sobre blanco. Dentro estaba el texto que me había sido anunciado, escrito de puño y letra del Papa, quien, para resaltar aún más la pasión con que había manuscrito las páginas, había subrayado con vigorosos trazos de su pluma muchísimos puntos; son los que el lector encontrará en letra cursiva, según indicación del propio Autor. Igualmente, han sido conservadas las separaciones en blanco que con frecuencia introduce entre un parágrafo y otro.
El título mismo del libro es de Juan Pablo II. Lo había escrito personalmente sobre la carpeta que contenía el texto; aunque precisó que se trataba sólo de una indicación: dejaba a los editores libertad para cambiarlo. Si nos hemos decidido a conservarlo es porque nos dimos cuenta de que ese título resumía plenamente el «núcleo» del mensaje propuesto en estas páginas al hombre contemporáneo.
Este debido respeto a un texto en el que cada palabra cuenta obviamente me ha orientado también en el trabajo de editing que se me pidió, en el que me he limitado a cosas como la traducción, entre paréntesis, de las expresiones latinas; a retoques de puntuación, quizá apresurada; a completar nombres de personas -por ejemplo el de Yves Congar que el Papa, por razón de brevedad, había escrito sólo Congar-; a proponer un sinónimo en los casos en que una palabra se repite en la misma frase; a la modificación de algunas, pocas, imprecisiones en la traducción del original polaco. Minucias, pues, que de ningún modo han afectado al contenido.
Mi trabajo más relevante ha consistido en introducir nuevas preguntas allí donde el texto lo pedía. En efecto, aquel esquema mío sobre el que Juan Pablo II ha trabajado con una diligencia sorprendente (el hecho de haberse tomado tan en serio a un cronista parece una prueba más, si es que acaso hacía falta, de su humildad, de su generosa disponibilidad para escuchar nuestras voces, las de la «gente de la calle»), aquel esquema, digo, comprendía veinte cuestiones. Ninguna de las cuales, hay que recalcarlo, me fue sugerida por nadie; y ninguna ha quedado sin respuesta o en cierto modo «adaptada» por Aquel a quien iba dirigida.
En todo caso, eran sin duda demasiadas, y demasiado amplias para una entrevista televisiva, incluso larga. Al responder por escrito, el Papa ha podido explayarse, apuntando él mismo, mientras respondía, nuevos problemas. Los cuales presuponían, por tanto, una pregunta ad hoc. Por citar un solo caso: los jóvenes. No entraban en el esquema, y les ha querido dedicar unas páginas -cosa que confirma además su predilección por ellos-, que se cuentan entre las más bellas del libro, y en las que vibra, emocionada, su experiencia de joven pastor entre la juventud de una patria a la que tanto ama.
Para comodidad del lector más interesado en unos temas que en otros (aunque nuestro consejo es que lea el texto completo, verdaderamente «católico», también en el sentido de que en el texto tout se tient y todo se integra en una perspectiva orgánica), a cada una de las treinta y cinco preguntas he puesto un breve título que indica los contenidos, aunque sólo sea de manera aproximada debido a lo imprevisto de las sugerencias que el Papa señala aquí y allá; otra confirmación más del pathos que impregna unas palabras que, sin embargo, están inmersas obviamente en el «sistema» de la ortodoxia católica, junto a la más amplia «apertura» posconciliar.
De todos modos, el texto ha sido examinado y aprobado por el mismo Autor en la versión publicada en italiano, y de ese modelo salen al mismo tiempo las traducciones en las principales lenguas del mundo; ya que la fidelidad era imprescindible para garantizar al lector que la voz que aquí resuena, en su humanidad y también en su autoridad, es única y totalmente la del Sucesor de Pedro.
Así que parece más adecuado hablar no tanto de una «entrevista» como de «un libro escrito por el Papa», si bien con el estímulo de una serie de preguntas. Corresponderá luego a los teólogos y a los exegetas del magisterio pontificio plantearse el problema de la «clasificación» de un texto sin precedentes, y que por tanto ofrece perspectivas inéditas en la Iglesia.
A propósito de mi tarea de edición, desde ciertos sectores se me proponía una intervención excesiva, con comentarios, observaciones, explicaciones, citas de encíclicas, de documentos, de alocuciones. Contra tales sugerencias, he procurado pasar lo más inadvertido posible, limitándome a esta nota editorial que explica cómo fueron las cosas (tan «raras» en su sencillez), sin disminuir, con intrusiones inoportunas, la extraordinaria novedad, la sorprendente vibración, la riqueza teológica que caracterizan estas páginas.
Páginas que, estoy seguro, hablan por sí mismas; y que no tienen otra intención que la «religiosa», no tienen ningún otro propósito sino subrayar -con el género literario «entrevista»-, la tarea del Sucesor de Pedro, maestro de la fe, apóstol del Evangelio, padre y al mismo tiempo hermano universal. En él sólo los cristiano-católicos ven al Vicario de Cristo, pero su testimonio de la verdad y su servicio en la caridad se extienden a todo hombre, como lo demuestra también el indiscutible prestigio que la Santa Sede ha ido adquiriendo en la escena mundial. No hay pueblo que al reconquistar su libertad o su independencia no decida, entre los primeros actos de soberanía, enviar un representante a Roma, ad Petri Sedem. Y esto es debido, mucho antes que a cualquier consideración política, casi a una necesidad de legitimidad «espiritual», de exigencia «moral».
UNA CUESTIÓN DE FE
Puesto ante la no leve responsabilidad de plantear una serie de preguntas, para las que se me dejaba una completa libertad, decidí inmediatamente descartar los temas políticos, sociológicos e incluso «clericales», de «burocracia eclesiástica», que constituyen la casi totalidad de la información, o desinformación, supuestamente «religiosa», que circula por tantos medios de comunicación, no solamente laicos.
Si se me permite, citaré un párrafo de un apunte de trabajo que propuse a quien me había metido en el proyecto: «El tiempo que tenemos para esta ocasión verdaderamente única no debería malgastarse con las acostumbradas preguntas del "vaticanólogo". Antes, mucho antes del "Vaticano" -Estado entre otros Estados, aunque sea minúsculo y peculiar-, antes de los habituales temas -necesarios quizá pero secundarios, y quizá también desorientadores- sobre las posibilidades de la institución eclesiástica, antes de la discusión sobre cuestiones morales controvertidas, antes que todo eso está la fe.
«Antes que todo eso están las certezas y oscuridades de la fe, está esa crisis por la que parece verse atacada, está su posibilidad misma hoy en culturas que juzgan como provocación, fanatismo, intolerancia, el sostener que no existen solamente opiniones, sino que todavía existe una Verdad, con mayúscula. En resumen, seria oportuno aprovechar la disponibilidad del Santo Padre para intentar plantear el problema de las "raíces", de eso sobre lo que se basa todo el resto, y que sin embargo parece que se deja aparte, a menudo dentro de la Iglesia misma, como si no se quisiera o no se pudiera afrontar.»
En ese apunte continuaba: «Lo diré, si se me permite, en tono de broma: aquí no interesa el problema exclusivamente clerical -y "clerical" es también cierto laicismo- de la decoración de las salas vaticanas, si debe ser "clásica" (conservadores) o "moderna" (progresistas).
