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El huésped inesperado

El huésped inesperado
Un huracán de amor que cambió a Veracruz


Por: Juan Alejandro Palacio, L.C. | Fuente: www.buenas-noticias.org




Pensar en una catástrofe genera siempre un miedo pavoroso. Es tanto el pánico, que se ha inventado la manía de bautizar a los huracanes con un nombre elegante, como quien se dispone a recibir a un huésped que a su paso no deja ni las «gracias» para no sentir el sinsabor de su estadía.

En los primeros días de septiembre, el huracán Karl asoló el estado mexicano de Veracruz. A su paso dejó cerca de un millón de damnificados que se vieron obligados a abandonar sus casas y, al menos, murieron 7 personas.

Inmediatamente vienen a la mente familias sin casa, sueños destruidos: si durante el verano algún padre de familia había pintado la fachada del hogar después de varios meses o, tal vez, años ahorrando dinero para comprar la pintura, en una noche el lodo y el agua manchan el esfuerzo.

Pero cuando las consecuencias, que se siguen desencadenando en la mente, comienzan a mostrarnos realidades sumamente tristes –familias rotas, un amigo anegado en el fango, la huerta asolada– es imposible no sentir ese nudo en la garganta que impide respirar por unos segundos; hasta que, o la rutina de la vida nos distrae, o buscamos realizar algo efectivo por quien el llanto es su único consuelo.

Miguel Ángel Torres comenta que varias familias de Familia Misionera, organización perteneciente al Movimiento Regnum Christi, no dudó en prestar su ayuda:

«Levantarse temprano y en domingo –día de descanso–, para estar a las 7:00 a.m. cargando la camioneta y salir media hora después para la zona afectada por el huracán, sólo se explica por AMOR, que todo lo puede. […] Caminar en el lodo, ensuciarse la ropa, los zapatos, las manos, resbalarse las palas entre las manos por el agua y el lodo, mojarse con la lluvia y meter las manos entre el lodo porque las palas no pueden jalar la basura: sólo el AMOR hace entregarte».

Durante la mañana y parte de la tarde, las familias ayudaron a abastecer de víveres las diversas poblaciones, dar consuelo a quien había perdido un ser querido, mover troncos, abrir caminos y compartir con los asolados un poco de su dolor. Después, se unieron los esfuerzos de grupos e instituciones públicas que buscaban llenar el vacío de las familias que vivían en la localidad del Samoral.

Dios siempre saca un bien de un mal: «nadie tuvo la culpa en el huracán sino que a través de él se manifiestan las obras de Dios en cada hombre que se acerca a ayudar», explica uno de los miembros de la familia socorrista. Y tanto el damnificado como el que pone su mano y se enfanga para dar una ayuda quedan con el corazón lleno.

Más allá de la solidaridad, del simple gesto de querer ayudar, se encuentran corazones llenos de generosidad que, teniendo muchos medios materiales, saben dar lo que tienen porque con su entrega sirven a Dios. Es a Él a quien ven en cada persona sufriente y en sus vidas permanecerán con la satisfacción de amar y sentirse amados.

En ese día, no sólo el agua, el fango, las ramas troncadas por el viento visitaron a los habitantes veracruzanos. Karl pasó como huésped que dejó miles de familias hundidas en la pesadumbre; pero más tarde llegó otro huracán de amor que restituyó no sólo parte de la ayuda básica en la alimentación, medicinas, refugios, sino en el cariño y en el sentirse amados.



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