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Contra las leyes de la arboricultura

Contra las leyes de la arboricultura
Que un hombre crezca «torcido» no asegura que nunca podrá «enderezarse»…


Por: Vicente D. Yanes, L.C. | Fuente: www.buenas-noticias.org



Es muy probable que uno de los primeros refranes que nos viene a la mente al pensar en un árbol sea éste: «Árbol que crece torcido nunca su tronco endereza». Es un clásico, no hay quien lo dude.

En el estricto campo de la arboricultura es cierto en la gran mayoría de los casos – y certísimo en el caso de los bonsai, dicho sea de paso-. Pero por lo que ve a las actitudes humanas, no. Un hombre puede cambiar su comportamiento y la trayectoria de su vida precisamente porque es libre y está dotado de inteligencia y, sobre todo, porque posee un corazón.

En ocasiones somos un poco fríos y despiadados en nuestros juicios hacia determinados hombres que, en el presente, no dan señales de mejora y como el leñador queremos quitarlos de en medio. Nos vendría muy bien recordar las palabras que Gandalf –en el famoso libro «El Señor de los anillos»– dijo a Frodo acerca de por qué Bilbo había respetado la vida de una creatura tan despreciable como Gollum: «¿Puedes devolver la vida? Entonces no te apresures a dispensar la muerte, pues ni el más sabio conoce el fin de todos los caminos».

En efecto, mientras no poseamos un don especial para ver el interior de las personas, dejemos a un lado nuestros juicios. Que un hombre crezca «torcido» no asegura que nunca podrá «enderezarse»… Un ejemplo claro lo tenemos en la vida del padre Manuel Barberá.

Manuel Barberá, sacerdote de 79 años, fue un activo comunista en su juventud. Su adhesión a la izquierda le venía desde la cuna. Ya como adolescente comenzó su servicio al partido como recadero, hasta que lo descubrieron… Se vio obligado a huir de España para que no lo apresaran. Además, a su actividad como comunista se sumaba el hecho de que se había «librado» del servicio militar; por ello, puso pies en polvorosa tan pronto le informaron que lo tenían en la mira.

Fue a Salamanca y se hospedó en la casa de un sacerdote, que lo ocultó durante una semana para que no lo encontraran los policías. De ahí pasó a Portugal, para viajar a los Estados Unidos y finalmente trasladarse a México. Se las arregló para traer a su novia que estaba en España y se casó con ella. Tuvo dos hijos y vivió 15 años en tierras aztecas.

Cuando el general Franco concedió la amnistía a los exiliados políticos, volvió a España, pero por mucho tiempo siguió tan «rojo» como antes; su esposa también compartía su favor hacia las izquierdas.

Cierto día, el amigo de uno de sus hijos los invitó a él y a su mujer a asistir a unas pláticas en la parroquia. Manuel fue no por curiosidad de la buena sino para saber «por qué ese hatajo de idiotas –los católicos– se creen lo que dicen». Total, que su postura era semejante a la de un Saulo de Tarso que se regocijaba en perseguir cristianos porque su intolerante mente los consideraba unos cismáticos…

Y como a san Pablo en sus días, «Manolo» llegó a tragarse todos sus prejuicios. De repente se dio cuenta que Dios le quería como era, es decir, que Dios no se andaba con que si había sido comunista y qué había pensado o dicho sobre la religión, la iglesia y los curas. Manuel descubrió un Padre que le amaba, que le acogía y le perdonaba y no un Dios Justiciero que le señalaba sus pecados.

Es muy edificante cómo lo comenta él mismo: «Comprendí que no se trataba de cambiar las estructuras, como decía el marxismo, sino que la solución del mundo es cambiar el corazón del hombre, cambiar nuestro corazón de piedra y de egoísmo por un corazón de carne. Es lo que la Iglesia ha hecho conmigo».

Cuando murió su esposa por un cáncer de páncreas, Manuel Barberá, después de mucho sufrimiento descubrió su vocación. Una nueva llamada. Dios no sólo le quería cristiano, lo había elegido para ser un sacerdote…

El hombre pierde rápidamente la paciencia y ante los casos difíciles lo más cómodo es considerarlos «imposibles». Muchas veces, como el dueño de la higuera en la parábola de Cristo (Lc 13, 6-9), pedimos al jardinero que acabe con el árbol, pues no da fruto. Y Dios, que conoce el fin de todos los caminos y apuesta siempre por el corazón del hombre, nos responde: «Déjala un año más y si no da fruto, la cortar黅

Tenemos que reconocer que Él sabe mucho más de árboles y de hombres que nosotros, a ambos los hizo en un solo día y aún no se ha cansado de ellos.

**Con datos de Alfa y Omega del 25 de octubre de 2007


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