«Tampoco interesa un Papa al que muchos quisieran ver reducido a presidente de una especie de agencia mundial para la ética o para la paz o para el medio ambiente. Un Papa que garantizara el nuevo dogmatismo (más sofocante que ese del que se acusa a los católicos) de lo politically correct, ni un Papa repetidor de conformismos a la moda. Interesa, en cambio, descubrir si todavía son firmes los fundamentos de la fe sobre los que se apoya ese palacio eclesial, cuyo valor y cuya legitimidad dependen solamente de si sigue basado en la certeza de la Resurrección de Cristo. Por tanto, desde el comienzo de la conversación, sería necesario poner de relieve el "escandaloso" enigma que el Papa, en cuanto tal, representa: no es principalmente un grande entre los grandes de la tierra, sino el único hombre en el que otros hombres ven una relación directa con Dios, ven al "Vice" mismo de Jesucristo, Segunda Persona de la Trinidad.»
Añadía finalmente: «Del sacerdocio de las mujeres, de la pastoral para homosexuales o divorciados, de estrategias geopolíticas vaticanas, de elecciones sociopolíticas de los creyentes, de ecología o de superpoblación, así como de tantas otras cuestiones, se puede, es más, se debe discutir, y a fondo; pero sólo después de haber establecido un orden (tan frecuentemente tergiversado hoy, hasta en ambientes católicos) que ponga en primer lugar la sencilla y terrible pregunta: lo que los católicos creen, y de lo que el Papa es el Supremo Garante, ¿es "verdad" o "no es verdad"? ¿El Credo cristiano es todavía aceptable al pie de la letra o se debe poner como telón de fondo, como una especie de vieja aunque noble tradición cultural, de orientación sociopolítica, de escuela de pensamiento, pero ya no como una certeza de fe cara a la vida eterna? Discutir -como se hace- sobre cuestiones morales (desde el uso del preservativo hasta la legalización de la eutanasia) sin afrontar antes el tema de la fe y de su verdad es inútil, más aún, no tiene sentido. Si Jesús no es el Mesías anunciado por los profetas, ¿puede, de verdad, importarnos el "cristianismo" y sus exigencias éticas? ¿Puede interesarnos seriamente la opinión de un Vicario de Cristo si ya no se cree en que aquel Jesús resucitó y que -sirviéndose sobre todo de este hombre vestido de blanco- guía a Su Iglesia hasta que vuelva en su Gloria?»
He de reconocer que no tuve que insistir para que se me aceptara un planteamiento así. Al contrario, encontré enseguida la plena conformidad, la completa sintonía del Interlocutor de la conversación, quien durante nuestro encuentro en Castelgandolfo, y después de decirme que había examinado el primer borrador de preguntas que le había enviado, me comentó que había aceptado la entrevista sólo desde su deber de Sucesor de los apóstoles, sólo para aprovechar una posterior ocasión de dar a conocer el kérigma, es decir, el impresionante anuncio sobre el que toda la fe se funda: «Jesús es el Señor; solamente en Él hay salvación: hoy, como ayer y siempre.»
Desde este planteamiento, pues, ha sido vista y juzgada esta posibilidad de una «entrevista», que inicialmente me había dejado perplejo. Éste es un Papa impaciente en su afán apostólico, un Pastor al que los caminos usuales le parecen siempre insuficientes, que busca por todos los medios hacer llegar a los hombres la Buena Nueva, que, evangélicamente, quiere gritar desde los terrados (hoy cuajados de antenas de televisión) que la Esperanza existe, que tiene fundamento, que se ofrece a quien quiera aceptarla; incluso la conversación con un periodista es valorada por él en la línea de lo que Pablo dice en su primera carta a los Corintios: «Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos. Y todo esto lo hago por el Evangelio, para ser partícipe del mismo» (9,22-23).
En este ambiente toda abstracción desaparece: el dogma se convierte en carne, sangre, vida. El teólogo se hace testigo y pastor.
DON KAROL, PÁRROCO DEL MUNDO
Estas páginas que ahora siguen han nacido de una vibración «kerigmática», de primer anuncio, de «nueva evangelización»; al acercarse a ellas, el lector se dará cuenta de por qué no quise añadir mis irrelevantes notas y comentarios a palabras tan cargadas ya de significado, llevadas casi al colmo de la pasión, precisamente esa passion de convaincre que, siguiendo a Pascal, tendría que ser el signo distintivo de todo cristiano, y que aquí caracteriza profundamente a este «Siervo de los siervos de Dios».
Para él, Dios no sólo existe, vive, obra, sino que también, y sobre todo, es Amor; mientras que para el iluminismo y el racionalismo, que contaminaron incluso cierto tipo de teología, Dios era el impasible Gran Arquitecto, era sobre todo Inteligencia. Con un clamor tras otro, este hombre -sirviéndose de las páginas aquí recogidas- quiere hacer llegar a cada hombre el siguiente mensaje: «¡Date cuenta, quienquiera que seas, de que eres amado! ¡Advierte que el Evangelio es una invitación a la alegría! ¡No te olvides de que tienes un Padre, y que cualquier vida, incluso la que para los hombres es más insignificante, tiene un valor eterno e infinito a Sus ojos!»
Un experto teólogo, una de las poquísimas personas que han podido hojear este texto todavía manuscrito, me decía: «Aquí hay una revelación -directa, sin esquemas ni filtros- del universo religioso e intelectual de Juan Pablo II y, en consecuencia, una clave para la lectura e interpretación de su magisterio completo.»
Aventuraba incluso el mismo teólogo: «No sólo los comentaristas actuales sino también los historiadores futuros tendrán que apoyarse en estas páginas para comprender el primer papado polaco. Escritas a mano, de un tirón -con esa manera suya que algún pacato podría calificar de "impulsiva", o quizá de generosa "imprudencia"-, estas páginas nos dan a conocer, de modo extraordinariamente eficaz, no sólo la mente sino también el corazón del hombre a quien se deben tantas encíclicas, tantas cartas apostólicas, tantos discursos. Aquí todo va a la raíz; es un documento para hoy, pero también Para la historia.»
Me confiaba un colaborador directo del Pontífice que cada homilía, cada explicación del Evangelio -en cada Misa que él celebra- está siempre, y toda, escrita de su mano, de comienzo a fin. No se limita a poner sobre el papel algunos apuntes que señalen los temas que deben ser desarrollados; escribe cada palabra, tanto en una liturgia solemne para un millón de personas (o para mil millones, como ha sucedido en ciertas emisiones televisivas) como en la Eucaristía celebrada para unos pocos íntimos, en su oratorio privado. Justifica este esfuerzo recordando que es tarea primordial e ineludible, no delegable, de todo sacerdote el hacerse instrumento para consagrar el pan y el vino, para hacer llegar al pecador el perdón de Cristo, y también para explicar la Palabra de Dios.
De este mismo modo parece haber considerado estas respuestas. Hay, pues, aquí también una especie de «predicación», de «explicación del Evangelio» hecha por «don Karol, párroco del mundo».
Digo «también» porque el lector no encontrará solamente eso, sino una singular combinación a veces de confidencia personal (emocionantes los trozos sobre su infancia y juventud en su tierra natal), a veces de reflexión y de exhortación espirituales, a veces de meditación mística, a veces de retazos del pasado o sobre el futuro, a veces de especulaciones teológicas y filosóficas.
Por tanto, si todas las páginas exigen una lectura atenta (detrás del tono divulgativo, quien se detenga un poco podrá descubrir una sorprendente profundidad), algunos pasajes exigen una especial atención. Desde nuestra experiencia de lectores «de preestreno», podemos asegurar que vale del todo la pena. El tiempo y la atención que se empleen recibirán amplia recompensa.
Se podrá comprobar, entre otras cosas, cómo al máximo de apertura (con arranques de gran audacia: véanse, por ejemplo, las páginas sobre el ecumenismo o las otras sobre escatología, «los novísimos») va unido siempre el máximo de fidelidad a la tradición. Y que sus brazos abiertos a todo hombre no debilitan en nada la identidad, católica, de la que Juan Pablo II es muy consciente de ser garante y depositario ante Cristo, «en cuyo nombre solamente está la salvación» (cfr. Hechos de los Apóstoles 4,12).
Es bien sabido que en 1982 el escritor y periodista francés André Frossard publicó -tomando como título la exhortación que ha llegado a ser casi la consigna del pontificado: ¡No tengáis miedo!- el resultado de una serie de conversaciones con este Papa.
Sin querer quitarle nada, por supuesto, a ese importante libro, excelentemente estructurado, puede observarse que entonces se estaba al comienzo del pontificado de Karol Wojtyla en la Sede de Pedro. En las páginas que siguen está, en cambio, toda la experiencia de quince años de servicio, está la huella que ha dejado en su vida todo lo que de decisivo ha ocurrido en este tiempo (basta pensar solamente en la caída del marxismo), la huella dejada en la Iglesia, en el mundo. Pero lo que no sólo ha permanecido intacto sino que parece incluso haberse multiplicado (este libro da de ello pleno testimonio) es su capacidad de generar proyectos, su ímpetu de cara al futuro, su mirar hacia adelante -a ese «tercer milenio cristiano» con el ardor y la seguridad de un hombre joven.
EL SERVICIO DE PEDRO
Bajo una luz semejante, cabe esperar entre otras cosas que los que, tanto fuera como dentro de la Iglesia, llegaron a sospechar que este «Papa venido de lejos» traía «intenciones restauradoras» o era «reaccionario a las novedades conciliares» encuentren al fin el modo de rectificarse completamente.
Queda aquí confirmado de continuo su papel providencial desde aquel Concilio Vaticano II en cuyas sesiones (desde la primera a la última) el entonces joven obispo Karol Wojtyla participó con un papel siempre activo y relevante. Por aquella extraordinaria aventura -y por lo que ha derivado de ella en la Iglesia- Juan Pablo II no tiene ninguna intención de «arrepentirse», como declara rotundamente, a pesar de que no oculte los problemas y dificultades debidas -esto está comprobado- no al Vaticano II, sino a apresuradas cuando no abusivas interpretaciones.
Que quede, pues, bien claro que -ante el planteamiento plenamente religioso de estas páginas-, simplificaciones como «derecha-izquierda» o como «conservador-progresista» se revelan totalmente inadecuadas y sin sentido. La «salvación cristiana», a la que dedica algunas de las páginas más apasionadas, no tiene nada que ver con semejantes estrecheces políticas, que constituyen desgraciadamente el único parámetro de tantos comentaristas, condenados así -sin sospecharlo siquiera- a no comprender nada de la profunda dinámica de la Iglesia. Los esquemas de las siempre cambiantes ideologías mundanas están muy lejos de la visión «apocalíptica» -en el sentido etimológico de revelación, de desvelamiento del plan de la Providenciaque llena el magisterio de este Pontífice y da vida también a las siguientes páginas.
Me decía un íntimo colaborador suyo: «Para saber quién es Juan Pablo II hay que verlo rezar, sobre todo en la intimidad de su oratorio privado.» ¿Acaso puede entender algo de este Papa-igual que de cualquier otro Papa- quien excluya esto de sus análisis, centrándose en sofisticadas apariencias?
El lector comprobará que, en numerosas ocasiones, no he dudado en adoptar el papel de «acicate», de «estímulo», aun hasta el de respetuoso «provocador». Es una tarea no siempre grata ni fácil. Creo, sin embargo, que ésta es la obligación de todo entrevistador, que -manteniendo, naturalmente, esa virtud cristiana que es la de ironizar sobre sí mismo, esa sonrisa burlona ante la tentación de tomarse demasiado en seriodebe intentar poner en práctica la «mayéutica», que es, como se sabe, la «técnica de las comadronas».
Por otra parte, tuve la impresión de que mi Interlocutor esperaba precisamente este tipo de «provocación», y no delicadezas cortesanas, como demuestran la viveza, la claridad, la sinceridad espontánea de las respuestas. He conseguido con eso algo que se parece a una afectuosa «reprensión», o quizá a una paternal «oposición». También esto me complace, ya que no sólo confirma la generosa seriedad con que han sido acogidas mis preguntas, sino que además el Santo Padre ha corroborado así que mi modo de plantear los problemas -a pesar de que no los pueda compartir- es el de tantos otros hombres de nuestro tiempo. Era, pues, un deber de este cronista intentar erigirse en su portavoz, en nombre de todos los que «nos dan trabajo», los lectores.
Claro que, con algo parecido a lo que los autores de espiritualidad llaman «santa envidia» (y que, como tal, puede no ser un «pecado», sino un beneficioso acicate), ante algunas respuestas he tomado plena conciencia de la desproporción entre nosotros -pequeños creyentes agobiados por problemas a nuestra mediocre medida- y este Sucesor de Pedro, quien -si es lícito expresarse así- no tiene necesidad de «creer». Para él, en efecto, el contenido de la fe es de una evidencia tangible. Por tanto, y a pesar de que él también aprecie a Pascal (al que cita), no tiene necesidad de recurrir a ninguna «apuesta» como él, no necesita del apoyo de ningún «cálculo de probabilidades» para estar seguro de la objetiva verdad del Credo.
Que la Segunda Persona de la Trinidad se ha encarnado, que Jesucristo vive, actúa, informa el universo entero con Su amor, el cristiano Karol Wojtyla en cierta manera lo siente, lo toca, lo experimenta; como le sucede a todo místico, que es el que ha alcanzado ya la evidencia. Lo que para nosotros puede ser un problema, para él es un dato de hecho objetivamente incontestable. No ignora, como antiguo profesor de filosofía, el esfuerzo de la mente humana en la búsqueda de «pruebas» de la verdad cristiana (a esto, precisamente, dedica algunas de las páginas más densas), pero se tiene la impresión de que, para él, esos argumentos no son sino confirmaciones obvias de una realidad evidente.
También en este sentido me ha parecido estar verdaderamente en consonancia con el Evangelio, ver cumplidas las palabras de Jesús, transmitidas por Mateo: «Bienaventurado tú, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado esto ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (16,17-18).
Una piedra, una roca a la que agarrarse a la hora de la prueba, en esas «tempestades de la duda», en esas «noches oscuras» que insidian nuestra fe, tan a menudo vacilante; el testigo de la verdad del Evangelio, que no duda, el testigo de la existencia de Otro Mundo donde a cada uno le será dado lo suyo, y en el que a cada uno -con tal de que haya querido- le será dada la plenitud de la vida eterna. Éste es el servicio a los hombres que Jesucristo mismo confió a un hombre, haciéndole Su «Vicario»: «Simón, Simón, he aquí que Satanás os ha reclamado para cribaros como el trigo. Pero yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe; y tú, cuando te conviertas, confirma a tus hermanos» (Lucas 22,31-32). Éste es el servicio que cumple el actual Sucesor de Pedro, que, después de casi veinte siglos, está todavia entre los que «han visto la Resurrección», y que saben que «aquel Jesús ha subido al Cielo» (cfr. Hechos de los Apóstoles 1,21-22). Y está dispuesto a asegurarlo con su misma vida, con palabras, pero sobre todo con hechos.
En esta mano firme que se nos tiende para darnos seguridad, en esta confirmación, tan respetuosa como apasionada, del «esplendor de la verdad» -expresión que muchas veces se repite aquí-, me ha parecido que está el mayor regalo que ofrecen estas páginas.
A quien primero las ha leído le han hecho mucho bien, le han dado seguridad, empujándole a una mayor coherencia, a intentar sacar consecuencias más acordes con las premisas de una fe quizá más teorizada que practicada en la vida cotidiana.
No dudamos de que harán bien a muchos, cumpliéndose así la única razón que ha movido a este singular Entrevistado, quien desde la cama del hospital donde se encontraba por una dolorosa caída, decía que había ofrecido un poco de su sufrimiento también por los lectores de estas páginas, en las que la palabra que quizá con mayor frecuencia se repite, junto a «esperanza», sea «alegría».
¿Será acaso retórico decirle que, también por esto, le estamos agradecidos?
VITTORIO MESSORI
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1.- El Papa: Un escándalo y un misterio
2.- Rezar: cómo y por qué
3.- La oración del "Vicario de Cristo"
4.- ¿Hay de verdad un Dios en el cielo?
5.- Pruebas, pero ¿Todavía son válidas?
6.- Si existe, ¿por qué se esconde?
7.- Jesús-Dios: ¿No es una pretensión excesiva?
8.- La llaman historia de la Salvación
9.- Una historia que se concreta
10.- Dios es amor. Entonces, ¿por qué hay tanto mal?
11.- ¿Impotencia Divina?
12.- Así nos salva
13.- ¿Por qué tantas religiones?
14.- ¿Buda?
15.- ¿Mahoma?
16.- La Sinagoga de Wadowice
17.- Hacia el dos mil en minoría
18.- El reto de la Nueva Evangelización
19.- El joven: realmente una esperanza
20.- Érase una vez el consumismo
21.- ¿Sólo Roma tiene la razón?
22.- A la búsqueda de la unidad perdida
23.- ¿Por qué divididos?
24.- La Iglesia a Concilio
25.- Anómalo pero necesario
26.- Una cualidad renovada
27.- Cuando el Mundo dice No
28.- Vida eterna: ¿todavía existe?
29.- Pero, ¿Para qué sirve creer?
30.- Un Evangelio para hacerse hombre
31.- Defensa de cualquier vida
32.- Totus Tuus
33.- Mujeres
34.- Para no tener miedo
35.- Entrar en la esperanza
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Siento un especial afecto, naturalmente, por los colegas -periodistas y escritores- que trabajan en la televisión. Por eso, a pesar de repetidas invitaciones, nunca he intentado quitarles su trabajo. Me parece que las palabras, que constituyen la materia prima de nuestro quehacer, tienen consistencia e impacto diferentes si se confían a la «materialidad» del papel impreso o a la inmaterialidad de los signos electrónicos.
Sea lo que sea, cada uno es rehén de su propia historia, y la mía, referente a lo que aquí importa, es la de quien ha conocido sólo redacciones de periódicos y editoriales, y no estudios con cámaras de televisión, focos, escenografía.
Tranquilícese el lector: no voy a seguir con estas consideraciones más propias de un debate sobre los medios de comunicación, ni deseo castigar a nadie con desahogos autobiográficos. Con lo que he dicho me basta para hacer comprender la sorpresa, unida quizá a una pizca de disgusto, provocada por un telefonazo un día de finales de mayo de 1993.
Como cada mañana, al ir hacia mi estudio, me repetía interiormente las palabras de Cicerón: Si apud bibliothecam hortulum habes, nihil deerit. ¿Qué más quieres si tienes una biblioteca que se abre a un pequeño jardín? Era una época especialmente cargada de trabajo; terminada la corrección del borrador de un libro, me había metido en la redacción definitiva de otro. Mientras tanto, había que seguir con las colaboraciones periodísticas de siempre.
Actividad, pues, no faltaba. Pero tampoco faltaba el dar gracias a Quien debía darlas, porque me permitía sacar adelante toda esa tarea, día tras día, en el silencio solitario de aquel estudio situado sobre el lago Garda, lejos de cualquier centro importante, político o cultural, e incluso religioso. ¿No fue acaso el nada sospechoso Jacques Maritain, tan querido por Pablo VI, quien, medio en broma, recomendó a todo aquel que quisiera continuar amando y defendiendo el catolicismo que frecuentara poco y de una manera discreta a cierto «mundo católico»?
Sin embargo, he aquí que aquel día de primavera, en mi apartado refugio, irrumpió un imprevisto telefonazo: era el director general de la RAI. Dejando sentado que conocía mi poca disponibilidad para los programas televisivos, conocidos los precedentes rechazos, me anunciaba a pesar de todo que me llegaría en breve una propuesta. Y esta vez, aseguraba, «no podría rechazarla».
En los días siguientes se sucedieron varias llamadas «romanas», y el cuadro, un poco alarmante, se fue perfilando: en octubre de aquel 1993 se cumplían quince años del pontificado de Juan Pablo II. Con motivo de tal ocasión, el Santo Padre había aceptado someterse a una entrevista televisiva propuesta por la RAI; hubiera sido absolutamente la primera en la historia del papado, historia en la que, durante tantos siglos, ha sucedido de todo. De todo, pero nunca que un sucesor de Pedro se sentara ante las cámaras de la televisión para responder apresuradamente, durante una hora, a unas preguntas que además quedaban a la completa libertad del entrevistador.
Transmitido primero por el principal canal de la televisión italiana en la misma noche del decimoquinto aniversario, el programa sería retransmitido a continuación por las mayores cadenas mundiales. Me preguntaban si estaba decidido a dirigir yo la entrevista, porque era sabido que desde hacía años estaba escribiendo, en libros y artículos, sobre temas religiosos, con esa libertad propia del laico, pero al mismo tiempo con la solidaridad del creyente, que sabe que la Iglesia no ha sido confiada sólo al clero sino a todo bautizado, aunque a cada uno según su nivel y según su obligación.
En especial no se había olvidado el vivo debate -aunque tampoco su eficacia pastoral, el positivo impacto en la Iglesia entera, con una difusión masiva en muchas lenguas- suscitado por Informe sobre la fe, libro que publiqué en 1985 y en el que exponía lo hablado durante varios días con el más estrecho colaborador teológico del Papa, el cardenal Joseph Ratzinger, prefecto del antiguo Santo Oficio, ahora Congregación para la Doctrina de la Fe. Entrevista que suponía también una «novedad», y sin precedentes, para una institución que había entrado hacía siglos en la leyenda anticlerical, con frecuencia «negra», por su silencio y secreto, rotos, por primera vez, con aquel libro.
Volviendo a 1993, diré solamente, por ahora, que la fase de preparación -llevada con tal discreción que ni una sola noticia llegó a oídos de los periodistas- incluía también un encuentro con Juan Pablo II en Castelgandolfo.
Allí, con el debido respeto pero con una franqueza que quizá alarmó a alguno de los presentes -aunque no al amo de casa, manifiestamente complacido de mi filial sencillez-, pude explicar qué intenciones me habían llevado a esbozar un primer esquema de preguntas. Porque, efectivamente, un «Hágalo usted mismo» había sido la única indicación que se me había dado.
UN IMPREVISTO
El mismo Papa, sin embargo, no había tenido en cuenta el implacable cúmulo de obligaciones que tenía programadas para septiembre, fecha límite para llevar a cabo las tomas y conceder al director y los técnicos el tiempo necesario para «trabajar» el material antes de emitirlo. Ahora me dicen que la agenda de trabajo del Pontílce, aquel mes, ocupaba treinta y seis apretadas páginas escritas en el ordenador.
Eran compromisos tan heterogéneos como ineludibles. Además de los viajes a dos diócesis italianas (Arezzo y Asti), antes estaba la visita del emperador del Japón al Pontífice de Roma, y antes estaba la visita a los territorios ex soviéticos de Letonia, Lituania y Estonia, con la necesidad de practicar, al menos un poco, esas difíciles lenguas, deber impuesto al Papa por su propio celo pastoral, su ansia de «hacerse entender» al predicar el Evangelio a todos los pueblos del mundo.
En resumen, resultó que a aquellas dos primicias -la nipona y la báltica- no había posibilidad de añadir una tercera, la televisiva. Tanto más cuanto que la buena disposición de Juan Pablo II le había llevado a prometer cuatro horas de tomas, y a conceder al director -el conocido y apreciado cineasta italiano Pupi Avati- la elección de la mejor hora televisiva. Luego todo concluiría en un libro, completando así la intención pastoral y catequística que había inducido al Papa a aceptar el proyecto; pero el cúmulo de trabajo al que me he referido impidió, en el último momento, realizarlo.
En cuanto a mí, volví al lago a reflexionar, como de costumbre, sobre los mismos temas de los que hubiera tenido que hablar con el Pontífice, pero en la quietud de mi biblioteca.
¿Acaso Pascal, cuyo retrato vigila el escritorio sobre el que trabajo, no ha escrito: «Todas las contrariedades de los hombres provienen de no saber permanecer tranquilos en su habitación»?
Aunque el proyecto en el que había estado envuelto no lo busqué yo, y además, no fue una contrariedad, ¡sólo faltaría! Sin embargo, no quiero ocultar que me había creado algunas dificultades.
Sobre todo, y como creyente, me preguntaba si era de verdad oportuno que el Papa concediese entrevistas, y además televisivas. A pesar de su generosa y buena intención, al quedar necesariamente involucrado en el mecanismo implacable de los medios de comunicación, ¿no se arriesgaba a que su voz se confundiese con el caótico ruido de fondo de un mundo que lo banaliza todo, que todo lo convierte en espectáculo, que amontona opiniones contrarias e inacabables parloteos sobre cualquier cosa? ¿Era oportuno que también un Supremo Pontífice de Roma se amoldase al «en mi opinión» en su conversación con un cronista, abandonando el solemne «Nos» en el que resuena la voz del milenario misterio de la Iglesia?
Eran preguntas que no sólo no dejé de hacerme, sino también -aunque respetuosamente- de hacer.
Más allá de tales cuestiones «de principio», consideré que la competencia que podía yo haber adquirido durante tantos años en la información religiosa, probablemente no bastaba para compensar la desventaja de mi inexperiencia en el medio televisivo, y menos en una ocasión semejante, la más comprometida que pueda imaginarse para un periodista.
Pero incluso sobre este punto otras razones se contrapusieron a las mías.
En todo caso, la operación «Quince años de papado en TV» no se realizó, y era presumible que, pasada la ocasión del aniversario, no se hablase más de ella. Por lo tanto, podía volver a teclear en mi máquina de escribir y seguir con la debida atención la palabra del Obispo de Roma, pero -como había hecho hasta ese momento- a través de las Acta Apostolicae Sedis.
UNA SORPRESA
Pasaron algunos meses. Y he aquí que un día, otro telefonazo -de nuevo totalmente imprevisto- del Vaticano. En la línea estaba el director de la Sala de Prensa de la Santa Sede, el psiquiatra español convertido en periodista Joaquín Navarro-Valls, hombre tan eficaz como cordial, uno de los más firmes defensores de la conveniencia de aquella entrevista.
Navarro-Valls era portador de un mensaje que, me aseguraba, le había cogido por sorpresa a él el primero. El Papa me mandaba decir: «Aunque no ha habido modo de responderle en persona, he tenido sobre la mesa sus preguntas; me han interesado, y me parece que sería oportuno no abandonarlas. Por eso he estado reflexionando sobre ellas y desde hace algún tiempo, en los pocos ratos que mis obligaciones me lo permiten, me he puesto a responderlas por escrito. Usted me ha planteado unas cuestiones y por tanto, en cierto modo, tiene derecho a recibir unas respuestas... Estoy trabajando en eso. Se las haré llegar. Luego, haga lo que crea más conveniente.»
En resumen, una vez más Juan Pablo II confirmaba esa fama de «Papa de las sorpresas» que lo acompaña desde que fue elegido; había superado toda previsión.
Así fue como, un día de finales de abril de este 1994 en que escribo, recibía en mi casa al doctor Navarro-Valls, quien sacó de su cartera un gran sobre blanco. Dentro estaba el texto que me había sido anunciado, escrito de puño y letra del Papa, quien, para resaltar aún más la pasión con que había manuscrito las páginas, había subrayado con vigorosos trazos de su pluma muchísimos puntos; son los que el lector encontrará en letra cursiva, según indicación del propio Autor. Igualmente, han sido conservadas las separaciones en blanco que con frecuencia introduce entre un parágrafo y otro.
El título mismo del libro es de Juan Pablo II. Lo había escrito personalmente sobre la carpeta que contenía el texto; aunque precisó que se trataba sólo de una indicación: dejaba a los editores libertad para cambiarlo. Si nos hemos decidido a conservarlo es porque nos dimos cuenta de que ese título resumía plenamente el «núcleo» del mensaje propuesto en estas páginas al hombre contemporáneo.
Este debido respeto a un texto en el que cada palabra cuenta obviamente me ha orientado también en el trabajo de editing que se me pidió, en el que me he limitado a cosas como la traducción, entre paréntesis, de las expresiones latinas; a retoques de puntuación, quizá apresurada; a completar nombres de personas -por ejemplo el de Yves Congar que el Papa, por razón de brevedad, había escrito sólo Congar-; a proponer un sinónimo en los casos en que una palabra se repite en la misma frase; a la modificación de algunas, pocas, imprecisiones en la traducción del original polaco. Minucias, pues, que de ningún modo han afectado al contenido.
Mi trabajo más relevante ha consistido en introducir nuevas preguntas allí donde el texto lo pedía. En efecto, aquel esquema mío sobre el que Juan Pablo II ha trabajado con una diligencia sorprendente (el hecho de haberse tomado tan en serio a un cronista parece una prueba más, si es que acaso hacía falta, de su humildad, de su generosa disponibilidad para escuchar nuestras voces, las de la «gente de la calle»), aquel esquema, digo, comprendía veinte cuestiones. Ninguna de las cuales, hay que recalcarlo, me fue sugerida por nadie; y ninguna ha quedado sin respuesta o en cierto modo «adaptada» por Aquel a quien iba dirigida.
En todo caso, eran sin duda demasiadas, y demasiado amplias para una entrevista televisiva, incluso larga. Al responder por escrito, el Papa ha podido explayarse, apuntando él mismo, mientras respondía, nuevos problemas. Los cuales presuponían, por tanto, una pregunta ad hoc. Por citar un solo caso: los jóvenes. No entraban en el esquema, y les ha querido dedicar unas páginas -cosa que confirma además su predilección por ellos-, que se cuentan entre las más bellas del libro, y en las que vibra, emocionada, su experiencia de joven pastor entre la juventud de una patria a la que tanto ama.
Para comodidad del lector más interesado en unos temas que en otros (aunque nuestro consejo es que lea el texto completo, verdaderamente «católico», también en el sentido de que en el texto tout se tient y todo se integra en una perspectiva orgánica), a cada una de las treinta y cinco preguntas he puesto un breve título que indica los contenidos, aunque sólo sea de manera aproximada debido a lo imprevisto de las sugerencias que el Papa señala aquí y allá; otra confirmación más del pathos que impregna unas palabras que, sin embargo, están inmersas obviamente en el «sistema» de la ortodoxia católica, junto a la más amplia «apertura» posconciliar.
De todos modos, el texto ha sido examinado y aprobado por el mismo Autor en la versión publicada en italiano, y de ese modelo salen al mismo tiempo las traducciones en las principales lenguas del mundo; ya que la fidelidad era imprescindible para garantizar al lector que la voz que aquí resuena, en su humanidad y también en su autoridad, es única y totalmente la del Sucesor de Pedro.
Así que parece más adecuado hablar no tanto de una «entrevista» como de «un libro escrito por el Papa», si bien con el estímulo de una serie de preguntas. Corresponderá luego a los teólogos y a los exegetas del magisterio pontificio plantearse el problema de la «clasificación» de un texto sin precedentes, y que por tanto ofrece perspectivas inéditas en la Iglesia.
A propósito de mi tarea de edición, desde ciertos sectores se me proponía una intervención excesiva, con comentarios, observaciones, explicaciones, citas de encíclicas, de documentos, de alocuciones. Contra tales sugerencias, he procurado pasar lo más inadvertido posible, limitándome a esta nota editorial que explica cómo fueron las cosas (tan «raras» en su sencillez), sin disminuir, con intrusiones inoportunas, la extraordinaria novedad, la sorprendente vibración, la riqueza teológica que caracterizan estas páginas.
Páginas que, estoy seguro, hablan por sí mismas; y que no tienen otra intención que la «religiosa», no tienen ningún otro propósito sino subrayar -con el género literario «entrevista»-, la tarea del Sucesor de Pedro, maestro de la fe, apóstol del Evangelio, padre y al mismo tiempo hermano universal. En él sólo los cristiano-católicos ven al Vicario de Cristo, pero su testimonio de la verdad y su servicio en la caridad se extienden a todo hombre, como lo demuestra también el indiscutible prestigio que la Santa Sede ha ido adquiriendo en la escena mundial. No hay pueblo que al reconquistar su libertad o su independencia no decida, entre los primeros actos de soberanía, enviar un representante a Roma, ad Petri Sedem. Y esto es debido, mucho antes que a cualquier consideración política, casi a una necesidad de legitimidad «espiritual», de exigencia «moral».
UNA CUESTIÓN DE FE
Puesto ante la no leve responsabilidad de plantear una serie de preguntas, para las que se me dejaba una completa libertad, decidí inmediatamente descartar los temas políticos, sociológicos e incluso «clericales», de «burocracia eclesiástica», que constituyen la casi totalidad de la información, o desinformación, supuestamente «religiosa», que circula por tantos medios de comunicación, no solamente laicos.
Si se me permite, citaré un párrafo de un apunte de trabajo que propuse a quien me había metido en el proyecto: «El tiempo que tenemos para esta ocasión verdaderamente única no debería malgastarse con las acostumbradas preguntas del "vaticanólogo". Antes, mucho antes del "Vaticano" -Estado entre otros Estados, aunque sea minúsculo y peculiar-, antes de los habituales temas -necesarios quizá pero secundarios, y quizá también desorientadores- sobre las posibilidades de la institución eclesiástica, antes de la discusión sobre cuestiones morales controvertidas, antes que todo eso está la fe.
«Antes que todo eso están las certezas y oscuridades de la fe, está esa crisis por la que parece verse atacada, está su posibilidad misma hoy en culturas que juzgan como provocación, fanatismo, intolerancia, el sostener que no existen solamente opiniones, sino que todavía existe una Verdad, con mayúscula. En resumen, seria oportuno aprovechar la disponibilidad del Santo Padre para intentar plantear el problema de las "raíces", de eso sobre lo que se basa todo el resto, y que sin embargo parece que se deja aparte, a menudo dentro de la Iglesia misma, como si no se quisiera o no se pudiera afrontar.»
En ese apunte continuaba: «Lo diré, si se me permite, en tono de broma: aquí no interesa el problema exclusivamente clerical -y "clerical" es también cierto laicismo- de la decoración de las salas vaticanas, si debe ser "clásica" (conservadores) o "moderna" (progresistas).
«Tampoco interesa un Papa al que muchos quisieran ver reducido a presidente de una especie de agencia mundial para la ética o para la paz o para el medio ambiente. Un Papa que garantizara el nuevo dogmatismo (más sofocante que ese del que se acusa a los católicos) de lo politically correct, ni un Papa repetidor de conformismos a la moda. Interesa, en cambio, descubrir si todavía son firmes los fundamentos de la fe sobre los que se apoya ese palacio eclesial, cuyo valor y cuya legitimidad dependen solamente de si sigue basado en la certeza de la Resurrección de Cristo. Por tanto, desde el comienzo de la conversación, sería necesario poner de relieve el "escandaloso" enigma que el Papa, en cuanto tal, representa: no es principalmente un grande entre los grandes de la tierra, sino el único hombre en el que otros hombres ven una relación directa con Dios, ven al "Vice" mismo de Jesucristo, Segunda Persona de la Trinidad.»
Añadía finalmente: «Del sacerdocio de las mujeres, de la pastoral para homosexuales o divorciados, de estrategias geopolíticas vaticanas, de elecciones sociopolíticas de los creyentes, de ecología o de superpoblación, así como de tantas otras cuestiones, se puede, es más, se debe discutir, y a fondo; pero sólo después de haber establecido un orden (tan frecuentemente tergiversado hoy, hasta en ambientes católicos) que ponga en primer lugar la sencilla y terrible pregunta: lo que los católicos creen, y de lo que el Papa es el Supremo Garante, ¿es "verdad" o "no es verdad"? ¿El Credo cristiano es todavía aceptable al pie de la letra o se debe poner como telón de fondo, como una especie de vieja aunque noble tradición cultural, de orientación sociopolítica, de escuela de pensamiento, pero ya no como una certeza de fe cara a la vida eterna? Discutir -como se hace- sobre cuestiones morales (desde el uso del preservativo hasta la legalización de la eutanasia) sin afrontar antes el tema de la fe y de su verdad es inútil, más aún, no tiene sentido. Si Jesús no es el Mesías anunciado por los profetas, ¿puede, de verdad, importarnos el "cristianismo" y sus exigencias éticas? ¿Puede interesarnos seriamente la opinión de un Vicario de Cristo si ya no se cree en que aquel Jesús resucitó y que -sirviéndose sobre todo de este hombre vestido de blanco- guía a Su Iglesia hasta que vuelva en su Gloria?»
He de reconocer que no tuve que insistir para que se me aceptara un planteamiento así. Al contrario, encontré enseguida la plena conformidad, la completa sintonía del Interlocutor de la conversación, quien durante nuestro encuentro en Castelgandolfo, y después de decirme que había examinado el primer borrador de preguntas que le había enviado, me comentó que había aceptado la entrevista sólo desde su deber de Sucesor de los apóstoles, sólo para aprovechar una posterior ocasión de dar a conocer el kérigma, es decir, el impresionante anuncio sobre el que toda la fe se funda: «Jesús es el Señor; solamente en Él hay salvación: hoy, como ayer y siempre.»
Desde este planteamiento, pues, ha sido vista y juzgada esta posibilidad de una «entrevista», que inicialmente me había dejado perplejo. Éste es un Papa impaciente en su afán apostólico, un Pastor al que los caminos usuales le parecen siempre insuficientes, que busca por todos los medios hacer llegar a los hombres la Buena Nueva, que, evangélicamente, quiere gritar desde los terrados (hoy cuajados de antenas de televisión) que la Esperanza existe, que tiene fundamento, que se ofrece a quien quiera aceptarla; incluso la conversación con un periodista es valorada por él en la línea de lo que Pablo dice en su primera carta a los Corintios: «Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos. Y todo esto lo hago por el Evangelio, para ser partícipe del mismo» (9,22-23).
En este ambiente toda abstracción desaparece: el dogma se convierte en carne, sangre, vida. El teólogo se hace testigo y pastor.
DON KAROL, PÁRROCO DEL MUNDO
Estas páginas que ahora siguen han nacido de una vibración «kerigmática», de primer anuncio, de «nueva evangelización»; al acercarse a ellas, el lector se dará cuenta de por qué no quise añadir mis irrelevantes notas y comentarios a palabras tan cargadas ya de significado, llevadas casi al colmo de la pasión, precisamente esa passion de convaincre que, siguiendo a Pascal, tendría que ser el signo distintivo de todo cristiano, y que aquí caracteriza profundamente a este «Siervo de los siervos de Dios».
Para él, Dios no sólo existe, vive, obra, sino que también, y sobre todo, es Amor; mientras que para el iluminismo y el racionalismo, que contaminaron incluso cierto tipo de teología, Dios era el impasible Gran Arquitecto, era sobre todo Inteligencia. Con un clamor tras otro, este hombre -sirviéndose de las páginas aquí recogidas- quiere hacer llegar a cada hombre el siguiente mensaje: «¡Date cuenta, quienquiera que seas, de que eres amado! ¡Advierte que el Evangelio es una invitación a la alegría! ¡No te olvides de que tienes un Padre, y que cualquier vida, incluso la que para los hombres es más insignificante, tiene un valor eterno e infinito a Sus ojos!»
Un experto teólogo, una de las poquísimas personas que han podido hojear este texto todavía manuscrito, me decía: «Aquí hay una revelación -directa, sin esquemas ni filtros- del universo religioso e intelectual de Juan Pablo II y, en consecuencia, una clave para la lectura e interpretación de su magisterio completo.»
Aventuraba incluso el mismo teólogo: «No sólo los comentaristas actuales sino también los historiadores futuros tendrán que apoyarse en estas páginas para comprender el primer papado polaco. Escritas a mano, de un tirón -con esa manera suya que algún pacato podría calificar de "impulsiva", o quizá de generosa "imprudencia"-, estas páginas nos dan a conocer, de modo extraordinariamente eficaz, no sólo la mente sino también el corazón del hombre a quien se deben tantas encíclicas, tantas cartas apostólicas, tantos discursos. Aquí todo va a la raíz; es un documento para hoy, pero también Para la historia.»
Me confiaba un colaborador directo del Pontífice que cada homilía, cada explicación del Evangelio -en cada Misa que él celebra- está siempre, y toda, escrita de su mano, de comienzo a fin. No se limita a poner sobre el papel algunos apuntes que señalen los temas que deben ser desarrollados; escribe cada palabra, tanto en una liturgia solemne para un millón de personas (o para mil millones, como ha sucedido en ciertas emisiones televisivas) como en la Eucaristía celebrada para unos pocos íntimos, en su oratorio privado. Justifica este esfuerzo recordando que es tarea primordial e ineludible, no delegable, de todo sacerdote el hacerse instrumento para consagrar el pan y el vino, para hacer llegar al pecador el perdón de Cristo, y también para explicar la Palabra de Dios.
De este mismo modo parece haber considerado estas respuestas. Hay, pues, aquí también una especie de «predicación», de «explicación del Evangelio» hecha por «don Karol, párroco del mundo».
Digo «también» porque el lector no encontrará solamente eso, sino una singular combinación a veces de confidencia personal (emocionantes los trozos sobre su infancia y juventud en su tierra natal), a veces de reflexión y de exhortación espirituales, a veces de meditación mística, a veces de retazos del pasado o sobre el futuro, a veces de especulaciones teológicas y filosóficas.
Por tanto, si todas las páginas exigen una lectura atenta (detrás del tono divulgativo, quien se detenga un poco podrá descubrir una sorprendente profundidad), algunos pasajes exigen una especial atención. Desde nuestra experiencia de lectores «de preestreno», podemos asegurar que vale del todo la pena. El tiempo y la atención que se empleen recibirán amplia recompensa.
Se podrá comprobar, entre otras cosas, cómo al máximo de apertura (con arranques de gran audacia: véanse, por ejemplo, las páginas sobre el ecumenismo o las otras sobre escatología, «los novísimos») va unido siempre el máximo de fidelidad a la tradición. Y que sus brazos abiertos a todo hombre no debilitan en nada la identidad, católica, de la que Juan Pablo II es muy consciente de ser garante y depositario ante Cristo, «en cuyo nombre solamente está la salvación» (cfr. Hechos de los Apóstoles 4,12).
Es bien sabido que en 1982 el escritor y periodista francés André Frossard publicó -tomando como título la exhortación que ha llegado a ser casi la consigna del pontificado: ¡No tengáis miedo!- el resultado de una serie de conversaciones con este Papa.
Sin querer quitarle nada, por supuesto, a ese importante libro, excelentemente estructurado, puede observarse que entonces se estaba al comienzo del pontificado de Karol Wojtyla en la Sede de Pedro. En las páginas que siguen está, en cambio, toda la experiencia de quince años de servicio, está la huella que ha dejado en su vida todo lo que de decisivo ha ocurrido en este tiempo (basta pensar solamente en la caída del marxismo), la huella dejada en la Iglesia, en el mundo. Pero lo que no sólo ha permanecido intacto sino que parece incluso haberse multiplicado (este libro da de ello pleno testimonio) es su capacidad de generar proyectos, su ímpetu de cara al futuro, su mirar hacia adelante -a ese «tercer milenio cristiano» con el ardor y la seguridad de un hombre joven.
EL SERVICIO DE PEDRO
Bajo una luz semejante, cabe esperar entre otras cosas que los que, tanto fuera como dentro de la Iglesia, llegaron a sospechar que este «Papa venido de lejos» traía «intenciones restauradoras» o era «reaccionario a las novedades conciliares» encuentren al fin el modo de rectificarse completamente.
Queda aquí confirmado de continuo su papel providencial desde aquel Concilio Vaticano II en cuyas sesiones (desde la primera a la última) el entonces joven obispo Karol Wojtyla participó con un papel siempre activo y relevante. Por aquella extraordinaria aventura -y por lo que ha derivado de ella en la Iglesia- Juan Pablo II no tiene ninguna intención de «arrepentirse», como declara rotundamente, a pesar de que no oculte los problemas y dificultades debidas -esto está comprobado- no al Vaticano II, sino a apresuradas cuando no abusivas interpretaciones.
Que quede, pues, bien claro que -ante el planteamiento plenamente religioso de estas páginas-, simplificaciones como «derecha-izquierda» o como «conservador-progresista» se revelan totalmente inadecuadas y sin sentido. La «salvación cristiana», a la que dedica algunas de las páginas más apasionadas, no tiene nada que ver con semejantes estrecheces políticas, que constituyen desgraciadamente el único parámetro de tantos comentaristas, condenados así -sin sospecharlo siquiera- a no comprender nada de la profunda dinámica de la Iglesia. Los esquemas de las siempre cambiantes ideologías mundanas están muy lejos de la visión «apocalíptica» -en el sentido etimológico de revelación, de desvelamiento del plan de la Providenciaque llena el magisterio de este Pontífice y da vida también a las siguientes páginas.
Me decía un íntimo colaborador suyo: «Para saber quién es Juan Pablo II hay que verlo rezar, sobre todo en la intimidad de su oratorio privado.» ¿Acaso puede entender algo de este Papa-igual que de cualquier otro Papa- quien excluya esto de sus análisis, centrándose en sofisticadas apariencias?
El lector comprobará que, en numerosas ocasiones, no he dudado en adoptar el papel de «acicate», de «estímulo», aun hasta el de respetuoso «provocador». Es una tarea no siempre grata ni fácil. Creo, sin embargo, que ésta es la obligación de todo entrevistador, que -manteniendo, naturalmente, esa virtud cristiana que es la de ironizar sobre sí mismo, esa sonrisa burlona ante la tentación de tomarse demasiado en seriodebe intentar poner en práctica la «mayéutica», que es, como se sabe, la «técnica de las comadronas».
Por otra parte, tuve la impresión de que mi Interlocutor esperaba precisamente este tipo de «provocación», y no delicadezas cortesanas, como demuestran la viveza, la claridad, la sinceridad espontánea de las respuestas. He conseguido con eso algo que se parece a una afectuosa «reprensión», o quizá a una paternal «oposición». También esto me complace, ya que no sólo confirma la generosa seriedad con que han sido acogidas mis preguntas, sino que además el Santo Padre ha corroborado así que mi modo de plantear los problemas -a pesar de que no los pueda compartir- es el de tantos otros hombres de nuestro tiempo. Era, pues, un deber de este cronista intentar erigirse en su portavoz, en nombre de todos los que «nos dan trabajo», los lectores.
Claro que, con algo parecido a lo que los autores de espiritualidad llaman «santa envidia» (y que, como tal, puede no ser un «pecado», sino un beneficioso acicate), ante algunas respuestas he tomado plena conciencia de la desproporción entre nosotros -pequeños creyentes agobiados por problemas a nuestra mediocre medida- y este Sucesor de Pedro, quien -si es lícito expresarse así- no tiene necesidad de «creer». Para él, en efecto, el contenido de la fe es de una evidencia tangible. Por tanto, y a pesar de que él también aprecie a Pascal (al que cita), no tiene necesidad de recurrir a ninguna «apuesta» como él, no necesita del apoyo de ningún «cálculo de probabilidades» para estar seguro de la objetiva verdad del Credo.
Que la Segunda Persona de la Trinidad se ha encarnado, que Jesucristo vive, actúa, informa el universo entero con Su amor, el cristiano Karol Wojtyla en cierta manera lo siente, lo toca, lo experimenta; como le sucede a todo místico, que es el que ha alcanzado ya la evidencia. Lo que para nosotros puede ser un problema, para él es un dato de hecho objetivamente incontestable. No ignora, como antiguo profesor de filosofía, el esfuerzo de la mente humana en la búsqueda de «pruebas» de la verdad cristiana (a esto, precisamente, dedica algunas de las páginas más densas), pero se tiene la impresión de que, para él, esos argumentos no son sino confirmaciones obvias de una realidad evidente.
También en este sentido me ha parecido estar verdaderamente en consonancia con el Evangelio, ver cumplidas las palabras de Jesús, transmitidas por Mateo: «Bienaventurado tú, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado esto ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (16,17-18).
Una piedra, una roca a la que agarrarse a la hora de la prueba, en esas «tempestades de la duda», en esas «noches oscuras» que insidian nuestra fe, tan a menudo vacilante; el testigo de la verdad del Evangelio, que no duda, el testigo de la existencia de Otro Mundo donde a cada uno le será dado lo suyo, y en el que a cada uno -con tal de que haya querido- le será dada la plenitud de la vida eterna. Éste es el servicio a los hombres que Jesucristo mismo confió a un hombre, haciéndole Su «Vicario»: «Simón, Simón, he aquí que Satanás os ha reclamado para cribaros como el trigo. Pero yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe; y tú, cuando te conviertas, confirma a tus hermanos» (Lucas 22,31-32). Éste es el servicio que cumple el actual Sucesor de Pedro, que, después de casi veinte siglos, está todavia entre los que «han visto la Resurrección», y que saben que «aquel Jesús ha subido al Cielo» (cfr. Hechos de los Apóstoles 1,21-22). Y está dispuesto a asegurarlo con su misma vida, con palabras, pero sobre todo con hechos.
En esta mano firme que se nos tiende para darnos seguridad, en esta confirmación, tan respetuosa como apasionada, del «esplendor de la verdad» -expresión que muchas veces se repite aquí-, me ha parecido que está el mayor regalo que ofrecen estas páginas.
A quien primero las ha leído le han hecho mucho bien, le han dado seguridad, empujándole a una mayor coherencia, a intentar sacar consecuencias más acordes con las premisas de una fe quizá más teorizada que practicada en la vida cotidiana.
No dudamos de que harán bien a muchos, cumpliéndose así la única razón que ha movido a este singular Entrevistado, quien desde la cama del hospital donde se encontraba por una dolorosa caída, decía que había ofrecido un poco de su sufrimiento también por los lectores de estas páginas, en las que la palabra que quizá con mayor frecuencia se repite, junto a «esperanza», sea «alegría».
¿Será acaso retórico decirle que, también por esto, le estamos agradecidos?
VITTORIO MESSORI
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1.- El Papa: Un escándalo y un misterio
2.- Rezar: cómo y por qué
3.- La oración del "Vicario de Cristo"
4.- ¿Hay de verdad un Dios en el cielo?
5.- Pruebas, pero ¿Todavía son válidas?
6.- Si existe, ¿por qué se esconde?
7.- Jesús-Dios: ¿No es una pretensión excesiva?
8.- La llaman historia de la Salvación
9.- Una historia que se concreta
10.- Dios es amor. Entonces, ¿por qué hay tanto mal?
11.- ¿Impotencia Divina?
12.- Así nos salva
13.- ¿Por qué tantas religiones?
14.- ¿Buda?
15.- ¿Mahoma?
16.- La Sinagoga de Wadowice
17.- Hacia el dos mil en minoría
18.- El reto de la Nueva Evangelización
19.- El joven: realmente una esperanza
20.- Érase una vez el consumismo
21.- ¿Sólo Roma tiene la razón?
22.- A la búsqueda de la unidad perdida
23.- ¿Por qué divididos?
24.- La Iglesia a Concilio
25.- Anómalo pero necesario
26.- Una cualidad renovada
27.- Cuando el Mundo dice No
28.- Vida eterna: ¿todavía existe?
29.- Pero, ¿Para qué sirve creer?
30.- Un Evangelio para hacerse hombre
31.- Defensa de cualquier vida
32.- Totus Tuus
33.- Mujeres
34.- Para no tener miedo
35.- Entrar en la esperanza
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